A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento.
El emperador había hecho uso de su
poder terrenal para obligar a la Iglesia a no llevar a cabo sus
designios, pero eso no quiere decir, necesariamente, que Roma
aceptase los hechos así como así. El Habsburgo consideraba que su
principal enemigo en Trento era el cardenal Cervino, y no se
equivocaba pues éste era mucho más sutil, cabría decir que
florentino, que su compañero Del Monte, sanguíneo y cabrón.
Cervino era uno de esos tipos que creían en la máxima de los
consultores de que un problema es, en realidad, una oportunidad. Para
él, pues, el órdago imperial, que les obligaba a mantener abierta
la botiga de Trento, era la oportunidad de seguir labrando la
división entre católicos y protestantes que en el fondo iba
buscando el Papa, sabedor de que era literalmente imposible que
Carlos acabase por decantarse por el otro bando.