Con este post, el equipo médico habitual se despide hasta después de estos días santos. Así pues, que lo paséis bien.
Un periódico económico anunciaba en su edición de ayer, o sea del 17 de marzo del 2008, que esta legislatura, la 2008-2012, será probablemente la que dejará finalmente zanjado el problema de la devolución del patrimonio sindical acumulado durante la dictadura.
Basta echar un vistazo a las fechas (Franco murió en 1975, y en el 2008 la pasta aún está por distribuir) para darnos cuenta de que nos encontramos ante un asunto peliagudo. Lo es desde varios puntos de vista: el jurídico (cómo se regulará la devolución), el moral (si tiene sentido en sí la devolución) y el histórico (quién tiene derecho a dicha devolución).
Quizá, este asunto del patrimonio sindical es uno de los elementos que más ha envenenado la relación entre los dos principales sindicatos españoles, la Unión General de Trabajadores y Comisiones Obreras; relación que, en todo caso, ha pasado por momentos de muy variado pelaje.
¿Cuál es el fondo de la cuestión? Pues el fondo de la cuestión es que, con la muerte de Franco y el advenimiento de la democracia, el sindicato vertical franquista desapareció. Sindicato quiere decir que era una organización de productores (obreros y empresarios) y vertical quiere decir que no era de clase, es decir, los englobaba a todos juntitos. El concepto de la democracia orgánica, que es a la democracia lo que la música militar es a la música, establece que las células representativas de la sociedad son la familia, el municipio y el sindicato. Así pues, el sindicato vertical era una de las tres patas del trípode franquista.
Los bienes del sindicato único franquista fueron transferidos a un organismo autónomo llamado Administración Institucional de Servicios Socioprofesionales (AISS), es decir al Estado. Fue ésta una operación lógica porque, verdaderamente, el sindicato franquista era un sindicato paraestatal, cuyo patrimonio, sin embargo, salía de las aportaciones de empresarios y trabajadores. Así pues, se entendió que todo lo que se había acumulado, y que era mucho, debía revertirse a las organizaciones representativas, tanto de los empresarios (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) como de los trabajadores (centrales sindicales).
En paralelo, o si se quiere en línea secante con este proceso, se produjo el de devolución del patrimonio histórico, es decir, a aquel sindicato que existía en 1939 y, consecuentemente, fue incautado en sus bienes por el franquismo (Ley de Responsabilidades Políticas), se le debían de devolver dichos bienes, en la minoría de los casos; y, en la mayoría de los casos, el precio de lo que poseyó, por imposibilidad de devolverle el bien (por ejemplo, porque la otrora sede social del sindicato Tal estuviese hoy ocupada por mediopensionistas con sus correspondientes derechos de propiedad).
El asunto del patrimonio sindical histórico ha quedado más o menos cerrado (digamos, semicerrado) con pagos que algunos de los sindicatos implicados consideran magros. De los tres grandes sindicatos que existían en la República y que existen hoy en día: UGT (cercano al PSOE), CNT (cercano a sí mismo) y ELA-STV (cercano al PNV), el que más pasta ha recibido es el primero de ellos. Y es algo que, históricamente, se entiende mal. No he leído yo a un solo historiador o contemporáneo de aquellos tiempos que se haya atrevido a sostener que la UGT era un sindicato más fuerte que la CNT. La CNT tenía muchos más afiliados, especialmente en Cataluña y Aragón donde era casi monopolística entre los obreros, y por una sencilla ley de proporcionalidad (a más afiliados, más locales, más mesas, más máquinas de escribir) deberíamos concluir que el reparto del patrimonio sindical histórico debería haberla beneficiado a ella más que a nadie. Claro que con la CNT también tenemos otro problema peliagudo, como es el asunto de las herencias. Porque la CNT ha sufrido alguna que otra escisión y, a partir de ahí, surge la discusión sobre si el único heredero de la vieja CNT es quien conserva sus siglas, o bien todos los que maman de esas siglas en sus inicios o, incluso, nadie, porque la CNT hubiera cambiado radicalmente en sus postulados. ¿Es imposible esta última tesis? No sé. ¿Qué me decís de Acción Nacionalista Vasca?
Así pues, a mi modo de ver no es un problema de simpatías, que yo por la CNT no tengo ninguna. Es un problema de justicia histórica. Si hablamos de devolver lo que otro tenía, puede que exista, tal y como se aduce por lo que he podido leer, dificultades para certificar las posesiones. Pero, en primer lugar, esas dificultades también afectarán, digo yo, a los demás. Y, en segundo lugar, hay un hecho palmario, y es que la CNT era el sindicato más fuerte en afiliados y, consiguientemente, las diferencias no deberían ser muy elevadas.
Una vez que nos hemos olvidado del problema estrictamente histórico, nos queda el asunto del patrimonio sindical acumulado. Porque aquí ya no hay vara de medir. Hay un patrimonio que se ha generado a través de las cotizaciones obligatorias de obreros y empresarios; y un patrimonio generado en unos años en los que la representatividad obrera no se medía democráticamente. ¿Cómo repartir todo aquello, pues?
Lo que se pretende es un reparto basado en el criterio, probablemente, menos malo: la representatividad actual de las organizaciones obreras. Lo cual sitúa a Comisiones Obreras en primera fila, porque es el sindicato más votado en las elecciones sindicales. Es, como digo, un criterio absolutamente imperfecto. En primer lugar, porque la propia representación sindical lo es, puesto que hoy por hoy, en España, por cada trabajador por cuenta ajena que está afiliado a un sindicato hay chiquicientos que no lo están; y parecida proporción, aunque algo más limitada, se puede sospechar para los trabajadores que votan o no votan a esas centrales sindicales en las elecciones. Sin embargo es, probablemente, el único criterio posible.
De todo punto, si finalmente las noticias son ciertas y se procede a un reparto del patrimonio sindical acumulado basado en la representatividad actual, esto culminará una estrategia de décadas llevada a cabo por Comisiones Obreras, que sus buenas críticas le valió pero sobre cuya pertinencia y eficacia, en mi opinión, no cabe dudar.
Comisiones Obreras no nació como un sindicato. Nació como un movimiento. La diferencia es importante. En buena teoría, las Comisiones Obreras nacieron para englobar en su seno a la oposición sindical al franquismo y disolverse cuando ya no hicieran falta, es decir cuando el caimán se hubiera ido hacia Barranquilla. Así pues, a la muerte de Franco lo que decía el guión escrito a principios/mediados de los sesenta es que Comisiones tenía que disolverse para que cada mochuelo regresase a su olivo: el comunista al comunista, el maoísta al maoísta, el católico al católico... En 1967, las propias CCOO se definían a sí mismas aseverando que «las Comisiones Obreras no son una organización sino una fuerza coordinada, sin distinción de ideologías políticas, concepciones religiosas o filosóficas y con el denominador común de no aceptar el sindicalismo oficial y defender la libertad sindical».
La primera vez que se habla de Comisiones Obreras fue en Asturias, concretamente en la mina de La Camocha, en 1956. Allí se produjo entonces un conflicto laboral que terminaría en las primeras huelgas importantes del franquismo (1957). Por aquel entonces, sin embargo, las Comisiones Obreras son una cosa de aquí te pillo aquí te huelgo; surgían por razón de tal o cual conflicto y luego desaparecían, sin permanecer. En 1962, con ocasión de la gran oleada de huelgas que dejó por primera vez al franquismo contra las cuerdas (y al sindicalismo vertical falangista en bragas), las Comisiones tuvieron importante presencia; y terminaron de consolidarse en 1964, con ocasión de las deliberaciones del convenio del sector del metal de Madrid, deliberaciones en las que formaron parte activa de la voz obrera.
Más o menos de entonces data la estrategia fundamental que hará de las Comisiones el sindicato líder y, en mi opinión, sustentará sus peticiones (desde el punto de vista histórico) en torno al asunto del patrimonio sindical acumulado. Porque la reacción primaria de los sindicatos democráticos fue boicotear el sindicato falangista por no serlo; y, sin embargo, las CCOO tomaron la dirección exactamente contraria. En una estrategia muy propia del agit-prop comunista, las Comisiones deciden, lejos de boicotear al sindicato único, okuparlo. Los grandes sindicalistas de los inicios, al frente de los cuales estaban Marcelino Camacho y Julián Ariza, se infiltran en las secciones sociales de sus sindicatos verticales, y desde ahí se dedican a joder la marrana (dicho sea esto desde el punto de vista del franquismo) oponiéndose a las pastueñas decisiones de los jurados oficiales de empresa y otros organismos.
A pesar de su definición ideológica urbi et orbe, las Comisiones Obreras acabaron siendo monopolizadas por el Partido Comunista; el cual, de hecho, disolvió su propio brazo sindical, la OSO (Oposición Sindical Obrera), para potenciar las Comisiones. Aunque esto, en realidad, debe, en mi opinión, matizarse. Porque si los comunistas consiguieron quedarse con Comisiones fue también porque fueron lo suficientemente listos como para darse cuenta de que en un sindicato masivo siempre hará falta que haya gente de muy diversas sensibilidades políticas. Así las cosas, aquel PCE, al calor del entonces famoso eurocomunismo que nunca he sabido muy bien qué era, movilizó a la organización para actuar de forma que en ella cupieran muchas personas. En esto le ganó por la mano a otras organizaciones más radicalizadas, notablemente al Felipe o Frente de Liberación Popular, una formación que había llegado al marxismo desde el catolicismo (y es que no todos los caminos llegan a Roma, pero la mayoría salen de ahí) y que sostuvo una praxis revolucionaria de libro que sólo le sirvió para que muchos trabajadores le diesen la espalda, porque el personal quería mejores sueldos, mejor jornada y que Franco se fuese a la mierda; pero para ello no estaba dispuesto a llenar España de soviets.
Un aspecto curioso de la historia de CCOO es su connivencia con los católicos. En la España del franquismo, al margen del sindicato oficial tan sólo las organizaciones confesionales eran toleradas, y muy especialmente la HOAC (Hermandad de Obreros de Acción Católica), que perdería progresivamente fuerza conforme se acercase la Transición. La HOAC, como la JOC (Juventud Obrera Católica) y un montón de párrocos en toda España, pero muy especialmente en Madrid y Barcelona, prestaron a las Comisiones sus primeros locales donde reunirse y les dieron cierta cobertura seudolegal.
La mayoría de edad de las Comisiones se alcanza en 1966, porque fue año de elecciones sindicales. Entre los obreros, las Comisiones van al copo, y ganan mogollón de puestos. Animados por las perspectivas, el 31 de enero de ese año los dirigentes madrileños (o sea, Camacho y Ariza) alumbran un documento que llevaba el título Las Comisiones Obreras ante el futuro sindicalismo, en el que, entre otras lindezas, se decía: «Los trabajadores deben comprender claramente que forman un mundo marginado por la sociedad capitalista». Para cualesquiera ojos mínimamente informados, era fácil ver la mano del Partido Comunista detrás de estas líneas. Así pues, la reacción del franquismo fue declarar ilegales las Comisiones y comenzar el largo periplo de detenciones en Carabanchel de sus dirigentes.
En febrero de 1967, ante la presión comunista, se generan conflictos con los católicos. Frente a la influencia del PC se alza la AST, Acción Sindical de Trabajadores, un grupo nacido en 1960 a partir de militantes de las Vanguardias Obreras Juveniles (VOJ) fundadas por los jesuitas; organización que será el germen de la Organización Revolucionaria de los Trabajadores (ORT), de ideología maoísta; así como militantes de Acción Católica. Entre todos, fuerzan a Comisiones a definirse como una organización apolítica de contenido puramente sindical. No obstante, la tensión pro-anti comunista ya no cedería. Por su parte, los marxistas más puristas que el eurocomunismo de Carrillo, los que podríamos decir, taurinamente, que eran marxistas del tendido del 7, trataron de hacer la competencia al movimiento con las COR, Comisiones Obreras Revolucionarias, que tuvieron poca vida y, de consuno, escaso éxito.
El último rabotazo del franquismo contra el sindicalismo no oficial fue el famoso proceso 1.001; que tiene entidad suficiente como para que lo dejemos para otro artículo, algún otro día.
Aunque los actuales sindicatos no hubiesen colaborado con la organización sindical del franquismo, aún así sostendrían que tienen derecho a ser los beneficiarios del patrimonio acumulado. Esa opinión, no obstante, sería discutible. A mi modo de ver, la actitud de Comisiones Obreras durante los años sesenta hace, cuando menos en su caso, poco sólida esa postura. Las Comisiones colaboraron en las organizaciones obreras, participaron en ellas, las estructuraron e hicieron funcionar. Para echar a Franco, ciertamente; pero lo hicieron. Históricamente hablando, además, esta estrategia permitió consolidar, durante los años sesenta y setenta una central sindical que no sólo ha acabado por convertirse en la más votada en las elecciones sindicales, sino en una alternativa evidente a la dicotomía UGT/CNT, que tal mal, pero que muy mal, funcionó durante la República.