Si hablo, o más bien escribo, bastante a menudo de Barcelona, es porque es mi tercera ciudad. La primera es La Coruña, donde me crié. La segunda es Madrid, donde vivo y donde nací. Y la tercera es Barcelona, porque es la que más visito además de las dos anteriores, en digna competencia con Bruselas.
Esto no quiere decir nada porque, en realidad, si me pongo a hacer cálculos, habré pasado en Barcelona, en los últimos diez años, no menos de tres o cuatro meses enteros de mi vida, y creo que me quedo corto; y, sin embargo, por poner un ejemplo, jamás he podido visitar la Sagrada Familia. Mi experiencia me dice, además, que soy parte de una legión; somos muchos los que pisamos ciudades que desconocemos en lo absoluto.
Mi interés por Ildefons Cerdá comenzó de coña. En los alrededores de su plaza, la plaza Cerdá, y en ella misma, hay dos o tres sitios en los que yo suelo parar por cuestiones de trabajo. Así, cada vez que tengo que quedar con alguien en Barcelona, suelo arrastrarlo hacia donde yo estoy, más que por comodidad, por miedo a perderme (ahora que lo pienso, un día tengo que organizar una reunión de trabajo en el pórtico de la Sagrada Familia). Además, la plaza Cerdá está de camino al aeropuerto.
El caso es que me encanta picar a mis amigos barceloneses citándoles leyendo la placa como la lee espontáneamente un castellano, es decir con el acento tónico en la penúltima sílaba. «Podemos quedar en la plaza cerda», digo. Y, a continuación, apostillo: «Pero no entiendo el nombre, pues no la veo más cerda que otras plazas».
Siempre te corrigen, claro. Cerdá, es Cerdá. Pero un día, como si tal cosa, se me ocurrió preguntar: «Y, ¿quién era Cerdá?». Más que habitualmente, la respuesta era y es el silencio. Así que me puse a leer, como suelo hacer siempre que me pica la curiosidad.
El hombre, durante más de 2.000 años, concibió en la práctica la creación de ciudades como un aluvión. Es cierto que hubo civilizaciones, ahora se me vienen a la mente los romanos, que se preocuparon por inventar casas estudiadas para el bien vivir. Pero esos mismos romanos tenían barrios, como la horrenda Subura de la Roma cesarea, que eran auténticas colmenas insalobres. Pero hubo un momento en el que el hombre empezó a pensar. A pensar que los barrios hay que pensarlos. Que hay que planificarlos. Que hay que tener en cuenta que los barrios, las calles y conjuntos de calles, tienen que combinar sabiamente los servicios de una ciudad, las casas, los transportes. Incluso, quienes esas cosas pensaban comenzaron a preguntarse por qué no construir ciudades en las que todas sus casas, todas, tuviesen luz natural.
Quizá, la primera persona que reflexionó en serio, o por lo menos de forma sistemática, sobre este asunto en todo el mundo fue un catalán: Ildefons Cerdá.
Cerdá se formó en Madrid, en la escuela de ingenieros de caminos que fundó Agustín de Betancourt. De Betancourt, por cierto, tiene una calle bastante importante en Madrid (termina donde estaba el edificio Windsor), pero no os molestéis en preguntarles a los viandantes si saben algo de él, porque los madrileños tampoco le conocen.
La gran oportunidad de llevar a la práctica sus ideas, ya no de arquitectura, sino de urbanismo, le llegó a Cerdá a mediados del siglo XIX, cuando estaba en la plenitud intelectual y había alcanzado, argumento no desdeñable, la tranquilidad económica. En ese momento gobernaban España políticos liberales, bastante cercanos a las ideas de don Ildefons; y, además, se tomó una decisión muy sabia, como era derribar las murallas de Barcelona. Porque Barcelona, en efecto, siguió hasta hace 150 años siendo una ciudad de corte medieval en su estructura.
La construcción de los nuevos barrios que el derribo de las murallas liberó es lo que se conoció, y se conoce aún, como El Ensanche de Barcelona, a pesar de que hoy esté bastante dentro del casco urbano. Entonces la banlieu, un lugar donde hacer las cosas un poco a derechas. El paraíso de un planificador.
Lo cierto es que Cerdá tuvo muchos problemas. Sus planteamientos urbanísticos no fueron del gusto de muchísimos barceloneses, especialmente burgueses apegados a gustos más tradicionales y, de hecho, Cerdá tuvo que ser impuesto... por Madrid. Cosas que tiene la vida, ¿eh?
El concurso para el Ensanche barcelonés lo ganó, en realidad, otro catalán, Antoni Rovira i Trías. La diferencia entre Rovira y Cerdá estribaba en que el primero tenía un proyecto que seguía reconociendo la preeminencia de la vieja Barcelona, de la que los nuevos barrios dependerían; mientras que Cerdá, obsesionado como buen urbanista en el concepto de ciudad nueva, concibió en el Ensanche una especie de Barcelona paralela, distinta y autónoma. Cerdá proyectó manzanas de casas de tamaño medio, unos 100 metros, con sus esquinas romas (chaflanes) para crear plazoletas en los cruces, y jardines en el interior de las manzanas. ¿Cuántas manzanas habéis visto así, con un jardín en su interior? Pues, si vivís en una, darle las gracias a Cerdá.
He leído algún que otro comentario según el cual el legado de Cerdá es más visible en Madrid que en Barcelona, a través de la notable influencia que ejercieron sus ideas en el propio Ensanche de Madrid, que no se llama Ensanche ni nada, dentro del cual se construyó una parte importante del barrio de Salamanca, el de Chamberí y un tramo de la Castellana.
Tenía ganas de escribir sobre Ildefons Cerdá porque, la verdad, lo considero un adelantado a su tiempo que merece placa con letras de oro por ser uno de esos personajes que procuró el beneficio más valioso del desarrollo, que es el bien de las gentes. Si en lugar de barcelonés fuese parisino, o londinense, yo creo que hoy sabríamos de él más de lo que sabemos. Su caída en desgracia, que tuvo la mala suerte de sufrir (murió en un balneario cántabro, olvidado de todos), revela lo poco dados que somos en la piel de toro a conservar nuestros mitos. En algunos países, los niños tendrían que aprender en la escuela quién fue Ildefons Cerdá.
Terminaré con una anécdota sobre el callejero barcelonés, a ver si consigo arrancar una sonrisa de mis lectores. Aunque la anécdota también tiene que ver con esa obligación moral que debería tener la escuela de dejarnos siempre bien enseñado lo que es nuestro.
En 1993, pleno verano, acabé dándome barrigazos por Barcelona, comme d'habitude. Un amigo de un amigo me invitó a comer, a mí, a un gallego, con el atrevido argumento de que por fin iba a comer langostinos de verdad (en fin...) Este amigo se acababa de mudar a un flamante apartamento en la Villa Olímpica. En la plaza de Tirant lo Blanc.
Tomé un taxi. Iba yo muy concentrado en unos papeles que llevaba; suelo usar los taxis para currar, de hecho. El taxista iba hablándome de cosas inconexas; yo no le hacía caso y le contestaba con monosílabos guturales, aquí un «uh», allí un «ah». Capté dos o tres informaciones de escaso interés sobre la carestía del impuesto de circulación en Barcelona y el precio de las espardenyas.
En un momento dado, miré el reloj. Llevaba cuarenta minutos en el taxi... y lo había tomado en el Puerto Viejo. Era verano y casi no había tráfico. ¿De qué iba aquel tipo? Entonces me fijé en el taxímetro y calculé que hacía un buen rato que el conductor lo había parado.
Se había perdido.
Lacrimosamente, me explicó que la peor condenación para un taxista de Barcelona, en 1993, era que le marcasen una dirección en la Villa Olímpica. Todas las calles son nuevas, dijo, y no nos las sabemos. Yo, algo mosqueado, le dije: «Pues pregunte, joder.»
Eso fue lo que hizo. En un semáforo, que una solitaria chica cruzaba, el taxista sacó la cabeza por la ventanilla y le dijo:
- ¡Escucha, oye! ¿Sabes por dónde queda la plaza de Tirando al Blanco?
¡¡¡ANIMAL!!!
No pude por menos que proferir esta expresión. «Pero, tío, ¿no te dije Tirant lo Blanc, joder?»
Aquel tipo se creía que las calles y plazas de la Villa Olímpica de Barcelona, en pura lógica, se llamarían Tirando al Blanco, Corriendo los Cien Metros, o Lanzando la Jabalina.
De Tirant lo Blanc no tenía, claro, la menor noticia.
Y tranquilos los gallegos. Los langostinos estaban buenos, para qué negarlo. Pero no tan buenos. Vosotros ya me entendéis.
sábado, octubre 14, 2006
viernes, octubre 13, 2006
¿Por qué la República perdió la guerra?
Los diversos comentarios, públicos y privados, que generó en su día el post de Inasequible Aldesaliento sobre la competencia o incompetencia militar de Franco le han llevado a elaborar un nuevo texto; texto en el que reflexiona sobre el hecho de que un penalty no marcado es siempre la combinación de dos efectos: por un lado, el portero que lo para; y, por otro, el delantero que lo tira mal.
Como de costumbre en estos casos, y con permiso del autor, entre corchetes y destacados van mis propios comentarios.
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¿Por qué la República perdió la guerra?
© Inasequible Aldesaliento™
Después de leer el libro de Blanco Escolá La incompetencia militar de Franco, uno no puede menos que preguntarse: si ese señor era tan mal estratega, ¿cómo es que ganó la guerra? Una posible respuesta sería: Franco no ganó la guerra, fue la República quien la perdió.
Si hacemos abstracción de las condiciones reales del bando republicano las expectativas para la República la noche del 18 de julio no eran malas en absoluto: la mitad del Ejército de Tierra estaba con ella, así como algo más de la mitad de la exigua fuerza aéra y casi toda la Armada. La República controlaba las zonas más industriales del país y además unas zonas agrícolas no desdeñables (el Levante, Aragón y La Mancha) que deberían permitirle alimentar a la retaguardia. La única ventaja con la que contaban los rebeldes era que de su parte estaba el Ejército de África, la élite del Ejército español. Pero tenían el inconveniente logístico de que, para que pudiera hacer sentir su peso, tenían que trasladarlo a la Península y para ello no contaban ni con los aviones ni con los barcos necesarios.
[No obstante, de lo que careció en un primer momento fue de moral de guerra. Los decretos urgentes publicados por el Gobierno horas después del golpe de Estado tienen como función anular la declaración del estado de guerra realizada por los alzados allí donde habían triunfado y disolver las unidades militares rebeldes. La segunda medida era, que diría un sajón, wishful thinking. La primera fue un error, porque España estaba en guerra y reconocerlo le habría sido muy útil al gobierno republicano. Durante casi toda la guerra, sin embargo, en la España republicana siguió sin declararse el estado de guerra, porque eso suponía darle demasiado poder al ejército, en el que desconfiaban.]
Si metemos ahora en la ecuación las grandes divisiones internas en el bando republicano y su desconfianza hacia lo militar que les llevó a desmantelar el Ejército que les había sido leal, vemos que la situación ya no era tan halagüeña y podemos afirmar que la República fue la principal responsable de su propia derrota.
[Yo no diría exactamente que el ejército republicano fue desmantelado. Fue, en una primera instancia, sustituido por milicias civiles de partido, milicias armadas porque la decisión, más o menos pensada, de los poderes públicos fue armar al pueblo. Pero lo que sí es cierto es que un ejército, para ser efectivo, necesita disciplina y organización. Y en la guerra civil hay episodios, quizá el más evidente la pérdida de Málaga, donde se hace patente que, por lo menos hasta bien entrado 1937, el ejército no mandaba en la guerra republicana.]
La causa principal de la derrota republicana fue su propia desunión. Los distintos partidos no entendieron que para ganar una guerra es esencial mantenerse unidos y fijarse como prioridad la derrota del enemigo. Todos pensaron que podían al mismo tiempo derrotar a los nacionales y conseguir sus propios objetivos, ya se llamasen revolución social, colectivización del campo o República federal. Sólo esa miopía explica hechos tan sorprendentes como que anarquistas y comunistas se tiroteasen en las calles de Barcelona en abril de 1937, en lugar de unir fuerzas contra el enemigo común, o que las rencillas personales entre Largo Caballero y Prieto fueran uno de los factores que frenaron el Plan P (la ofensiva en Extremadura) del general Rojo, plan imaginativo que habría podido causar muchos dolores de cabeza a los nacionales si se hubiera ejecutado en 1937 o incluso en 1938.
[Dos ejemplos marcan este contraste. En abril de 1944, en las áreas mineras de Inglaterra, especialmente en Yorkshire, se produjo una huelga de mineros. Nada más comenzar, se produjo un pronunciamiento de los propios sindicatos instando a los trabajadores a terminar la protesta, con el argumento de que nada, incluso las reivindicaciones justas, debía poner en peligro el objetivo mayor de ganarle la guerra a Hitler (la minería era básica para la producción bélica). Espíritu que contrasta con el de, por ejemplo, los anarquistas catalanes y aragoneses, que con su negativa a aplazar la revolución al momento en que la guerra se hubiese ganado se lanzaron a una razzia de colectivizaciones que agostó la producción de ese área, así como su capacidad militar, durante mucho tiempo.]
Aparte de la desunión pueden señalarse otras razones para la derrota republicana:
En primer lugar, la desconfianza hacia el Ejército regular tras la sublevación del 18 de julio y el ejemplo mitificado de la Revolución Soviética hicieron que en los primeros meses de la guerra se confiase demasiado en la eficacia guerrera del pueblo en armas y se olvidase que en la guerra del Siglo XX la técnica y la organización valen más que el entusiasmo. Cuando en octubre empezó a rectificarse el tiro, se habían perdido unos meses preciosos y se había dejado que los nacionales uniesen sus dos zonas y se colocasen en las cercanías de Madrid. Puede decirse que el Ejército republicano fue un ejército que se pasó toda la Guerra Civil en rodaje. Ello más que en su descrédito, hay que decirlo con admiración: que un Ejército organizado en medio de una guerra tuviera el desempeño que tuvo, resulta notable.
No obstante el aspecto improvisado del Ejército se dejó ver sobre todo en sus carencias tácticas. Improvisar suboficiales cualificados es más difícil que improvisar soldados. El Ejército republicano, que podía resultar muy tenaz y eficaz en la defensa, como se vió en el Jarama o en la segunda fase de la batalla del Ebro, pinchaba cuando se trataba de pasar al ataque, algo que exige mayor preparación técnica y, sobre todo, un cuerpo de oficiales y suboficiales profesionales y con experiencia. En Brunete, Belchite o el Ebro se repite la misma historia: el Ejército republicano logra romper el frente enemigo y a continuación, cuando hay que improvisar en función de la situación creada por la ruptura, se pierde, no sabe explotar el éxito y acaba concediendo tablas al enemigo, en una partida que hubiera podido ganar.
[Tampoco faltan episodios en la guerra en los que las milicias sufren bajas enormes para conquistar una posición que luego es abandonada por su escaso, cuando no nulo, valor táctico.]
En segundo lugar, está la ayuda internacional. Ha sido un tema muy discutido, pero cada vez parece más fuera de duda que el bando nacional recibió más ayuda extranjera que el republicano y que la que recibió fue de mayor calidad y más barata. Aparte de que el bando republicano, con una frontera francesa que estuvo cerrada una buena parte de la guerra y con la Armada italiana en el Mediterráneo, tuvo mayores problemas para hacer llegar a su territorio la ayuda recibida. Fue gracias a la ayuda internacional que el bando nacional pudo montar el puente aéreo para transportar las tropas africanas desde el Protectorado en los primeros días de la guerra. Fue gracias a la ayuda internacional que prácticamente desde la primavera de 1937 los cielos estuvieron controlados por la aviación nacional.
En tercer lugar, la República, a pesar de contar con la mayor parte de la flota, no fue capaz de conseguir el control de los mares en toda la guerra. El mero control de los mares no le habría bastado para ganar la guerra, pero habría hecho las cosas más difíciles al bando nacional. La explicación de este fracaso es muy sencilla: muy pocos altos oficiales de la Marina siguieron fieles a la República y sin esos oficiales no fue posible conseguir una Armada eficaz.
Tal vez ahora que se está recuperando la memoria histórica, convendría que todos recordasen una de las grandes lecciones de la Guerra Civil española: la unión hace la fuerza y la desunión, la derrota.
Como de costumbre en estos casos, y con permiso del autor, entre corchetes y destacados van mis propios comentarios.
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¿Por qué la República perdió la guerra?
© Inasequible Aldesaliento™
Después de leer el libro de Blanco Escolá La incompetencia militar de Franco, uno no puede menos que preguntarse: si ese señor era tan mal estratega, ¿cómo es que ganó la guerra? Una posible respuesta sería: Franco no ganó la guerra, fue la República quien la perdió.
Si hacemos abstracción de las condiciones reales del bando republicano las expectativas para la República la noche del 18 de julio no eran malas en absoluto: la mitad del Ejército de Tierra estaba con ella, así como algo más de la mitad de la exigua fuerza aéra y casi toda la Armada. La República controlaba las zonas más industriales del país y además unas zonas agrícolas no desdeñables (el Levante, Aragón y La Mancha) que deberían permitirle alimentar a la retaguardia. La única ventaja con la que contaban los rebeldes era que de su parte estaba el Ejército de África, la élite del Ejército español. Pero tenían el inconveniente logístico de que, para que pudiera hacer sentir su peso, tenían que trasladarlo a la Península y para ello no contaban ni con los aviones ni con los barcos necesarios.
[No obstante, de lo que careció en un primer momento fue de moral de guerra. Los decretos urgentes publicados por el Gobierno horas después del golpe de Estado tienen como función anular la declaración del estado de guerra realizada por los alzados allí donde habían triunfado y disolver las unidades militares rebeldes. La segunda medida era, que diría un sajón, wishful thinking. La primera fue un error, porque España estaba en guerra y reconocerlo le habría sido muy útil al gobierno republicano. Durante casi toda la guerra, sin embargo, en la España republicana siguió sin declararse el estado de guerra, porque eso suponía darle demasiado poder al ejército, en el que desconfiaban.]
Si metemos ahora en la ecuación las grandes divisiones internas en el bando republicano y su desconfianza hacia lo militar que les llevó a desmantelar el Ejército que les había sido leal, vemos que la situación ya no era tan halagüeña y podemos afirmar que la República fue la principal responsable de su propia derrota.
[Yo no diría exactamente que el ejército republicano fue desmantelado. Fue, en una primera instancia, sustituido por milicias civiles de partido, milicias armadas porque la decisión, más o menos pensada, de los poderes públicos fue armar al pueblo. Pero lo que sí es cierto es que un ejército, para ser efectivo, necesita disciplina y organización. Y en la guerra civil hay episodios, quizá el más evidente la pérdida de Málaga, donde se hace patente que, por lo menos hasta bien entrado 1937, el ejército no mandaba en la guerra republicana.]
La causa principal de la derrota republicana fue su propia desunión. Los distintos partidos no entendieron que para ganar una guerra es esencial mantenerse unidos y fijarse como prioridad la derrota del enemigo. Todos pensaron que podían al mismo tiempo derrotar a los nacionales y conseguir sus propios objetivos, ya se llamasen revolución social, colectivización del campo o República federal. Sólo esa miopía explica hechos tan sorprendentes como que anarquistas y comunistas se tiroteasen en las calles de Barcelona en abril de 1937, en lugar de unir fuerzas contra el enemigo común, o que las rencillas personales entre Largo Caballero y Prieto fueran uno de los factores que frenaron el Plan P (la ofensiva en Extremadura) del general Rojo, plan imaginativo que habría podido causar muchos dolores de cabeza a los nacionales si se hubiera ejecutado en 1937 o incluso en 1938.
[Dos ejemplos marcan este contraste. En abril de 1944, en las áreas mineras de Inglaterra, especialmente en Yorkshire, se produjo una huelga de mineros. Nada más comenzar, se produjo un pronunciamiento de los propios sindicatos instando a los trabajadores a terminar la protesta, con el argumento de que nada, incluso las reivindicaciones justas, debía poner en peligro el objetivo mayor de ganarle la guerra a Hitler (la minería era básica para la producción bélica). Espíritu que contrasta con el de, por ejemplo, los anarquistas catalanes y aragoneses, que con su negativa a aplazar la revolución al momento en que la guerra se hubiese ganado se lanzaron a una razzia de colectivizaciones que agostó la producción de ese área, así como su capacidad militar, durante mucho tiempo.]
Aparte de la desunión pueden señalarse otras razones para la derrota republicana:
En primer lugar, la desconfianza hacia el Ejército regular tras la sublevación del 18 de julio y el ejemplo mitificado de la Revolución Soviética hicieron que en los primeros meses de la guerra se confiase demasiado en la eficacia guerrera del pueblo en armas y se olvidase que en la guerra del Siglo XX la técnica y la organización valen más que el entusiasmo. Cuando en octubre empezó a rectificarse el tiro, se habían perdido unos meses preciosos y se había dejado que los nacionales uniesen sus dos zonas y se colocasen en las cercanías de Madrid. Puede decirse que el Ejército republicano fue un ejército que se pasó toda la Guerra Civil en rodaje. Ello más que en su descrédito, hay que decirlo con admiración: que un Ejército organizado en medio de una guerra tuviera el desempeño que tuvo, resulta notable.
No obstante el aspecto improvisado del Ejército se dejó ver sobre todo en sus carencias tácticas. Improvisar suboficiales cualificados es más difícil que improvisar soldados. El Ejército republicano, que podía resultar muy tenaz y eficaz en la defensa, como se vió en el Jarama o en la segunda fase de la batalla del Ebro, pinchaba cuando se trataba de pasar al ataque, algo que exige mayor preparación técnica y, sobre todo, un cuerpo de oficiales y suboficiales profesionales y con experiencia. En Brunete, Belchite o el Ebro se repite la misma historia: el Ejército republicano logra romper el frente enemigo y a continuación, cuando hay que improvisar en función de la situación creada por la ruptura, se pierde, no sabe explotar el éxito y acaba concediendo tablas al enemigo, en una partida que hubiera podido ganar.
[Tampoco faltan episodios en la guerra en los que las milicias sufren bajas enormes para conquistar una posición que luego es abandonada por su escaso, cuando no nulo, valor táctico.]
En segundo lugar, está la ayuda internacional. Ha sido un tema muy discutido, pero cada vez parece más fuera de duda que el bando nacional recibió más ayuda extranjera que el republicano y que la que recibió fue de mayor calidad y más barata. Aparte de que el bando republicano, con una frontera francesa que estuvo cerrada una buena parte de la guerra y con la Armada italiana en el Mediterráneo, tuvo mayores problemas para hacer llegar a su territorio la ayuda recibida. Fue gracias a la ayuda internacional que el bando nacional pudo montar el puente aéreo para transportar las tropas africanas desde el Protectorado en los primeros días de la guerra. Fue gracias a la ayuda internacional que prácticamente desde la primavera de 1937 los cielos estuvieron controlados por la aviación nacional.
En tercer lugar, la República, a pesar de contar con la mayor parte de la flota, no fue capaz de conseguir el control de los mares en toda la guerra. El mero control de los mares no le habría bastado para ganar la guerra, pero habría hecho las cosas más difíciles al bando nacional. La explicación de este fracaso es muy sencilla: muy pocos altos oficiales de la Marina siguieron fieles a la República y sin esos oficiales no fue posible conseguir una Armada eficaz.
Tal vez ahora que se está recuperando la memoria histórica, convendría que todos recordasen una de las grandes lecciones de la Guerra Civil española: la unión hace la fuerza y la desunión, la derrota.
martes, octubre 10, 2006
Antoñito
La Historia, toda Historia, es un piélago de historias. Historias que se pierden en las profundidades del tiempo, a pesar de haber sido notables y aún de gran impacto en su tiempo. Otra cosa que tiene la Historia es que sólo retiene una décima parte, como mucho, de los nombres que debería retener. La Historia de lo cotidiano está repleta de pequeños héroes que las personas pronto olvidan.
Hoy quiero acordarme de un pequeño, insignificante héroe, tan insignificante que sólo conozco su nombre, para colmo diminutivo: Antoñito. Pero quiero dejar aquí un homenaje a Antoñito porque él representa, de alguna manera, todo lo que de honrado y sensible tiene el ser humano. Ahora veremos por qué. No sin que antes me enrolle un poco. Un poco mucho.
Nacionalidades y nacionalismos
Un comentario de Conde a mi post sobre las declaraciones del padre Aurelio Escarré, en el que se extrañaba de un uso tan temprano del concepto de nacionalidad, me ha espoleado a bucear en mi memoria y en mi biblioteca, para poder, como me comprometí, confirmarle hasta qué punto el concepto nacionalidad es muy anterior.
Primavera de 1864. Senado español. Manuel Sánchez Marín, diputado unionista (o sea, de la cuerda del general O’Donell, a quien los ignorantes llaman cero-coma-Donell) perora contra los particularismos regionales y defiende la idea de leyes iguales para todos los españoles. En ese momento, de forma inesperada, se levanta Pedro de Egaña, político vasco, alavés, fuerista y de ideas políticas nada avanzadas (moderado, Egaña ha sido ya ministro de Gracia y Justicia y de Gobernación en etapas más bien poco liberales).
Esto es lo que dice Egaña, con mis destacados:
«Yo vengo a defender un país que no ha agraviado a Su Señoría, que no ha faltado en lo más mínimo a los Cuerpos Colegisladores, que no ha quebrantado ninguno de los respetos que se debía al resto de la nación. Un país en que no sólo he nacido y recibido la vida material, sino a quien le debo también la vida política, lo poco que valgo y lo que soy; un país que me ha empujado hasta un punto elevadísimo en que hoy inmerecidamente me encuentro por gracia voluntad de la más bondadosa de las Reinas [Egaña había sido nombrado senador vitalicio]; mientras que Su Señoría responde otra clase de sentimientos, y se presenta aquí como el fiscal implacable y severo de una organización social a mi juicio la más perfecta que han conocido las edades pasadas, que conocen las presentes y que conocerán las venideras; de esa organización que dura más de mil años, sin que hayan podido conmoverla y menos destruirla las tempestades políticas que han derruido imperios, destronado dinastías, y hasta hundido nacionalidades de gran fuerza; mientras que aquel pobre rincón ha mantenido incólume esa nacionalidad que ha parecido al Sr. Sánchez Silva tan poco digna de respeto, que ni siquiera la considera acreedora a que se la guarden los fueros de la desgracia.
»(…) Oigo que un señor senador amigo mío se extraña de que use la palabra nacionalidad [En efecto: la cita de Egaña había provocado muchos rumores entre los legisladores]. Claro es que al hablar en la época y momento en que he hablado de nacionalidad, este señor senador conocerá muy bien que siendo aquellas provincias parte de España, no había de hablar de una nacionalidad distinta de la española, pero como dentro de esta gran nacionalidad hay una organización especial que vive dentro de ella con su vida aparte, por eso usaba la palabra nacionalidad al hablar de las provincias vascas. Conozco que tal vez habría sido más exacta la palabra organización; de todas maneras, si a Su Señoría no le parece conveniente la de nacionalidad, la reemplazaré desde luego con la de organización especial.»
Como puede verse, además del hecho de que Egaña no era del mismo Bilbao pero se quedaba cerca (eso de «la organización social más perfecta de las venideras» le quedó pintiparado), la cita sirve para dirimir, con exactitud, para qué se inventó el término de nacionalidad distinguido del de nación. Nacionalidad, en este sentido, era una distinción lingüística, cultural y social que, sin embargo, era de posible desarrollo dentro de la nación española.
¿Qué pienso yo de todo esto de los nacionalismos? Pues la verdad es que soy gallego, pero no nacionalista. Y lo que pienso se parece bastante a lo que ya dijo, con bastante acierto, un político por el que no siento demasiada simpatía histórica: Manuel Azaña. Azaña pronunció un discurso el 27 de marzo de 1930 en el restaurante Patria de Barcelona. Este ágape formó parte de un conjunto de celebraciones cuyo centro fueron intelectuales de Madrid (Azaña, Marañón, Ortega, Bagaría, y otros) de visita en Barcelona. El viaje fue un agradecimiento organizado por Juan Estelrich por un manifiesto firmado por esos intelectuales castellanos contra la agresión de la dictadura de Primo de Rivera, en ese momento ya acabada, contra el catalán y lo catalán.
Dejemos a hablar a Azaña. Estas palabras pueden encontrarse en sus Obras Completas:
«En días de dolor para todos, singularmente amargos para Cataluña, pensando en vuestros sentimientos maltratados (…) queríamos deciros lo que era menester entonces para que os llegasen unas palabras de ánimo y el testimonio de que no estabais solos. (…) Y esto lo queríamos hacer no de una manera fría o en virtud de un principio general que podía aplicarse de la misma manera a cualquier país lejano, sino con plena conciencia de las realidades de Cataluña, de sus creaciones actuales y del rango que ocupa entre los pueblos peninsulares, unidos a través de tantas vicisitudes históricas por un destino superior común.
»(…) El rubor nos embargaba al ver que para oprimir a los catalanes se invocaban las cosas más nobles, profanadas por la tiranía. ¿Vosotros os doléis, justamente, de que se oprimiese a Cataluña? ¿Pero no habíamos de indignarnos aún más al ver que para oprimir a vuestra Patria se ponía como pretexto a otra Patria? (…)
»Yo no soy patriota (…) Mas si no soy patriota, sí soy español por los cuatro costados, aunque no sea españolista. (…)
»Gracias al catalanismo será libre Cataluña; y al trabajar nosotros, apuntalados en vosotros, trabajamos para la misma libertad nuestra, y así obtendremos la libertad de España. Porque muy lejos de ser irreconciliables, la libertad de Cataluña y la libertad de España son la misma cosa. Yo creo que esta liberación conjunta no romperá los lazos comunes entre Cataluña y lo que seguiría siendo el resto de España. Creo que entre el pueblo vuestro y el mío hay demasiados lazos espirituales, históricos y económicos para que un día, enfadándonos todos, nos volviésemos las espaldas como si jamás nos hubiéramos conocido. Es lógico que en tiempos de lucha establezcamos el inventario cuidadoso de lo que nos separa; pero será también bueno que un día nos pongamos a reflexionar sobre lo que verdaderamente ‑no administrativamente, sino espiritualmente‑ nos une.»
Sea.
Primavera de 1864. Senado español. Manuel Sánchez Marín, diputado unionista (o sea, de la cuerda del general O’Donell, a quien los ignorantes llaman cero-coma-Donell) perora contra los particularismos regionales y defiende la idea de leyes iguales para todos los españoles. En ese momento, de forma inesperada, se levanta Pedro de Egaña, político vasco, alavés, fuerista y de ideas políticas nada avanzadas (moderado, Egaña ha sido ya ministro de Gracia y Justicia y de Gobernación en etapas más bien poco liberales).
Esto es lo que dice Egaña, con mis destacados:
«Yo vengo a defender un país que no ha agraviado a Su Señoría, que no ha faltado en lo más mínimo a los Cuerpos Colegisladores, que no ha quebrantado ninguno de los respetos que se debía al resto de la nación. Un país en que no sólo he nacido y recibido la vida material, sino a quien le debo también la vida política, lo poco que valgo y lo que soy; un país que me ha empujado hasta un punto elevadísimo en que hoy inmerecidamente me encuentro por gracia voluntad de la más bondadosa de las Reinas [Egaña había sido nombrado senador vitalicio]; mientras que Su Señoría responde otra clase de sentimientos, y se presenta aquí como el fiscal implacable y severo de una organización social a mi juicio la más perfecta que han conocido las edades pasadas, que conocen las presentes y que conocerán las venideras; de esa organización que dura más de mil años, sin que hayan podido conmoverla y menos destruirla las tempestades políticas que han derruido imperios, destronado dinastías, y hasta hundido nacionalidades de gran fuerza; mientras que aquel pobre rincón ha mantenido incólume esa nacionalidad que ha parecido al Sr. Sánchez Silva tan poco digna de respeto, que ni siquiera la considera acreedora a que se la guarden los fueros de la desgracia.
»(…) Oigo que un señor senador amigo mío se extraña de que use la palabra nacionalidad [En efecto: la cita de Egaña había provocado muchos rumores entre los legisladores]. Claro es que al hablar en la época y momento en que he hablado de nacionalidad, este señor senador conocerá muy bien que siendo aquellas provincias parte de España, no había de hablar de una nacionalidad distinta de la española, pero como dentro de esta gran nacionalidad hay una organización especial que vive dentro de ella con su vida aparte, por eso usaba la palabra nacionalidad al hablar de las provincias vascas. Conozco que tal vez habría sido más exacta la palabra organización; de todas maneras, si a Su Señoría no le parece conveniente la de nacionalidad, la reemplazaré desde luego con la de organización especial.»
Como puede verse, además del hecho de que Egaña no era del mismo Bilbao pero se quedaba cerca (eso de «la organización social más perfecta de las venideras» le quedó pintiparado), la cita sirve para dirimir, con exactitud, para qué se inventó el término de nacionalidad distinguido del de nación. Nacionalidad, en este sentido, era una distinción lingüística, cultural y social que, sin embargo, era de posible desarrollo dentro de la nación española.
¿Qué pienso yo de todo esto de los nacionalismos? Pues la verdad es que soy gallego, pero no nacionalista. Y lo que pienso se parece bastante a lo que ya dijo, con bastante acierto, un político por el que no siento demasiada simpatía histórica: Manuel Azaña. Azaña pronunció un discurso el 27 de marzo de 1930 en el restaurante Patria de Barcelona. Este ágape formó parte de un conjunto de celebraciones cuyo centro fueron intelectuales de Madrid (Azaña, Marañón, Ortega, Bagaría, y otros) de visita en Barcelona. El viaje fue un agradecimiento organizado por Juan Estelrich por un manifiesto firmado por esos intelectuales castellanos contra la agresión de la dictadura de Primo de Rivera, en ese momento ya acabada, contra el catalán y lo catalán.
Dejemos a hablar a Azaña. Estas palabras pueden encontrarse en sus Obras Completas:
«En días de dolor para todos, singularmente amargos para Cataluña, pensando en vuestros sentimientos maltratados (…) queríamos deciros lo que era menester entonces para que os llegasen unas palabras de ánimo y el testimonio de que no estabais solos. (…) Y esto lo queríamos hacer no de una manera fría o en virtud de un principio general que podía aplicarse de la misma manera a cualquier país lejano, sino con plena conciencia de las realidades de Cataluña, de sus creaciones actuales y del rango que ocupa entre los pueblos peninsulares, unidos a través de tantas vicisitudes históricas por un destino superior común.
»(…) El rubor nos embargaba al ver que para oprimir a los catalanes se invocaban las cosas más nobles, profanadas por la tiranía. ¿Vosotros os doléis, justamente, de que se oprimiese a Cataluña? ¿Pero no habíamos de indignarnos aún más al ver que para oprimir a vuestra Patria se ponía como pretexto a otra Patria? (…)
»Yo no soy patriota (…) Mas si no soy patriota, sí soy español por los cuatro costados, aunque no sea españolista. (…)
»Gracias al catalanismo será libre Cataluña; y al trabajar nosotros, apuntalados en vosotros, trabajamos para la misma libertad nuestra, y así obtendremos la libertad de España. Porque muy lejos de ser irreconciliables, la libertad de Cataluña y la libertad de España son la misma cosa. Yo creo que esta liberación conjunta no romperá los lazos comunes entre Cataluña y lo que seguiría siendo el resto de España. Creo que entre el pueblo vuestro y el mío hay demasiados lazos espirituales, históricos y económicos para que un día, enfadándonos todos, nos volviésemos las espaldas como si jamás nos hubiéramos conocido. Es lógico que en tiempos de lucha establezcamos el inventario cuidadoso de lo que nos separa; pero será también bueno que un día nos pongamos a reflexionar sobre lo que verdaderamente ‑no administrativamente, sino espiritualmente‑ nos une.»
Sea.
lunes, octubre 09, 2006
¡Oops! (Era: Iglesia y franquismo)
De verdad, es desesperante lo patazas que soy.
El otro día colgué en un post, muy ufano, mis primeras fotos. En alguna de ellas hacía referencia a este post, que escribí hara cosa de diez o quince días, que creía publicado. Hoy Blogger me ha informado de que lo tengo en borrador y, por lo tanto, aún ignoto.
A partir de la línea de puntos, va como lo concebí, tan sólo con la novedad de la foto, que ahora sí que sé subirla.
.............
Cuando se habla de Historia, se habla de algo sobre lo que algunos saben algo, unos pocos mucho y la mayoría nada o casi nada. Un terreno abonado para los clichés, los lugares comunes y, en definitiva, las cosas que no son verdad o no lo son del todo.
Que la Iglesia católica española fue uno de los principales ganadores del advenimiento del franquismo es algo que está fuera de toda duda. Pero la imagen, que tal vez algunas o muchas personas tienen, de una jerarquía eclesiástica constantemente plegada a los deseos, filias y fobias de la dictadura es, hemos de reconocerlo, incierta. Son conocidos, o eso creo yo, los casos de los «curas obreros» de los últimos años del franquismo, algunos de ellos decididamente militantes en la oposición al régimen. Pero el repaso, siquiera somero, a este fenómeno, requiere ir un poco más allá.
Mi historia comienza el 12 de diciembre de 1956. No hace ni veinte años que terminó la guerra y un franquismo ya más consolidado, que comienza su periodo de relaciones con Estados Unidos y el resto de Occidente, se siente en la necesidad de armar un poco más el Estado con leyes fundamentales. En el marco de ese debate la Falange, o sea el único partido político permitido en España (que no se llamaba partido, sino Movimiento Nacional) diseña una serie de proyectos de ley del Estado y del gobierno que son el último intento medianamente serio de crear en España un Estado fascista. Sucintamente, lo que la Falange pretende es crear un Estado en el que los ganadores de la guerra, constituidos en un Consejo Nacional, tendrán la potestad de, como se dice hoy, monitorizar la labor de las Cortes, de los ministros del Gobierno e, incluso, del propio jefe del Estado, o sea Franco.
Estos proyectos generaron una notable oposición desde el propio franquismo, algunas de cuyas voces llegaron a acusar a la Falange de querer implantar un régimen soviético (reproche que a los azules les dolió, y mucho). El 12 de diciembre de 1956, en el palacio de El Pardo, Franco habría de escuchar quejas de parecida naturaleza desde un flanco inesperado.
Le fueron a ver los tres cardenales españoles: Pla y Deniel, Quiroga Palacios y Arriba y Castro. En una audiencia que, según fuentes indirectas (Laureano López Rodó), fue muy tensa, los cardenales leyeron una nota en la que, básicamente, le decían al general que esos proyectos de ley suponían crear una dictadura de partido único, como lo habían sido la Alemania nazi y la Italia de Mussolini (grandes aliados de Franco en la guerra civil).
Esta primera rebelión no fue gran cosa. Los cardenales pedían cosas totalmente dentro del régimen, sobre todo el desarrollo del Fuero de los Españoles que, decían, «excluye lo errores del liberalismo». Pero la resistencia debió ser fuerte. López-Rodó sostiene que, algunos días más tarde, Franco le diría a Quiroga Palacios que si la Iglesia quisiera que él se fuese, él se iría.
El siguiente embate de importancia por parte de la Iglesia se produjo el 14 de noviembre de 1963, y se debió a la valentía de un fraile benedictino catalán, Aurelio M. Escarré (en la foto), conocido en Cataluña como Dom Escarré, abad de Montserrat. En dicha fecha, el periódico francés Le Monde publicó unas declaraciones suyas que eran una auténtica bomba. Leídas hoy pueden parecer normales, pero en ese momento, verdaderamente eran toda una prueba de presencia de ánimo.
Lo primero que hacía Escarré era negar el núcleo duro de la filosofía franquista: «No tenemos tras de nosotros 25 años de paz, sino 25 años de victoria»; proceso liderado por un Estado que «no obedece a los principios básicos del cristianismo». Por si no quedaban claras sus intenciones, defendía la coherencia con el cristianismo en principios como que «el pueblo debe escoger su Gobierno y poder cambiarlo si lo desea». Para Escarré, la persistencia de presos políticos en las cárceles franquistas era demostración palpable de que la paz era una paz falsa, inexistente.
Más: «El Régimen obstaculiza el desarrollo de la cultura catalana». Acto seguido, explica: «En gran mayoría, no somos los catalanes separatistas. Cataluña es una nación entre las nacionalidades españolas. Tenemos derecho, como cualquier otra minoría, a nuestra cultura, a nuestra historia, a nuestras costumbres, que tienen su personalidad en el seno de España. Somos españoles, no castellanos».
Vaya tela, ¿eh? Decir que Cataluña es una nación da problemillas en el 2006. Pero es que estamos hablando de más de cuarenta años antes.
Y la ola no remitió. En 1966, un centenar… ¡de sacerdotes!, se manifestó por la Via Laietana de Barcelona, gritando «Volem bisbes catalans» [si falta algún signo ortográfico lo siento; desconozco la ortografía del catalán], o sea: queremos obispos catalanes. Por ello, a pesar de ser cien, y de ser curas, se les envió a la policía, que los disolvió. El centro del conflicto era la decisión de nombrar a un no catalán, Marcelo González, obispo coadjutor de la diócesis condal. El Régimen hizo aparecer, en los barrios obreros de la ciudad, pintadas presuntamente debidas a la fuerte inmigración hacia Cataluña que rezaban: «Como somos mayoría, lo queremos de Almería».
El divorcio entre Estado e Iglesia se fue haciendo más patente. El 30 de mayo de 1969, tuvo lugar en el Cerro de los Ángeles, en Madrid, un acto para celebrar el 50 aniversario de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, representado allí, en el Cerro, por una colosal estatua de Jesucristo que, en las alturas, parece querer emular al Corcovado de Río de Janeiro. El acto tenía una enorme simbología franquista, porque esa misma estatua había sido especialmente vejada, durante la guerra civil, por los republicanos, los cuales realizaron un amago de fusilamiento de Jesucristo.
En los discursos pronunciados por los prelados no se hizo ni la más mínima mención a estos hechos; ni siquiera a la persona de Franco.
Este silencio provocó una carta «teledirigida» de un sedicente jesuita, que firmaba con iniciales, en la revista Fuerza Nueva, dirigida por Blas Piñar y absolutamente alineada con el franquismo, incluso mucho después de que éste desapareciese. Esta carta, además de echar pestes sobre el cardenal primado de España, cardenal Enrique y Tarancón, que luego fuera uno de los puntales de la transición política, se hacía eco de unos rumores según los cuales el general de los jesuitas, padre Pedro Arrupe, no quería venir a España para no tener que estrechar la mano de Franco (aunque lo hizo unos nueve meses después de esta carta). Esta publicación generó una muy agria polémica entre la revista y la jerarquía eclesiástica.
Con todo, el definitivo divorcio entre la Iglesia y el franquismo (o cierta Iglesia, pues estamos hablando de una institución que sabe ser multifronte) se produjo por el nacionalismo vasco. Conforme avanzaba la década de los sesenta, las actividades de una organización independentista, la ETA, se iban haciendo cada vez más dañinas y frecuentes. Y fue sólo cuestión de tiempo que, en las detenciones practicadas por la policía, acabasen apareciendo sacerdotes. En general, el fenómeno de los curas de izquierdas empezaba a producirse. A finales de 1969, se produjo en Asturias un hecho insólito: una huelga de misa. Los sacerdotes, en un auténtico lock-out espiritual, se negaron a decir misa, en solidaridad con una huelga de mineros.
En junio de 1970, nueve sacerdotes de la diócesis de Bilbao fueron detenidos tras haber sido condenados por un tribunal militar por «falta de respeto y ofensas a la autoridad» en una serie de homilías pronunciadas un año antes. El obispo de Bilbao, monseñor Cirarda, respondió suspendiendo los actos de la fiesta religiosa del Sagrado Corazón de Jesús, el 5 de julio. Y ojito con la nota que hace pública el obispo el día 6 (las cursivas son mías): «Lamentamos y desaprobamos las reacciones desmedidas que hayan podido producirse en la búsqueda de la libertad legítima». Con un par.
El 13 de junio, el mismo obispo Cirarda le comunicó a la alcaldesa de Bilbao, Pilar Careaga, la suspensión del Te Deum que se tenía que celebrar el día 19 en la basílica de Begoña, en conmemoración de la toma (entonces liberación) de Bilbao por las tropas franquistas.
Poco tiempo después, en el denominado Proceso de Burgos (que da él solito para un post), la situación llegaría al clímax: dentro del grupo de militantes de ETA procesados se encontraban dos sacerdotes: Juan Echave Garitacelaya, párroco o más bien ex párroco de Acitaín; y Juan Calzada Ugalde, coadjutor de la parroquia de Yurreta, en Durango.
Había comenzado la década de los setenta. La de las asambleas obreras en las iglesias, los curas sin sotana y con jerseys de cuello alto, esas cosas. Pero antes que ésos, que nadaron en las aguas turbulentas del tardofranquismo, hubo otros que, en circunstancias mucho más complejas, defendieron, de una forma más o menos taimada, el regreso de las libertades.
Llevo muchos años apartado de la fe católica, en la que fui educado. Pero hay cosas que aún recuerdo. Por ejemplo, que hay que darle al César lo que es del César.
El otro día colgué en un post, muy ufano, mis primeras fotos. En alguna de ellas hacía referencia a este post, que escribí hara cosa de diez o quince días, que creía publicado. Hoy Blogger me ha informado de que lo tengo en borrador y, por lo tanto, aún ignoto.
A partir de la línea de puntos, va como lo concebí, tan sólo con la novedad de la foto, que ahora sí que sé subirla.
.............
Cuando se habla de Historia, se habla de algo sobre lo que algunos saben algo, unos pocos mucho y la mayoría nada o casi nada. Un terreno abonado para los clichés, los lugares comunes y, en definitiva, las cosas que no son verdad o no lo son del todo.
Que la Iglesia católica española fue uno de los principales ganadores del advenimiento del franquismo es algo que está fuera de toda duda. Pero la imagen, que tal vez algunas o muchas personas tienen, de una jerarquía eclesiástica constantemente plegada a los deseos, filias y fobias de la dictadura es, hemos de reconocerlo, incierta. Son conocidos, o eso creo yo, los casos de los «curas obreros» de los últimos años del franquismo, algunos de ellos decididamente militantes en la oposición al régimen. Pero el repaso, siquiera somero, a este fenómeno, requiere ir un poco más allá.
Mi historia comienza el 12 de diciembre de 1956. No hace ni veinte años que terminó la guerra y un franquismo ya más consolidado, que comienza su periodo de relaciones con Estados Unidos y el resto de Occidente, se siente en la necesidad de armar un poco más el Estado con leyes fundamentales. En el marco de ese debate la Falange, o sea el único partido político permitido en España (que no se llamaba partido, sino Movimiento Nacional) diseña una serie de proyectos de ley del Estado y del gobierno que son el último intento medianamente serio de crear en España un Estado fascista. Sucintamente, lo que la Falange pretende es crear un Estado en el que los ganadores de la guerra, constituidos en un Consejo Nacional, tendrán la potestad de, como se dice hoy, monitorizar la labor de las Cortes, de los ministros del Gobierno e, incluso, del propio jefe del Estado, o sea Franco.
Estos proyectos generaron una notable oposición desde el propio franquismo, algunas de cuyas voces llegaron a acusar a la Falange de querer implantar un régimen soviético (reproche que a los azules les dolió, y mucho). El 12 de diciembre de 1956, en el palacio de El Pardo, Franco habría de escuchar quejas de parecida naturaleza desde un flanco inesperado.
Le fueron a ver los tres cardenales españoles: Pla y Deniel, Quiroga Palacios y Arriba y Castro. En una audiencia que, según fuentes indirectas (Laureano López Rodó), fue muy tensa, los cardenales leyeron una nota en la que, básicamente, le decían al general que esos proyectos de ley suponían crear una dictadura de partido único, como lo habían sido la Alemania nazi y la Italia de Mussolini (grandes aliados de Franco en la guerra civil).
Esta primera rebelión no fue gran cosa. Los cardenales pedían cosas totalmente dentro del régimen, sobre todo el desarrollo del Fuero de los Españoles que, decían, «excluye lo errores del liberalismo». Pero la resistencia debió ser fuerte. López-Rodó sostiene que, algunos días más tarde, Franco le diría a Quiroga Palacios que si la Iglesia quisiera que él se fuese, él se iría.
El siguiente embate de importancia por parte de la Iglesia se produjo el 14 de noviembre de 1963, y se debió a la valentía de un fraile benedictino catalán, Aurelio M. Escarré (en la foto), conocido en Cataluña como Dom Escarré, abad de Montserrat. En dicha fecha, el periódico francés Le Monde publicó unas declaraciones suyas que eran una auténtica bomba. Leídas hoy pueden parecer normales, pero en ese momento, verdaderamente eran toda una prueba de presencia de ánimo.
Lo primero que hacía Escarré era negar el núcleo duro de la filosofía franquista: «No tenemos tras de nosotros 25 años de paz, sino 25 años de victoria»; proceso liderado por un Estado que «no obedece a los principios básicos del cristianismo». Por si no quedaban claras sus intenciones, defendía la coherencia con el cristianismo en principios como que «el pueblo debe escoger su Gobierno y poder cambiarlo si lo desea». Para Escarré, la persistencia de presos políticos en las cárceles franquistas era demostración palpable de que la paz era una paz falsa, inexistente.
Más: «El Régimen obstaculiza el desarrollo de la cultura catalana». Acto seguido, explica: «En gran mayoría, no somos los catalanes separatistas. Cataluña es una nación entre las nacionalidades españolas. Tenemos derecho, como cualquier otra minoría, a nuestra cultura, a nuestra historia, a nuestras costumbres, que tienen su personalidad en el seno de España. Somos españoles, no castellanos».
Vaya tela, ¿eh? Decir que Cataluña es una nación da problemillas en el 2006. Pero es que estamos hablando de más de cuarenta años antes.
Y la ola no remitió. En 1966, un centenar… ¡de sacerdotes!, se manifestó por la Via Laietana de Barcelona, gritando «Volem bisbes catalans» [si falta algún signo ortográfico lo siento; desconozco la ortografía del catalán], o sea: queremos obispos catalanes. Por ello, a pesar de ser cien, y de ser curas, se les envió a la policía, que los disolvió. El centro del conflicto era la decisión de nombrar a un no catalán, Marcelo González, obispo coadjutor de la diócesis condal. El Régimen hizo aparecer, en los barrios obreros de la ciudad, pintadas presuntamente debidas a la fuerte inmigración hacia Cataluña que rezaban: «Como somos mayoría, lo queremos de Almería».
El divorcio entre Estado e Iglesia se fue haciendo más patente. El 30 de mayo de 1969, tuvo lugar en el Cerro de los Ángeles, en Madrid, un acto para celebrar el 50 aniversario de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, representado allí, en el Cerro, por una colosal estatua de Jesucristo que, en las alturas, parece querer emular al Corcovado de Río de Janeiro. El acto tenía una enorme simbología franquista, porque esa misma estatua había sido especialmente vejada, durante la guerra civil, por los republicanos, los cuales realizaron un amago de fusilamiento de Jesucristo.
En los discursos pronunciados por los prelados no se hizo ni la más mínima mención a estos hechos; ni siquiera a la persona de Franco.
Este silencio provocó una carta «teledirigida» de un sedicente jesuita, que firmaba con iniciales, en la revista Fuerza Nueva, dirigida por Blas Piñar y absolutamente alineada con el franquismo, incluso mucho después de que éste desapareciese. Esta carta, además de echar pestes sobre el cardenal primado de España, cardenal Enrique y Tarancón, que luego fuera uno de los puntales de la transición política, se hacía eco de unos rumores según los cuales el general de los jesuitas, padre Pedro Arrupe, no quería venir a España para no tener que estrechar la mano de Franco (aunque lo hizo unos nueve meses después de esta carta). Esta publicación generó una muy agria polémica entre la revista y la jerarquía eclesiástica.
Con todo, el definitivo divorcio entre la Iglesia y el franquismo (o cierta Iglesia, pues estamos hablando de una institución que sabe ser multifronte) se produjo por el nacionalismo vasco. Conforme avanzaba la década de los sesenta, las actividades de una organización independentista, la ETA, se iban haciendo cada vez más dañinas y frecuentes. Y fue sólo cuestión de tiempo que, en las detenciones practicadas por la policía, acabasen apareciendo sacerdotes. En general, el fenómeno de los curas de izquierdas empezaba a producirse. A finales de 1969, se produjo en Asturias un hecho insólito: una huelga de misa. Los sacerdotes, en un auténtico lock-out espiritual, se negaron a decir misa, en solidaridad con una huelga de mineros.
En junio de 1970, nueve sacerdotes de la diócesis de Bilbao fueron detenidos tras haber sido condenados por un tribunal militar por «falta de respeto y ofensas a la autoridad» en una serie de homilías pronunciadas un año antes. El obispo de Bilbao, monseñor Cirarda, respondió suspendiendo los actos de la fiesta religiosa del Sagrado Corazón de Jesús, el 5 de julio. Y ojito con la nota que hace pública el obispo el día 6 (las cursivas son mías): «Lamentamos y desaprobamos las reacciones desmedidas que hayan podido producirse en la búsqueda de la libertad legítima». Con un par.
El 13 de junio, el mismo obispo Cirarda le comunicó a la alcaldesa de Bilbao, Pilar Careaga, la suspensión del Te Deum que se tenía que celebrar el día 19 en la basílica de Begoña, en conmemoración de la toma (entonces liberación) de Bilbao por las tropas franquistas.
Poco tiempo después, en el denominado Proceso de Burgos (que da él solito para un post), la situación llegaría al clímax: dentro del grupo de militantes de ETA procesados se encontraban dos sacerdotes: Juan Echave Garitacelaya, párroco o más bien ex párroco de Acitaín; y Juan Calzada Ugalde, coadjutor de la parroquia de Yurreta, en Durango.
Había comenzado la década de los setenta. La de las asambleas obreras en las iglesias, los curas sin sotana y con jerseys de cuello alto, esas cosas. Pero antes que ésos, que nadaron en las aguas turbulentas del tardofranquismo, hubo otros que, en circunstancias mucho más complejas, defendieron, de una forma más o menos taimada, el regreso de las libertades.
Llevo muchos años apartado de la fe católica, en la que fui educado. Pero hay cosas que aún recuerdo. Por ejemplo, que hay que darle al César lo que es del César.
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