... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica
Un presidente Missing in Action
El día que James McCord le dijo al mundo: "¡Es un pato, imbéciles, es un pato!"
Breznev y los prisioneros de guerra contraprograman el Watergate
Los pruritos morales de Hugh Sloan
Johnny cogió su fusil
El testimonio de Alejandro Mantequilla
Spyro Agnew y las 21 preguntas de los cojones
A situaciones paranormales, aficiones paranormales
Los diez negritos fiscales
El discurso del político acorralado
La última trinchera
It's not easy, but it could be done
El último martillazo de Warren Earl Burger
Barbara Jordan, Christine Chubbuck, y el final
El 3 de noviembre de 1969, Richard Nixon sorprendió a propios y extraños. Aquel hombre venía ambicionando la presidencia de los Estados Unidos de mucho tiempo atrás. Había perdido su oportunidad, que terminaría por ser sólo su primera oportunidad, frente al que es, quizás, el mayor peso pesado que nunca se ha subido al ring de la política americana: John Fitzgerald Kennedy. A pesar de ser un neto perdedor, o quizás por eso mismo, Nixon era de esos políticos que, como los feos en las discotecas, saben que la clave, para ellos, es aguantar. Aguantar. Aguantar. Y aguantó hasta que las primeras figuras de la política estadounidense de los sesenta, siempre enfangada por el maloliente vertedero de Vietnam, fueron abandonando (o siendo asesinadas), y le llegó la suerte. El desastre de Tet convenció a Lyndon Johnson de no presentarse a la reelección, y eso colocó al Partido Demócrata en una pelea muy reñida que, probablemente, tenía que haber ganado o Robert Kennedy o Eugene McCarthy, ambos pacifistas. El asesinato de RFK lo cambió todo y dio alas al candidato sustituto de LBJ, Hubert Humphrey. Nixon, frente a frente a un candidato bastante parecido a él, finalmente pudo ganar. Y, unos meses después, sorprendió a todos los que esperaban una presidencia anodina.