En los meses de febrero y marzo de 1923, Albert Einstein, personaje que supongo que no necesita presentación, visitó España. Para entonces, ya era eso que hoy denominaríamos una estrella mediática. Llevaba dos años disfrutando del Nobel de Física e incluyó España en un periplo mundial que le llevó por América y Japón. Curiosos tiempos aquéllos en los que los Rolling Stones eran científicos dedicados a reflexionar sobre el espaciotiempo (esta frase es demagógica y estúpida pues, por mucho interés que despertara Einstein, no se puede comparar con los auténticos movimientos de masas, sobre todo femeninas, que provocaban no muchos años más tarde las visitas a España del Morritos Jaeger de lo cañí: Jorge Negrete. Yo mismo pienso que su Agua del pozo permanece insuperada).
El viaje de Herr e=mc2 se debió, al parecer, al impulso de un matemático español, Julio Rey Pastor, del que sé poco, por no decir nada. Pero Einstein fue, rápidamente, «adoptado» por la intelligentsia intelectual (valga la redundancia) española. Su cicerone principal fue nada más y nada menos que José Ortega y Gasset, el de delenda est monarchia y de yo soy yo y mis circunstancias, filósofo oficial español y de lo español.
Einstein visitó, además de Madrid (y alrededores), Barcelona y Zaragoza donde, por cierto, cumplió años. Parece que se sintió especialmente emocionado al ver, en Toledo, el arte de El Greco. Dio algunas conferencias, la principal de ellas en la Residencia de Estudiantes, que versó sobre Introducción a la teoría de la relatividad. Predecible, ¿eh?
Los organizadores de la visita «vendieron» a Einstein como el padre de una nueva forma de pensar, una concepción del mundo radicalmente diferente, tratando de trascenderlo más allá de las ya anchas paredes de la física. Esto generó en España una enorme curiosidad, motivo por el cual el alemán fue seguido por multitudes más o menos nutridas.
Sin embargo, el principal problema para los españoles era el mismo que tendrían centenares de miles de seres humanos (la mayoría adolescentes) en los siguientes 80 años: no tenían ni pajolera idea de qué significaba la teoría esa de la relatividad que, al parecer, era tan importante e iba a cambiar el mundo. Comprendían que el señor alemán de los pelos era muy listo y que había parido algo de gran inteligencia; pero no pasaban de ahí.
Una anécdota sirve para ilustrar la actitud de los españoles ante Albert Einstein. Durante una de sus visitas en Madrid, al salir de un edificio, al alemán le esperaba un coche. Una pequeña multitud de madrileños, informados del evento, estaba allí para contemplar al genio en persona. En el momento en que se subía al coche, según la prensa de la época, una mujer, castañera para más datos, gritó: «¡Viva el inventor del automóvil!»
Este grito resume la actitud del español medio de 1923 hacia Einstein. Si era tan genio, si era tan inteligente, si merecía el Nobel, si iba a cambiar el mundo, entonces más que científico debería ser inventor; y, además, haber inventado algo realmente importante: el automóvil.
A los científicos les joroba mucho que sus titanes no sean conocidos por la gente. Por ejemplo, todos o casi todos los matemáticos que conozco se cabrean mucho al recordar que la mayoría de la gente no sabe quién fue Leonard Euler; y, apostillan, de los poquísimos que lo conocen, aún son menos los que saben que no se dice /euler/, sino /oiler/. Y tienen razón al decir que cuando hablamos de gentes como Diofanto, o Galileo, o Al-Jwarizmi, o Planck, o Shrödinger, o Pauli, o Maxwell, o Arquímedes o qué se yo, estamos hablando de personas con capacidades muy fuera de lo común.
Véase el caso del matemático alemán Gauss, quien, a la tierna edad de catorce años, cuando el resto de los mortales andamos tratando de entender la fórmula para la suma de los términos de una progresión aritmética, fue capaz de descubrir que el número de números primos menores que x cuando x tiende a infinito equivale a x partido por su logaritmo neperiano. ¿A que da yuyu el niño? Como para pensar, ciertamente, que si hubiese Gausses en el fútbol, Ronaldinho jugaría en la tercera regional del Mato Grosso.
Einstein es el único caso en el que no ocurre esto. Todo el mundo conoce a Einstein, aunque no lo comprende. Es algo así como el Quijote de la Ciencia. Pero no me digáis que la anécdota de Madrid no tiene miga. Miga, además, castiza.
Por cierto, que Ortega y Einstein acabarían peleados, aunque lo que no sé es si el físico se enteró de ello. En 1937, con ocasión de la celebración del Congreso de Escritores Antifascistas en la Valencia republicana, y por lo tanto en plena guerra, Einstein remitió a dicho congreso un mensaje muy crítico con las democracias del mundo, especialmente con Estados Unidos, por su tibieza en la defensa de la República. Ortega le respondería en una revista británica poniéndolo a caer de un burro, acusándolo de insolente e ignorante.
¿De qué pie político cojeaba Einstein? Dicen las crónicas que en su visita a España se vio con Ángel Pestaña, líder que lo fue del sindicalismo anarquista. La cosa se presta al chiste fácil, claro: un tipo que cree que todo es relativo, así pues considera que los conceptos de izquierda y derecha sólo dependen de la situación del punto de referencia, ¿qué será, sino anarquista?
viernes, septiembre 01, 2006
jueves, agosto 31, 2006
Julián Grimau
En 1976, terminado el franquismo y trece años después del fusilamiento de Julián Grimau, quien fuera su abogado civil en la causa, Amandino Rodríguez Armada; y el mejor periodista político de los años sesenta, José Antonio Novais (corresponsal de Le Monde en Madrid), escribieron un libro sobre el proceso y fusilamiento de este militante del Partido Comunista y miembro de su Comité Central. Dicho libro se llama ¿Quién mató a Julián Grimau? Título que es más que suficiente para demostrar que este hecho estaba entonces, como lo está ahora, aún por aclarar del todo.
Julián Grimau fue ejecutado, fusilado, en el campo de tiro de Carabanchel, en la madrugada del 20 de abril de 1963, sábado. La vista de su juicio se había celebrado en la mañana del jueves anterior, 18 de abril, en la sede de los juzgados militares, en la madrileña calle del Reloj. Su muerte, pues, fue una muerte supersónica, y probablemente nunca sepamos toda la verdad de lo que pasó en el día intermedio, el viernes 19 de abril de 1963, durante el cual el Consejo de Ministros estuvo reunido nada menos que diez horas, así pues es de estimar que hubo diferencia de opiniones sobre si procedía o no la conmutación de la pena, que el mundo civilizado en pleno le estaba pidiendo, en esas horas, al régimen de Franco. Finalmente, la mano del Caudillo no tembló y, probablemente, sacando la primera paletada de tierra de la tumba de Grimau, el franquismo empezó, también, a cavar la suya propia.
Grimau era miembro del Comité Central del Partido Comunista. El 7 de noviembre de 1962 se encontraba en Madrid, clandestinamente. Se citó en la plaza de Manuel Becerra con otro militante comunista, a quien varias fuentes recuerdan tan sólo como «un tal Lara». A pesar de que tomó las precauciones habituales (unas cien revueltas a pie antes de llegar al lugar de cita, para evitar ser seguido o poder percatarse de ello), fue detenido, además con cierta facilidad y signos de premeditación policial (dos policías secretos lo detuvieron en un autobús… del cual detenido y policías, qué casualidad, eran los únicos viajeros). Fue trasladado a la Dirección General de Seguridad (la Casa del Reloj de la Puerta del Sol, hoy sede de la Comunidad de Madrid), donde lo llevaron a un habitáculo de cuatro metros por tres y medio, para interrogarlo.
En el curso del interrogatorio, según la versión policial, Grimau de las ingenió para levantarse y tirarse por la ventana a la calle o, mejor dicho, al pequeño callejón de San Ricardo (seis metros en caída libre; era un segundo piso). De creer la declaración de sus interrogadores, aquél fue uno más (hubo otros después) de los «milagrosos vuelos» realizados en dependencias policiales por militantes clandestinos antifranquistas. Con total desparpajo, la policía declaró que Grimau había atravesado la ventana cerrada con su salto (a pesar de que ya hemos dicho que apenas tuvo, todo lo más, cuatro metros de carrerilla, además de ir esposado); e, ítem más, que dicho salto había sido de una notable precisión pues, teniendo la ventana dos hojas de unos 65 centímetros de ancho cada una, Grimau sólo rompió una de ellas. O sea, lo que mi teniente de la mili llamaba tiro preciso.
Es cierto que Grimau nunca acusó a la policía de haberle arrojado por la ventana, ni de haberle causado de otra forma las graves heridas en cabeza, brazos y manos (por cierto: no tenía cortes, lo cual quiere decir que rompió los cristales de la ventana con su aura). Su versión de los hechos, que Rodríguez Armada contó en 1976, se limita a algo así como una visión nebulosa, un andar como en andas, el vago recuerdo de un patio con unos obreros que trabajaban en él, y poco más. No sé si estaré muy equivocado, pero a mí me suena que, quizá, primero lo drogaron, luego lo tiraron por la ventana y, después, los propios policías rompieron la hoja de la ventana.
Con esas cosas tan repugnantemente folclóricas que tenía el franquismo, Grimau fue ingresado en el hospital penitenciario de Yeserías y procesado por tentativa de suicidio. Sí, como suena. Un juzgado de guardia incoó causa contra él por dicho motivo, aunque desconozco si alguna vez llegó a algo; probablemente no, pues menos de seis meses después de todo aquello, Grimau estaba muerto.
Trasladado posteriormente a Carabanchel, el franquismo se movilizó contra él. La prensa afecta (sobre todo el diario Arriba, órgano de la Falange), comenzó a airear lo que consideraba testimonios probados de la brutalidad y sadismo con que Grimau se había despachado durante la guerra civil en Barcelona. A pesar de tener edad para ir al frente, Grimau, según declaró por disciplina de Partido (entonces pertenecía al Partido Republicano Federal, aunque pronto se afiliaría al Comunista), decidió ingresar en la Brigada de Investigación Criminal; o sea, hacerse policía. En esta ocupación, tuvo, según las denuncias franquistas, una actuación especialmente violenta en la checa situada en el número 1 de la plaza Berenguer el Grande de Barcelona (no conozco Barcelona, así pues no sé si se sigue llamando así). La maquinaria propagandística del régimen lo acusó, y lo seguía haciendo años después, de las mayores atrocidades, entre otras haber castrado a un preso de la checa antes de fusilarlo (véase, a este efecto, el libro de Ángel Ruiz Ayúcar, Crónica agitada de ocho años tranquilos, editado en 1974 por Editorial San Martín, página 19). Como José Antonio Novais recuerda en su libro, todas estas acusaciones se sostenían en testimonios indirectos, gente que decía que había oído decir que. El director de Arriba, convocado a un acto de conciliación por un artículo del periódico en estos términos, se limitó a decir que había reproducido lo que todo el mundo sabía.
En el Consejo de Guerra no se llamó a un solo testigo.
Había un problema jurídico. Crímenes teóricamente producidos en 1938 y juzgados en 1963 tenían 25 años de antigüedad, así pues habían prescrito en los términos de la legislación penal franquista. Así lo adujo en su defensa, de hecho, el defensor militar de Grimau, capitán Alejandro Rebollo, a quien Grimau dirigió la última carta de su vida, agradeciéndole los esfuerzos que había realizado por él. Para evitar la prescripción, el tribunal se inventó la milonga de que Grimau era culpable de un «delito continuado», o sea, que, en los años de la posguerra había seguido trabajando para generar una situación de guerra civil de nuevo, es de suponer que para volver a perpetrar crímenes parecidos.
El gobierno español ocultó la fecha del Consejo de Guerra prácticamente hasta unas horas antes del jueves. Esto nos da la medida de hasta qué punto temía la fuerte reacción internacional. Para evitar una dilatada crisis, diseñó ese plan supersónico de menos de 72 horas: jueves por la mañana, Consejo de Guerra; viernes, Consejo de Ministros y no-conmutación; sábado en la madrugada, ejecución. En la angustiosa noche del 19 de abril, es de suponer, las presiones diplomáticas sobre Franco debieron de ser muy fuertes. De hecho, en su libro, Novais refiere que el abogado de Grimau consiguió hablar, esa noche, con una persona que se dijo secretario del Papa Juan XXIII. La conexión telefónica fue posible gracias a unos «amigos» de la causa de Grimau en Italia, cuya identidad el cronista no aclara. Según Novais, el secretario del Papa, además de informar de que ya se había acostado, le dio a Amandino muy buenas palabras, insinuando que el gobierno español le había dado a Juan XXIII ciertas, inconcretas, garantías sobre la vida de Grimau. A menos que algún día le dé un improbable ataque de transparencia al Vaticano, nunca sabremos hasta qué punto sólo fue una mentirijilla del sedicente secretario papal para salir del paso o, en realidad, Franco llegó esa noche incluso a mentirle al Vicario de Cristo (que será pecado mortal, digo yo).
Medio franquismo, de hecho, estaba para entonces en otra onda. Desde 1957, y con el apoyo político del almirante Luis Carrero Blanco, los denominados «tecnócratas» (ministros y altos cargos, casi todos del Opus Dei, ajenos al (pseudo)fascismo de las fuerzas que habían apoyado a Franco en el Alzamiento, pero con fuertes tintes conservadores) habían ido tomando posiciones en el gobierno. Aunque aún eran minoría. Porque el gobierno que decidió ejecutar a Grimau estaba formado por: Franco; siete militares más (Muñoz Grandes, Carrero, Camilo Alonso Vega, Martín Alonso, Pedro Nieto Antúnez, José Lacalle Larraga y Jorge Vigón); tres miembros del Opus Dei (Gregorio López Bravo, Mariano Navarro Rubio y Alberto Ullastres); el representante de Falange (José Solís); y un totum revolutum de nueve ministros más o menos vinculados al Movimiento, o sea más franquistas que otra cosa (Castiella, Lora Tamayo, Cirilo Cánovas, José Martínez y Sánchez Arjona, José Romeo Goría, Antonio Iturmendi, Manuel Fraga Iribarne y Pedro Gual Villalbí). Así pues, incluso matemáticamente, era un Consejo de 20 personas (21, porque hemos de suponerle a Franco voto de calidad) en el que Franco tenía aseguradas ocho manos, la suya y la de los militares que, aunque sólo fuese por disciplina, obedecerían. Así pues, en el supuesto, que es mucho suponer, de que en un Consejo de Ministros presidido por Franco alguien se atreviese a forzar una votación nominal, con un empujoncito que diesen la Falange y los franquistas civiles, el Caudillo lo tenía chupado. Laureano López-Rodó, miembro también del Opus Dei y que entonces era comisario del Plan de Desarrollo, se limita a consignar en sus memorias que el Consejo leyó íntegra la sentencia de muerte dictada por el Consejo de Guerra y que «la mayoría de los miembros se inclinaron por la no concesión del indulto».
En contra de la ejecución, probablemente, Franco tuvo, cuando menos, dos posiciones: la de Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores que ya entonces había solicitado el ingreso en la Comunidad Económica Europea y que sabía cuáles serían (cuáles fueron) las consecuencias del fusilamiento para dicho proyecto; y la de los tres ministros del Opus, atrincherados en el equipo económico del Gobierno y padres de los llamados Planes de Desarrollo, que entonces se iniciaban, y que marcaron el espectacular despegue económico de España en los años sesenta (en el que también tuvo algo que ver la emigración masiva de centenares de miles de españoles).
De hecho, en la tarde-noche de ese mismo día 19, aterrizó en Madrid el ministro francés de Hacienda, Valery Giscard d’Estaing, con el objeto de firmar un crédito de 450 millones de dólares, una pasta, para financiar el primer Plan de Desarrollo. Según confiesa lacónicamente López-Rodó, al enterarse de que Grimau sería fusilado en unas horas, estuvo a punto de regresar inmediatamente a Francia. Finalmente, cuenta Novais, se llegó al compromiso de «desoficializar» su visita (pasó el fin de semana en Toledo, en visita privada) y el lunes fue recibido con Franco muy poquito antes de salir hacia París.
De vuelta a Francia, y ya con Grimau muerto, Novais cuenta (¿Quién mató a Julián Grimau?, página 153) una anécdota que da la medida de eso que se llama «inteligencia emocional» del personaje. En una recepción en París, Giscard apareció luciendo una condecoración laureada que el gobierno español le había concedido durante su visita. El presidente De Gaulle tuvo que llamar a un miembro del protocolo para solicitar que le explicase a Monsieur le ministre que esa condecoración, concedida por un gobierno que tenía las manos manchadas de sangre de un fallecido cuyo cadáver aún estaba caliente, y con las calles de París hirviendo de manifestaciones, mejor que se la quitase de la pechera.
Éste es el cráneo previlegiado, que diría Valle-Inclán, que ha preparado el proyecto de Constitución Europea. Y luego nos extrañamos de que no haya salido adelante.
A partir de aquí, cuatro preguntas. La primera, obviamente, por qué fue fusilado Grimau o, si lo preferimos, por qué no le fue conmutada la pena. Un año antes, en 1962, se había producido el famoso Contubernio de Munich, que no fue otra cosa que Rodolfo Llopis, o sea el PSOE; y José María Gil-Robles, o sea la CEDA, dándose un abrazo y prometiéndose no volver a intentar matarse; todo ello bajo la atenta mirada de Dionisio Ridruejo, representante del falangismo disidente a favor de la democracia. Fuese o no fuese Munich todo lo importante que el franquismo lo hizo con su desmedida reacción, lo cierto es que, en 1963, lo que comenzaba a pitar eran conceptos como distensión, reconciliación, olvido. La bicicleta comenzaba, lenta y suavemente, a ir cuesta abajo, y la muerte de Grimau fue un inusitado e inesperado cambio de dirección.
Franco no supo ver que matando a un presunto torturador comunista lo que hacía era crear un mártir de la democracia y la libertad. Hasta Kruschev, un político tan poco demócrata que no le dolieron prendas de pisarle el cuello a Hungría, se dio cuenta del efecto con un sentido telegrama a Franco en el que, oh sorpresa de franquistas, lo apelaba de «Excelencia». El ogro soviético reconociendo, más o menos, la legitimidad del gobierno creado para acabar con la conspiración marxista judeomasónica internacional; y todo ello para salvar la vida de Grimau.
La actitud fría e insensible del franquismo hace inútil la discusión sobre la segunda cuestión, es decir la veracidad de las acusaciones contra Grimau. Ciertamente, no son los franquistas los únicos que le acusan; los anarquistas también aseveran que se desempeñó con notable crueldad en la represión de que fueron objeto la CNT y el POUM durante la guerra en Barcelona. Pero eso da igual. Habían pasado 25 años. El franquismo, machaconamente, trató de generar un paralelismo estricto entre los crímenes de Grimau y los de los nazis alemanes, que seguían en aquellas fechas siendo cazados y juzgados. Olvidaba, pues, que a Adolf Eichman, a Leon Degrelle, a Klaus Barbie, se los quería juzgar por delitos de lesa humanidad.
Fuese o no fuese Grimau un asesino, fue juzgado prácticamente sin garantías, condenado antijurídicamente y objeto de una notable crueldad y miopía política por parte de un gobierno que no supo ser clemente y darle la vuelta a la tortilla frente a la opinión pública internacional.
La tercera gran cuestión es la que titula el libro de Amandino y Novais. A Grimau lo mató Franco, desde luego. Pero suena, desde hace cuarenta años, la pregunta de por qué el PC envió a España a un miembro tan significado, teniendo como tenía militantes que hoy denominaríamos, como hacemos con los etarras, liberados (no fichados). Su abogado y Novais coquetean en su libro, claramente, con la idea de que el interlocutor de Grimau en Manuel Becerra, el tal Lara, fue también quien lo delató. Pero hay más. Es lo cierto que, en los años sesenta, el PCE se encontraba sumido en una dialéctica entre dos grandes posiciones: por un lado, la línea más dura, más estalinista, muchos de cuyos efectos acabaron siendo maoístas; y, por otro, la línea carrillista, que ya empezaba, más o menos, a diseñar la fórmula que luego se llevaría a cabo con éxito en la Transición, es decir una alianza con fuerzas políticas burguesas (incluida la dinastía borbónica) para favorecer la llegada de la democracia a España.
Se ha querido ver en Grimau, a mi juicio con pocos datos cuando no ninguno, a un representante de la primera tendencia, y en Carrillo a un dirigente del Partido que no tuvo reparos en enviarlo a una misión peligrosa a ver si había suerte y se la pegaba. Cada vez que Grimau abrió la boca en su corto periplo judicial, fue para hacer profesión de comunismo y de fidelidad al Partido; a mí me parece una persona demasiado disciplinada para estar ocupando lugar preeminente en un supuesto anticarrillismo.
Todo está nebuloso y no es nada claro. Enrique Líster, comunista que dirigió una columna del ejército republicano y después, en la URSS, llegó al con Stalin siempre difícil puesto de general del ejército soviético, acabó desgajándose del PCE por serias disensiones con Carrillo. Publicó artículos acusándole de varias cosas, entre ellas, de haber enviado a camaradas del Partido a España «sin las precauciones de seguridad imprescindibles». Pero es una acusación genérica; no citaba el nombre de Julián Grimau, a pesar de escribir estas líneas siete años después del fusilamiento. En la Transición, por cierto, Líster fundó en España el PCOE, Partido Comunista Obrero Español, que aún existe.
Si hemos de creer a la Wikipedia, ya en la democracia el Ayuntamiento de Madrid, en la época de Enrique Tierno Galván, quiso cambiarle el nombre a la avenida del Mediterráneo para llamarla avenida de Julián Grimau. Y fueron precisamente los comunistas, con el argumento de que no sería bueno para la reconciliación que presidió la Transición Política, los que bloquearon dicha propuesta.
Y así, poco a poco, este inquilino del estrecho, pero aún así nauseabundo, camarote de la Historia donde viaja el puñado de fusilados por el franquismo y tardofranquismo, ha sido olvidado. ¿Es eso bueno, o malo?
Pues ésa es la cuarta, y última, pregunta.
Julián Grimau fue ejecutado, fusilado, en el campo de tiro de Carabanchel, en la madrugada del 20 de abril de 1963, sábado. La vista de su juicio se había celebrado en la mañana del jueves anterior, 18 de abril, en la sede de los juzgados militares, en la madrileña calle del Reloj. Su muerte, pues, fue una muerte supersónica, y probablemente nunca sepamos toda la verdad de lo que pasó en el día intermedio, el viernes 19 de abril de 1963, durante el cual el Consejo de Ministros estuvo reunido nada menos que diez horas, así pues es de estimar que hubo diferencia de opiniones sobre si procedía o no la conmutación de la pena, que el mundo civilizado en pleno le estaba pidiendo, en esas horas, al régimen de Franco. Finalmente, la mano del Caudillo no tembló y, probablemente, sacando la primera paletada de tierra de la tumba de Grimau, el franquismo empezó, también, a cavar la suya propia.
Grimau era miembro del Comité Central del Partido Comunista. El 7 de noviembre de 1962 se encontraba en Madrid, clandestinamente. Se citó en la plaza de Manuel Becerra con otro militante comunista, a quien varias fuentes recuerdan tan sólo como «un tal Lara». A pesar de que tomó las precauciones habituales (unas cien revueltas a pie antes de llegar al lugar de cita, para evitar ser seguido o poder percatarse de ello), fue detenido, además con cierta facilidad y signos de premeditación policial (dos policías secretos lo detuvieron en un autobús… del cual detenido y policías, qué casualidad, eran los únicos viajeros). Fue trasladado a la Dirección General de Seguridad (la Casa del Reloj de la Puerta del Sol, hoy sede de la Comunidad de Madrid), donde lo llevaron a un habitáculo de cuatro metros por tres y medio, para interrogarlo.
En el curso del interrogatorio, según la versión policial, Grimau de las ingenió para levantarse y tirarse por la ventana a la calle o, mejor dicho, al pequeño callejón de San Ricardo (seis metros en caída libre; era un segundo piso). De creer la declaración de sus interrogadores, aquél fue uno más (hubo otros después) de los «milagrosos vuelos» realizados en dependencias policiales por militantes clandestinos antifranquistas. Con total desparpajo, la policía declaró que Grimau había atravesado la ventana cerrada con su salto (a pesar de que ya hemos dicho que apenas tuvo, todo lo más, cuatro metros de carrerilla, además de ir esposado); e, ítem más, que dicho salto había sido de una notable precisión pues, teniendo la ventana dos hojas de unos 65 centímetros de ancho cada una, Grimau sólo rompió una de ellas. O sea, lo que mi teniente de la mili llamaba tiro preciso.
Es cierto que Grimau nunca acusó a la policía de haberle arrojado por la ventana, ni de haberle causado de otra forma las graves heridas en cabeza, brazos y manos (por cierto: no tenía cortes, lo cual quiere decir que rompió los cristales de la ventana con su aura). Su versión de los hechos, que Rodríguez Armada contó en 1976, se limita a algo así como una visión nebulosa, un andar como en andas, el vago recuerdo de un patio con unos obreros que trabajaban en él, y poco más. No sé si estaré muy equivocado, pero a mí me suena que, quizá, primero lo drogaron, luego lo tiraron por la ventana y, después, los propios policías rompieron la hoja de la ventana.
Con esas cosas tan repugnantemente folclóricas que tenía el franquismo, Grimau fue ingresado en el hospital penitenciario de Yeserías y procesado por tentativa de suicidio. Sí, como suena. Un juzgado de guardia incoó causa contra él por dicho motivo, aunque desconozco si alguna vez llegó a algo; probablemente no, pues menos de seis meses después de todo aquello, Grimau estaba muerto.
Trasladado posteriormente a Carabanchel, el franquismo se movilizó contra él. La prensa afecta (sobre todo el diario Arriba, órgano de la Falange), comenzó a airear lo que consideraba testimonios probados de la brutalidad y sadismo con que Grimau se había despachado durante la guerra civil en Barcelona. A pesar de tener edad para ir al frente, Grimau, según declaró por disciplina de Partido (entonces pertenecía al Partido Republicano Federal, aunque pronto se afiliaría al Comunista), decidió ingresar en la Brigada de Investigación Criminal; o sea, hacerse policía. En esta ocupación, tuvo, según las denuncias franquistas, una actuación especialmente violenta en la checa situada en el número 1 de la plaza Berenguer el Grande de Barcelona (no conozco Barcelona, así pues no sé si se sigue llamando así). La maquinaria propagandística del régimen lo acusó, y lo seguía haciendo años después, de las mayores atrocidades, entre otras haber castrado a un preso de la checa antes de fusilarlo (véase, a este efecto, el libro de Ángel Ruiz Ayúcar, Crónica agitada de ocho años tranquilos, editado en 1974 por Editorial San Martín, página 19). Como José Antonio Novais recuerda en su libro, todas estas acusaciones se sostenían en testimonios indirectos, gente que decía que había oído decir que. El director de Arriba, convocado a un acto de conciliación por un artículo del periódico en estos términos, se limitó a decir que había reproducido lo que todo el mundo sabía.
En el Consejo de Guerra no se llamó a un solo testigo.
Había un problema jurídico. Crímenes teóricamente producidos en 1938 y juzgados en 1963 tenían 25 años de antigüedad, así pues habían prescrito en los términos de la legislación penal franquista. Así lo adujo en su defensa, de hecho, el defensor militar de Grimau, capitán Alejandro Rebollo, a quien Grimau dirigió la última carta de su vida, agradeciéndole los esfuerzos que había realizado por él. Para evitar la prescripción, el tribunal se inventó la milonga de que Grimau era culpable de un «delito continuado», o sea, que, en los años de la posguerra había seguido trabajando para generar una situación de guerra civil de nuevo, es de suponer que para volver a perpetrar crímenes parecidos.
El gobierno español ocultó la fecha del Consejo de Guerra prácticamente hasta unas horas antes del jueves. Esto nos da la medida de hasta qué punto temía la fuerte reacción internacional. Para evitar una dilatada crisis, diseñó ese plan supersónico de menos de 72 horas: jueves por la mañana, Consejo de Guerra; viernes, Consejo de Ministros y no-conmutación; sábado en la madrugada, ejecución. En la angustiosa noche del 19 de abril, es de suponer, las presiones diplomáticas sobre Franco debieron de ser muy fuertes. De hecho, en su libro, Novais refiere que el abogado de Grimau consiguió hablar, esa noche, con una persona que se dijo secretario del Papa Juan XXIII. La conexión telefónica fue posible gracias a unos «amigos» de la causa de Grimau en Italia, cuya identidad el cronista no aclara. Según Novais, el secretario del Papa, además de informar de que ya se había acostado, le dio a Amandino muy buenas palabras, insinuando que el gobierno español le había dado a Juan XXIII ciertas, inconcretas, garantías sobre la vida de Grimau. A menos que algún día le dé un improbable ataque de transparencia al Vaticano, nunca sabremos hasta qué punto sólo fue una mentirijilla del sedicente secretario papal para salir del paso o, en realidad, Franco llegó esa noche incluso a mentirle al Vicario de Cristo (que será pecado mortal, digo yo).
Medio franquismo, de hecho, estaba para entonces en otra onda. Desde 1957, y con el apoyo político del almirante Luis Carrero Blanco, los denominados «tecnócratas» (ministros y altos cargos, casi todos del Opus Dei, ajenos al (pseudo)fascismo de las fuerzas que habían apoyado a Franco en el Alzamiento, pero con fuertes tintes conservadores) habían ido tomando posiciones en el gobierno. Aunque aún eran minoría. Porque el gobierno que decidió ejecutar a Grimau estaba formado por: Franco; siete militares más (Muñoz Grandes, Carrero, Camilo Alonso Vega, Martín Alonso, Pedro Nieto Antúnez, José Lacalle Larraga y Jorge Vigón); tres miembros del Opus Dei (Gregorio López Bravo, Mariano Navarro Rubio y Alberto Ullastres); el representante de Falange (José Solís); y un totum revolutum de nueve ministros más o menos vinculados al Movimiento, o sea más franquistas que otra cosa (Castiella, Lora Tamayo, Cirilo Cánovas, José Martínez y Sánchez Arjona, José Romeo Goría, Antonio Iturmendi, Manuel Fraga Iribarne y Pedro Gual Villalbí). Así pues, incluso matemáticamente, era un Consejo de 20 personas (21, porque hemos de suponerle a Franco voto de calidad) en el que Franco tenía aseguradas ocho manos, la suya y la de los militares que, aunque sólo fuese por disciplina, obedecerían. Así pues, en el supuesto, que es mucho suponer, de que en un Consejo de Ministros presidido por Franco alguien se atreviese a forzar una votación nominal, con un empujoncito que diesen la Falange y los franquistas civiles, el Caudillo lo tenía chupado. Laureano López-Rodó, miembro también del Opus Dei y que entonces era comisario del Plan de Desarrollo, se limita a consignar en sus memorias que el Consejo leyó íntegra la sentencia de muerte dictada por el Consejo de Guerra y que «la mayoría de los miembros se inclinaron por la no concesión del indulto».
En contra de la ejecución, probablemente, Franco tuvo, cuando menos, dos posiciones: la de Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores que ya entonces había solicitado el ingreso en la Comunidad Económica Europea y que sabía cuáles serían (cuáles fueron) las consecuencias del fusilamiento para dicho proyecto; y la de los tres ministros del Opus, atrincherados en el equipo económico del Gobierno y padres de los llamados Planes de Desarrollo, que entonces se iniciaban, y que marcaron el espectacular despegue económico de España en los años sesenta (en el que también tuvo algo que ver la emigración masiva de centenares de miles de españoles).
De hecho, en la tarde-noche de ese mismo día 19, aterrizó en Madrid el ministro francés de Hacienda, Valery Giscard d’Estaing, con el objeto de firmar un crédito de 450 millones de dólares, una pasta, para financiar el primer Plan de Desarrollo. Según confiesa lacónicamente López-Rodó, al enterarse de que Grimau sería fusilado en unas horas, estuvo a punto de regresar inmediatamente a Francia. Finalmente, cuenta Novais, se llegó al compromiso de «desoficializar» su visita (pasó el fin de semana en Toledo, en visita privada) y el lunes fue recibido con Franco muy poquito antes de salir hacia París.
De vuelta a Francia, y ya con Grimau muerto, Novais cuenta (¿Quién mató a Julián Grimau?, página 153) una anécdota que da la medida de eso que se llama «inteligencia emocional» del personaje. En una recepción en París, Giscard apareció luciendo una condecoración laureada que el gobierno español le había concedido durante su visita. El presidente De Gaulle tuvo que llamar a un miembro del protocolo para solicitar que le explicase a Monsieur le ministre que esa condecoración, concedida por un gobierno que tenía las manos manchadas de sangre de un fallecido cuyo cadáver aún estaba caliente, y con las calles de París hirviendo de manifestaciones, mejor que se la quitase de la pechera.
Éste es el cráneo previlegiado, que diría Valle-Inclán, que ha preparado el proyecto de Constitución Europea. Y luego nos extrañamos de que no haya salido adelante.
A partir de aquí, cuatro preguntas. La primera, obviamente, por qué fue fusilado Grimau o, si lo preferimos, por qué no le fue conmutada la pena. Un año antes, en 1962, se había producido el famoso Contubernio de Munich, que no fue otra cosa que Rodolfo Llopis, o sea el PSOE; y José María Gil-Robles, o sea la CEDA, dándose un abrazo y prometiéndose no volver a intentar matarse; todo ello bajo la atenta mirada de Dionisio Ridruejo, representante del falangismo disidente a favor de la democracia. Fuese o no fuese Munich todo lo importante que el franquismo lo hizo con su desmedida reacción, lo cierto es que, en 1963, lo que comenzaba a pitar eran conceptos como distensión, reconciliación, olvido. La bicicleta comenzaba, lenta y suavemente, a ir cuesta abajo, y la muerte de Grimau fue un inusitado e inesperado cambio de dirección.
Franco no supo ver que matando a un presunto torturador comunista lo que hacía era crear un mártir de la democracia y la libertad. Hasta Kruschev, un político tan poco demócrata que no le dolieron prendas de pisarle el cuello a Hungría, se dio cuenta del efecto con un sentido telegrama a Franco en el que, oh sorpresa de franquistas, lo apelaba de «Excelencia». El ogro soviético reconociendo, más o menos, la legitimidad del gobierno creado para acabar con la conspiración marxista judeomasónica internacional; y todo ello para salvar la vida de Grimau.
La actitud fría e insensible del franquismo hace inútil la discusión sobre la segunda cuestión, es decir la veracidad de las acusaciones contra Grimau. Ciertamente, no son los franquistas los únicos que le acusan; los anarquistas también aseveran que se desempeñó con notable crueldad en la represión de que fueron objeto la CNT y el POUM durante la guerra en Barcelona. Pero eso da igual. Habían pasado 25 años. El franquismo, machaconamente, trató de generar un paralelismo estricto entre los crímenes de Grimau y los de los nazis alemanes, que seguían en aquellas fechas siendo cazados y juzgados. Olvidaba, pues, que a Adolf Eichman, a Leon Degrelle, a Klaus Barbie, se los quería juzgar por delitos de lesa humanidad.
Fuese o no fuese Grimau un asesino, fue juzgado prácticamente sin garantías, condenado antijurídicamente y objeto de una notable crueldad y miopía política por parte de un gobierno que no supo ser clemente y darle la vuelta a la tortilla frente a la opinión pública internacional.
La tercera gran cuestión es la que titula el libro de Amandino y Novais. A Grimau lo mató Franco, desde luego. Pero suena, desde hace cuarenta años, la pregunta de por qué el PC envió a España a un miembro tan significado, teniendo como tenía militantes que hoy denominaríamos, como hacemos con los etarras, liberados (no fichados). Su abogado y Novais coquetean en su libro, claramente, con la idea de que el interlocutor de Grimau en Manuel Becerra, el tal Lara, fue también quien lo delató. Pero hay más. Es lo cierto que, en los años sesenta, el PCE se encontraba sumido en una dialéctica entre dos grandes posiciones: por un lado, la línea más dura, más estalinista, muchos de cuyos efectos acabaron siendo maoístas; y, por otro, la línea carrillista, que ya empezaba, más o menos, a diseñar la fórmula que luego se llevaría a cabo con éxito en la Transición, es decir una alianza con fuerzas políticas burguesas (incluida la dinastía borbónica) para favorecer la llegada de la democracia a España.
Se ha querido ver en Grimau, a mi juicio con pocos datos cuando no ninguno, a un representante de la primera tendencia, y en Carrillo a un dirigente del Partido que no tuvo reparos en enviarlo a una misión peligrosa a ver si había suerte y se la pegaba. Cada vez que Grimau abrió la boca en su corto periplo judicial, fue para hacer profesión de comunismo y de fidelidad al Partido; a mí me parece una persona demasiado disciplinada para estar ocupando lugar preeminente en un supuesto anticarrillismo.
Todo está nebuloso y no es nada claro. Enrique Líster, comunista que dirigió una columna del ejército republicano y después, en la URSS, llegó al con Stalin siempre difícil puesto de general del ejército soviético, acabó desgajándose del PCE por serias disensiones con Carrillo. Publicó artículos acusándole de varias cosas, entre ellas, de haber enviado a camaradas del Partido a España «sin las precauciones de seguridad imprescindibles». Pero es una acusación genérica; no citaba el nombre de Julián Grimau, a pesar de escribir estas líneas siete años después del fusilamiento. En la Transición, por cierto, Líster fundó en España el PCOE, Partido Comunista Obrero Español, que aún existe.
Si hemos de creer a la Wikipedia, ya en la democracia el Ayuntamiento de Madrid, en la época de Enrique Tierno Galván, quiso cambiarle el nombre a la avenida del Mediterráneo para llamarla avenida de Julián Grimau. Y fueron precisamente los comunistas, con el argumento de que no sería bueno para la reconciliación que presidió la Transición Política, los que bloquearon dicha propuesta.
Y así, poco a poco, este inquilino del estrecho, pero aún así nauseabundo, camarote de la Historia donde viaja el puñado de fusilados por el franquismo y tardofranquismo, ha sido olvidado. ¿Es eso bueno, o malo?
Pues ésa es la cuarta, y última, pregunta.
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