viernes, enero 18, 2008

¡Ahí está el Rubito!

No es inhabitual que la Historia recuerde frases famosas que empezaron guerras. Quizá el caso más citado es el Alea iacta est, la suerte está echada, que dicen pronunció Julio tras pasar el Rubicón; aunque los puristas suelen recordar que este mito es sobre todo eso pues lo que el general hizo al atravesar el río que lo colocaba fuera de la ley fue, al parecer, citar unos versos de un poeta griego que quieren decir algo así como «juguemos la partida de dados». También quiero recordar aquí otra frase quizá menos famosa pero más premonitoria, que fue el lamento del almirante Tojo cuando, tres el exitoso bombardeo japonés contra Pearl Harbour, anunció: «hemos despertado al tigre».

¿Hubo una frase que marcase el principio de la guerra española? Pues quizá sí, la hubo. Pero fue una frase que más parece una gilipollez que una frase: «¡Ahí está el Rubito!» La pronunció quien la tenía que pronunciar, esto es el general Francisco Franco, y lo hizo en medio de un episodio que es el que hoy quiero contaros: la odisea del Dragon Rapide.

5 de julio de 1936. La ciudad de Londres. En la ciudad de Londres vive un personaje bastante conservador de ideas, Luis Bolín, que en ese momento tiene como dedicación principal ser el corresponsal del diario monárquico ABC en el Reino Unido. Cuando llega a casa, la mujer de Bolín le informa de que su jefe, Juan Ignacio Luca de Tena, propietario del periódico, le ha llamado desde Biarritz. Según confiesa Bolín en sus memorias, no tiene la más mínima duda de que ese detalle señala que el golpe de Estado contra la República está a punto de estallar en España. Así lo dice en sus memorias, sin más explicaciones. O sea, si un día te llama tu jefe a tu casa, es que va a haber un golpe de Estado.

Bolín espera con nerviosismo a la segunda llamada de Luca de Tena, que se produce poco después. El marqués le da instrucciones concretas y sincréticas. Debe alquilar en Reino Unido un hidroavión capaz de volar desde Canarias hasta Marruecos, preferentemente Ceuta. Un español que trabaja en la banca Kleinwort, radicada en la célebre City londinense, le facilitará el dinero necesario. El objetivo es que el avión esté en Casablanca el 11 de julio. En la ciudad marroquí de tantas resonancias fílmicas, el piloto del avión deberá esperar en un hotel determinado a la llegada de alguien que se identificará por la contraseña Galicia saluda a Francia.

Luca de Tena informa a Bolín de que la más que probable misión del piloto será ir a Canarias a recoger a alguien. ¿A quién? Para saberlo, deberá ir a la consulta de un médico de Tenerife.

Si el 31 de julio nadie hubiese aparecido por Casablanca, el piloto debería regresar a Londres.

Bolín se sintió probablemente abrumado por las circunstancias. En sus memorias asegura que tuvo claro, desde el primer momento, que el extraño pasajero del avión sería Franco. Estas cosas es muy fácil decirlas a toro pasado, pero lo que está claro es que no dudaba de que la misión estaba íntimamente relacionada con el golpe de Estado. Bolín, por lo tanto, tenía que alquilar un avión cagando leches, pero eso no es algo que sepa hacer cualquiera. Por esa razón llama a su amigo Juan de la Cierva, el inventor del autogiro, quien también residía entonces en Londres. Lo primero que hace La Cierva al conocer el encargo es echarle a Bolín un buen jarro de agua fría: en su opinión (y no se equivocó), las posibilidades de encontrar un hidroavión disponible eran nulas. Incluso dudaba de poder encontrar algún avión con el radio de autonomía requerido para esos vuelos.

El día 6, tras muchos barrigazos por los despachos de sus amigos aeronáuticos, Juan de la Cierva da con una empresa llamada Olley Air Service, con base en el pueblecito de Croydon, que al parecer posee algún avión que puede servir. Bolín se desplaza al lugar y allí habla con el capitán Olley, quien considera que el aparato más adecuado para el tipo de viaje que el cliente quiere hacer es un De Havilland Dragon Rapide de siete plazas, matrícula G-ACYR. Así pues, mucha gente cree que eso de Dragon Rapide es el nombre del avión; pero no es verdad, es simplemente parte de la denominación del modelo. De hecho, el príncipe de Gales poseía otro igual que guardaba la Olley en el mismo hangar que el que albergaba al que sería el avión de Franco.

Una vez encontrado el avión, Bolín y La Cierva trazan su plan. Como ya he dicho, aunque no tienen todos los detalles de la cosa, saben o sospechan con claridad dónde se van a meter, así que se ponen a pensar en la mejor manera de poder volar sin despertar sospechas. Delante de la mujer de Bolín, La Cierva le dice: «¿por qué no te llevas a una rubia guapa y vistosa?» Como puede verse, el mito de las rubias como seres superficiales tiene varias generaciones. Finalmente, deciden mejorar la estrategia haciendo que Bolín vuele desde Londres en compañía de un hombre y de dos mujeres rubias. O sea: dos hombres maduros con dos tías buenas, ricachones bajando al moro para echar un quiqui. Como cortina de humo, la verdad es que no está mal.

Douglas Jerrod, un editor inglés, es el encargado de buscar al amigo inglés, y acaba decidiéndose por Hugo Pollard, comandante retirado, cazador de zorros y un hombre, dice Bolín que le dijo Jerrod, «muy de tu cuerda». A la vista de las cosas que escribe Bolín en sus memorias (cosas como que el interior de la catedral de Málaga, inmediatamente tras su toma por los franquistas, todavía conservaba el hedor a rojo, que hay que ser bestia), hemos de entender que el señor Pollard no debía de ser precisamente votante del Partido Laborista.

Bolín recoge en sus memorias que Jerrod, nada más llamar a Pollard, le aconseja que les espere metiendo la cabeza bajo un grito de agua fría; lo cual parece una manera de insinuar que nuestro contacto inglés se bebía hasta el agua de los floreros. Se fueron a verle a su casa de Midhurst, en el condado de Sussex. Si es cierto lo que cuenta Bolín en sus memorias, hay que reconocer que era un buen conocedor de la cultura inglesa, pues afirma que, nada más conocer a Pollard, se arrancó a hablar con él «de la belleza de las flores en aquel verano delicioso, de la excelencia del tiempo que era, desde luego, excepcional». En efecto, la jardinería y el clima son los dos asuntos por los que debe comenzar toda conversación con un inglés de pura cepa.

Bolín termina proponiéndole a Pollard que vuele con él a Marruecos, pero que para completar la expedición hacen falta «dos chicas rubias, discretas y bien parecidas». Ante proposición tan harto sospechosa, lo único que le ocurre preguntar a Pollard (según Bolín, claro) es si viajarán asegurados a todo riesgo y, ante el anuncio de la firma de otras tantas pólizas de seguro, acepta.

Las dos rubias resultan ser una tal Dorothy, amiga de Pollard; y Diana, la hija de éste, quién se apunta entusiasmada al viaje a pesar de no saber, según Bolín, ni dónde queda Marruecos.

El capitán Olley, propietario del avión, tenía más conchas que el tal Pollard, o tal vez ideas menos definidas. Síntoma claro de que no las tenía todas consigo con esa pretendida excursión en plan canita al aire es que le dijo a Bolín que imaginaba que el viaje estaría sometido a riesgos no cubiertos habitualmente por póliza de seguros, así pues le hizo jurar solemnemente que sólo utilizaría el avión para transportarse a él mismo y a sus invitados. Esta inquietud por parte de Olley dio sus problemas, pues Bolín se dio cuenta de que, si algo le pasaba al avión, él tendría que abonarlo. Lo habló con La Cierva, y el inventor con el duque de Alba; los dos últimos acordaron que, si el avión resultaba dañado por hechos no cubiertos por el seguro, pagarían cada uno la mitad del pago garantizado.

Acto seguido, Olley le presentó al piloto, Cecil W. H. Bebb, con quien acordaron que el avión despegaría el sábado 11 de julio a las siete de la mañana.

El avión hizo escala en Burdeos, donde los viajeros tomaron unas copas con Luca de Tena y el marqués de Mérito, también en la conspiración, que se subió al avión para luego irse desde Casablanca a Tánger por sus propios medios. Según Bolín, cuando entraron en España, y por estulticia del operador de radio (al parecer, venía bolinga desde Burdeos), se perdieron y anduvieron volando en plan gilipollas hasta que vieron el Naranco de Bulnes. Con eso y mediante el poco ortodoxo sistema de volar muy bajo al pasar por estaciones de tren para tratar de leer los letreros de la población, consiguieron orientarse más o menos. Pero se les acababa el carburante y el piloto manejó la posibilidad de aterrizar en cualquier campo perdido, lo cual habría hecho imposible la misión. Finalmente, llegaron a la costa atlántica, divisaron un aeropuerto militar en el pueblo portugués de Espinho, y aterrizaron allí.

Nada más parar los motores los detuvieron, claro. Hasta un idiota sabe que no se puede aterrizar en un aeropuerto militar sin avisar, así como así.

Otra vez, la misión se podría haber ido al carajo. En el pueblo de Espinho había fiesta a la que acudieron los detenidos junto con los militares que los habían detenido y, nos dice Bolín en sus memorias, «este acontecimiento, unido al encanto de las rubias, impresionó favorablemente al oficial quien, mediado el camino, nos dijo que tanto el aparato como nosotros quedarían en libertad a primera hora de la mañana».

La pregunta es: ¿exactamente hasta qué punto unas rubias inglesas han de desplegar encantos para quebrar la voluntad de un militar portugués? Bolín no nos lo aclara. Y hay que tener en cuenta que una de las rubias era la mismísima hija de Pollard. Ejem…

Desde Espinho el avión dio un salto a Alverca, donde Bolín y mérito se reunieron con el general Sanjurjo. Asimismo, en Alverca es donde Bolín, preocupado ante la posibilidad de que la policía republicana le siguiera el paso y fuese detenido en Casablanca, le dio informaciones parciales a Pollard, especialmente la misión de ir a la casa del médico en Tenerife y darle la famosa contraseña de Galicia saluda a Francia.

Si hemos de creer a Bolín, Pollard no sólo no se dio la vuelta o se asustó sino que, como se dice en lenguaje taurino, se recreó en la suerte, indicándole a Bolín que, si tenía que ir a ver a un médico espía, lo mejor es que trucase las cosas para que la visita fuese creíble. Así, ambos escribieron en la agenda de Pollard los nombres de varios médicos en poblaciones diferentes de Europa, algunos ciertos y otros inventados, para así poder dar soporte a la historia de que el ex militar era un enfermo crónico que por eso tenía la referencia de facultativos distintos en las ciudades que visitaba.

El 13 de julio, la expedición se entera en Casablanca del asesinato de Calvo Sotelo, que se ha producido en la madrugada del mismo día en Madrid. La noticia genera en los conspiradores la reacción que se produjo en muchos otros que eran de su partida: se dan cuenta de que ya todo es imparable. Por eso, aunque las instrucciones que tenían era esperar a que alguien les contactase diciendo la famosa contraseña, deciden actuar por su cuenta y enviar el avión a Canarias. Otra decisión que salvó la operación pues, según nos cuenta Bolín, el emisario que estaban esperando nunca llegó siquiera a iniciar viaje, así pues hubieran esperado en vano. Aunque Bolín no lo dice claramente en sus memorias, parece claro que, además, la noticia de la muerte de Calvo Sotelo multiplicó en él las sospechas de que podían estar siguiéndole (a él y al marqués de Mérito), motivo por el cual tomó una decisión muy arriesgada: que los ingleses se fuesen solos a buscar a Franco a Canarias. Verdaderamente, el tal Pollard debía de ser un conservador de pies a cabeza para que el periodista le confiase esa misión.

Pollard, su hija y su amiga llegaron a cabo Juby, un pequeño saliente de la costa del antiguo Sahara Español justo enfrente de Canarias, el día 15 de julio. Ese aterrizaje, forzado por las circunstancias del vuelo, repitió la jugada de Espinho (es decir, aterrizar en un aeródromo militar sin permiso previo), sólo que esta vez el aeródromo no era portugués, sino español (para que nos entendamos: republicano). El mando de Cabo Juby, de hecho, cablegrafió al Ministerio de la Guerra en Madrid la incidencia, es decir que un avión ocupado por turistas británicos había aterrizado allí sin permiso. Sin embargo, aquí se hizo patente que Bolín había acertado con su arriesgada decisión pues, de haber ido en el avión un español, además sospechoso, con seguridad allí habrían quedado todos detenidos. Al ser ingleses, la reacción de Madrid fue ordenar la detención del avión, pero a la llegada a su destino. ¿Cuál era su destino? El aeródromo de Gando. ¿A quién tenía que ordenarle dicha detención? Al comandante militar de Canarias. Y, ¿quién era el comandante militar de Canarias? Pues Francisco Franco Bahamonde. Alguien que, obviamente, no les detuvo.

El Dragon Rapide llegó al aeropuerto grancanario de Gando el miércoles 15 de julio por la tarde. Pollard y sus rubias cogieron un barco en el Puerto de la Luz y se fueron a Santa Cruz de Tenerife, en busca del médico. Llegado a su consulta, Pollard se presentó declamando lentamente, con la pronunciación que le habían enseñado, la contraseña Galicia saluda a Francia. Con gran sorpresa, la respuesta del médico fue cabrearse e invitarlo a marcharse. Al parecer, para aquel entonces aquel hombre, que debía de ser algo así como un conspirador amateur o a tiempo parcial, había terminado hasta las narices de mensajitos y contraseñas y ya no quería saber nada más de movidas.

Aún así, debió rendir un último servicio a su causa pues Pollard le informó del hotel donde se hospedaba, hotel en el que, unas horas después, le visitó un militar joven.

Esto ocurría el jueves día 16. Franco, en cuanto fue informado de que había un avión en Gando, decidió actuar. Con la disculpa de lo rarita que estaba la situación, aisló las Canarias desde el punto de vista de las comunicaciones, no sin antes solicitar a Madrid permiso para desplazarse a la isla de Gran Canaria al funeral de un militar amigo recientemente fallecido (el general Amado Balmes). De esta manera consiguió no despertar sospechas en su desplazamiento y, además, pudo sumar Tenerife a la sublevación sin que en Madrid se coscasen de la movida.

El 17 de julio, Franco desembarca en Gran Canaria, tras lo cual se produce una lucha entre el ejército y los guardias de asalto, a los que el gobernador civil republicano ha puesto en alerta. Sin embargo, los sublevados se imponen con relativa rapidez, como ya ha ocurrido en Tenerife. No obstante, la necesidad de imponerse en Las Palmas lo retrasó, pues Franco tenía previsto salir para Marruecos el 17 de julio, pero no pudo hacerlo hasta el 18.

A Cecil Bebb, el piloto del avión, alguien le dio instrucciones de salir para Marruecos y le hizo el juego típico de entregarle medio naipe que debería completarse con otro medio que llevaría su pasajero. Sin embargo, según Bolín a Franco no le hizo falta enseñar su media carta: Bebb, nada más verlo (y una vez que aquel hombre de paisano le dijo: «Soy el general Franco», información de gran importancia para un aviador de Croydon), decidió que era la persona por la que se había hecho todo ese montaje, lo cual dice mucho de su clarividencia pues Franco era bajito, un poco barrigudo y, además, iba vestido de paisano. A mí siempre me ha parecido que a Bolín le pareció inelegante describir en sus memorias al caudillo presentando medio naipe para hacerse respetar.

Para evitar ser obstruido por alguien en su viaje en coche a Gando, Franco fue por vía marítima. El hecho de que en la playa de Gando no hubiese puerto le obligó a tirarse de la barca y, con agua hasta las rodillas, andar hasta la orilla (o sea: la barca se acercó bastante, porque las rodillas de Franco no estaban demasiado lejos del suelo).

Como bien sabemos, mientras ocurría todo esto, el ejército del Marruecos español se sublevaba, con cierta precipitación sobre los planes iniciales. El avión salió de Canarias como a la una de la tarde, paró en Agadir para repostar y allí se retrasó un poco más porque era fiesta. Como resultado, en Casablanca se hizo de noche sin que el aparato hubiese aparecido. Sin embargo, a eso de las nueve y cuarto de la noche, el avión llegó. Eso sí, cuando estaba descendiendo, hubo un apagón en el aeropuerto y las luces de la pista se apagaron. Fue, sin embargo, cosa de poco, y pronto estuvo solucionada.

Franco entró en la Casablanca francesa con un pasaporte falso, prestado por el diplomático José Antonio de Sangróniz y al que había puesto su propia foto. Como era tan tarde, los conspiradores debieron cambiar de planes y, en lugar de seguir hasta Tánger, destino último del viaje, dormir en Casablanca. Esta decisión salvó de nuevo la operación. Poco tiempo después, el marqués de Mérito, que estaba en Tánger, llamó para decir que ese aterrizaje debía desestimarse, recomendando Tetuán. Se decidió volar allí al día siguiente. Esto da que pensar que si Franco hubiera salido hacia Tánger, tal vez la habría cagado.

En el hotel, Franco se afeitó el bigote, para dificultar su reconocimiento. De él nos dice Bolín en sus memorias que «el general tenía entonces cuarenta y tres años: era bien proporcionado y bien parecido». En fin, qué podemos decir; para gustos se pintan colores pero, la verdad, una cosa es ser franquista y otra estar ciego.

En el pasaje tal vez más sincero de sus memorias, Bolín nos cuenta que él y el general durmieron aquella noche juntos en la misma habitación, en la que estuvieron dándole a la sin hueso por lo menos hasta las dos de la madrugada. Franco no era nada optimista sobre lo que iba a comenzar. «Tan negro fue el cuadro que pintó ante mis ojos», relata Bolín, «que acabé por preguntarle si podríamos vencer».

Otra cosa que nos dice Bolín es que Franco «hablaba todavía cuando, para facilitarle siquiera dos horas de descanso, apagué la luz con el pretexto de que me estaba quedando dormido». Esta capacidad de dar la brasa nocturna hasta la extenuación, de ser cierta, la compartía Franco con su entonces amigo Adolf Hitler, de quien sus cercanos han dejado escrito que era capaz de pasarse la noche entera dando la barrila. O, tal vez, es que aquella noche Franco, a pesar de todo lo que dicen sus hagiógrafos de nervios de acero y bla, bla, bla, estaba nervioso. Acojonado incluso.

A las cinco de la mañana del día siguiente, el avión salió de Casablanca. Una vez que se supo sobrevolando suelo español, Franco se puso el uniforme militar.

A la llegada a Tetuán, se produjo la que, para mí no hay duda, fue la escena más tensa para los conspiradores. Aterrizaban en Tetuán, sabiendo que el ejército de Marruecos y, consecuentemente, aquella plaza, se había sublevado. Pero no podían saber cuál había sido el resultado de la sublevación. En esa pista podían estar, perfectamente, tropas fieles a la República esperando su llegada. Franco no podía saber si al bajar del avión sería vitoreado o detenido. Al llegar al edificio principal, los viajeros vieron a cinco militares en posición de firmes. Y entonces Franco pronunció esa frase tan absurda.

‑¡Ahí está el Rubito!

Había reconocido al comandante Eduardo Sáenz de Buruaga, jefe de Regulares marroquíes. Tan seguro estaba de su fidelidad que, en ese momento, supo que la plaza era suya. Y todo empezó.

Del Rubicón al Rubito.

jueves, enero 17, 2008

La visión soviética de la guerra civil

Como todo el mundo sabe, las Navidades son fechas complejas para los elefantes. Las ETT proboscídeas suelen estar a tope en esos días porque, en verdad, quién no necesita un elefante por Navidad. Hay sesiones dobles en los circos, es necesario reforzar los turnos en los zoos porque van mogollón de niños y todos quieren que el animal suba la trompa y barrite un poco, esas cosas.

Es por esta razón que Tiburcio, co-editor de esta mamonada, lleva unas semanas bastante liado. No obstante, como diría el viejo ABC de Luis María Anson, nuestra centralita está bloqueada con llamadas de lectores protestando por esta ausencia (no tenemos centralita y, aunque la tuviéramos, nuestros lectores no se saben el número; pero eso son detalles sin importancia).

Hoy os traigo, anyway, un post de Tiburcio. Este blog, en mi opinión, sería un blog mucho más aburrido, y de peor calidad, si entre tanta verborrea juandejuánica no incluyese algún acertado post elefantiásico.

En el post de hoy, Tiburcio aborda una actividad que sé que le gusta, gusto que, además, es compartido en mi caso: revisar las revisiones históricas cuando su tiempo ya ha pasado. Alguien dijo una vez que pocas cosas hay más sometidas a los vaivenes de la Historia que la propia Historia, y es cierto. Cada tiempo tiene su manera de ver el pasado y cuando ese mismo tiempo es ya pasado, conviene echar la vista atrás y ver cómo se veían entonces las cosas y lo que entonces se daba por cierto; esto, quizá, nos sirva para relativizar nuestras convicciones de hoy.

El post de Tibur incide en un aspecto sobre el que habría para escribir largo y tendido: las interpretaciones no españolas de la guerra civil. En este caso, una muy concreta, que es la de la Unión Soviética. Podemos ser enormemente incapaces a la hora de leer nuestra propia situación, pero esa incapacidad se multiplica cuando lo que estamos leyendo es la situación de otro. La interpretación soviética de la guerra civil española influyó mucho a muchos historiadores, de dentro y de fuera de España, sobre todo en el aspecto crucial que trata este post, que es la consideración del conflicto como un conflicto de raíces internacionales. La URSS defendió hasta su último minuto que si había habido guerra civil en España fue, única y exclusivamente, porque así lo habían decidido Hitler y Mussolini; porque la sublevación de Franco cuadraba dentro de los planes alemano-italianos para sojuzgar Europa.

Esta versión no cuadra mucho con los hechos. Por ejemplo: es cierto que Hitler y Mussolini siempre fueron bastante amiguitos; pero no tanto como Alemania y la propia URSS cuando, en 1938 (momento en el que la guerra civil española empezaba a dar sus últimas boqueadas) se repartieron Polonia como buenos hermanos. Y luego está el argumento principal, y es que resulta abracadabrante sostener que la guerra civil española no tuvo causas internas. Sin embargo, se sostuvo y, además, mucha gente, sesuda gente en muchos casos, lo creyó. Lo cree aún, me atrevería a decir.

En fin. Os recomiendo, como siempre, la lectura del post, amén de recordaros que la Navidad ya ha pasado.

Supongo que muchos de vosotros iríais cuando érais niños, o vais ahora con vuestros hijos o nietos, a los espectáculos de marionetas al aire libre. Las representaciones de marionetas son siempre muy parecidas: hay un personaje que es el que defiende a los buenos y, cuando alguien está en peligro de ser cazado por el malo, los niños gritan su nombre, llamándolo, para que aparezca.

Os propongo que hagais lo mismo. Salís a la ventana de vuestra casa y del trabajo y gritais: «¡Tiburcioooooo!» Y lo mismo lo oye (digo yo que para eso será que tienen las orejas tan grandes los elefantes).

Os dejo con él.

La visión soviética de la guerra civil

By Tiburcio Samsa.


Hace veinte años nadie hubiera podido predecir que algún día la visión soviética de la Guerra Civil española nos resultaría tan irrelevante como la opinión que tenía el Rey Asurbanipal de la política agresiva de los elamitas. En beneficio de los sovietólogos desamparados, que vieron de un día para otro cómo entraban en la misma categoría de los sumeriólogos, la de aquellos cuyo objeto de estudio está muerto y enterrado, de los nostálgicos de la Guerra Fría y de los curiosos en general escribo unas líneas sobre qué era lo que se decía en la Unión Soviética en los años ochenta sobre la Guerra Civil española.

Tomo como base el primero de los dos volúmenes de la Historia de la Política Exterior de la URSS (Istorija Vneshnej Politiki SSSR), editado en 1986 en Moscú, bajo la redacción de A.A. Gromyko y B. N. Ponomareva. Es un libro que compré cuando aún pensaba que la sovietología podía dar dinero y todavía no me había dado cuenta de que los inviernos rusos no me van. Lo que sigue a continuación es un resumen de lo que dice el libro. Me ha parecido mejor no apostillar ni comentar y dejar que el texto hable por sí mismo. He mantenido incluso algunas de las maneras de expresarse del texto, aunque puedan resultar chocantes.

Antes de empezar, me parece interesante hacer dos observaciones. La primera es que a la Guerra Civil española se le dedican 5 páginas y ¾, en un volumen de 511 páginas. Algo más que lo dedicado a la agresión japonesa en Manchuria y a la conquista de Austria por Alemania, pero menos que lo dedicado a los acuerdos de Munich. La segunda es que el capítulo que trata este tema lleva el significativo título de La URSS y la intervención germano-italiana en España.

La victoria del Frente Popular en febrero de 1936 y sus primeras reformas de corte progresista causaron hondo desasosiego a la Alemania nazi y a la Italia fascista. Las fuerzas reaccionarias en España no podían aceptar la pérdida del poder y con el apoyo germano-italiano un grupo de oficiales reaccionarios encabezados por Franco se sublevaron. Alemania e Italia buscaban no sólo el establecimiento de un régimen fascista en España, sino también entorpecer las comunicaciones de Inglaterra y Francia con sus imperios coloniales, creando una amenaza a Francia por el sur.

La URSS y todas las fuerzas progresistas mundiales acudieron en defensa de la República. Sus esfuerzos se vieron entorpecidos por la actitud de Francia e Inglaterra, que querían un acercamiento a Alemania y optaron por una política de neutralidad que privó al Gobierno de la República de la posibilidad de comprar armas en el extranjero en un momento en el que Alemania e Italia abastecían a los sublevados fascistas. El instrumento de esa política fue el Comité de No Intervención.

En contraposición, la URSS en el Comité mostró su apoyo a la lucha de los demócratas españoles contra las fuerzas del fascismo y el 7 de octubre de 1936 presentó al mismo cantidad de pruebas del apoyo que recibían los sublevados y advirtió que si no se solucionaban inmediatamente las violaciones del acuerdo de no intervención, la URSS se consideraría libre de los acuerdos que la vinculaban al Comité. El 23 de octubre la URSS insistió en que se permitiese al Gobierno de la República la compra de armamento en el extranjero. El 25 de octubre finalmente el Gobierno soviético anunció que, en tanto no hubiera garantías de que cesaría el apoyo a los sublevados, se consideraba moralmente liberado de sus obligaciones hacia el Comité.

La política del Partido y del Gobierno soviéticos quedó expresada con claridad en el telegrama que el Secretario General del Comité Central del PCUS, Stalin, le envió al Secretario General del PCE, José Díaz: «Los trabajadores de la Unión Soviética cumplen simplemente con su deber, al prestar su fuerte apoyo a las masas revolucionarias de España. Esto da cuenta de que la liberación de España del yugo de los reaccionarios fascistas no es un asunto privativo de los españoles, sino de toda la humanidad avanzada y progresista.» Así pues, la Unión Soviética prestó su ayuda al pueblo combatiente español y al Gobierno legítimo, de acuerdo con las normas del Derecho Internacional y cumpliendo con sus deberes internacionales.

El libro da como pruebas del apoyo ofrecido a la República las siguientes cantidades de armamento entregadas entre octubre de 1936 y enero de 1939: 648 aviones, 347 tanques, 60 autoametralladoras, 1.186 cañones, 20.648 pistolas y 497.813 fusiles, así como gran cantidad de granadas y proyectiles. En el otoño de 1938 el Gobierno soviético concedió al republicano un crédito por importe de 85 millones de dólares. Asimismo envió a España especialistas y asesores militares, que ayudaron enormemente a la creación de un Ejército popular regular y que coadyuvaron a las principales operaciones contra los intervencionistas fascistas y los sublevados. También participaron en la lucha voluntarios de 54 países formados en las Brigadas Internacionales. De los 42.000 voluntarios, 3.000 provenían de la URSS y de éstos más de 160 eran aviadores. Los voluntarios soviéticos dejaron más de doscientos muertos en combate.
La URSS ayudó a la República hasta sus últimos días de todas las maneras posibles: apoyo diplomático, ayuda económica… Sin embargo, las fuerzas eran muy desiguales. Sólamente el Ejército de los intervencionistas germano-italianos contaba con cerca de 300.000 soldados y oficiales. El Ejército popular republicano, apoyado por voluntarios de muchos países, combatió con un heroísmo inaudito y aunque sufrió muchas pérdidas, siguió luchando. En la lucha, como resultado de los bombardeos germano-italianos y de la represión en los territorios conquistados por los fascistas murieron más de un millón de hombres.

Pero en Londres y París se cerraban los ojos ante la brutalidad de los intervencionistas germano-italianos. En enero de 1939 se negaron a adoptar sanciones contra los agresores germano-italianos, conforme a la Carta de la Sociedad de Naciones. Ello significó que los agresores tendrían completa libertad para estrangular a la República española.

No puedo morderme más la lengua y dejar de hacer un comentario recapitulador: la Guerra Civil española, según el libro, fue la historia de la agresión que sufrió el heroico pueblo español a manos de los intervencionistas germano-italianos, agresión ante la que sólo pudo contar con la ayuda de la URSS, ya que Francia e Inglaterra optaron por una no intervención vergonzosa. Me pregunto lo que dirá a propósito de esta versión de la Guerra la Ley de Recuperación de la Memoria Histórica.

lunes, enero 14, 2008

Libertad de expresión y vergüenza torera

Pocas cosas me gustarían y me motivarían más que saber que este blog lo lee, de vez en cuando, algún profesor de Historia o profesor a secas. Yo nunca he sido maestro y nunca lo seré y, por eso, quizás debiera callarme lo que ahora sé que van a escribir mis dedos porque, de alguna forma, quien no se dedica a algo no debiera dar consejos sobre cómo debe desarrollarse ese oficio.

Pero soy un aficionado a la Historia, aficionado que ha tenido ya la osadía de escribir unas doscientas crónicas sobre el tema, y quizá eso me da algo de fuerza moral para opinar sobre cómo debería enseñarse la Historia, y por enseñar la Historia no me refiero enseñarla a quien quiere hacer de ello su vida profesional (el estudiante universitario) sino quien recibe esa enseñanza dentro de un torbellino de conocimientos, la mayoría de los cuales le parecen inútiles. Me refiero, claro, al estudiante adolescente.

Si yo tuviese que dar clases de Historia a adolescentes les contaría pocas cosas y les haría muchas preguntas. Porque detrás de cada una de las cosas que pasaron suele haber una pregunta, una pregunta muy sencilla: y tú, ¿qué habrías hecho? Contra lo que piensa el distante educando, las cosas que cuenta la Historia le son muy cercanas, porque él mismo podría verse sometido a decisiones de parecido jaez. Luego está esa otra vertiente, que es el juicio de la Historia. Los hechos históricos han de conocerse para ser juzgados; la Historia tiene consecuencias. Nosotros, de hecho, somos esa consecuencia y, como consecuencia que somos, tenemos el derecho, sino el deber, de juzgar los factores que así nos hicieron.

Muy recientemente, el Tribunal Constitucional español ha hecho pública una sentencia en torno a la cuestión de inconstitucionalidad 5152-2000. Recomiendo vivamente a quienes sean profesores que la busquen (está disponible en Internet), que la lean y que, después, la sometan a debate entre sus alumnos. Personalmente considero que, cuando menos a algunos de ellos, les ayudará a entender, al final del ejercicio, lo importante que es conocer la Historia y lo real que es esa frase tan tópica que dice que los pueblos que desconocen su Historia están condenados a repetirla.

El asunto que está en el fondo de la sentencia es, casi diría, menor. Se refiere a la condena del propietario de una librería de Barcelona que en ella vendía diversos libros, folletos y demás en los que, entre otras cosas, se negaba la producción del Holocausto nazi sobre el pueblo judío, en los años en torno a la segunda guerra mundial. Al hilo de este asunto, que ha experimentado el habitual via crucis de sentencias, apelaciones, súplicas y demás escalones procesales, nuestro Tribunal Constitucional dirime que un artículo de nuestro Código Penal es inconstitucional en lo que se refiere a considerar delito la negación del Holocausto.

No niegan nuestros superjueces que es punible expresar juicios degradantes contra diversas razas o etnias o incitar a que sean asesinadas. Sin embargo, considera que la negación de los crímenes contra la Humanidad es una «opinión subjetiva e interesada sobre acontecimientos históricos»; y que, en consecuencia, o así lo entiendo yo, la libertad de expresión nos da a todos derecho a tener una opinión subjetiva e interesada sobre acontecimientos históricos, sin que por ello se nos pueda perseguir.

Aunque a cualquiera que lea este artículo supongo le quedará clara la opinión que me merece la sentencia, eso no debe ser disculpa para que se me nublen los argumentos que existen a favor de una decisión así. Los tribunales, y muy especialmente los constitucionales, son muy reacios a admitir cortapisas a la libertad de expresión. La razón de ello es, en su fondo, la misma que exhiben, por ejemplo, los enemigos de la eutanasia. Se trata de una acción, la limitación de la libertad de expresión, que además de formularla en términos generales, hay, luego, que aplicar. Siempre que admitas que alguien puede limitar la libertad de expresión, debes de tener la certeza de que los hechos sometidos a dicha limitación son indubitables o, dicho de otra forma, que nadie va a poder utilizar esa habilitación para limitar la libertad de expresión en demasía. Por eso pongo el ejemplo de la eutanasia, porque quienes la combaten dicen: el problema no está en permitir que alguien que quiere morir pueda hacerlo; el problema es que, amparado en esa habilitación, pueda algún día llegar alguien que decida que se va a apiolar a unos cuantos miles de ancianos, o de locos, o de retrasados mentales, que le estorban.

Si no he entendido mal la sentencia, en ella se dice además que una cosa es que alguien se dedique a vender panfletos diciendo que hay que matar a los judíos, y otra muy distinta que escriba que nadie los mató durante la segunda guerra mundial, que los campos de concentración no existieron, etc. Es esta segunda una agresión más difusa y, como he escrito antes, se confunde con la pura y simple opinión histórica.

Yo no soy jurista y mi voto no vale más que el de nadie. Pero me gustaría decir que no comparto la sentencia. En mi opinión, este fallo es el fruto de un análisis jurídico por el cual quienes lo realizan pretenden respetar el espíritu y la letra de la norma cuya coherencia dirimen, es decir la Constitución Española. Pero olvidan que la Constitución, con ser la norma más alta de nuestro ordenamiento, no logra tocar el techo, pues por encima de las normas hay algunas otras cosas.

Acertadísimo me parece el voto particular del magistrado Jorge Rodríguez-Zapata, en el cual le recuerda a sus compañeros algo que éstos supongo saben hasta dormidos: «El artículo 1.1 de la Constitución española declara que tanto la libertad como el pluralismo político son valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico». Dicho de otra forma: por encima de las leyes están los principios y objetivos para los cuales han sido hechas. Una Constitución democrática está hecha, primero que para cualquier cosa, para respetar, enaltecer y proteger la dignidad del ser humano. Obligar a un pueblo masacrado a convivir con negación de la memoria de esa masacre no es ni respetar, ni enaltecer ni proteger su dignidad.

Toda la argumentación del Constitucional se me aparece como un racimo de argumentos sobre la inocuidad de los juicios que niegan el Holocausto, no exentos de buenas intenciones, pero, por encima de todos, de una inocencia que me parece, sinceramente, pasmosa. A pesar de que nuestros magistrados no son tontos y parecen reconocer que se trata de juicios interesados, no dan ni un paso más y, cuando les tocaría concluir que, puesto que no son inocuos, debemos protegernos contra ellos y debemos proteger, muy especialmente a la juventud de su influencia, se frenan.

La sentencia es tan pulcra que a pesar de escribir varias veces la palabra nazi no escribe ni una sola vez la palabra fascismo. El fascismo queda definido, en uno de los puntos del texto, con la harto eufemística expresión «ideologías defensoras de la violencia como método de resolución de conflictos».

No le faltan al Tribunal motivos para pensar. El abogado del Estado, por ejemplo, les apostilla que «no se acierta a comprender por qué estaría justificada la punición del comportamiento consistente en enaltecer al autor de un crimen de genocidio y no, en cambio, la consistente en negar o justificar un crimen de genocidio o en rehabilitar a los regímenes o instituciones que amparan prácticas generadoras de delitos de genocidio». Yo creo que lleva razón. ¿Por qué razón es punible decir «Carlitos ha hecho muy bien cargándose a su mujer, porque las tías son todas unas guarras y hay que darles caña»; pero no lo es decir «no hay un solo hombre que le ponga la mano encima a su mujer; la violencia doméstica es un invento de la Internacional Femenina Judeo-Masónica»? Hay que estar muy ciego, o querer estarlo, para no darse cuenta de que el fondo de la cuestión de ambas frases es exactamente el mismo: denigrar a la mujer, colocarla en situación de ser que puede, debe incluso, ser agredido y dominado. Más aún: nos dice el abogado del Estado, con gran acierto, que profesar ideas tendentes a negar el Holocausto podría llegar a «estimular resortes psicológico-sociales no bien conocidos, y crear una atmósfera social que, como demuestra el desarrollo de los hechos en la Alemania nazi, comienza con la discriminación legal en el acceso a cargos públicos y profesiones, sigue con el estímulo de la emigración de parte de la población, y se extiende e intensifica en todos los campos de la convivencia hasta los extremos de destrucción y exterminio que conoce la Historia».

Si mi abuelo hubiese muerto en un campo de concentración; si mi abuelo, pues, hubiese sido llevado a una situación en la que llegase a pesar menos de una cuarta parte de su peso normal, después de haber sido transportado por Alemania o por Polonia en un vagón de ganado donde no se limpiaban ni los excrementos ni la basura; si mi abuelo hubiese sido obligado a ocupar una fila de personas desnudas, una fila dentro de la cual habría niños, repito, niños de seis, de ocho, de doce años, muchos de los cuales sabrían que iban a morir. Si mi abuelo hubiese sido hacinado dentro de un local cerrado desde cuyo techo comenzase a manar gas insecticida tóxico, y hubiese sido obligado a morir dando boqueadas y tratando de escalar los cuerpos desnudos de sus compañeros, en una carrera imposible y cruel por respirar el último hálito de aire no tóxico. Si mi abuelo hubiese sido obligado a todo eso, digo, un libro en el que se dijese que a las personas como mi abuelo hay que matarlas me heriría; pero un libro en el que se dijera que mi abuelo murió de un ataque de risa mientras cenaba pato a la naranja me heriría en la misma proporción. Y de un sistema democrático que no me facilitase cuando menos la protección jurídica de no tener que leer ni escuchar esas cosas pensaría que es, decididamente, perfectible.

A mi juicio, el Constitucional comete el error de no darse cuenta de que no siempre el mayor culpable de un crimen es quien lo comete realmente y que, en consecuencia, no siempre el peor pecado de inducción se produce por parte de quien ordena claramente una muerte, la pide o la exige. Adolf Hitler, el líder nacionalsocialista alemán, dio muchos mitines antes de llegar al poder. Quizá los señores magistrados deberían repasar esos discursos (claro que les costará encontrarlos, porque hay lugares del mundo donde su edición está prohibida). Si lo hicieran, verían que Hitler tardó mucho tiempo en declamar públicamente que había que ir a por los judíos; en no pocos de sus discursos los denigra, los hace diana de sus invectivas, de sus acusaciones, de su opinión subjetiva sobre la Historia; pero en modo alguno dice que haya que exterminarlos. La pregunta que yo le haría a los redactores de la sentencia es: en consecuencia, ¿podemos considerar que esos discursos son inocentes del delito de provocar un genocidio? ¿Verdaderamente no son un escalón más de una escalera muy larga que lleva a la convicción de que lo mejor que se puede hacer con tu vecino es cortarle las barbas, separarlo de su mujer y de sus hijos, obligarlo a cavar un hoyo y, una vez hecho, a que se meta dentro antes de recibir un tiro en la cabeza? ¿Verdaderamente el único culpable de ese crimen es el soldado que aprieta el gatillo?

De hecho, la parte más repugnante de la actuación antijudía de Hitler, los asesinatos en masa, jamás fue ni anunciada, ni admitida, ni tan siquiera insinuada, en los discursos del Führer; fue necesario que el ejército aliado penetrase en Polonia, Alemania y otros territorios para que pudiese descubrir la tristísima verdad que aquel señor tan valiente le ocultaba a todo el mundo.

Todo eso, sin embargo, fue posible por algo. Fue posible por las decenas, centenares, miles de ocasiones en las cuales el propio Hitler, o Goebbels, o Himmler, o Göring, o cualesquiera otros corifeos de la barbarie, dijeron y repitieron cosas como: los judíos son culpables. Ellos nos roban, ellos conspiran contra nosotros. Alemania no es grande porque los judíos mueven los hilos contra ella. Los judíos te tienen sin trabajo, los judíos son los responsables de que sólo puedas comer chucrut de mierda. Los judíos son los cabrones de esta historia.

Antes de la violencia, antes del asesinato, antes del genocidio, todo lo que hubo fueron «opiniones subjetivas e interesadas sobre acontecimientos históricos». Y qué bien le hubiese ido a la Humanidad si, en ese momento, algún juez le hubiese parado los pies al nacionalsocialismo paranoide.

Como bien recuerda en su voto particular Rodríguez-Zapata, esta actitud de considerar un crimen la trivialización o negación del genocidio nazi no es algo inhabitual. El delito existe en Alemania, Austria, Bélgica, la República Checa, Eslovaquia, Francia, Holanda, Liechtenstein, Lituania, Polonia, Rumania, Suiza y, por supuesto, Israel. Claro que todos estos países, salvo Suiza, comparten de una forma u otra una característica de la que nosotros carecemos: son países que han vivido bajo la bota nazi. Ellos, que lo vivieron, saben de lo que hablan.

En otro voto particular, el magistrado Ramón Rodríguez Arribas se muestra claramente partidario de evitar lo que él denomina «democracia ingenua», definida como aquélla que lleve «el supremo valor de la convivencia hasta el extremo de permitir la actuación impune de quienes pretenden secuestrarla o destruirla». Amén, señor magistrado. Supremo no quiere decir gilipollas.

¿Tiene derecho a la libertad de expresión quien la usa para alimentar un ambiente social que acabe con la libertad? ¿Acaso se insulta y se desprecia más diciendo «te pegué porque me salió de las narices» que diciendo «¡que no, mujer, que no fue así!; te diste con una puerta, ¿no te acuerdas?» Si la democracia es un partido de fútbol, ¿tenemos derecho a echar del campo a quien se obstina a coger la pelota con la mano y jugar al rugby?

¿Libertad de expresión, o respeto hacia las víctimas de la barbarie? Discutir esto se me hace, la verdad, bastante más útil que andar estudiando los montes más altos de la Comunidad Autónoma de turno.