miércoles, marzo 08, 2023

El otro Napoleón (5): Necesitamos un presidente

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



El sábado por la mañana, sin embargo, los manifestantes se han hecho fuertes. Han tomado barriles de zinc de las bodegas, cobre y plomo de los talleres ferroviarios; han fabricado pólvora en el comercio del artificiero Désiré François Ruggieri (los Ruggieri fueron una famosísima saga de artificieros de origen italiano) e, incluso, han encontrado un cañón y lo han emplazado en la calle. Al alba, los enfrentamientos con el Ejército se harán muy duros. Y el empuje de los manifestantes es difícil de parar. Toman el Panteón, y amenazan el Hotel de Ville.

Cavaignac no las tiene todas consigo. En sus proclamas, trata, de alguna manera, de ser, a la vez, enérgico y conciliador. Pero, al mismo tiempo, envía una serie de mensajes a provincias para reclamar la llegada a París de las guardias nacionales.

Todo el día se producen enfrentamientos duros en diversos puntos de la ciudad, sin que se pueda decir que la batalla se defina. El general Franciade Fleurus Duvivier sustituye a Bedeau, pero el cambio no se nota. Damesme, en el sur, conduce un asalto al Panteón, que acaba en fracaso. Finalmente, conseguirá reconquistarlo, pero al precio personal de ser mortalmente herido.

La Asamblea se reúne en un ambiente pesimista. Louis Adolphe Thiers, el gran representante del monarquismo, propone que el Parlamento se traslade a Bourges. La propuesta enfurece a Cavaignac, quien sospecha que lo quieren dejar solo ante el peligro; llega a amenazar con fusilar al propio Thiers. Lamoricière y su compañero el general Eugène Casimir Lebreton avanzan con muchísima dificultad hacia el Hospital Lariboisière, entonces en construcción, en el barrio del Templo. Duvivier, por su parte, esta en la rue Saint-Antoine, donde la turba se ha hecho fuerte en las propias mansiones. El ejército avanza, pero el general es, también, mortalmente alcanzado. Su brigadier, llamado Regnaut, es asesinado por un prisionero. El general François-Marie-Casimir de Négrier, que ha sustituido a Duvivier, también resulta muerto en La Bastilla. Finalmente, el general Jean-Baptiste-Fidèle Bréa, que ha sustituido a Damesme en la plaza Denfert-Rochereau, se dirige a los insurgentes para parlamentar porque, dice, el Parlamento ha aprobado ayudas para los parados. Así, avanza en solitario hacia la barricada de la plaza de Italia. Los insurgentes lo cogen, le meten en una de las casas, donde el general es vejado. Su único acompañante, Magin, jefe de su Estado Mayor, se abre la capa en un gesto dramático y les grita: ¡Fusillez-nous donc tout de suite! Se produce un momento de confusión en el que no se sabe muy bien qué va a pasar pero, de repente, una mujer grita que está viendo llegar a efectivos de la Brigada Móvil. Inmediatamente, las personas que tienen presos a los militares les disparan a quemarropa y, de hecho, a Bréa le quitan el sable y se lo hunden en el estómago. Se da la circunstancia de que ese sable está grabado: en souvenir de Waterloo.

25 de junio de 1848. Una de esas fechas de la que los franceses en general, los ignorantes  de variada nacionalidad y los licenciados en Historia suelen sentirse orgullosos.

Esa misma tarde, el arzobispo de Paris, Denys Auguste Affre, quien tampoco tardará en ser una de las víctimas de aquellas jornadas, decide poner en acción al pequeño movimiento de católicos que ha querido organizar para parar aquella orgía de sangre. Tras confesarse, sale hacia la Bastilla. Allí, ciertamente, el fuego cesa en cuanto llega. Parece que se podrá conseguir una tregua, pero algo, algo que, la verdad, nunca he podido aclarar muy bien, pasa para que los insurgentes crean que han sido traicionados y recomiencen los disparos de forma inesperada. Una bala alcanza al arzobispo, que es inmediatamente evacuado, pero morirá dos días después.

La más que posible muerte de Affre se conoció muy rápidamente en todo París y cambió las cosas. Bueno, yo creo que fue el tema del arzobispo mezclado con el asesinato vil de Bréa y Magin, que quedaría fuertemente impreso en la conciencia de los franceses de corte más conservador durante mucho tiempo. La revolución había ido demasiado lejos para una Francia que, en realidad, no la quería. Lógicamente, aquellos franceses de 1848 no habían tenido la oportunidad de leer las obras de Vladimir Lenin quien, precisamente aprendiendo de la experiencia del siglo XIX, acabó teorizando, con enorme lógica revolucionaria, que lo primero que tiene que entender un revolucionario es que las revoluciones no ocurren cuando uno quiere, sino cuando deben ocurrir. La Francia de 1848 lo que había hecho era borrar del mapa a una monarquía, la de Luis Felipe de Orléans, que pretendía ser algo así como una versión resumida, muy, muy resumida, de la revolución francesa. La revolución de 1848 la había hecho, digámoslo en términos marxistas, una burguesía pequeña y mediana que ya no estaba dispuesta a recuperar el papel segundón que los regímenes monárquicos censitarios le reservaban. Pero eso suponía llegar a la pantalla cuarenta del juego, no a la ciento cuarenta. Dado que los revolucionarios de 1789 fueron personas que, más o menos, lo que hicieron fue indexarse con la marcha de los acontecimientos, los revolucionarios rojos de 1848 son los primeros de una larga lista de revolucionarios de izquierda que veremos surgir en la Historia, y en el presente, que tienen un concepto ingenieril de la revolución: la revolución es algo que se puede montar, se puede crear, como una máquina, incluso contra los deseos de la sociedad sobre la que actúan.

Los sucesos de junio de 1848 fueron sucesos de extremada violencia que contaron con la solidaridad de un enorme ejército de parados y de personas, diríamos hoy, por debajo del umbral de la pobreza, todas ellas concentradas en París por el erróneo sistema de talleres nacionales, que, con su concepto centralista, no hizo sino echarle gasolina a la hoguera. Sin embargo, estos carbonarios de club revolucionario pronto olvidaron que sus apoyos eran relativamente endebles y, también, relativamente escasos. Que los resultados de las elecciones habían sido los que habían sido. Que lo que querían los franceses no era una Francia bajo la bandera roja. Pero, como digo, les dio igual, porque ellos siempre son más listos que nadie; la vanguardia revolucionaria.

Las muertes de Affre, Bréa y Magin provocan que esa misma noche se lleven a cabo negociaciones; que, sin embargo, no llegan a ningún punto claro. El lunes por la mañana, pues, el Ejército ataca de nuevo, ante la feroz resistencia de los revolucionarios. A las 11,20 horas de la mañana, Sénard, el vicepresidente de la Asamblea que ya se había destacado por su violencia contrarrevolucionaria, dirige la sesión parlamentaria ante una multitud de representantes que dan vivas a la República; a su República, no la de las calles. Para entonces, el Ejército ha ganado la partida, y sobre el empedrado de las calles, en las morgues de los hospitales, yacen casi 5.000 muertos. Y sólo son la punta del iceberg. En las jornadas siguientes, multitud de hombres serán arrestados y, en su mayoría, deportados a tomar por culo. Y lo que es más importante: los hechos crearán una situación estructural, tan estructural que es trazable, como poco, hasta la manifestación monstruo que acabó con Mayo del 68: el hiato existente entre el burgués francés y el obrero francés. Desde 1848 hasta el día presente, vestido de chaleco amarillo, ambos personajes, tan franceses el uno como el otro, han desconfiado mutuamente el uno del otro y, a ratos, se han odiado.

París, ese lunes, es una ciudad tomada por las tropas militares. El 28 de junio, las guardias nacionales de provincias cuya llegada a París se puede decir que terminó de inclinar la balanza de la lucha, desfilan por el centro de la ciudad. En las calles, las gentes que les ven pasar gritan ¡A bas les montagnards!, porque los revolucionarios rojos han recuperado, en los labios de los burgueses, el apelativo reservado en su día para los jacobinos más exaltados, los que se sentaban en La Montaña, los escaños más altos de los Estados Generales. Y también se grita ¡Vive la République des honnetes gens!; lo cual es la mejor significación de que, a partir de ese momento, las repúblicas y los imperios de los franceses, quizás con la única excepción del primer De Gaulle, ya no serán de los franceses; será, cada una de ellas, de algunos franceses. 

El héroe del día, claramente, era Cavaignac. El general era el que había vuelto a traer la paz a las calles y había vuelto a llenar las despensas. Además de aclamarle, la Asamblea le encargó la formación del primer gobierno formalmente parlamentario, sometido por lo tanto a la auditoría y escrutinio de la propia Asamblea. En el ejecutivo estarán Lamoricière, Sénard o Goudchaux; Cavaignac quiere lanzar el mensaje claro de que su gobierno es un gobierno muy serio y de orden. Incluso cesa a Carnot por haber permitido la publicación de un libro, el Manuel républicain de l'homme et le citoyen, del neokantiano Louis Renouvier, considerado demasiado radical.

Cavaignac, asimismo, quiere dejar claro que las cosas, después de las jornadas de junio, no pueden seguir igual. Decreta el cierre de los clubs y prohíbe que puedan presentarse en la Asamblea propuestas contrarias al orden público y las buenas costumbres. Se prohíben las reuniones privadas, se cierran un montón de periódicos y al resto se les exige, para poder publicar, la constitución de fortísimas fianzas para poder hacer frente a las responsabilidades a que pudiera haber lugar. Un periodista tan carismático como Émile de Girardin, el inventor en Francia de la prensa barata con mucha publicidad, es detenido. Los ataques a la propiedad privada o los derechos de las familias se conceptúan como ofensas a la República.

Por supuesto, el gobierno crea una comisión para investigar los sucesos de junio. Esta comisión realizó una labor de acoso y derribo sobre Ledru-Rollin, auténtica bestia negra de los militares que se habían batido el cobre en esas jornadas. Su objetivo fundamental, evidentemente, era Louis Blanc, quien por eso hubo de huir.

El general Cavaignac, sin embargo, no olvidó la política social. Los sucesos también habían dejado una huella en este sentido, y el gobierno republicano francés trató de aprender de ello. Se aprobaron ayudas a los parados, así como subvenciones para las pequeñas industrias entonces mayoritariamente emplazadas en el faubourg de Saint-Antoine; también, en un intento inteligente de rebajar el paro promocionando el sector que siempre tiene mayor capacidad de absorber desempleados: la construcción, el gobierno Cavaignac concedió jugosas ventajas fiscales para las viviendas que se construyesen en ese momento (una medida que, junto con las ventajas fiscales de la Loi Malraux ya en los años sesenta del siglo XX, está en la base de esa ciudad tan bonita que a todo el mundo le gusta).

El obvio responsable de restablecer la economía francesa fue Goudchaux. Hombre de finanzas tradicional, el ministro hizo las veces más, dicho sea en términos actuales en España, de gobernador del Banco de España que de ministro de Economía. El que soltaba los discursos buenistas en modo el mundo es cascada de colores era Cavaignac; pero su ministro nunca perdía el gobernalle. Se negó en redondo a nacionalizar los ferrocarriles, consciente como era de que aquello era un marrón que sólo sabía dar pérdidas. Asimismo, por mucho que le insistieron, incluso en su propio gobierno, Goudchaux se negó a ilegalizar los impuestos más impopulares. Lejos de ello, el ministro quería poner en circulación un impuesto nuevo, impuesto que, desde entonces, ha dado para discusiones interminables: el impuesto de sucesiones. Consideraba el ministro, y así lo dijo, que la riqueza heredada no dejaba de ser una riqueza debida “a las circunstancias del nacimiento o el capricho de las afecciones privadas” y que, por lo tanto, debía ser gravada. La Asamblea, en la que era mayoritaria la presencia de altos burgueses rurales para los cuales la herencia era un elemento fundamental, le devolvió el toro al corral tantas veces como lo sacó a la arena.

La política exterior de Cavaignac fue bastante continuista. Los piamonteses, que habían sido batidos en el campo de batalla por los austríacos, solicitaron ayuda de sus “hermanos” franceses; sin embargo, Cavaignac, a pesar de la mucha gente que en Francia llegó a pensar que, como militar, no le haría ascos a una buena pelea, decidió no intervenir. Jules Bastide, el ministro de Asuntos Exteriores, anunció claramente en la Asamblea que Francia no movería un dedo a menos que Austria invadiese el Piamonte. El gobierno francés, asimismo, hizo oídos sordos a las peticiones del Papa para que le enviasen tropas, puesto que en Roma comenzaba a tener bastantes problemas.

Restituido el orden, la Asamblea pudo ponerse al que era verdaderamente su trabajo, pues era una Asamblea constituyente. Se elaboró y aprobó la Constitución de la República. Se establece que la Asamblea legislativa tendrá 750 miembros elegidos por tres años y por sufragio universal. Ese mismo sufragio universal será convocado a las urnas para elegir a un presidente de la República, que no podrá ser inmediatamente reelegido y que no podrá disolver o suspender la Asamblea bajo la amenaza de ser acusado de alta traición. Asimismo, el presidente nombrará a los ministros de su gobierno, los cuales serán responsables ante él, no ante la Asamblea.

Los socialistas trataron, todavía, de que la Constitución incluyese el derecho al trabajo, posición que fue duramente combatida por los legitimistas, quienes, finalmente, disolvieron el concepto al forzar que la ley de leyes formulase dicho derecho “dentro de los recursos con que cuente la República”. También se discutió mucho sobre la creación de una segunda cámara; pero el temor de los republicanos hacia la creación de una especie de Cámara de los Pares también disolvió esta posibilidad, creando sólo un Consejo de Estado elegido por la propia Asamblea.

Con todo, la principal discusión era la elección del presidente. Había asamblearios que no querían la elección directa por la gente, porque temían la victoria de Luis Napoleón, al fin y al cabo votado como diputado constituyente en cinco demarcaciones distintas. Félix Esquirou de Parieu, y es una intervención interesante porque él mismo terminaría siendo ministro de Napoleón, intervino para decir que, si el presidente era elegido por sufragio universal, los conflictos constantes entre dicho Presidente y el Parlamento estaban servidos (y, veramente, en ese concepto se resume buena parte de la Historia de la Francia moderna). Sin embargo, la balanza a favor de la votación directa del Presidente la inclinó Lamartine, y lo hizo por una pura venganza personal: porque sabía que la Asamblea habría elegido a Cavaignac quien, lógicamente, le caía como el culo por la displicencia con que se había desplegado respecto del gobierno republicano. Tras recordar el cercanísimo pasado de Francia en el que los deseos del pueblo habían acabado en dictaduras personales, o sea el 18 de Brumario, vino a decir que, al fin y al cabo, la Historia la escribe el pueblo, y terminó: si le peuple veut abdiquer sa liberté entre les mains d'une reminiscence d'Empire, tant pis pour le peuple! O sea, más o menos: si la gente es gilipollas, nos gobernarán gilipollas.



Cuánta razón tenía Lamartine. En toda hora, además.

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