viernes, abril 04, 2008

Gibraltar «casi» español (2)

Supongo que si has llegado aquí será porque has léido el primer capítulo. Pues bueno, si lees éste, debes saber que aún hay un tercero.


Habíamos dejado nuestro relato hace ahora 281 años, cuando, el 11 de febrero de 1727, 20.000 españoles cercaban Gibraltar con la intención de recuperar lo suyo.

Sin embargo, aquello no pasó de ser una bravuconada. España hizo lo que entonces ya era apenas capaz de hacer, es decir poner muchos hombres en la empresa. Pero la guerra moderna ya no iba de eso. De tiempo atrás, una cosa llamada artillería había adquirido una importancia crucial para el éxito de estas cosas y el conde de las Torres, jefe de las tropas españolas, jamás tuvo ninguna, hasta el punto que los ingenieros adscritos a las tropas, Francisco Monteagut y Diego Bordick, elevaron una protesta por la falta de medios en que habían sido obligados a currar.

Cinco meses duró aquella gilipollez, tras los cuales las tropas españolas se retiraron sin haber siquiera intentado tomar la plaza. Por medio, el emperador germano se había hecho amiguito de Francia, Inglaterra y Holanda, naciones con las que firmó una paz el 31 de mayo de aquel año, paz que dejó a Felipe V con las posaderas al oreo. Por medio de la llamada Acta de El Pardo (5 de marzo de 1728), Felipe V aceptaba los acuerdos de París (es decir, la paz que acabamos de citar) y se comprometía a levantar todo bloqueo sobre Gibraltar, lo cual significaba demoler una serie de fortificaciones que se habían construido, sacar de allí un pedazo de cañón que se había colocado para acojonar a los brits, y retrasar las trincheras hasta la línea de Utrecht.

Para que el Borbón pudiera pensar que había conseguido algo, los acuerdos establecían que en el Congreso de Soissons se trataría el asunto. Pero, una vez más, los primates de la política europea de la época engañaron a este rey nuestro, entre pánfilo y resignado, pues en Soissons se habló de Gibraltar lo mismo, más o menos, que se cantaron coplas de Isabel Pantoja. El 9 de noviembre de 1729, en Sevilla, España firma una paz con Francia e Inglaterra, documento en que tampoco se dice ni media sobre Gibraltar.

Pasan los años. En 1733, el 7 de noviembre, por fin España y Francia logran firmar un pacto de familia. Obsérvese lo extraordinariamente bien llevada que era la nobleza francesa que, siendo todos los infantes de la pata de Luis XIV, necesitaron décadas para poder arreglarse. Merced a este pacto en el que, ampulosamente, se prometía solidaridad eterna entre los monarcas francés y español, para entonces y para siempre, Francia se comprometía a defender las escasas posesiones que le quedaban a España en Italia (como la Toscana o Parma). Asimismo, Francia se comprometía a ayudar a España si era atacada por Inglaterra y, detalle que es el que nos importa a efectos de lo que aquí vemos, el rey Luis XV se comprometía a poner en juego sus buenos oficios para conseguir la devolución de Gibraltar. Aunque es de suponer que a los más veteranos de entre los diplomáticos españoles esta promesa del Tratado de El Escorial les haría orinarse de risa, teniendo en cuenta lo bien que el bisabuelo del firmante había defendido los intereses de España en la negociación con Inglaterra apenas unas décadas más atrás.

En la quinta década del siglo, y preferentemente en 1739, hubo hostias entre España e Inglaterra, aunque lo de Gibraltar no entró en juego, ni para bien, ni para mal.

La paz con que se cerró este tipo de hostilidades es la Paz de Aquisgrán, firmada por España, Inglaterra, Francia y Austria el 18 de octubre de 1748. Fue presunto plenipotenciario español Melchor de Macanaz, el cual, entre otras cosas, exigió allí la devolución de Gibraltar; sin embargo, con el tiempo se descubrió que Macanaz no era ni pleni ni potenciario, o sea, no tenía poderes en lo absoluto, con lo que quedó en posición muy desairada.

Este detalle me lleva a hacer un inciso para recomendaros a todos una lectura. Se trata del libro El proceso de Macanaz (editado por Anagrama), escrito por uno de los dos o tres mejores escritores españoles del siglo XX: Carmen Martín Gaite. A Martín Gaite la conoceréis, algunos, como ficcionadora; aquí la leeréis como investigadora histórica, sin por ello perder su estilo ágil y cautivador. En este libro se unen la pericia, la cultura y la capacidad investigadora de la autora y la increíble y triste historia que cuenta, que no es otra que la difícil vida de Melchor de Macanaz, o como un alto funcionario puede ser, simple y llanamente, traicionado por su jefe, el rey, y obligado a vivir por Europa como un errante que no puede volver a su país porque allí la Inquisición se lo quiere apiolar. Y todo, ya digo, por haber creído los cantos de sirena de Felipito cuando, en los primeros años de su reinado, le dio por ser realista y tratar de recortar los poderes de la Iglesia en beneficio de la Corona. Luego cambió de idea, claro, y no le importó que dicho cambio triturase al pobre Macanaz.

Los reyes, siempre tan solidarios.

En fin, fin de la digresión. La Paz de Aquisgrán fue a la paz lo que la música militar a bla, bla, bla. No podía aquella Europa aquietarse porque era mucha la pasta que estaba en juego en un mundo en el que el comercio trasnacional, eso que hoy llamamos globalización, era cada vez más importante. En un continente polarizado entre dos grandes poderes, Francia e Inglaterra, el principal aliado a ganar por ambas partes era España. Para entonces reinaba en el país Fernando VI, partidario de que no nos metiésemos en follones. Gobernar, lo que se dice gobernar, gobernaba España el marqués de la Ensenada quien, más que francófilo, lo que era es antibritánico. El difícil equilibrio de fuerzas entre progabachos y probritish se desequilibró con la muerte del ministro de Estado, Carvajal. Merced a los hábiles manejos de sir Benjamin Keene, embajador inglés en Madrid y personaje de gran interés por su habilidad maniobrera, fue nombrado titular del ministerio el embajador español en Londres, Ricardo Wall, nacido en Irlanda. Esto ocurrió en el contexto de una movida más amplia en la que Ensenada fue arrestado. No obstante, a los ingleses el tiro les salió por la culata, pues Wall resultó ser un cero a la izquierda, un tipo irresoluto y siempre dubitativo del que poco pudieron sacar.

En 1756 comienzan las hostilidades entre franceses e ingleses. El 28 de junio la flota francesa, al mando del celebérrimo cardenal Richelieu que tan famoso hizo Alejandro Dumas vater [gracias a Alfor sabemos que esto es una cagada mía; trátase no del cardenal sino de su sobrino el duque], toma Mahón (debemos recordar que Menorca es entonces inglesa) y se apresura a ofrecerle el pastelito a Fernando VI a cambio de que éste abandone su neutralidad; esto, además de, cómo no, la promesa de recuperar Gibraltar.

Para los ingleses, todo depende del pusilánime Wall, que es (aquí viene un chiste imbécil) el único muro que hay que en el gobierno español contra las pretensiones francesas, por mucho que los ingleses cuenten con aliados tan conspicuos como el duque de Alba.

Pitt, el ministro de Estado inglés, decide poner toda la carne en el asador. Sabe lo que los reyes españoles llevan ambicionando décadas por encima de todo, y ese algo es volver del revés Utrecht y recuperar Gibraltar. Así pues, ofrece a Fernando VI el abandono del Peñón, así como de los territorios ocupados por los ingleses en el golfo de México. No obstante, la oferta fue bastante estúpida por orgullosa pues, a cambio, se exigía del rey español ayuda para recuperar Menorca. A lo que Fernando con seguridad contestó: pero, ¿cómo puedes ser tan idiota como para proponerme que te ayude para que recuperes algo que es mío?

Murió Fernando y llegó Carlos III, el fiel rey que limpió Madrid de mierda. En 1762, fuimos aliados con Francia a guerrear con Inglaterra, pero nada se intentó contra Gibraltar; consecuentemente, en la Paz de Fontainebleau (1763) no se habló del tema.

En 1775, por un quítame allá esos impuestos del té, estalla la guerra entre Inglaterra y sus colonias del norte de América. Durante esa guerra, fuimos disimulados proveedores de armas de la facción rebelde la cual, lógicamente, nos caía mucho mejor que estos tipos que llevaban siglos haciéndonos putada tras putada (no obstante lo dicho, los rumores de que Carlos III y George Washington posaron juntos para un cuadro en las islas Azores son sólo rumores).

En 1778, cuando Francia concluye un tratado con los Estados Unidos, estalla de nuevo la guerra con Inglaterra; no obstante, Carlos III y su ministro Floridablanca se niegan en redondo a entrar en las hostilidades, a pesar del pacto de familia. España prefirió entonces jugar sus cartas al mejor postor pero, como quiera que los ingleses se pusieron de canto, volvió a pactar con los franceses, alcanzando un tratado de alianza defensiva (Aranjuez, 12 de abril de 1779); tratado que, en su artículo séptimo, dice: «El Rey Católico, por su parte, entiende adquirir, por medio de la guerra y del futuro tratado de paz, las ventajas siguientes: 1ª La restitución de Gibraltar (…)».

Francia y España diseñaron un desembarco de Normandía, sólo que al revés. Carlos III estaba dispuesto a poner unos ochenta batallones en juego y 40 navíos, los cuales, sumados a la fuerza de 50 de los franceses, doblaban la flota inglesa. Así pues, se plantearon el desembarco en la isla y nada menos que la toma de Londres; operación que pocos han intentado y que nadie ha conseguido desde el gran Julio.

España declaró la guerra a Inglaterra el 16 de junio de 1779. Sin embargo, la cosa no fue bien. Los estrategas españoles y franceses se entendieron malamente. En primer lugar, funcionó la flor en el culo de los ingleses, pues la flota española, surta en Cádiz, no pudo salir durante semanas a causa, cómo no, de los temporales. Para cuando pudo hacerlo, en abril, se desempeñó con lentitud y pereza, lo cual fue vital para la operación pues, como el Día D demuestra bien, los desembarcos en el Canal, sean en dirección a Vallecas o a Plaza de Castilla, deben hacerse con mucha rapidez y sin dudas. Los almirantes franceses, de forma un tanto cobardecilla, sostenían que para poner un pie en Inglaterra era necesario destruir antes la flota británica; pero, claro, sabiendo los ingleses como sabían que eran menos, iban moviendo los barcos, huyendo de la pelea, lo cual retrasó la invasión meses enteros.

Llegó el otoño sin que la invasión se hubiese verificado. Los 75 barcos hispano-franceses (la flota inglesa a duras penas llegaba a 30) se volvieron a Brest sin haber golpeado. Allí se declaró una epidemia que hizo 12.000 bajas entre los franceses y 3.000 entre los españoles (según Floridablanca, esta diferencia en la morbilidad se debió al «mayor aseo de los barcos españoles». Sans commentaires). Hubo que renunciar a la invasión por todo el invierno.

En julio de 1779, una fuerza comandada por Martín Álvarez de Sotomayor y ayudada por una flota al mando de Antonio Barceló pone sitio a Gibraltar. El bloqueo estuvo muy bien montado e incluía vigilancia ya desde Brest de los barcos que pudiesen salir de Inglaterra con la intención de abastecer el Peñón. La parte más importante era la fuerza formada por un crucero y once navíos más que se colocó para vigilar el Estrecho, a las órdenes de Juan de Lángara; fuerza que, además, debía de contar el con el refuerzo de 16 navíos más, llevados desde Brest por Luis de Córdoba.

No contaban, claro, con la flor en el culo. Lángara fue sorprendido por un temporal que le obligó a refugiarse en Cartagena. Para cuando Córdoba llegó al Estrecho, pues, Lángara no estaba allí, por lo que el almirante dividió sus fuerzas, se quedó con una parte en Cádiz y la otra parte la mandó a Ferrol.

Luego Lángara volvió al Estrecho. Pero, claro, para cuando él volvió, Córdoba ya no estaba. Pero los que sí estaban eran los ingleses, los cuales, en pelea producida el 16 de enero de 1780 entre los cabos de Trafalgar y Espartel, nos dieron la del pulpo. Les mandaba el almirante Rodney. Por supuesto, Rodney consiguió abastecer el Peñón y ya no hubo manera de tomarlo. Como bien sabemos, más o menos por allí volvió a haber hostias navales, aunque esta vez quien mandaba los barcos ingleses se llamaba Nelson.

Como consuelo nos queda que, más o menos mientras tanto, las fuerzas hispano-francesas, a las órdenes de Crillón, recuperaron Menorca.

En septiembre de 1782 pasó, probablemente, el último tren bélico serio para la toma de Gibraltar. El ingeniero francés D’Arzón había inventado unas barcazas de doble cubierta que tenían un plano inclinado diseñado para que cayesen al mar las bombas que les tirasen. Eran barcos tan ingeniosamente diseñados que hasta tenían un circuito constante de agua para que las llamadas balas rojas no pudieran incendiarlos. El día 9 empezó el cañoneo contra la fortaleza y el día 13 se procedió al ataque con las barcazas, que llevaban 200 piezas de artillería cada una. Pero el invento no funcionó, pues se incendiaron y acabaron perdiéndose.

En 1782, los ingleses realizaron una nueva expedición de abastecimiento de la plaza, al mano de lord Howe. Una vez pasado el Estrecho, casi fueron alcanzados por los navíos españoles. Pero… ¿lo adivináis? Pues sí: un puto temporal.

Esto en lo que concierne a la parte bélica. Pero también la hubo diplomática. España, haciendo gala de una notable capacidad de ser infiel a lo firmado (en 1779 se había comprometido a ir de la mano de Francia en toda negociación) estableció negociaciones secretas con lord North, jefe del gobierno inglés, en las que ofreció abandonar la alianza con Francia a cambio de recuperar Gibraltar. En 1780, a través de un cura que se llamaba Hussey, Madrid dio su ultimátum: o Gibraltar, o nada. El gobierno inglés estudió el asunto muy seriamente aunque, como de costumbre, le puso unas condiciones que lo dificultaban claramente: cesión de Puerto Rico; de la fortaleza de Homoa; de un puerto en la bahía de Orán; indemnización por las cuantiosas inversiones militares hechas en Gibraltar; renuncia a toda alianza con Francia; alianza con Inglaterra frente a los rebeldes americanos o, cuando menos, cese de la ayuda a los mismos; y, además, ni la cesión de Puerto Rico ni la devolución de Gibraltar serían efectivas mientras Inglaterra no recuperase sus colonias (cosa que, como sabemos, no consiguió nunca; o, siendo la leche de tory y la leche de optimistas, no han conseguido aún).

Es bastante claro que el plan de Inglaterra era separarnos de Francia y, una vez conseguido, ya no habría nada de lo prometido.

En marzo de 1782 el gobierno británico, presionado por la oposición, envía emisarios a París para buscar un arreglito. En dichas reuniones se llega a hablar, de nuevo, de restitución de Gibraltar.

Pronto veremos cómo y en qué condiciones.

miércoles, abril 02, 2008

Gibraltar «casi» español (1)

Antes de que empieces la lectura de este tocho, me parece lo justo advertirte de que existen un tocho 2 y un tocho 3, que le siguen.

Cada vez me cuesta más agotar temas en un solo post. Pienso que, además, este sistema, aunque tiene la jodienda del suspense, es mejor porque esto de la lectura electrónica es como jodido y todo el mundo dice que no hay que escribir tochos. En fin, trataré de que en estos temas pluridía las tomas no sean muchas.

Todos los españoles, al menos todos los españoles de mi generación, hemos tenido que estudiar que España perdió el Peñón de Gibraltar como consecuencia del Tratado de Utrecht, el cual, desde entonces, ha amparado una situación de colonialismo en la misma vieja Europa. Sobre el asunto de Gibraltar hay mucho que discutir, tanto desde el punto de vista británico, como desde el punto de vista español. Pero no pretendo yo hoy realizar la disección de estos dimes y diretes. El motivo y objetivo del artículo de hoy es contaros algunas cosas sobre el momento en que España, a mi modo de ver, estuvo más cerca de recuperar Gibraltar; y que no fue otro que los tiempos inmediatamente posteriores al momento en que lo perdió.

El 4 de agosto de 1704, los ingleses ocupan el Peñón, y allí siguen. Eran perfectamente conscientes de que España intentaría recuperar la plaza, así pues metieron dentro de ella a 3.000 hombres armados, que fueron suficientes para resistir el primer embate, que corrió a cargo de tropas traídas desde Portugal por el marqués de Villadarias, otras al mando de Aytona y otras del entonces aliado francés.

Poco tiempo después, según los relatos de la época, se presentó a marqués de Villadarias un cabrero que dijo conocer muy bien los caminos de aquella zona. El hombre le ofreció al marqués liderar una operación por la cual las tropas que le fuesen encomendadas serían guiadas hasta la altura del Peñón, desde donde los hispano-franceses podrían hacerse fuertes, hostigar a los ingleses y, a la postre, echarlos. Este cabrero se llamaba Simón Susarte. Villadarias envió a un oficial de su confianza con el cabrero para verificar si era verdad que el tipo era capaz de subir a la cumbre de forma escondida. Una vez que ese extremo fue comprobado, envió quinientos hombres, al mano del coronel Figueroa, los cuales subieron a la altura del Peñón por la noche. Se acordó que el 10 de noviembre el general comenzase una ascensión con más tropas y, una vez que se encontrasen ambos contingentes en un punto, atacar a los ingleses por sorpresa.

El cabrero y su gente lograron llegar a una altura conocida como El Hacho, donde pasaron a cuchillo a la pequeña dotación inglesa que hacía guardia. Luego bajaron hasta La Silleta, el lugar donde estaba pactado que se encontrarían con las tropas que subían. Pero que nunca subieron.

Lo que no está muy claro es la razón de que la operación no se llevase a cabo. Hay dos teorías, a cual más gilipollas: una, que a Villadarias no le hizo ni puta gracia que un civil se fuese a llevar las glorias de recuperar el Peñón; y otra, que fue el comandante francés el que petardeó el proyecto porque su gran jefe, el mariscal de Tessé, se encontraba de camino hacia el lugar pero aún no había llegado y, de esta manera, corría peligro de no participar en la gloriosa recuperación del Peñón.

Los ingleses, que no son idiotas en cuestiones de guerra, formaron a toda hostia un destacamento, al mano de Henry de Armstard, y subieron a La Silleta. Sin ayudas y cercados como estaban, los españoles se batieron, pero fueron lógicamente reducidos y, en buena parte, muertos. Susarte y algunos que le siguieron lograron, sin embargo, escapar.

A principios de 1705 llegó, por fin, el francés Tessé a Gibraltar, cuando los ingleses estaban ya más asentados en la plaza que un roble centenario. El 7 de febrero, y no muy convencido, intentó el asalto a la plaza. En este episodio se confirmó que los ingleses tienen, verdaderamente, una flor en el culo en lo que a tempestades se refiere; pues una galerna dispersó a la escuadra francesa del barón de Pontis, que se dirigía a la plaza para prestar ayuda artillera al asalto, sin la cual éste fue imposible. Una vez sonados por los rayos y los vientos, los franceses fueron pasto fácil de ese gran marino que se llamó sir John Leake.

El primer rey Borbón español, Felipe V, era un rey francés. En muchos aspectos. El francés era su lengua materna. Francesa su parentela y muy especialmente su abuelo, el rey Luis XIV. Franceses eran todos o casi todos los personajes que lo rodeaban. Y francesa era su obediencia, pues la operación de colocar a Felipe al frente de España no era sino una movida para expandir la influencia gala en Europa. Dado que por lo tanto el asunto de Gibraltar, en realidad, formaba parte de una movida más complicada en cuya cúspide se encontraba la guerra entre Francia e Inglaterra, en 1711 Felipe V le da permiso al que manda, o sea el rey de Francia, para que negocie en su nombre. La intención de este Abuelito, dime tú de Felipe V era que en la negociación Francia defendiese la devolución por parte de Inglaterra de Gibraltar y Menorca. Pero, claro, eso le pasa por fiarse de un francés (algo, ya lo hemos dicho, en todo caso disculpable porque él mismo lo era). Lo que hizo Francia, en sus prisas por terminar cuanto antes las hostilidades con Inglaterra, fue, como se dice coloquialmente, tirar con pólvora del rey y poner sobre la mesa concesiones que, en realidad, no eran suyas. Sobre las mesas del Tratado de Madrid (27 de marzo de 1713) y de Utrecht (13 de julio de 1713), Francia colocó la cesión por España de los Países Bajos, de Milán, de Nápoles, de Sicilia, de Cerdeña, de Gibraltar, de Menorca y de las islas de San Cristóbal. Con estos amigos, quién necesita enemigos.

Fruto de esta genial negociación es el famosísimo artículo X del Tratado de Utrecht, que textualmente comienza:

«El Rey Católico [éstos somos nosotros], por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este tratado a la Corona de Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortaleza que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre sin excepción ni impedimento alguno».

Si nos llegamos a bajar un centímetro más los pantalones, tocamos Nueva Zelanda.

Al Rey Católico, en todo caso, estas palabras tampoco le sentaron tan mal. Para Felipe V, el Tratado de Utrecht fue la paz de Inglaterra con Francia, lo cual venía a significar el automático debilitamiento de sus enemigos en la guerra dinástica. Así pues, puede decirse que aquel tratado le hizo rey de España.

El ya rey español estaba casado con María Luisa de Saboya, quien gobernaba de forma efectiva porque Felipito siempre fue de natural asténico y poco dado a enfangarse en cuestiones de gobierno. María Luisa murió pronto, y el rey casó con Isabel de Farnesio, la cual se trajo a una mano derecha, el cardenal Alberoni, que como buen italiano (Italia había sido básicamente española durante mucho tiempo) ambicionó la recuperación por España del prestigio político y militar perdido para siempre (diga lo que diga Aznar) en Utrecht.

Alberoni era muy, muy ambicioso. Consideraba factible que España recuperase los estados italianos que también había soltado en Utrecht. Asimismo, ambicionaba, aunque con reparos, que Felipe V se hiciese con la corona de Francia exigiendo la regencia a la muerte de su abuelo (este blog no se llama Historias de Francia pero, la verdad, es que la tangana que se montó con la sucesión de Luis XIV es como para contarla). Como lo que más le molestaba eran los ingleses, también parece ser que hizo planes para intervenir en el país cargándose a la dinastía reinante y sustituyéndola por la descendencia del rey Jacobo II.

El 17 de julio de 1717, de forma absolutamente prematura, España le dice al mundo lo mismo que Terminator: I’m back. Pero, claro, ya no éramos un ciborg de última generación; apenas nos podíamos considerar una tostadora oxidada.

Una escuadra se desplaza a Cerdeña y la ocupa sin grandes oposiciones. Esto levanta las alarmas en todas las cancillerías europeas. También en París, porque la corona francesa tenía muchos candidatos, los cuales eran, obviamente, contrarios a las pretensiones de Felipe.

Inglaterra, Francia, Holanda y después Alemania [quise decir Sacro Imperio] se unieron en una alianza para darnos la del pulpo. Una vez que lo consiguieron, activaron la vía diplomática, y dos representantes, uno francés y otro inglés, fueron enviados a España para intentar convencer a Felipe V de que se bajase de la burra. Está documentado que el francés, marqués de Nancré, llevaba instrucciones claras de insinuarle a Felipe que si bajaba los brazos se podría hablar de devolvernos Gibraltar, algo a lo que los ingleses estarían resignándose (lentamente, claro está; un británico nunca se resigna a nada en menos de tres meses).

Nancré llegó a ofrecer al cardenal Alberoni un codicilo secreto en el futuro tratado de paz en el que se estableciese: en primer lugar, que España podría tener una guarnición en la Toscana; en segundo lugar, la devolución de Gibraltar a España; en tercer lugar, una alianza defensiva. Pero, ¡ay, ay, ay! Alberoni era italiano, y su sueño, ya lo hemos dicho, era la recuperación de la posición de España en Italia.

Haciendo uso de maneras de mal regateador, Alberoni pidió, además, Cerdeña. El momento que los ingleses estaban esperando para contestar: y una hembra de pollo como un recipiente de cocina.

De todas maneras, los ingleses se portaron en esta negociación como auténticos ingleses. Enviaron a Stanhope a negociar con el rey. El enviado le pidió audiencia el 12 de agosto de 1718. Pues bien: 24 horas antes de que se celebrase esta audiencia, el día 11, el almirante Bing había atacado a los barcos españoles en cabo Pessaro, sin mediar aún declaración de guerra, y no había dejado de ellos ni los mondadientes. Típicamente british: con una mano te acaricio la mejilla, y con la otra te destrozo los huevos. Todo muy ético.

Inglaterra y Francia acabaron por declarar la guerra a España. Y nos dieron hasta en el velo del paladar. En 1720, ya vencido, Felipe V se acuerda de la oferta que le habían hecho en 1718 de unirse a la cuádruple alianza y quiere retomar las negociaciones en las ofertas de entonces hechas por Inglaterra. Pedía Gibraltar, Cerdeña y Menorca. La contraoferta fue: te apuntas a la alianza y a cambio yo no te abro un socavón en el culo. Así que entramos en la alianza a cambio de nada.

En ese punto, Felipe V renunció a Menorca como objetivo y se centró en que le devolviesen, al menos, Gibraltar. Los ingleses, al parecer, llegaron a estudiar algún escenario basado en la restitución del Peñón a cambio, básicamente, de que España cediese mogollón de poder en América, especialmente en términos comerciales. De hecho, los diplomáticos españoles llegaron a pensar que la oposición del Parlamento inglés a devolver Gibraltar (que era como es, o sea cerril) se acabaría si se les ofrecía a cambio La Florida y Santo Domingo (no sabe Juan Luis Guerra lo cerca que estuvo de ser educado bebiendo té de bergamota). No obstante, aquí el que puso pies en pared fue Felipe V, que se negó en redondo.

Entretanto, en Francia hay regencia y se reanudan las relaciones con España. El enviado a Madrid, marqués de Maulevrier, recibe instrucciones de comerle la oreja constantemente a Felipe V con la matraca de que Francia está dispuesta a apoyar a España en su reivindicación de Gibraltar.

El 13 de junio de 1721, España e Inglaterra concluyen un tratado de amistad en cuyo clausulado se pacta que dicho tratado queda en suspenso en tanto que el rey de Inglaterra no proponga a su parlamento la cesión de Gibraltar. El rey inglés promete «aprovechar las primeras ocasiones favorables para arreglar este asunto». Ocasiones favorables que a día de hoy, y han pasado unos 280 años, aún no se han presentado. Para España, en todo caso, esta carta del rey inglés que he citado tiene gran importancia en el pleito de Gibraltar, pues supone la adhesión inglesa al principio, siempre defendido por España, de que la restitución de Gibraltar debe hacerse sin compensaciones (o sea, que es nuestro).

¿Cumplió el rey inglés lo que decía en la carta? Pero, lector, ¿cómo puedes ser tan inocente? ¡Este post va de diplomacia!

En 1722, con todos los acuerdos firmados y todas las buenas palabras pronunciadas, se celebró el Congreso de Cambrai, en el que el iluso Felipe creía que iba a salir el asuntillo de Gibraltar. Ni se mentó.

España intentó buscarse aliados. El 5 de noviembre de 1725, firma un acuerdo de amistad con Alemania en el que figura un artículo secreto según el cual, si Alemania entra en guerra con Inglaterra, se compromete a ayudar a España en la recuperación de Gibraltar. No obstante, la cosa se fue a la mierda porque el plenipotenciario español, barón de Riperdá, era también un plenibocas, porque no supo mantener la lengua quieta y los ingleses acabaron enterándose de la cláusula (y hemos de recordar que, formalmente, éramos aliados y amigos). Los ingleses, inmediatamente, concluyeron acuerdos con Prusia, Hesse-Casel, Holanda, Suecia y Dinamarca. Alemania reaccionó atrayéndose al zar de Rusia y convenciendo a los prusianos de que estaban en el bando equivocado. El 11 de febrero de 1727, un ejército español de 20.000 hombres cercaba Gibraltar.

Continuará, por supuesto.