Los Juegos Olímpicos de verano de Montreal iniciaron la
lista, bastante más larga de lo que se pretende, de olimpiadas catastróficas. A
los canadienses les costó un Congo organizar aquellos juegos; han tardado más
de un cuarto de siglo en pagarlos, con retornos bastante más que discutibles.
En materia de doping, tampoco es que fuesen como para tirar cohetes; más bien, la cosa fue como para meterse esos mismos cohetes por donde amargan los pepinos, y prender la mecha. Lo primero
que faltó en los juegos de Montreal fue la realización previa, por parte de los
comités nacionales, de pruebas razonables contra el doping. Y, allí donde se
hicieron, no sirvieron de nada. En los juegos de calificación estadounidenses
de Eugene, Oregón, 23 atletas, que se dice pronto, no pasaron el control
antidoping; ni uno de ellos fue sancionado y todos aquellos que se ganaron la calificación, cruzaron la frontera con Canadá como unos pichis.
A lo largo de los juegos se recogieron 1.800 muestras de
orina para realizar pruebas convencionales de localización de drogas. Se
obtuvieron tres resultados positivos. De las 275 pruebas sobre el uso de
esteroides anabolizantes, ocho dieron positivo. Dos de estos positivos fueron
suspendidos: los halterófilos estadounidenses Mark Cameron y Phil Grippaldi. De
nuevo, se montó la de Dios es Cristo en el Comité Olímpico Estadounidense. Su
presidente, Philip Krumm, se declaró muy desagradablemente sorprendido por la
suspensión de Cameron, y se quejó de que los equipos no hubiesen sido avisados
de que se iban a hacer los controles (sí; así iban los temas, entonces, con el
tema del doping. Si te voy a investigar por corrupto, me lo tienes que avisar antes) o de que las dos suspensiones hubiesen sido hechas públicas antes
de informar al propio USOC. Los americanos, en todo caso, no fueron los únicos.
El presidente del Comité Olímpico polaco, Boleslaw Kapitan, puso el grito en el
cielo cuando, seis días después de acabados los juegos y tres semanas de haber recibido
su medalla de oro, el halterófilo de aquel país Zbigniew Kaczmarek, fue
suspendido por doping.
El problema de los polacos era bastante evidente: la
eliminación de una medalla que ya consideraban suya. Pero el problema de los estadounidenses
era otro: en aquellos juegos de Montreal, ni un solo atleta de la República
Democrática Alemana fue sancionado ni total ni parcialmente; a pesar de lo
mucho que sabemos hoy en día sobre lo petados de drogas que llegaron a aquella
convocatoria. Lo lenitivo del comportamiento del olimpismo hacia el evidentísimo
escándalo de la RDA (como competidores y periodistas señalaron repetidamente
durante aquellos juegos, y cualquier filmación de las muchas que hay puede
confirmar, la mayoría de las nadadoras germanodemocráticas eran más grandes y
masivas que los competidores de sus compañeros) tuvo
unas consecuencias deplorables para la limpieza del deporte. El saltador de
palanca estadounidense Willie White lo dijo con evidente claridad: «si hemos de
competir con atletas sintéticos, nosotros mismos deberemos ser atletas
sintéticos». Consecuentemente, el USOC aprobó la creación de un comité,
presidido por el cirujano cardiovascular Irving Dardik, encargado de investigar
el uso de métodos médicos y científicos para mejorar el rendimiento de sus
atletas. El objetivo del comité incluía el uso de drogas para mejorar el
rendimiento muscular.
Los Juegos Olímpicos de Moscú llegaron en 1980 sin que el
COI hubiese sido capaz de desarrollar un régimen eficiente de chequeo contra el
doping; lo cual, tras lo que acabamos de escribir, no ha de extrañar a nadie
pues, en realidad, en el seno del movimiento olímpico, y tras las experiencias
de Munich y Montreal, no había nadie, salvo quizás el príncipe De Merode y eso con muchas dudas, que
estuviera realmente implicado en la idea de desterrar el uso de drogas en el
deporte de elite.
Alexander de Merode, en una declaración que debería pasar a
la Historia del deporte por lo pollas, afirmó que los juegos de Moscú fueron
«los más puros de la Historia» desde el punto de vista del doping. Lo dijo
porque ni a un solo atleta le fue localizado el uso de drogas prohibidas; pero
eso, en realidad, fue así porque los controles de Moscú fueron un puro
cachondeo. Por su parte, los Estados Unidos, aunque ausentes en los juegos, o
quizás más bien aprovechando esa situación, estaban para entonces desarrollando
soluciones químicas para sus atletas, pensando en la convocatoria de 1984 en
Los Ángeles, donde se sentían obligados a darle una pasada a sus competidores
del Este. Además, estaba el hecho de que los juegos de 1984 fueron unas
olimpiadas a la americana, esto es, diseñadas desde el minuto uno para dar
dinero.
Estados Unidos, en efecto, siempre ha tenido muy claro que
con unas olimpiadas se puede llegar a palmar pasta a paletadas (y si no, que se
lo digan a los canadienses, o a los griegos), pero que ése no es su caso. Todo,
en los juegos olímpicos celebrados en Estados Unidos en las últimas décadas,
está subordinado a la consecución de beneficio económico. Y el beneficio económico,
en Los Ángeles, era directamente incompatible con una política estricta
antidoping que tuviese como consecuencia que semidioses del deporte que
hubiesen recibido medallas y aplausos y admiración y titulares en los
periódicos resultasen, días o semanas después, señalados con el dedo de la
acusación (y no se equivocaban: Ben Johnson perdería, años después, una
auténtica fortuna nada más ser acusado de haberse dopado).
La década de los ochenta, por lo tanto, transcurrió en medio
de una clara falta de sensibilidad hacia el doping, mientras el movimiento
olímpico, en realidad, se fijaba en otras cosas. Y es que, inevitablemente, el
peligro de quiebra del movimiento olímpico no se estimaba pudiera venir del
tema del doping, sino de los gravísimos desencuentros provocados por la Guerra
Fría, y que provocaron las series de boicots producidos según los Juegos fueran
en el Este, o en el Oeste.
En este entorno, el uso del dopaje era descarado. Frank
Shorter, segundo clasificado en la maratón de Montreal y miembro del equipo de
EEUU, fue preguntado por los periodistas sobre si pensaba ganar la prueba cuatro
años después, en Moscú. Shorter, con total desparpajo, respondió: «Por
supuesto; he encontrado unos doctores estupendos». Aquello era tan descarado y
tan industrial, que John Anderson, médico jefe de la delegación estadounidense,
afirmó que el doping en Moscú amenazaba con acabar con el movimiento olímpico
(pero eso no pasó, claro, porque ya se encargó el COI, y el comité soviético
organizador, de que los de Moscú fuesen «los juegos más puros de la Historia»).
Los resultados de Moscú fueron tan buenos, entre otras
cosas, porque la RDA, para entonces, había modificado sus protocolos químicos,
de forma que en las últimas semanas antes de competir se administraba a sus
atletas Testosterone-Depot y otros compuestos no detectables en los análisis.
Para entonces, el puesto más importante de todos
los equipos atléticos de los países más importantes eran los expertos
farmacéuticos que definían el momento exacto en que el atleta debía dejar de
tomar drogas prohibidas para tomar otras, o tomar hormonas.
Al COI todos estos temas se la fumaban, porque no eran
públicos. Pero la cosa se puso peor cuando Renate Neufeld, una velocista de la
RDA, se las arregló para desertar a Occidente llevando consigo las píldoras que
le hacían tomar. Los análisis demostraron que se trataba de anabolizantes
esteroides.
Así las cosas, a nadie le extrañará que las autoridades
soviéticas asegurasen al COI que todas sus regulaciones antidoping serían
«estrictamente cumplidas» durante los
juegos del Osito Misha. El COI, ya lo sabemos, no sólo lo creyó, sino
que defendió que así había sido. Eso sí, un cuarto de siglo después, en el
2003, Michael Kalinsky, que había sido director del departamento de bioquímica
de la Universidad del Deporte de Kiev, facilitó un documento que detallaba el
programa soviético para administrar esteroides anabolizantes a sus atletas.
Ni un solo atleta en aquellos juegos dio positivo, a pesar de
los más de 8.000 análisis realizados. Pero, en realidad, todo lo que hicieron
los atletas fue cambiar a la testosterona en el momento adecuado.
En realidad, si el movimiento olímpico internacional tuviese
lo que debiera tener, no es que debiera recuperar aquellas muestras,
analizarlas de nuevo, y quitarle las medallas y récords a los que hoy den
positivo. Como han indicado diversos estudios sobre la materia, difícilmente
habrá un medallista en Moscú, no desde luego uno de oro, que merezca su premio.