jueves, septiembre 30, 2010
Ubicaciones
Ya que lo he mirado, he pensado copiaros aquí algunas direcciones de interés, para que así sepáis adónde habríais tenido que ir hace 75 años.
Por ejemplo, el Tribunal Constitucional. No podía estar donde está hoy más que nada porque en 1936 Madrid terminaba en el Hospital Clínico. Estaba en el número 62 de la calle San Bernardo. El Consejo de Estado, como corresponde a institución tan estable, no ha cambiado. Estaba y está en el número 93 de la calle Mayor. Al igual ocurre con las principales instituciones judiciales. El Supremo también estaba donde está.
Anoto también, porque lo leo en la guía, que la Presidencia del Gobierno, o lo que nosotros llamaríamos hoy Ministerio de la Presidencia, tenía un curioso departamento. Literalmente: la Junta Calificadora de Aspirantes a Destinos Públicos. En 1936, tanto su presidente como su secretario eran ambos tenientes coroneles del ejército. Ignoro la razón de esta especificidad.
El Ministerio de Estado o de Asuntos exteriores estaba en la plaza de la Provincia, de donde se ha movido hace poco, creo. El Ministerio de Justicia residía en su vieja sede de San Bernardo 45. El Ministerio de la Guerra en el hoy Cuartel General del Ejército, en Cibeles. A un tiro de piedra del de Marina, en el paseo del Prado con Montalbán (que sigue siendo dependencia marinera, a juzgar por la pinta de las gentes que lo guardan).
Tampoco se ha movido el Ministerio de Hacienda, que en 1936 estaba en Alcalá, 11 y hoy está en Alcalá, 9; pero tengo por mí que eso se debe a un mero cambio de numeración del viejo palacio de Aduanas. Este ministerio, por cierto, tenía ubicado en el número 4 de la calle Duque de Medinaceli la Sección de Bienes Incautados a la disuelta Compañía de Jesús. Por cierto, que la Inspección General de Carabineros, cuerpo al que pertenece Anselmo López en mi novela, estaba en el número 11 de la calle San Nicolás. Bastante cerca de la Puerta del Sol, pues.
El Ministerio de la Gobernación o de Interior estaba en Puerta del Sol, 7, o sea en la actual sede de la Comunidad de Madrid. El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, otro que no se ha movido, estaba en el número 34 de Alcalá. El de Obras Públicas, sin embargo, como inquilino que luego fue de los Nuevos Ministerios que entonces se proyectaban (en la guía se incluye el dibujo del proyecto, que por cierto incluía un arco de triunfo), sí que estaba en lugar hoy olvidado: el número 1 del paseo de Atocha, junto al Ministerio de Agricultura, que con cambios en su denominación allí sigue. El Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión tenía dos sedes: Fernando el Santo 22 y Amador de los Ríos, 5. El Ministerio de Industria estaba en el número 37 de Serrano. Por último, el Ministerio de las Comunicaciones y de la Marina Mercante estaba en la plaza de Emilio Castelar, sin número; probablemente porque tal vez aún no tuviese números.
A ver si hay alguien que se anime a intentar adivinar cuántos cines había en Madrid en 1936.
Como postre, aquí os copio la publicidad que en la guía figura del frontón Chiki-Jai (las cursivas son mías, igual que los comentarios entre corchetes):
«En el centro de Madrid, próximo a la Puerta del sol, entre las calles de la Montera y Peligros, en Aduana, número 19, tiene el viajero [¿y por qué no el madrileño de toda la vida?] un espectáculo interesante, de sport, con la más alta manifestación de juego vasco de la pelota.
En el Frontón Chiki-Jai se encuentra reunido el mejor cuadro de señoritas pelotaris de España. Los partidos y quinielas que se juegan producen en el espectador la emoción de sentirse interesado por un color con el estímulo de verse incorporado a la habilidad y destreza de la pelotari [¿cómo de incorporado?].
Espectáculo moral y sumamente distraído [distraído, no lo dudo; moral, va a ser que no], va acompañado, si lo desea, de tomar parte de las apuestas en pro de "su color" [¿quién va a perder el tiempo apostando si puede invertirlo en admirar la habilidad y destreza de las señoritas pelotaris?].
En el Frontón Chiki-Jai, todos los días, se celebran partidos de pelota y quinielas desde las cuatro de la tarde hasta la una y media de la madrugada [hora ideal para el frontón, como todo el mundo sabe].
En la actualidad el cuadro de señoritas pelotaris está constituido por las "ases" entre las profesionales [profesionales, ¿de qué?].
Durante la estación veraniega, la empresa de Chiki-Jai cuenta con un magnífico frontón en el Paseo de Rosales, número 36, el mejor sitio de Madrid [hasta que le empezaron a caer obuses en racimos, claro], donde se disfruta una temperatura agradabilísima. Posee una terraza con restaurant, y, tanto en uno como en otro local, encontrará el visitante sevicios de bar, teléfono, guardarropa, peluquería, etc., etc. [¿dos etc.? ¡Esto promete!]»
miércoles, septiembre 29, 2010
Matar a Hitler (5: ¡Bum!)
(Pues no. Este blog no hace huelga)
El día D, en efecto, Stauffenberg se levantó como cualquier otro día en el apartamento que ocupaba en Wansee. Se acicaló (insistía en hacerlo solo) y luego se reunió con su adjunto, el teniente Werner von Haeften. Haeften estaba tan implicado en los planes conspiradores que incluso tenía una segunda cartera con una bomba con las instrucciones de usarla si la primera, por alguna razón, fallaba. Voló junto con Stieff a Rastenburg en un Heinkel puesto a su disposición por el general Wagner, el cual también sabía de qué iba la movida. Tocaron tierra a eso de las diez de la mañana, dos horas antes de la reunión.
El complejo de Rastenburg tenía tres perímetros de seguridad, los tres controlados por la SS. Stauffenberg se enteró de que Hitler había retrasado el encuentro una hora, hasta la una de la tarde. Es algo que solía pasar con cierta normalidad, puesto que Hitler, según es sobradamente conocido, solía trasnochar mucho, especialmente si encontraba a alguien para soltarle alguna de sus interminables peroratas, y nunca tenía prisa para levantarse. Stauffenberg aprovechó el tiempo para buscal a Fellgiebel y discutir con él el «apagón» comunicativo de Rastenburg en el momento del atentado.
Iniciada la mañana, Hitler cambió de idea y adelantó media hora la conferencia. La razón de ello es que necesitaba tiempo para recibir a las dos y media a Benito Mussolini, el cada vez más fantasmagórico Duce italiano, que venía a verle.
En Berlín, el general Hoepner, que tenía sus propias razones para ser un antihitleriano (el Führer le había destituido por incompetente) se dirije a ayudar a Olbricht en su puesto; su misión es tomar en su momento el mando del Ejército de Reserva, en el caso de que el general Fromm, como todos sospechan, se niegue a unirse a la conspiración. El general conde Wolf von Helldorf, presidente de la policía de Berlín, tenía ya en esa mañana una pequeña fuerza policial preparada por si las moscas. Por su parte en París el conspirador que había comprometido su acción, Stuepnagel, estaba solo en su cuartel general del hotel Majestic de la avenida Kléber de París. Allí no le cabía esperar la ayuda de nadie; a esas alturas de la guerra, todo aquel mando que no estaba en el frente ruso comiendo mierda y sangre, tenía motivos para estarle agradecido a Hitler. Sin embargo, en el estamento de los oficiales de menor graduación, Stuepnagel sí que tenía compañeros, muy especialmente Cäsar von Hofacker, primo de Stauffenberg. Eso sí, el conspirador en Francia sabía que su superior jefe, el general Kluge, en realidad tenía una posición muy típica de los golpes de Estado, y que, por ejemplo, Gonzalo Queipo de Llano se encontraría en no pocas de las guarniciones de Sevilla el 18 de julio de 1936. Kluge estaba dispuesto a unirse a la rebelión, pero únicamente cuando los primeros compases hubiesen pasado y el golpe se hubiese consolidado.
Así pues, cuando estaban a punto de dar las 12, tenemos:
A Stauffenberg, Stieff, Haeften y Fellgiebel esperando, nerviosos, en Rastenburg el principio de la reunión.
A Olbricht comiéndose las uñas en el Ministerio de la Guerra en Berlín, adonde pronto llegaría Hoepner para darle conversación.
A Beck, en su casa en las afueras de Berlín, esperando.
A Stuepnagel, en el Hotel Majestic de París esperando una llamada.
Y, finalmente, en Berlín, al conde Von Helldorf, discretamente acuartelado.
Todo este montaje depende de una sola cosa: del esperado estado de shock en el que los conspiradores esperan que quede el Estado nazi después de que Hitler haya reventado en pedazos.
Pasadas las 12,30, cuando la reunión en Rastenburg ya ha comenzado (aunque ellos creen que no comienza hasta la una), Olbricht y Hoepner almuerzan en la cafetería del Ministerio. Sabido es que nadie come en la cafetería de un Ministerio por gusto, pues si en algo se parecen los ministerios del mundo es en la insoportable levedad de sus menús del día. Si ambos conspiradores dan ese paso es para dar sensación de normalidad; para intentar que nadie se pregunte qué hace un tipo como Hoepner allí. Le han dejado a la secretaria de Olbricht, Frau Ziegler, que les avise de cualquier llamada de Rastenburg. Pero dicha llamada no llega.
Más lo menos a la misma hora, en París ocurre algo que, que yo sepa, nunca se ha aclarado del todo. En la rue de Surène, un miembro del gabinete de Kluge, el coronel Frinckh, recibe una llamada de teléfono de alguien que dice llamar desde Zossen y que se limita a decir, pausadamente: «Ejercicio». Conocedor Frinckh de las intenciones conspiradoras, informa inmediatamente a Hofacker. Como digo, ninguno de los dos supo nunca quién les llamó.
En Rastenburg, comienza la reunión. Stauffenberg se retrasa un poco por haberse dejado en el vestíbulo su gorra y su cinturón. Keitel le riñe. El Führer no admite retrasos. Stauffenberg se disculpa, se pone el cinturón, abre su cartera, y activa disimuladamente la bomba. Desde ese momento, tiene diez minutos hasta la detonación. Tres se consumen andando hacia la sala. Una vez allí, por lo tanto, Stauffenberg tiene siete minutos para acercarse lo más posible a Hitler, dejar la cartera disimuladamente, pretextar cualquier problemilla y salir a la naja.
Entra en la sala. Una mesa muy larga con unas veinte personas alrededor, entre las cuales no están ni Göring ni Himmler. Eso no arredra a Stauffenberg. Ya está hablado que, aunque sea a Hitler solo, la acción se llevará a cabo. En la sala hace un calor de cojones (es julio), así pues las ventanas están abiertas. Eso, piensa Stauffenberg, va a reducir la onda explosiva, así pues es necesario poner la bomba bien cerca de Hitler.
El general Heusinger, jefe de Operaciones, está haciendo una exposición sobre la situación del frente oriental. Una exposición pesimista. Todo el mundo escucha. A Stauffenberg, el corazón se le pone a mil por hora. Heusinger, de forma casi plañidera, está clamando por tener más reservas. Él, Stauffenberg, está allí representando precisamente al comandante del Ejército de Reserva. Si Hitler, en ese momento, se dirige a él y le insta a explicar la situación del Ejército de Reserva, no habrá tiempo para huir. La bomba estallará mientras él esté hablando.
Hitler le salva la vida (por el momento, claro). El Führer decide que antes de discutir lo de la reserva prefiere que la exposición sobre el frente del Este termine. Todos los ojos vuelven a Heusinger. Es mi momento, piensa Stauffenberg. Coloca su cartera en el suelo y la empuja levemente con el pie, hasta colocarla prácticamente a los pies de Hitler, apoyada contra una de las sólidas borriquetas de madera que sujetan el tablero de la mesa. Entonces pretexta la necesidad de hacer una llamada a Berlín, esquiva la mirada de pocos amigos de Keitel, y se larga de la sala antes de que a alguien se le ocurra ordenarle que se quede.
En el momento que Stauffenberg llega al coche donde le esperan Haeften Fellgiebel, la sala de reuniones de Rastenburg vuela por los aires.
Bum.
domingo, septiembre 26, 2010
Matar a Hitler (4: El conde Von Stauffenberg)
Para octubre de 1943, sin embargo, Beck mejoraba de sus dolencias, lo cual era una buena noticia. Y también ocurrió otra cosa: Tresckow trajo al grupo de la resistencia a un amigo suyo, el coronel conde Klaus von Stauffenberg.
Klaus von Stauffernberg era muy valioso para la resistencia por diversas razones. En primer lugar, era un convencido de la causa, hasta el punto de haber ejercido de prosélito sobre la necesidad de acabar con Hitler ante el general Erich von Manstein, quien durante los tiempos del célebre colapso de Stalingrado era comandante en jefe del frente del Este. Además, era un héroe mutilado de guerra. En 1943, en Túnez, su vehículo había sido alcanzado por un proyectil y le hirió tan gravemente que perdió una mano, un antebrazo, tres dedos de la mano superviviente y el ojo izquierdo. A pesar de tan graves heridas, se las arregló para seguir movilizado, por supuesto en labores de oficina. Fue destinado al equipo del general Olbricht, en el gabinete de guerra situado en la Bendlestrasse de Berlín. Allí pudo tener muy frecuentes relaciones con Tresckow sin despertar sospechas. En realidad, Von Stauffenberg no es sino el símbolo, o el síntoma, de la toma de «poder» dentro de la resistencia de una generación más joven que la de Beck y Goerdeler.
En estos tiempos nació la llamada operación Valkiria, destinada a coordinar un golpe de Estado coincidente con la muerte de Hitler. Dicho golpe se disfrazaría de una acción militar necesaria para parar un presunto levantamiento de las decenas y decenas de miles de trabajadores forzados no alemanes que había ya en territorio del Reich.
En noviembre de 1943, se diseñaron dos operaciones suicidas, con sus correspondientes voluntarios, para matar a Hitler. En la primera, el barón Axel von dem Bussche, que había sido designado para diseñar un nuevo abrigo para Hitler, se comprometió a poner una bomba para que el Führer volase por los aires el día que se lo probase. Sin embargo, Hitler nunca encontró tiempo para lo del abrigo, lo cual no es extraño teniendo en cuenta que dirigía una guerra con varios frentes. Tanto se retrasó la prueba que Von Bussche acabó por ser herido en el frente, por lo que la misión se hizo imposible. Entonces, el joven militar Ewald von Kleist se ofreció para sustituirlo, pero fracasó. Otros conspiradores estuvieron preparados para matar a Hitler durante una visita al frente oriental, pero Hitler no lo visitó. Otro voluntario, el coronel Von Breitenbach, estuvo en una reunión con Hitler preparado para dispararle, pero no logró acercarse lo suficiente; Hitler se presentó en la reunión literalmente blindado por una barrera de pechos de la SS.
A principios de 1944, para colmo, desapareció la Abwehr, absorbida por el servicio de inteligencia militar al frente del cual estaba Schelemberg. Otro que tuvo muy mala suerte fue el mayor Stieff, el receptor de las falsas botellas de Cointreau donde iba la bomba que había de matar a Hitler en el aire. Las guardó en un lugar seguro, hasta el día que el mecanismo que había fallado en el avión decidió dejar de fallar, y explotaron. Afortunadamente para él, el relator de la investigación correspondiente fue Werner Schrader, el custodio del Memorando X y comprometido con la resistencia.
Quien sí tuvo noticias en forma de bombardeo fue Dohnanyi. La prisión de Tegel fue uno de los objetivos de un raid aéreo sobre Berlín en noviembre de 1943, y el prisionero sufrió diversas heridas que forzaron su internamiento en un hospital. Aunque en febrero de 1944 fue trasladado al hospital militar de Buch, dejó de sufrir interrogatorios.
En junio de 1944, llega la oportunidad. Von Stauffenberg fue propuesto para ser jefe de gabinete del general Fromm, comandante en jefe del llamado Ejército de Reserva, formado fundamentalmente por aquellos militares que no estaban ya en condiciones de ir al frente del Este. Fromm tenía sitio en las sesiones de estado mayor de Hitler, y, como es lógico, no siempre podía ir. Esto quiere decir que el coronel conde Klaus von Stauffenberg, probablemente uno de los hombres del entramado «oficial» del Reich que más decidido estaba de matar a Hitler, tendría la oportunidad de estar codo con codo con él. El 7 de junio de 1944, que se sepa, fue el primer encuentro militar en las alturas en el que Stauffenberg estuvo cerca del Führer. Tal y como pudo comprobar enseguida, su alto cargo, y su condición de mutilado, hacía que la SS no se preocupase de cachearlo.
Beck y Olbricht, conscientes de estar ante la mejor oportunidad posible, se apresuraron a hacer su trabajo y atraer al proyecto al general Erich Fellgiebel. Fellgiebel era fundamental en todo aquel montaje porque ocupaba la jefatura de comunicaciones del ejército. Sólo él podía conseguir mantener el cuartel general de Rastenburg ciego y mudo tras la muerte de Hitler, como precisaban los golpistas para poder hacerse con Berlín.
El 3 de julio, en Berchtesgarden, donde se encontraba Hitler, Stauffenberg se vio con Stieff, quien le entregó dos bombas. Allí mismo, en la guarida montañosa, se convocó una reunión el día 11, a la que debía asistir el coronel. El conde debía colocar la bomba para que estallase al poco tiempo y luego llamar a Olbricht a Berlín, quien pondría en marcha Valkiria; en realidad, según los planes, Olbricht le tenía que echar un par de huevos, porque debía colocar a las tropas en la calle a las 11 de la mañana, es decir una hora antes de comenzar la reunión de estado mayor y la prevista muerte de Hitler, además de sin conocimiento del general Fromm, comandante en jefe de dichas tropas. Por eso era tan fundamental controlar las comunicaciones. Sin embargo, el día 11 ni Göring ni Hitler fueron la reunión. El 14, además, de forma inopinada Hitler transfirió su cuartel general a Rastenburg.
Al día siguiente, 15, Hitler convocó una nueva reunión ya en Rastenburg, a la que de nuevo debía acudir Stauffenberg. Pero, de nuevo, Göring y Hitler faltaron a la cita. Olbricht medio sacó las tropas a la calle, pretextando luego un extraño ejercicio táctico, aunque no se libró de la bronca de Fromm.
El error del día 15, según discutieron el 16 Beck, Olbricht y el propio Stauffenberg, hacía imposible activar Valkiria hasta que Hitler no hubiese muerto. Eso sí, los conspirados habían recibido noticias de Stuepnagel, gobernador militar en Francia, en el sentido de que coordinaría acciones con Valkiria cuando ésta se iniciase.
Finalmente, Stauffenberg fue convocado a una nueva reunión, el 20 de julio. Su personal día D. El día que, en frase de Churchill (refiriéndose a Stalingrado) pudieron volver a girar los goznes de la Historia.