Hace bien pocos días ha tomado cuerpo la noticia de que el catalán Albert Boadella había sido «fichado» por la Comunidad de Madrid para no sé qué cargo cultural. La contratación se asemeja al fichaje de un crack futbolístico que llevase tiempo sin hacer nada importante en el club que le hizo grande y recibiese una oferta de su eterno rival. A veces, estos fichajes salen mal, y el crack sigue haciendo el vago allí donde va; y, a veces, salen requetebién. El tiempo nos dirá si Boadella va a ser un Ronaldinho o un Luis Enrique. Pase lo que pase, sin embargo, Albert Boadella es una persona que tiene un sitio en la Historia de España, y es por esto que hoy lo traemos a este balcón.
Els Joglars fue, en su origen, un grupo de mimo formado dentro de la Agrupación Dramática de Barcelona. Era el año 1962. Así pues, en 1977 los juglares llevaban quince años de carretera, de los que unos ocho eran ya de forma más profesional. Fue aquel año 77 cuando decidieron hacer un montaje llamado La Torna.
Una torna es algo muy especial, eso que se dice un hecho diferencial puro y duro, que merece su explicación. La que yo tengo, y que aquí os copio, es del escritor Francisco Candel, y la podéis leer en su libro Un charnego en el Senado (Barcelona, Plaza y Janés, 1979). Dice Candel:
«Cuando yo era chico y mi madre me mandaba a comprar pan, si la pieza de pan elegida no llegaba al kilo, me cortaban una rebanada de pan hasta completarlo. Eso era la torna. Y los chavales nos comíamos la torna camino de casa».
La torna es, pues, como las vueltas, pero en especie. Algo así como un suplemento inesperado de mercancía, algo que se añade a la compra básica.
La ejecución de Salvador Puig Antich es un hecho bien conocido del franquismo. Fue una de las ejecuciones políticas realizada por ese cocodrilo anciano que era el franquismo, capaz aún de dar algunos coletazos. Pero lo que mucha gente desconoce es que, al mismo tiempo que era ejecutado Puig, también en Cataluña era ejecutado otro reo, el polaco Heinz Chez, a quien la justicia dio pasaporte en la cárcel de Tarragona.
Chez, a pesar de ser polaco, debía de ser un punto filipino con cierta propensión a la violencia. De una forma al parecer un poco absurda, había tenido un enfrentamiento en un camping tarraconense con un guardia civil, y lo había matado. Era, por lo tanto, un delincuente común, y para aquel entonces ya no era normal que en España los delincuentes comunes fuesen ajusticiados. Pero Chez sí lo fue, y además coincidiendo con la ejecución de Puig Antich. Y, muy probablemente, la razón, como venían a decir Els Joglars en su montaje, era tapar una mancha con otra.
Así pues, Puig Antich era el kilo de pan que el franquismo quería comprar, y el pobre Heinz Chez era, eso: la torna.
La obra se estrenó fuera de Cataluña, en la localidad oscense de Barbastro, el 7 de septiembre de 1977. Los juglares siguieron su gira por diversas poblaciones de dentro y fuera de Cataluña, aunque con especial querencia hacia su patria chica. Llegados a Reus, el día antes de la representación allí recibieron una llamada de alguien que dijo ser militar y que les aconsejó que suspendiesen la representación. Como no daba más datos, los actores no dieron importancia al mensaje y fueron adelante con los faroles.
El 15 de diciembre de aquel año, en Barcelona, Albert Boadella fue llamado a declarar a la Capitanía de Barcelona. Declaración de trámite. Al día siguiente le volvieron a llamar. Pero ya no fue de tanto trámite, porque lo trincaron y lo enviaron a la cárcel Modelo. Él y todo el grupo habían sido acusados de injurias a las Fuerzas Armadas.
El encarcelamiento de Boadella supuso una movilización general, especialmente en Cataluña, en pro de la libertad de expresión. Se formaron comités, asociaciones. Se consolidó el icono de un rostro, si no recuerdo mal simulando una máscara de tragedia griega, con una raya roja que le cruzaba la boca, cerrándola. Centenares, miles de personas se manifestaron por Barcelona exhibiendo aquel mensaje. Los políticos, los intelectuales y, sobre todo, los artistas, al fin y al cabo compañeros de gremio de los acusados, se hicieron solidarios con aquel atropello. Incluso se hicieron canciones específicas por parte de conspicuos miembros de la nova cançó, como Marina Rosell. También hay que decir que se producían movimientos, por así decirlo, del otro lado. En las cercanías de la sede del juicio fue común ver, durante sus sesiones, a miembros de organizaciones parafascistas.
Ya en la cárcel Boadella, no sé si por propia inventiva o, como dice la sentencia del crimen de los Urquijo, «en compañía de otros», empezó a informar a quienes le visitaban (normalmente, políticos de izquierdas) de debilidad general, falta de sueño, repugnancia repentina por determinadas comidas y bebidas… los típicos síntomas de una hepatitis. El hígado del juglar le sirvió de salvoconducto para pasar al Hospital Clínico, donde un día dijo que se metía en el baño, y se fugó. Era el 27 de febrero de 1978.
Buena parte de la gente pensó que aquel juicio no llegaría a mayores. Las evidencias eran débiles en contra de los Joglars. La obra, antes de producirse las denuncias por injurias al ejército, se había representado en un buen puñado de ciudades con la correspondiente autorización administrativa, signo de que no se había apreciado en la misma ningún problema. Por lo demás, las siete personas que tenían que valorar la obra en el juicio ni siquiera la habían visto e, ítem más, alguno de los informes-denuncia que manejaban había sido impulsado por personas que tampoco la habían visto. Tal vez fue el verlo tan claro lo que relajó en exceso a los defensores, porque lo cierto es que Els Joglars fueron condenados. Dos años en el maco por la patilla. Andreu Solsona, Gabi Renom, Arnau Vilardebó y Miriam de Maeztu fueron condenados; otros miembros del grupo, por lo que he leído por ahí, fueron al exilio. Todos ellos habían llevado a cabo una huelga de hambre justo antes de su juicio y aquel verano hicieron otra. La empezaron el 26 de agosto y, cosa de dos semanas después, consiguieron algo, pues la Dirección General de Instituciones Penitenciarias les concedió el tercer grado y el régimen abierto. Ellos, sin embargo, siempre abominaron de esta transacción. Decían que no querían el tercer grado sino la libertad. O sea, lo que quiere alguien que es, que se considera, inocente.
Y no les faltaba razón. Si el tardofranquismo está repleto de rabotazos totalitarios, ejecuciones incluidas, el juicio de Els Joglars es ya el rabotazo del posfranquismo. De una Transición preconstitucional que aún no era capaz de garantizar ni administrar las principales libertades civiles, como la de expresión. La Constitución española, esa misma norma que hoy ampara que cualquier grupo de teatro pueda hacer casi cualquier montaje sin poder ser molestado por ello, fue aprobada por los españoles en 1978. Pero aún tuvieron los juglares que ver limitada su libertad hasta el último día de enero de 1979, fecha en la que fueron, finalmente, indultados. Claro que no dejó de ser un indulto de mierda, pues apenas les quedaba un mes para cumplir sus condenas.
El 23 de marzo de 1979, creyéndose ya seguro tras el indulto, Albert Boadella, el huido, paseaba por las calles de Barcelona. Pero lo trincaron y lo enviaron a tratarse la hepatitis a la cárcel. Gestiones políticas, al parecer lideradas por Josep Tarradellas, permitieron que lo soltaran en julio de aquel año.
Creo que fue en el 2005 cuando Boadella impulso un montaje, La torna de La Torna, que de alguna manera quería recoger y recordar el espíritu de aquella obra que tantos conflictos y tantas solidaridades provocó. Para entonces, muchos juglares habían seguido caminos muy diferentes y, de hecho, algunos de los compañeros de entonces acusaron a Boadella de divo y de que querer dar la impresión de que el único represaliado había sido él.
No suelo pensar mucho en La torna, obra que no ví. Pero a veces lo hago. De vez en cuando, me entra el cólico miserere de que hace años que no voy al teatro y me lanzo a la cartelera patria para ver qué hay por ahí que me pudiera abrir las meninges. Es entonces cuando me doy cuenta de que aquel teatro de entonces, más o menos modernillo, más o menos clásico, más o menos cutre, pero básicamente dedicado a dar algún tipo de mensaje, ha sido sustituido por monólogos, duólogos o otros logos en los que jóvenes actores, normalmente llegados de la fama televisiva (antes el camino era exactamente el contrario), se intercambian frases más o menos inteligentes o sugerentes en torno al interesante asunto de cómo follo yo, cómo follas tú, o cómo follamos ambos. En este curioso mundo en el que las procaces conversaciones de lavabo público entre hombres o mujeres han sido elevadas a la condición de libreto artístico, reflexiones como la de los juglares se han convertido en algo, digamos, folclórico.
Supongo que será eso que llaman normalidad democrática.