En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un
interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las
maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento
le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito,
sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos,
se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al
borde de un cisma. El emperador, sin embargo,
supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido
por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y
volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a
hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que
descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas,
el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque
no sin dificultades.
El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo
de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio
bajo el control de sus legados.
El concilio recomenzó con un
fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la
residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron
la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa
recuperase el control sobre el concilio.
La polémica sobre el
origen divino del episcopado, en todo caso, lejos de sostenerse no
hacía sino arreciar. El cardenal de Lorena realizó un vibrante
discurso en su defensa, que se vio apoyado por el arzobispo de Praga.
El estado de nervios en que estaban los legados papales quedó bien
reflejado el 3 de diciembre, durante cuya sesión uno de ellos,
Hosio, que además pasaba por ser y era el más razonable de todos,
realizó una censura exagerada contra el obispo de Alife por una
cuestión absolutamente menor; y cuando éste quisiera tomar la
palabra para defenderse, Simonetta se la negó con el
argumento de que nadie podía contestar a los legados. No era en modo
alguno invención de los propios legados esta actitud, sino más bien
el resultado de la presión desde Roma para que cortasen de raíz
cualquier tipo de contrariedad.