miércoles, marzo 22, 2023

El otro Napoleón (11): Consulado 2.0

 Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



Mientras estos sucesos luctuosos están ocurriendo, en otras zonas no muy lejanas de la ciudad están pasando otras cosas. En el barrio del Templo, uno de los bastiones de la izquierda en París, los diputados republicanos están tratando de unirse y tomar contacto entre ellos; de la partida es, por ejemplo, Víctor Hugo. Al principio apenas consiguen movilizar a la gente; pero conforme se va conociendo la noticia de la muerte de Baudin bajo las balas del Ejército, los ánimos se encrespan y se produce el ya tradicional, e inquietante, traslado, en realidad invasión, de las personas vestidas con blusa (los obreros) hacia el centro de la ciudad. En los bulevares se grita en favor de la República y en contra de Napoleón. Diversas tropas tratan de dispersar a los manifestantes.

Así las cosas, el ambiente en el Elíseo cambia rápidamente. El éxito que se ha dado por seguro, ahora se compromete. La primera decisión que tomó Luis Napoleón en este ambiente fue nombrar un gobierno nuevo. En dicho ejecutivo, Morny y Saint-Arnaud mantuvieron sus puestos, y aceptaron entrar nombres como Rouher, Fould, el abogado Pierre Magne o Hyppolite Nicolas Honoré Fortoul. Se trató por todos los medios de transmitir un mensaje de normalidad, de continuidad incluso, al pueblo francés. Sin embargo, al caer la tarde se formaron nuevas barricadas en la rue Beaubourg. Allí se dirigió el ejército, que logró derribar dichas barricadas, aunque no sin esfuerzo. Para entonces, sin embargo, el objetivo de un golpe de Estado sin sangre se había sobrepasado de largo; de hecho, los resistentes de las barricadas que no pudieron huir fueron rápidamente fusilados, con ese estilo francés que tan bien conocemos los españoles, y que si lo hubiésemos practicado los españoles contra cualquier extranjero, menuda nos estaría cayendo de nuestros propios licenciados en Historia. La matanza fue especialmente brutal en el bulevar Montmartre.

Detrás de todo eso, más que Saint-Arnaud, estaba Morny. Él fue, de hecho, el gran muñidor de esa jornada, el hombre que manejó todos los hilos, que guardó la calma, y que impulsó, sin un temblor en el pulso, la declaración de estado de sitio, sabiendo como sabía que la suspensión de derechos que traía aparejada le iba a costar la vida a mucha gente. Luis Napoleón, inicialmente, se resistió, impresionado por las consecuencias que podía tener aquello. Sin embargo, el presidente de la república golpista había perdido para entonces los nervios y estaba en la famosa fase zapateril “como sea” y, consecuentemente, fue una víctima propiciatoria para Morny quien, en colaboración con Saint-Arnaud y Magnan, diseñó un plan de acción, en realidad, bastante basado en el que había llevado a cabo Cavaignac en 1848. La idea era que las tropas regresasen a sus cuarteles, dejando la ciudad en manos de los insurgentes. Durante la noche del 3 al 4, por lo tanto, se trataba de enseñarle a los parisinos la vieja amenaza de la anarquía; hacer que las turbas se adueñasen de todo, perlasen la ciudad de barricadas y actuasen a su gusto. Cuanto más radical fuese la rebelión, más dura sería la represión.

Con las primeras luces del día 4, efectivamente, la capital de Francia apareció totalmente en manos de los republicanos. El gobierno actúa sin prisa. No es hasta mediodía que las tropas realizan su primera acción de importancia: la toma de control de la alcaldía del quinto distrito de la ciudad, en el faubourg Saint-Martin. Para entonces, Magnan le está pidiendo a Morny que actúe de una vez porque el tema se está poniendo muy feo. Morny, sin embargo, se atiene a su plan. Su plan es, ni más ni menos que actuar sólo cuando la única solución que exijan los franceses no republicanos sea el total sofocamiento de la revolución. No quiere hacer las cosas demasiado pronto, porque, en ese caso, alguien podría tener la debilidad de aceptar una salida negociada. Así pues, espera hasta las dos de la tarde. A esa hora, por fin, Magnan recibe la autorización de sacar las tropas a la calle. Y hay un dato importante. Esos soldados llevaban toda la mañana en sus cuarteles, comiendo y bebiendo en exceso, sobre todo lo segundo, y recibiendo arengas y promesas de sus oficiales superiores. En otras palabras: más que una tropa uniformada y disciplinada, eran unas compañías de hooligans borrachos a los que se les había prometido el oro y el moro su barrían París de escoria. Para muchos de ellos, además, la jornada tiene un fuerte significado reivindicativo. Son soldados lo suficientemente veteranos como para haber vivido la jornada en la que tuvieron que dejar caer a Luis Felipe sin lucha, y se han prometido que eso no volverá a pasar.

En la rue Saint-Denis, esta patota uniformada se tira contra la enorme barricada que se había formado allí, con una fiereza inusitada. El ejército limpia la rue Rambuteau, la rue Aumaire, la rue du Petit-Carreau y el puente de San Eustaquio como si fuese una enorme Roomba Gozilla. El ejército tuvo 27 heridos, pero provocó más de 400 entre los manifestantes y los paseantes despistados. Cuando cae la noche del 4, París es una balsa de aceite. Victor Hugo, Schoelcher y el resto de los miembros del comité de resistencia ya no durmieron en Francia esa noche.

Las cosas, sin embargo, no están tan claras. A pesar de que los republicanos parisinos tuvieron que dar por perdida su batalla con rapidez, y a pesar de que en las ciudades medianas de Francia, en términos generales, no pasó nada, en algunas poblaciones más pequeñas el gobierno tuvo que enfrentarse a rebeliones contra el golpe de Estado. Se produjeron enfrentamientos violentos en la Nièvre (Clamecy), en el Jura (Poligny), en Le Gers (Mirande), en Lectoure, en L'Heraut (Béziers), en Bédrieux, en La Drôme, en Le Var. El enfrentamiento en Le Var es especialmente jodido por la cantidad de revolucionarios que se juntan; y en los Alpes Bajos la rebelión es tan fuerte que se llegó a establecer un gobierno revolucionario en Digne. Ninguna de estas rebeliones, sin embargo, fue un problema para el nuevo gobierno; en general, eran explosiones populares que carecían de un mando claro y de coordinación y, por lo tanto, fueron rápidamente reprimidos. Esto, sin embargo, no oculta el hecho de que 32 departamentos distintos fueron puestos en estado de sitio y se realizaron casi 27.000 detenciones. Estas personas fueron juzgadas por una serie de tribunales yo diría que alegales más que ilegales, muy al estilo de nuestra guerra civil. El 8 de diciembre, Morny firma al pie de un decreto que ordena la deportación “de toda persona cuya presencia en el territorio nacional pudiese parecer una amenaza para la seguridad pública”; esto es, la base de una simple y pura dictadura sin garantía alguna. Con el tiempo, a los políticos imperiales les interesará mucho ir por la vida negando con cajas destempladas que su régimen fuese una dictadura militar; pero, con cositas así, les costará mucho.

Luis Napoleón llegó al poder total en Francia, pues el constitucional, como sabemos, ya lo tenía anteriormente, teniendo muy claro quién le había aupado. Tenía muchas razones para considerar que la Historia, simplemente, se estaba repitiendo en su figura. Si la grandeza de su tío se debió al miedo de gran parte de la sociedad francesa hacia las exageraciones y excrecencias de una revolución; brutalidades y pasadas de frenada que hace falta haber nacido doscientos años después de la misma para no ver, Luis Napoleón era bien consciente de que si el francés de orden había aceptado que le torciese el brazo a una república constitucional y burguesa para darle a él todo el poder era básicamente por lo mismo: por el miedo a las masas revolucionarias y sus planes indisimulados de tomar el poder y ejercerlo con mano de hierro. En puridad, todo el segundo imperio es esto: la idea de un personaje con escasas habilidades estratégicas, en el sentido de que el juego se podría repetir: enseñando la senda de huida respecto de los excesos de la izquierda, y que así el pueblo francés permitiría a su gobernante convertirse en un emperador todopoderoso. Y Luis Napoleón, puesto que la experiencia de su tío ya era Historia, se sentía con capacidad de no repetir sus errores. En realidad, los multiplicó; de esto, en realidad, van estas notas.

Por esto precisamente, la obsesión de Luis Napoleón, en la mañana del 5 de diciembre, es congraciarse con la Francia burguesa. Y, primero que todo, con la Francia católica. Por eso, rápidamente el culto en el Panteón será restablecido y, no tardando mucho, el presidente decretará la obligatoriedad del descanso dominical en los establecimientos públicos (inciso tonto: no deja de ser curioso que sean, hoy en día, las fuerzas más a la izquierda las que sostienen esta bandera).

Sobre todas las cosas, lo que quiere el régimen es un plebiscito que aporte el nihil obstat popular al golpe de Estado. Es un plebiscito, por supuesto, con las cartas marcadas. Buena parte de la oposición más eficiente ni siquiera está en Francia y, si está, se guarda mucho de dejarse ver puesto que, como sabemos, con el decreto de Morny en la mano pueden acabar plantando florecillas en Guayana. La Prensa calla. Morny regula el voto público por registro, para que todo rebelde se tenga que retratar (porque los franceses, la verdad, han inventado la democracia moderna; pero también su contraria). Sólo el sabio consejo del emérito Jerónimo le hace renunciar y aceptar que el voto sea secreto.

En realidad, no hay nada de lo que preocuparse. El referendo se conduce los días 20 y 21 de diciembre, y en el mismo 7.439.216 franceses le dan a Luis Napoleón el aval para elaborar una nueva Constitución, frente a 646.737 que permanecen relapsos. Eso sí, en París, donde podían votar más de 300.000 personas, Luis Napoleón fue apoyado por 133.000 votos.

El 1 de enero, después de un Te Deum en Notre-Dame, el prince-président realiza el gesto más importante de los últimos días: mudarse. Y no muy lejos. El camión de mudanzas recoge su cepillo de dientes en el Elíseo, y lo deja en las Tullerías. Para entonces, es más que seguro, Napoleón, como ya os he insinuado, está pensando en el paso que tiene que dar: él, igual que Amador Rivas quiere ser un vividor-follador, quiere ser emperador. Como tu tito. Sin embargo, un tanto echado para alante e irreflexivo como es, las neuronas le llegan para darse cuenta de que hacerlo en ese momento puede ser peligroso. Que sería someter a Francia a una prueba de estrés de la que todos, él el primero, podrían salir seriamente trasquilados. De todas formas, tampoco es muy complicado convencerle, puesto que tiene un modelo a seguir. El golpe de diciembre, se le dice y él lo cree, es su particular 18 de Brumario. Y al 18 de Brumario no le sigue el Imperio, sino el Consulado.

La Constitución elaborada en un plazo récord, proclamada el 14 de enero, viene a ser algo así como una imagen especular de la Constitución del Año VIII. Primer cónsul de la nación, el presidente, o sea él, será elegido por un periodo de diez años. Francia se convierte en un régimen esencialmente presidencialista en el que su primer magistrado tiene todos los poderes. Es comandante en jefe de las fuerzas armadas; es quien declara la guerra, es quien negocia la paz; es quien nombra todos los empleos y gabelas del Estado. Los ministros, que no pueden ser diputados, sólo son responsables ante él; sesiones de control, los cojones. Él propone las leyes, él forma, él disuelve la Asamblea, a su puta bola. Los cuerpos legislativos: Senado, Consejo de Estado y Cuerpo Legislativo, están directamente copiados de la Constitución del Año VIII. El mensaje que se quiere transmitir, como digo, es inequívoco.

El Senado se compondrá de miembros directamente elegidos por el presidente entre aristócratas, prelados, generales, grandes magistrados, científicos y artistas de nota. Tendrá 150 miembros, cuya membresía será vitalicia. Su misión es controlar las leyes antes de que entren en vigor, es decir, de hacer un poco de cámara constitucional a través de los llamados senado-consultos; así como sustituir al Cuerpo Legislativo en el caso de que éste sea disuelto.

El Consejo de Estado asume la responsabilidad de preparar los proyectos de ley. En lo tocante al Cuerpo Legislativo, su tamaño quedaba notablemente reducido a 261 escaños, elegidos por seis años. Retenían, entre otras competencias, la de votar los presupuestos. De hecho, ésta es la única competencia real que les quiso dar Rouher en su Constitución. Ni podían interpelar a los ministros, ni su trabajo tenía publicidad.

La Constitución se vio seguida de una cascada de decretos dirigida claramente a lanzar la idea de que había llegado el momento de disfrutar de una Francia tranquila. Luis Napoleón suprime las sociedades cooperativas, que considera un nido de obrerismo; decreta el severo control de las publicaciones y, sobre todo, disuelve la Guardia Nacional y mantiene cerrados sin fecha los clubes revolucionarios.

Dos decretos más en aquel enero de 1852 se dirige contra la familia Orléans. Cuando llegó a rey, Luis Felipe había hecho una donación, en su momento ya calificada de abiertamente ilegal, a su hijos por valor de todos sus bienes personales. Está decisión fue ahora anulada y toda esta fortuna, realmente amplia, pasó a formar parte del Estado, que declaraba su intención de vender todos aquellos bienes y donar el dinero a instituciones de utilidad pública. Porque Luis Napoleón, que se ha convertido en el dictador virtual de Francia, quiere que quede muy claro que es un dictador social, que hace lo que hace por el bien del francés menos favorecido.

Eso sí: la Prensa en el régimen del presidente social era menos libre que durante la Restauración. Se instituyeron la autorización previa, el timbre y otras medidas restrictivas. En la práctica, toda información y, sobre todo, opinión, contraria al poder, se convierte en un delito.

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