Pues sí. Por difícil que pueda ser de asumir hoy en día, hubo un tiempo en que la carrera de San Jerónimo era un camino de tierra como el que se adivina en la imagen de mi anterior post, y que el lugar que hoy ocupa el Congreso de los Diputados lo estuvo por el oratorio del Espíritu Santo, reproducido en la imagen. Lo cual me viene al pelo para escribir algunas líneas sobre este edificio emblemático.
Los reyes medievales y del Antiguo Régimen convocaban cortes, pero no eran propiamente asambleas del pueblo soberano como las que ahora conocemos. El fenómeno de los parlamentos modernos se inicia en España con las famosas Cortes de Cádiz, en las que se reunieron los españoles alzados contra el yugo francés, empeño en el que, paradójicamente, acabaron por redactar una constitución, la famosa Pepa, inspirada en las ideas de la revolución francesa.
Estas primeras cortes españolas tienen un alojamiento provisional, como todas. Si la Asamblea francesa nació en un local para el juego de pelota, nosotros los españoles, más dados a la cultura, comenzamos las nuestras en un teatro, el de la Isla de León, que fue sustituido por el teatro de San Fernando. Esto fue mientras las cortes residían en la última puntita de España que quedaba libre de franceses. Cuando pudieron pasar al mismo Cádiz, se alojaron en el oratorio de San Felipe Neri.
Una vez que los representantes del pueblo soberano pudieron reunirse en Madrid, hubieron de buscar una sede pues no había, lógicamente, edificio parlamentario. Empezaron en el llamado teatro de los Caños del Peral y luego se pasaron al convento de María de Aragón, de los agustinos descalzos. Esta sede tenía vocación de permanencia, más no fue así porque las cortes fueron rápidamente cerradas cuando esa luminaria de la sinceridad y el respeto por las personas que fue el Borbón al que llamamos (no hay más remedio) Fernando VII, las cerró, fiel a su natural absolutista y vendepatrias. Luego Riego y su famoso himno le bajaron los humos, momento en el que Fernando VII pronunció su famosa frase «marchemos todos, yo el primero, por la senda constitucional», intención en la que mentía bellacamente. Cuando llegó Riego, digo, las cortes volvieron al convento, pero pronto se sustanció la enésima cabronada del Borbón mediante la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis (o sea: primero el niño regala España a Francia y luego, cuando ya es más mayorcito, utiliza a los franceses para masacrar a sus propios compatriotas), con lo que las Cortes liberales hubieron de volver al sur, primero a Sevilla (iglesia de San Hermenegildo) y después al ya citado oratorio de San Felipe Neri.
Cuando por fin el caimán se fue por la barranquilla se instauró la regencia de su señora viuda, quien otorgó (éste y no otro es el verbo) una especie de constitucionoide, el Estatuto Real, que era algo así como el régimen absolutista disfrazado de pitufo; como ponerte hasta las cejas de laxantes e ir por ahí diciendo que tomas moléculas devoragrasas de última generación. Eso sí, había dos cámaras, el Estamento de Próceres y el Estamento de Procuradores (una especie de Senado y Congreso). El de Próceres se instaló en el Casón del Buen Retiro (el Retiro era aún posesión real y no de los madrileños; no fue hasta los tiempos de Cánovas que los Borbones nos lo pasaron), y fue en ese lugar donde se produjo una de esas escenas impagables de la Historia de España, mezcla de política y prensa del corazón: la inauguración de las sesiones del Estamento por parte de una reina gobernadora a la que habían vestido sus ayas con un tocado de múltiples veladuras destinado a ocultar su gravidez pues la gobernadora, viuda y todo, estaba en ese momento embarazadísima de su amorsito, el duque de Riánsares. A ver si os vais a pensar que Estefanía de Mónaco es la primera mujer regia a la que le ha hecho tilín un guardaespaldas.
El Estamento de Procuradores, o sea el antecedente de nuestro Congreso, se establece en el oratorio del Espíritu Santo, en la carrera de San Jerónimo; el de la lámina que os he copiado en el post anterior. No debía de ser la suya presencia cómoda, pues el oratorio había ardido por los cuatro costados el domingo 20 de julio de 1823 y estaba medio derruido. O sea, que ser entonces procurador de la nación debía de parecerse bastante a coger hoy en día el cercanías en Barcelona.
En 1841, pasado pues un huevecillo de tiempo, el país decide que para la cosa de la representación popular es necesario tener un edificio de suficiente empaque. Así pues, la iglesia se demolió y se abrió un concurso al que se presentaron 14 propuestas. Ganó el autor del edificio que hoy conocemos, Narciso Pascual y Colomer, una especie de Moneo de su época.
Habréis de saber que la gran polémica de la época no fue tanto el estilo del edifico y esas cosas, como su ubicación. Conspicuos españoles y madrileños consideraban que el lugar donde debía estar el Congreso era el paseo del Prado, casi aledaño al museo del mismo nombre; y yo tengo que decir que quienes eso pensaban, en mi opinión, pensaban bien. Un parlamento necesita estar en algún lugar a donde se pueda llegar con cierto boato y presencia, y qué duda cabe que el paseo del Prado, que transcurre en llano y tiene la vocación de ser una ancha avenida casi del tipo de las que vemos en París, es lugar mucho más adecuado para ello que la sinuosa y empinada carrera de San Jerónimo. Sobre los argumentos de eficiencia, sin embargo, pudieron los nostálgicos y simbólicos: no pocas personas veían en el oratorio del Espíritu Santo el crisol de las ideas que habían nacido en Cádiz y, por eso, consideraban que la sede de lo que dichas ideas habían creado debía estar en el mismo sitio. Y allí está.
El palacio del Congreso (sin contar, claro, los modernos edificios que se le han adjuntado hace bien pocos años) tardó siete años en construirse, y dio mucho que hablar en las tertulias la decisión de adjudicar a un joven escultor llamado Ponciano Ponzano (hay padres que, más que tener sentido del humor, lo que son es unos cabrones) la labor de esculpir el relieve del tímpano de la fachada. Es posible que nunca os hayáis fijado en él y que, si lo hacéis, os preguntéis qué representa. Pues bien: es una alegoría en la que España abraza y protege a la Constitución, rodeada de una serie de figuras alegóricas de diversas virtudes, muy al estilo griego, tales como la Fortaleza, el Valor, la Paz… No, la Cerveza no figura.
La costumbre de hacer ondear la bandera española en la misma puntita de la fachada (amén de que sea un edificio oficial y todo eso) tiene su origen en 1823, cuando las cortes residentes en Cádiz, agobiadas por los Cien Mil Hijos, decidieron hacer ondear la bandera como signo de que nunca se rendirían.
A primera hora de la tarde del 31 de octubre de 1850, o sea dentro de unos años hará 157 añitos de nada, una joven Isabel II (20 años) vestida de tul blanco con manto de terciopelo carmesí, inauguraba las sesiones de las cortes.
Con todo, pocas cosas son más famosas de este edificio que sus leones. No sé ahora los jovenzanos, pero hace años todo el mundo sabía que esos leones son de bronce y que proceden de cañones capturados en el curso de la guerra de Marruecos. Lo que quizá no se sepa es que el escultor original de la leonada es el mismo que del relieve, o sea don Ponciano.
Ponzano hizo dos leones como los actuales, sólo que en yeso. Estuvieron colocados donde están hoy sus sucesores bastante tiempo, como cosa provisional; ya se sabe que en España es habitual que haya situaciones provisionales que lo sean durante años, eones incluso.
En 1856 se produjo una de tantas asonadas decimonónicas, en este caso una rebelión de la Guardia Nacional contra el gabinete de O’Donell, ese general a quien los ignorantes llaman cero-coma-Donell. Hubo tiros por Madrid y también en la Carrera. Resulta que uno de los leones resultó alcanzando y, siendo de yeso, quedó pobremente mutilado. El león, que al parecer fue casi partido por la mitad, fue reparado, y la provisionalidad se mantuvo. Pero eso enseñó a los padres de la patria que necesitaban felinos esculpidos en un material que aguantase mejor los golpes de Estado.
Al notable escultor José Bellver le encargaron una pareja de leones en piedra, que realizó. Pero eran bastante pequeños, así que fueron desechados. Tengo documentado que hasta hace algunos años esos leones, degradados de su función de felinos parlamentarios, estaban en Valencia, en el camino de acceso al llamado Jardín de Monforte. Incluso tengo una foto. Pero, honradamente, no sé si siguen allí (en realidad, debo confesar que ni siquiera sé si el Jardín de Monforte sigue existiendo).
No será hasta 1872 (o sea, 16 años después de que uno de los leones fuese partido por un disparo) que se colocaron los actuales leones, fundidos en la Fábrica de Artillería de Sevilla.
Las Cortes volvieron a ser errantes. Fue durante la guerra civil pues, abandonando el gobierno Madrid, se celebraron primero en Valencia y luego en Cataluña; si no estoy mal informado, primero en Montserrat y luego en el castillo de Figueras. Con el franquismo, y dado que el régimen quería convencer al mundo de su carácter democrático, las Cortes se llenaron de procuradores, por encima de seiscientos, con lo que fue necesario estrechar los escaños y dejar a los padres de la patria como anchoas en lata santoñesa.
El Congreso democrático, como muchos recordarán, fue violentado el 23 de febrero de 1981, durante la sesión de investidura del nuevo presidente del Gobierno, el centrista Leopoldo Calvo Sotelo. En el momento en que votaba («No») el diputado socialista Manuel Núñez Encabo, un grupo de guardias civiles al mando del teniente coronel Antonio Tejero Molina penetró en el hemiciclo. Pistola en mano, Tejero subió a la tribuna de oradores y, colocándose de medio lado para que el presidente (Landelino Lavilla, si no me falla la memoria) le viese bien, pronunció su célebre: «¡Quieto todo el mundo!».
Se produjo un alboroto y una serie de discusiones y, repentinamente, los guardias civiles comenzaron a disparar al aire. Todos los diputados se metieron debajo de las bandejas de sus escaños menos tres: Adolfo Suárez, presidente del Gobierno; Manuel Gutiérrez Mellado, militar y ministro de Defensa; y Santiago Carrillo, allí arriba, en la montaña donde estaban los escaños del PC.
Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentaron con los golpistas. Tejero incluso intentó derribar a su superior directo (el ministro de Defensa) mediante una cobarde llave de judo que toda España pudo ver porque, para su desgracia y nuestra gracia, todo fue grabado por la televisión. Por lo que se refiere a Carrillo, al parecer, mientras se quedaba quieto, se le escuchó susurrar: «cuánto ha tardado en venir el caballo de Pavía» (el general Pavía fue el que, con su entrada en el Congreso, acabó con la I República).
Si algún día vais al Congreso, supongo que os enseñarán las huellas de los disparos en la techumbre, que han quedado ahí de testigos de la Historia. Hay sitio para bastantes más tiros; pero la decoración es muy bonita, así pues yo creo que es mejor no estropearla más. Jamás.
Los reyes medievales y del Antiguo Régimen convocaban cortes, pero no eran propiamente asambleas del pueblo soberano como las que ahora conocemos. El fenómeno de los parlamentos modernos se inicia en España con las famosas Cortes de Cádiz, en las que se reunieron los españoles alzados contra el yugo francés, empeño en el que, paradójicamente, acabaron por redactar una constitución, la famosa Pepa, inspirada en las ideas de la revolución francesa.
Estas primeras cortes españolas tienen un alojamiento provisional, como todas. Si la Asamblea francesa nació en un local para el juego de pelota, nosotros los españoles, más dados a la cultura, comenzamos las nuestras en un teatro, el de la Isla de León, que fue sustituido por el teatro de San Fernando. Esto fue mientras las cortes residían en la última puntita de España que quedaba libre de franceses. Cuando pudieron pasar al mismo Cádiz, se alojaron en el oratorio de San Felipe Neri.
Una vez que los representantes del pueblo soberano pudieron reunirse en Madrid, hubieron de buscar una sede pues no había, lógicamente, edificio parlamentario. Empezaron en el llamado teatro de los Caños del Peral y luego se pasaron al convento de María de Aragón, de los agustinos descalzos. Esta sede tenía vocación de permanencia, más no fue así porque las cortes fueron rápidamente cerradas cuando esa luminaria de la sinceridad y el respeto por las personas que fue el Borbón al que llamamos (no hay más remedio) Fernando VII, las cerró, fiel a su natural absolutista y vendepatrias. Luego Riego y su famoso himno le bajaron los humos, momento en el que Fernando VII pronunció su famosa frase «marchemos todos, yo el primero, por la senda constitucional», intención en la que mentía bellacamente. Cuando llegó Riego, digo, las cortes volvieron al convento, pero pronto se sustanció la enésima cabronada del Borbón mediante la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis (o sea: primero el niño regala España a Francia y luego, cuando ya es más mayorcito, utiliza a los franceses para masacrar a sus propios compatriotas), con lo que las Cortes liberales hubieron de volver al sur, primero a Sevilla (iglesia de San Hermenegildo) y después al ya citado oratorio de San Felipe Neri.
Cuando por fin el caimán se fue por la barranquilla se instauró la regencia de su señora viuda, quien otorgó (éste y no otro es el verbo) una especie de constitucionoide, el Estatuto Real, que era algo así como el régimen absolutista disfrazado de pitufo; como ponerte hasta las cejas de laxantes e ir por ahí diciendo que tomas moléculas devoragrasas de última generación. Eso sí, había dos cámaras, el Estamento de Próceres y el Estamento de Procuradores (una especie de Senado y Congreso). El de Próceres se instaló en el Casón del Buen Retiro (el Retiro era aún posesión real y no de los madrileños; no fue hasta los tiempos de Cánovas que los Borbones nos lo pasaron), y fue en ese lugar donde se produjo una de esas escenas impagables de la Historia de España, mezcla de política y prensa del corazón: la inauguración de las sesiones del Estamento por parte de una reina gobernadora a la que habían vestido sus ayas con un tocado de múltiples veladuras destinado a ocultar su gravidez pues la gobernadora, viuda y todo, estaba en ese momento embarazadísima de su amorsito, el duque de Riánsares. A ver si os vais a pensar que Estefanía de Mónaco es la primera mujer regia a la que le ha hecho tilín un guardaespaldas.
El Estamento de Procuradores, o sea el antecedente de nuestro Congreso, se establece en el oratorio del Espíritu Santo, en la carrera de San Jerónimo; el de la lámina que os he copiado en el post anterior. No debía de ser la suya presencia cómoda, pues el oratorio había ardido por los cuatro costados el domingo 20 de julio de 1823 y estaba medio derruido. O sea, que ser entonces procurador de la nación debía de parecerse bastante a coger hoy en día el cercanías en Barcelona.
En 1841, pasado pues un huevecillo de tiempo, el país decide que para la cosa de la representación popular es necesario tener un edificio de suficiente empaque. Así pues, la iglesia se demolió y se abrió un concurso al que se presentaron 14 propuestas. Ganó el autor del edificio que hoy conocemos, Narciso Pascual y Colomer, una especie de Moneo de su época.
Habréis de saber que la gran polémica de la época no fue tanto el estilo del edifico y esas cosas, como su ubicación. Conspicuos españoles y madrileños consideraban que el lugar donde debía estar el Congreso era el paseo del Prado, casi aledaño al museo del mismo nombre; y yo tengo que decir que quienes eso pensaban, en mi opinión, pensaban bien. Un parlamento necesita estar en algún lugar a donde se pueda llegar con cierto boato y presencia, y qué duda cabe que el paseo del Prado, que transcurre en llano y tiene la vocación de ser una ancha avenida casi del tipo de las que vemos en París, es lugar mucho más adecuado para ello que la sinuosa y empinada carrera de San Jerónimo. Sobre los argumentos de eficiencia, sin embargo, pudieron los nostálgicos y simbólicos: no pocas personas veían en el oratorio del Espíritu Santo el crisol de las ideas que habían nacido en Cádiz y, por eso, consideraban que la sede de lo que dichas ideas habían creado debía estar en el mismo sitio. Y allí está.
El palacio del Congreso (sin contar, claro, los modernos edificios que se le han adjuntado hace bien pocos años) tardó siete años en construirse, y dio mucho que hablar en las tertulias la decisión de adjudicar a un joven escultor llamado Ponciano Ponzano (hay padres que, más que tener sentido del humor, lo que son es unos cabrones) la labor de esculpir el relieve del tímpano de la fachada. Es posible que nunca os hayáis fijado en él y que, si lo hacéis, os preguntéis qué representa. Pues bien: es una alegoría en la que España abraza y protege a la Constitución, rodeada de una serie de figuras alegóricas de diversas virtudes, muy al estilo griego, tales como la Fortaleza, el Valor, la Paz… No, la Cerveza no figura.
La costumbre de hacer ondear la bandera española en la misma puntita de la fachada (amén de que sea un edificio oficial y todo eso) tiene su origen en 1823, cuando las cortes residentes en Cádiz, agobiadas por los Cien Mil Hijos, decidieron hacer ondear la bandera como signo de que nunca se rendirían.
A primera hora de la tarde del 31 de octubre de 1850, o sea dentro de unos años hará 157 añitos de nada, una joven Isabel II (20 años) vestida de tul blanco con manto de terciopelo carmesí, inauguraba las sesiones de las cortes.
Con todo, pocas cosas son más famosas de este edificio que sus leones. No sé ahora los jovenzanos, pero hace años todo el mundo sabía que esos leones son de bronce y que proceden de cañones capturados en el curso de la guerra de Marruecos. Lo que quizá no se sepa es que el escultor original de la leonada es el mismo que del relieve, o sea don Ponciano.
Ponzano hizo dos leones como los actuales, sólo que en yeso. Estuvieron colocados donde están hoy sus sucesores bastante tiempo, como cosa provisional; ya se sabe que en España es habitual que haya situaciones provisionales que lo sean durante años, eones incluso.
En 1856 se produjo una de tantas asonadas decimonónicas, en este caso una rebelión de la Guardia Nacional contra el gabinete de O’Donell, ese general a quien los ignorantes llaman cero-coma-Donell. Hubo tiros por Madrid y también en la Carrera. Resulta que uno de los leones resultó alcanzando y, siendo de yeso, quedó pobremente mutilado. El león, que al parecer fue casi partido por la mitad, fue reparado, y la provisionalidad se mantuvo. Pero eso enseñó a los padres de la patria que necesitaban felinos esculpidos en un material que aguantase mejor los golpes de Estado.
Al notable escultor José Bellver le encargaron una pareja de leones en piedra, que realizó. Pero eran bastante pequeños, así que fueron desechados. Tengo documentado que hasta hace algunos años esos leones, degradados de su función de felinos parlamentarios, estaban en Valencia, en el camino de acceso al llamado Jardín de Monforte. Incluso tengo una foto. Pero, honradamente, no sé si siguen allí (en realidad, debo confesar que ni siquiera sé si el Jardín de Monforte sigue existiendo).
No será hasta 1872 (o sea, 16 años después de que uno de los leones fuese partido por un disparo) que se colocaron los actuales leones, fundidos en la Fábrica de Artillería de Sevilla.
Las Cortes volvieron a ser errantes. Fue durante la guerra civil pues, abandonando el gobierno Madrid, se celebraron primero en Valencia y luego en Cataluña; si no estoy mal informado, primero en Montserrat y luego en el castillo de Figueras. Con el franquismo, y dado que el régimen quería convencer al mundo de su carácter democrático, las Cortes se llenaron de procuradores, por encima de seiscientos, con lo que fue necesario estrechar los escaños y dejar a los padres de la patria como anchoas en lata santoñesa.
El Congreso democrático, como muchos recordarán, fue violentado el 23 de febrero de 1981, durante la sesión de investidura del nuevo presidente del Gobierno, el centrista Leopoldo Calvo Sotelo. En el momento en que votaba («No») el diputado socialista Manuel Núñez Encabo, un grupo de guardias civiles al mando del teniente coronel Antonio Tejero Molina penetró en el hemiciclo. Pistola en mano, Tejero subió a la tribuna de oradores y, colocándose de medio lado para que el presidente (Landelino Lavilla, si no me falla la memoria) le viese bien, pronunció su célebre: «¡Quieto todo el mundo!».
Se produjo un alboroto y una serie de discusiones y, repentinamente, los guardias civiles comenzaron a disparar al aire. Todos los diputados se metieron debajo de las bandejas de sus escaños menos tres: Adolfo Suárez, presidente del Gobierno; Manuel Gutiérrez Mellado, militar y ministro de Defensa; y Santiago Carrillo, allí arriba, en la montaña donde estaban los escaños del PC.
Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentaron con los golpistas. Tejero incluso intentó derribar a su superior directo (el ministro de Defensa) mediante una cobarde llave de judo que toda España pudo ver porque, para su desgracia y nuestra gracia, todo fue grabado por la televisión. Por lo que se refiere a Carrillo, al parecer, mientras se quedaba quieto, se le escuchó susurrar: «cuánto ha tardado en venir el caballo de Pavía» (el general Pavía fue el que, con su entrada en el Congreso, acabó con la I República).
Si algún día vais al Congreso, supongo que os enseñarán las huellas de los disparos en la techumbre, que han quedado ahí de testigos de la Historia. Hay sitio para bastantes más tiros; pero la decoración es muy bonita, así pues yo creo que es mejor no estropearla más. Jamás.