¿Tiene sentido hablar de una serie de películas en un blog sobre Historia? En mi opinión, sí. El cine es cultura. Bueno, vale, el cine bien hecho es cultura. Y la trilogía de The Godfather, además de estar bien hecha, está íntimamente vinculada a la historia de América. Y, desde luego, tampoco podemos olvidar la importancia creciente que el cine ha adquirido dentro del panorama cultura de este siglo y el pasado. Hoy en día, en realidad, tan importante y relevante sería que los maestros hagan a sus alumnos leer según qué libros como que les hagan ver según qué películas.
La saga de la familia Corleone conjunta muchos elementos de gran interés. En primer lugar está la historia en sí, que es un trasunto, un tanto truculento cierto es, de hechos muy reales que condicionaron la Historia de los Estados Unidos durante el siglo XX. Luego está la personalidad arrolladora de su director, Francis Ford Coppola, que, entre otras cosas, ha hecho que algunos de los mejores actores masculinos de las últimas décadas hayan trabajado para él (Brando, Pacino, De Niro, Duvall... lo cierto es que The Godfather no es un sitio pensando para que brillasen las actrices). En tercer lugar, debemos tener en cuenta el hondo impacto social que generaron las películas, especialmente la primera y la segunda, que convirtieron la saga en un fenómeno de masas. A mi modo de ver, de hecho, la mitomanía cinéfila tiene dos grandes atractores, que son la saga de los Corleone y la saga de los Skywalker (Star Wars). ¿Tendrá algo que ver que Coppola y George Lucas sean amigos íntimos desde hace muchos años?
Así que he pensado en escribir un poco sobre el asunto... no sin antes provocaros un poco. Aquí tenéis, para el fin de semana, un pequeño quiz en torno a The Godfather, la primera película de la saga. Si no habéis visto la peli o la visteis una vez y no la recordais, este post no es para vosotros. Pero si habeis visto la peli con atención, tal vez pilleis alguna ;-P Y luego siempre queda internet, claro.
Vamos allá con las preguntas. Por delante digo que me parecen dificilillas.
1.- Francis Ford Coppola dudó entre dos actores para el papel de Vito Corleone. Uno, lógicamente, era Brando. ¿Cuál era el otro?
2.- La Paramount prefería que Brando se quedara fuera. Para cuando se rodó la película, ya tenía fama de actor caprichoso y difícil de gobernar. Decidieron ponerle tres condiciones para poder hacer el papel. Dos de ellas eran de contenido económico y, aunque duras, eran aceptables por parte de Brando. Pero la tercera fue pensada para que se negase en redondo. ¿Cuál fue esa condición?
3.- James Caan no es italiano de origen. Sin embargo, no sólo se llevó el papel de Santino Sonny Corleone, sino que Coppola incluso pensó en él para el papel de Michael. ¿Por qué era tan convincente en el papel un descendiente de alemanes?
4.- Ya puestos: ¿por qué el segundo nombre de Coppola es Ford?
5.- ¿En qué escena de la película trabajan juntos de extras Italia y Carmine Coppola, padres del director?
6.- ¿Qué actor de la película tuvo antes de hacerla el absurdo nombre artístico de Chief Chikawicky?
7.- ¿Qué profesión tenía Morgana King antes de interpretar a la mujer de Vito Corleone? Y, ya para nota, ¿quién la recomendó para la película?
8.- Coppola dudó mucho antes de darle a Diane Keaton el papel de Kay Adams. Una de las razones era que Keaton sólo había hecho comedia hasta entonces y se desconocía su registro dramático. Pero la segunda razón tiene que ver con su relación con Al Pacino en el film. ¿Cuál era esa otra razón?
9.- ¿Cuántas personas resultan disparadas en la película?
10.- En la escena en la que Michael se mete en una cabina telefónica y llama a su casa para enterarse de que su padre ha sido herido, hay un detalle de mala ambientación que, de hecho, hace imposible que dicha escena esté ocurriendo en el año en que se supone que ocurre. ¿Cuál es ese detalle?
11.- ¿Por qué, en la primera escena de la película, Vito Corleone tiene un gato en el regazo, gato que no vuelve a aparecer en otras escenas?
12.- ¿Cuál fue la razón que puso Brando para meterse, antes del primer ensayo de su papel, unos kleenex en los carrillos, dando a su rostro el aspecto de la película?
13.- Se da la circunstancia de que en esta primera película hay un judío que hace de italiano, y un italiano que hace de judío. ¿Qué dos actores/personajes son?
14.- ¿Qué es en realidad la impresionante mansión donde vive Wolf, el productor de Hollywood?
15.- En la escena en la que Clemenza enseña a Michael a cocinar, hay una discrepancia entre la receta que Mario Puzo escribió en el libro y la que Ford Coppola reescribió en el script. Los gastrónomos suelen decir que el cambio hecho por Coppola, lejos de mejorar el plato, lo destroza. ¿Cuál es ese ingrediente?
16.- ¿Quién y por qué decidió que Vito Corleone tuviese la voz susurrante que se hizo archifamosa?
El lunes tendréis el último post del oro. Y, luego, atacaremos con esto.
viernes, julio 24, 2009
miércoles, julio 22, 2009
El oro (2)
Al comienzo del siglo XVIII, cualquier economista se hubiese descojonado si le hubiesen planteado la posibilidad de la desaparición del patrón plata. Sin embargo, el vídeo estaba a punto de comenzar a matar a la estrella de la radio, y a hacerlo desde un flanco totalmente desconocido: la prosperidad.
La entrada en juego en serio de Inglaterra como potencia colonial, unida a los muchos avances que trajo el siglo XVIII, el último de los cuales sería el estallido de la Revolución Industrial, cambiaría totalmente la faz de la economía mundial. Para las metrópolis, hasta entonces, las colonias habían sido tierras de explotación. Pero en el siglo XVIII, Inglaterra y, en menor medida, Holanda, comenzaron a verlas como tierras de comercio. Tierras a las que no sólo se les podía comprar, sino también vender. Por otra parte, la mejora de las comunicaciones y el transporte permitió mejores y más frecuentes flujos comerciales entre las propias naciones europeas.
El siglo XVIII es el siglo de las compañías británicas coloniales, como la Compañía de Indias, que suponen el primer ejemplo serio de inversión extranjera. Las presencias británicas en el exterior invertían fuertes sumas en factorías, plantaciones, etc., y todo eso había que financiarlo. Lo cual quiere decir que toda esa actividad comenzó a demandar dinero. Si de un solo grifo se llenaba antes una piscina (Europa) y ahora se llenan dos (Europa y el resto del mundo), está claro que o abrimos más o durante más tiempo el grifo o, con la misma agua, la primera piscina no podrá estar igual de llena. Esto exactamente es lo que le pasó a las monedas de plata inglesas: comenzaron a viajar fuera del país, en tales cantidades que ya en 1774 se consideraba imposible mantener un sistema monetario basado en la plata.
No fue el oro el que mató a la plata. Fue la prosperidad, sus consecuencias, y la invención del papel. Los billetes de banco se inventan o reinventan (y digo reinventan porque al parecer los chinos ya los tuvieron) en Suecia, en 1658. En 1694, el Banco de Inglaterra fue autorizado a emitir compromisos de pago en papel (no otra cosa es un billete; los antiguos de pela decían: «El Banco de España pagará al portador...») contra los intereses de la deuda pública británica. Incluso aparecieron otro tipo de billetes, los llamados Exchequer Bills, que eran, por lo que he podido saber, un híbrido entre billete y pagaré, pues tenían plazo de vigencia y devengaban intereses durante el mismo.
Ya sé que lo que mola es escribir posts antiglobi y tal. Pero lo cierto es que lo más parecido a la globalización que tuvo el mundo en el siglo XVIII, que fue el desarrollo del papel moneda y los créditos bancarios, salvó a ese mismo mundo de seguir siendo el mismo mundo que había sido hasta entonces, con crecimientos lentorros y una inmensa mayoría de personal viviendo igual, incluso peor que los cerdos y las vacas. Estas innovaciones financieras hicieron posible que la inversión creadora de riqueza superase las fronteras del puto pueblo de cada uno y llegase a cualquier rincón de la Tierra conocida. Pero, claro, también había una ley de oro: en algún momento, todos esos papeles debían ser abonados en lo que los británicos llaman hard cash. Nosotros decimos en pasta gansa. Como Inglaterra no exportaba lo suficiente como para recibir pasta de otros países en suficiente magnitud para financiar esas inversiones, necesitaba acopiar dinero para dichos pagos. Lo cual tenía a secar el sistema. Para colmo, las constantes entradas de oro en el mercado, pues en aquellos tiempos se intensificó su extracción en las minas brasileñas, tendió a poner el valor en la calle de la guinea por debajo de su valor real.
Mientras la política monetaria inglesa estuvo inspirada en la estrategia diseñada por Newton en 1717, la plata fue sin duda el estándar. Newton creía hasta el fondo en el patrón plata, pero, en los años tras su muerte, la situación evolucionó de una forma tan rápida y angustiosa que Conduitt, su sucesor al frente de la Casa de la Moneda, ya no estaba tan seguro de que se pudiese defender un patrón basado en el valor plata de la libra esterlina. De hecho, Conduitt puso en marcha una nueva política, que ha sido muy a menudo resumida con la frase «dejemos que sea el metal más fuerte el que gane». En el marco de esta política, se abandonó la estrategia newtoniana, basada en modificar el valor en plata de las monedas de oro (o sea, su peso) para así defender la plata, y se permitió la libre circulación internacional de las monedas de este último metal, a sabiendas de que en muchos países, como Francia, las monedas de plata eran el medio más usado para los pagos de comercio y, consecuentemente, la masa monetaria en plata se reduciría rápida y drásticamente. Como no tenía sentido llenar ese agujero con más plata (todo lo que haría sería salir por la puerta), se llenaba con emisiones de guineas. En unas pocas décadas, todas las monedas de plata de calidad habían desaparecido de la circulación.
A finales del siglo XVIII, por lo tanto, Inglaterra estaba, de hecho, en un patrón oro, pues su sistema monetario estaba petado de guineas. Y, además, las monedas de este tipo mostraban una mayor estabilidad en su precio de lo que lo habían hecho las de plata. A partir de 1770, además, la última esperanza de la plata se desvaneció. Hasta entonces, la plata había sido necesaria para pagar la inversión exterior porque Inglaterra, como hemos dicho, no exportaba lo suficiente como para obtener recursos y compromisos de pagos que equilibrasen las necesidades de esas inversiones. Pero en 1770, más o menos, comienza la Revolución Industrial. Inglaterra comienza a producir más que nadie, y a mejor calidad que nadie. Lo cual quiere decir que empieza a ponerse las botas a base de vender. A partir de ese momento, Inglaterra ya no necesita la plata para nada.
Como hemos dicho antes, la guinea era una moneda de oro que, a causa de la producción de oro relativamente fuerte que ya había en el mundo (y la demanda relativamente pequeña, pues la mayoría de los países seguían en el patrón plata), tenía un valor facial superior a su valor de mercado. Eso, sin embargo, cambió con la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, pues distorsionaron la producción y dispararon el precio del oro (el oro tiene cierta tendencia a disparar su precio siempre que hay guerras gordas, o no tan gordas). El hecho de que la guinea fuese el referente más estable del mundo monetario, mucho más que las monedas de plata, hizo que fuese acaparada y, de hecho, prácticamente desapareció en poquísimo tiempo. En 1790, se estimaba en Inglaterra una masa monetaria en guineas de oro de unos 25 millones de libras. Siete años después, el Banco de Inglaterra suspendía pagos, pues no le quedaban monedas con que pagar.
La suspensión de pagos de 1797 fue traumática para Inglaterra pero, en el fondo, le vino de coña, porque le dio la ocasión y el momento para reformar su sistema monetario. Hasta entonces, las dos experiencias positivas que se habían vivido eran: la consolidación de un estándar de valor, la libra esterlina; y la relativa estabilidad del precio de la guinea, o sea del oro. Se trataba de combinarlas las dos. La reforma fue profundísima, quizá la reforma monetaria más profunda en la Historia del mundo, de momento. La plata fue definitivamente abandonada como metal utilizado para definir la unidad de cuenta y para la acuñación. La libra esterlina, cuyo valor hasta entonces se había definido en plata, pasó a definirse en oro, concretamente 3 libras, 17 chelines y 10 peniques y medio por onza. La guinea, que no tenía este valor exacto, fue abolida. En su lugar, se emitió una nueva moneda, el soberano. El soberano equivalía a una libra esterlina.
Quizá resulte difícil, pero es importante captar lo intensamente revolucionario del cambio. El nuevo estándar de medición de valor y riqueza, la libra esterlina, ya no se definía según un determinado peso en plata, como antiguamente. Ahora se definía con oro. Pero no se definía con el peso de una determinada cantidad de oro, sino con su valor. De esta manera, la política monetaria pasaba a estar directamente conectada con el mantenimiento de dicho valor. Se sustituyó un valor enormemente volátil (el de la plata) por otro que se suponía estable, que debía permanecer estable. Por eso, en 1816, que es cuando se produce este cambio de enormes proporciones, la primera medida que se toma es reiniciar los pagos del Banco de Inglaterra. El Banco comienza a pagar los efectos que debe pagar pero, como está ya en un patrón oro, paga con oro. Las monedas de oro empiezan a circular; se corrige su escasez. De esta manera, el oro, cuyo valor de mercado estaba por encima del estándar de la libra, se iguala con éste rápidamente.
La reforma de 1816 inventa también otra cosa que hoy es fundamental para el funcionamiento económico: la intervención de los bancos centrales. En el marco de la reforma, se decreta la libre exportación e importación de oro a y desde Inglaterra, para evitar la formación de niveles de precio ficticios. Y, lo que es más importante, se establece que el Banco de Inglaterra comprará todas las cantidades de oro que se le ofrezcan al precio de 3 libras, 17 chelines y 10 peniques y medio por onza. De esta manera, si el oro se separaba del estándar por arriba, el Banco de Inglaterra enchufaría en el mercado contingentes de oro a su valor oficial, bajando el precio; y si bajaba, los poseedores de oro lo venderían al Banco de Inglaterra el cual, obligado a pagar el estándar, les procuraría un beneficio, pero también acabaría forzando la subida de precio del metal.
Los desarrollos financieros, además, sirvieron para que esta novedad histórica (nunca, hasta 1816, conoció el mundo la estabilidad en las relaciones de cambio de las monedas) se extendiese a todo el mundo. El gran instrumento difusor fue lo que lo ingleses llaman Sterling Bill of Exchange.
La BoE es un instrumento financiero que transfiere la responsabilidad de financiar el valor de una mercancía exportada o importada durante el periodo en que dicha mercancía estaba en tránsito, así pues no ha sido abonada por el comprador. Quienes aceptan dicha responsabilidad son bancos o casas financieras especializadas. El exportador, en el momento de la venta, recibe una BoE pagadera en el futuro, por ejemplo 90 días. Nada más salir el barco, va a su banco y la descuenta, es decir cobra su importe menos una comisión. El banco toma el título y lo coloca en el mercado secundario, en el que, habitualmente, es adquirido por el agente del importador de la mercancía a cambio de pagar una determinada cantidad de oro en algún momento prefijado. Como puede verse, estamos ante la invención del instrumento financiero que permite hacer líquidos los ingresos y pagos de una operación antes de que la operación misma se perfeccione, incrementando de esta manera la velocidad de circulación del dinero y, por lo tanto, su capacidad de financiación.
Pero como el pago último se hacía en oro, para que esta operación, que tardaba meses en perfeccionarse, fuese posible, era necesario que el valor oro permaneciese estable. Con la generalización de las BoE, por lo tanto, no fue Inglaterra, sino el mundo entero quien adquirió interés en la estabilidad del patrón oro.
A principios del siglo XVIII, los economistas se hubieran descojonado ante la posibilidad de la desaparición del patrón plata. A mediados del XIX, sus bisnietos economistas también se descojonaban, pero esta vez si alguien les decía que algún día desaparecería el patrón oro. En su percepción, el oro era la referencia eternamente estable que el mercado monetario mundial necesitaba. Si sus bisabuelos se equivocaron, ellos no.
Pero se equivocaban.
La entrada en juego en serio de Inglaterra como potencia colonial, unida a los muchos avances que trajo el siglo XVIII, el último de los cuales sería el estallido de la Revolución Industrial, cambiaría totalmente la faz de la economía mundial. Para las metrópolis, hasta entonces, las colonias habían sido tierras de explotación. Pero en el siglo XVIII, Inglaterra y, en menor medida, Holanda, comenzaron a verlas como tierras de comercio. Tierras a las que no sólo se les podía comprar, sino también vender. Por otra parte, la mejora de las comunicaciones y el transporte permitió mejores y más frecuentes flujos comerciales entre las propias naciones europeas.
El siglo XVIII es el siglo de las compañías británicas coloniales, como la Compañía de Indias, que suponen el primer ejemplo serio de inversión extranjera. Las presencias británicas en el exterior invertían fuertes sumas en factorías, plantaciones, etc., y todo eso había que financiarlo. Lo cual quiere decir que toda esa actividad comenzó a demandar dinero. Si de un solo grifo se llenaba antes una piscina (Europa) y ahora se llenan dos (Europa y el resto del mundo), está claro que o abrimos más o durante más tiempo el grifo o, con la misma agua, la primera piscina no podrá estar igual de llena. Esto exactamente es lo que le pasó a las monedas de plata inglesas: comenzaron a viajar fuera del país, en tales cantidades que ya en 1774 se consideraba imposible mantener un sistema monetario basado en la plata.
No fue el oro el que mató a la plata. Fue la prosperidad, sus consecuencias, y la invención del papel. Los billetes de banco se inventan o reinventan (y digo reinventan porque al parecer los chinos ya los tuvieron) en Suecia, en 1658. En 1694, el Banco de Inglaterra fue autorizado a emitir compromisos de pago en papel (no otra cosa es un billete; los antiguos de pela decían: «El Banco de España pagará al portador...») contra los intereses de la deuda pública británica. Incluso aparecieron otro tipo de billetes, los llamados Exchequer Bills, que eran, por lo que he podido saber, un híbrido entre billete y pagaré, pues tenían plazo de vigencia y devengaban intereses durante el mismo.
Ya sé que lo que mola es escribir posts antiglobi y tal. Pero lo cierto es que lo más parecido a la globalización que tuvo el mundo en el siglo XVIII, que fue el desarrollo del papel moneda y los créditos bancarios, salvó a ese mismo mundo de seguir siendo el mismo mundo que había sido hasta entonces, con crecimientos lentorros y una inmensa mayoría de personal viviendo igual, incluso peor que los cerdos y las vacas. Estas innovaciones financieras hicieron posible que la inversión creadora de riqueza superase las fronteras del puto pueblo de cada uno y llegase a cualquier rincón de la Tierra conocida. Pero, claro, también había una ley de oro: en algún momento, todos esos papeles debían ser abonados en lo que los británicos llaman hard cash. Nosotros decimos en pasta gansa. Como Inglaterra no exportaba lo suficiente como para recibir pasta de otros países en suficiente magnitud para financiar esas inversiones, necesitaba acopiar dinero para dichos pagos. Lo cual tenía a secar el sistema. Para colmo, las constantes entradas de oro en el mercado, pues en aquellos tiempos se intensificó su extracción en las minas brasileñas, tendió a poner el valor en la calle de la guinea por debajo de su valor real.
Mientras la política monetaria inglesa estuvo inspirada en la estrategia diseñada por Newton en 1717, la plata fue sin duda el estándar. Newton creía hasta el fondo en el patrón plata, pero, en los años tras su muerte, la situación evolucionó de una forma tan rápida y angustiosa que Conduitt, su sucesor al frente de la Casa de la Moneda, ya no estaba tan seguro de que se pudiese defender un patrón basado en el valor plata de la libra esterlina. De hecho, Conduitt puso en marcha una nueva política, que ha sido muy a menudo resumida con la frase «dejemos que sea el metal más fuerte el que gane». En el marco de esta política, se abandonó la estrategia newtoniana, basada en modificar el valor en plata de las monedas de oro (o sea, su peso) para así defender la plata, y se permitió la libre circulación internacional de las monedas de este último metal, a sabiendas de que en muchos países, como Francia, las monedas de plata eran el medio más usado para los pagos de comercio y, consecuentemente, la masa monetaria en plata se reduciría rápida y drásticamente. Como no tenía sentido llenar ese agujero con más plata (todo lo que haría sería salir por la puerta), se llenaba con emisiones de guineas. En unas pocas décadas, todas las monedas de plata de calidad habían desaparecido de la circulación.
A finales del siglo XVIII, por lo tanto, Inglaterra estaba, de hecho, en un patrón oro, pues su sistema monetario estaba petado de guineas. Y, además, las monedas de este tipo mostraban una mayor estabilidad en su precio de lo que lo habían hecho las de plata. A partir de 1770, además, la última esperanza de la plata se desvaneció. Hasta entonces, la plata había sido necesaria para pagar la inversión exterior porque Inglaterra, como hemos dicho, no exportaba lo suficiente como para obtener recursos y compromisos de pagos que equilibrasen las necesidades de esas inversiones. Pero en 1770, más o menos, comienza la Revolución Industrial. Inglaterra comienza a producir más que nadie, y a mejor calidad que nadie. Lo cual quiere decir que empieza a ponerse las botas a base de vender. A partir de ese momento, Inglaterra ya no necesita la plata para nada.
Como hemos dicho antes, la guinea era una moneda de oro que, a causa de la producción de oro relativamente fuerte que ya había en el mundo (y la demanda relativamente pequeña, pues la mayoría de los países seguían en el patrón plata), tenía un valor facial superior a su valor de mercado. Eso, sin embargo, cambió con la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, pues distorsionaron la producción y dispararon el precio del oro (el oro tiene cierta tendencia a disparar su precio siempre que hay guerras gordas, o no tan gordas). El hecho de que la guinea fuese el referente más estable del mundo monetario, mucho más que las monedas de plata, hizo que fuese acaparada y, de hecho, prácticamente desapareció en poquísimo tiempo. En 1790, se estimaba en Inglaterra una masa monetaria en guineas de oro de unos 25 millones de libras. Siete años después, el Banco de Inglaterra suspendía pagos, pues no le quedaban monedas con que pagar.
La suspensión de pagos de 1797 fue traumática para Inglaterra pero, en el fondo, le vino de coña, porque le dio la ocasión y el momento para reformar su sistema monetario. Hasta entonces, las dos experiencias positivas que se habían vivido eran: la consolidación de un estándar de valor, la libra esterlina; y la relativa estabilidad del precio de la guinea, o sea del oro. Se trataba de combinarlas las dos. La reforma fue profundísima, quizá la reforma monetaria más profunda en la Historia del mundo, de momento. La plata fue definitivamente abandonada como metal utilizado para definir la unidad de cuenta y para la acuñación. La libra esterlina, cuyo valor hasta entonces se había definido en plata, pasó a definirse en oro, concretamente 3 libras, 17 chelines y 10 peniques y medio por onza. La guinea, que no tenía este valor exacto, fue abolida. En su lugar, se emitió una nueva moneda, el soberano. El soberano equivalía a una libra esterlina.
Quizá resulte difícil, pero es importante captar lo intensamente revolucionario del cambio. El nuevo estándar de medición de valor y riqueza, la libra esterlina, ya no se definía según un determinado peso en plata, como antiguamente. Ahora se definía con oro. Pero no se definía con el peso de una determinada cantidad de oro, sino con su valor. De esta manera, la política monetaria pasaba a estar directamente conectada con el mantenimiento de dicho valor. Se sustituyó un valor enormemente volátil (el de la plata) por otro que se suponía estable, que debía permanecer estable. Por eso, en 1816, que es cuando se produce este cambio de enormes proporciones, la primera medida que se toma es reiniciar los pagos del Banco de Inglaterra. El Banco comienza a pagar los efectos que debe pagar pero, como está ya en un patrón oro, paga con oro. Las monedas de oro empiezan a circular; se corrige su escasez. De esta manera, el oro, cuyo valor de mercado estaba por encima del estándar de la libra, se iguala con éste rápidamente.
La reforma de 1816 inventa también otra cosa que hoy es fundamental para el funcionamiento económico: la intervención de los bancos centrales. En el marco de la reforma, se decreta la libre exportación e importación de oro a y desde Inglaterra, para evitar la formación de niveles de precio ficticios. Y, lo que es más importante, se establece que el Banco de Inglaterra comprará todas las cantidades de oro que se le ofrezcan al precio de 3 libras, 17 chelines y 10 peniques y medio por onza. De esta manera, si el oro se separaba del estándar por arriba, el Banco de Inglaterra enchufaría en el mercado contingentes de oro a su valor oficial, bajando el precio; y si bajaba, los poseedores de oro lo venderían al Banco de Inglaterra el cual, obligado a pagar el estándar, les procuraría un beneficio, pero también acabaría forzando la subida de precio del metal.
Los desarrollos financieros, además, sirvieron para que esta novedad histórica (nunca, hasta 1816, conoció el mundo la estabilidad en las relaciones de cambio de las monedas) se extendiese a todo el mundo. El gran instrumento difusor fue lo que lo ingleses llaman Sterling Bill of Exchange.
La BoE es un instrumento financiero que transfiere la responsabilidad de financiar el valor de una mercancía exportada o importada durante el periodo en que dicha mercancía estaba en tránsito, así pues no ha sido abonada por el comprador. Quienes aceptan dicha responsabilidad son bancos o casas financieras especializadas. El exportador, en el momento de la venta, recibe una BoE pagadera en el futuro, por ejemplo 90 días. Nada más salir el barco, va a su banco y la descuenta, es decir cobra su importe menos una comisión. El banco toma el título y lo coloca en el mercado secundario, en el que, habitualmente, es adquirido por el agente del importador de la mercancía a cambio de pagar una determinada cantidad de oro en algún momento prefijado. Como puede verse, estamos ante la invención del instrumento financiero que permite hacer líquidos los ingresos y pagos de una operación antes de que la operación misma se perfeccione, incrementando de esta manera la velocidad de circulación del dinero y, por lo tanto, su capacidad de financiación.
Pero como el pago último se hacía en oro, para que esta operación, que tardaba meses en perfeccionarse, fuese posible, era necesario que el valor oro permaneciese estable. Con la generalización de las BoE, por lo tanto, no fue Inglaterra, sino el mundo entero quien adquirió interés en la estabilidad del patrón oro.
A principios del siglo XVIII, los economistas se hubieran descojonado ante la posibilidad de la desaparición del patrón plata. A mediados del XIX, sus bisnietos economistas también se descojonaban, pero esta vez si alguien les decía que algún día desaparecería el patrón oro. En su percepción, el oro era la referencia eternamente estable que el mercado monetario mundial necesitaba. Si sus bisabuelos se equivocaron, ellos no.
Pero se equivocaban.
martes, julio 21, 2009
La vida de Chorlito
Just a respite...
La vida de Chorlito comienza cuando tenía 8 años. Ese día, sus padres tenían que ir a visitar a un tedioso pariente al que Chorlito odiaba: su tía Abigail. Él dijo que no quería ir. Sus padres dijeron que tenía que ir. Chorlito se puso a berrear, a llorar y a gritar. Entonces comenzó la negociación. Primero, sus padres intentaron razonar con él: tu tía te quiere mucho, hay cosas que hay que hacer, etc. Pero Chorlito no se movió ni un ápice. Entonces su padre le ofreció un trato: si les acompañaba sin rechistar, ese fin de semana le llevaría a Faunia. Chorlito aceptó.
Ese día, Chorlito aprendió dos cosas. Una, que todo es negociable. Otra, que hasta la mayor de las gilipolleces del mundo tiene valor, y en ocasiones un valor inusitadamente elevado. Porque una entrada en Faunia, que lleva anexos un helado de fresa, pipas, una comilona de pizza y algún que otro regalito, sale por una pasta.
Un día, cuando Chorlito tenía diez años, un compañero de clase le cogió de la taquilla unos cromos de futbolistas. Cuando Chorlito los quiso recuperar, el amigo pretendió hacer valer que ésos no eran los de Chorlito, sino suyos. La respuesta de Chorlito fue arrearle una hostia a su compañero y saltarle sangre en la nariz.
Los profesores anunciaron a Chorlito que iban a llamar a su madre. En ese momento, Chorlito aprendió otra lección importante: en la vida, cuando das una hostia, te contestan inmovilizándote. Pero no te contestan como en el mundo infantil del que él provenía, es decir: devolviéndote la hostia.
Cuando llegó la madre de Chorlito le echó una bronca de la leche en el pasillo. Pero no le arreó ninguna hostia, con lo que Chorlito siguió considerando que, en la transacción, había un beneficio para él; tenía los cromos y además había arreado una buena hostia. Además, como la puerta del jefe de estudios se quedó entornada, escuchó con claridad a su madre preguntar, con malos modos, cómo era posible que las taquillas de los alumnos no tuviesen candados para impedir los robos.
Así pues, Chorlito acabó aprendiendo de aquella anécdota que él era un justiciero que había reclamado lo suyo, y su compañero, el de la nariz escachiforciada, un ladrón que con toda probabilidad se merecía lo que le pasó.
Cuando Chorlito aún tenía 11 años, sus padres se separaron. Eso cambió su ritmo de vida y también cambió a sus padres. Su padre siempre había sido sanguíneo y visceral; desde que Chorlito tiene memoria, lo recuerda al volante de su coche, motejando a todo aquél que no circulaba como es debido de gilipollas, hijo de puta, cabronazo, y otras expresiones de parecido jaez. Pero ahora ya no se trataba de la gente que se saltaba un ceda el paso. Se trataba de su madre, y de su padre. A todas luces, sus padres trataban de mantenerlo aislado de las cosas que decían. Pero es que sus padres, como todos los padres, no eran conscientes de las cosas de las que se entera un niño pequeño; que es pequeño, pero no gilipollas.
Así pues, Chorlito, que de alguna manera aún estaba en la edad en la que se adora a los padres, comenzó a escuchar cómo esos mismos padres se ponían de vuelta y media entre ellos. El gran clásico era la llamada al móvil de la madre en las últimas horas que le tocaban a su padre de estar con él; esa típica llamada de cuándo lo vas a traer, viene cenado, viene bañado, qué. El tono de su padre en la conversación lo decía todo. Y luego, los comentarios en voz baja al colgar. Al principio, sólo suspiros. Con el tiempo, palabras cada vez más gruesas. Hasta que, con el tiempo, su padre acabó por utilizar al colgar los mismos epítetos que siempre había dedicado al resto de conductores.
Por su parte, su madre, en los momentos en que estaba en casa tomando café y fumando con sus hermanas o sus amigas, solía hablar del padre de Chorlito. Delante del niño nunca lo citaba, pero a Chorlito le costaba medio segundo decodificar las miradas de presunta inteligencia que las contertulias se lanzaban al referirse a él para darse cuenta de que estaban hablando de su padre. Con apelativos bien parecidos a los que él utilizaba tras colgar el móvil.
Esto le sirvió a Chorlito para darse cuenta de que la violencia es una forma de relación, incluso entre quienes se aman, o se amaron. También aprendió que insultar no puede ser algo deplorable, pues las personas menos deplorables del mundo, sus padres, lo hacían constantemente, y refiriéndose el uno al otro.
Con trece años, le llegó a Chorlito la hora de estudiar medio en serio. Hasta entonces, la escuela le había dado la impresión de ser un sitio donde siempre se estaban repasando conocimientos ya conocidos, con alguna que otra novedad. Ahora, sin embargo, las novedades comenzaron a multiplicarse. El colegio compró los libros con que Chorlito tenía que estudiar. Los recibió nuevos el primer día de clase y, automáticamente, se aplicó a pintarrajearlos y dibujar imágenes, normalmente obscenas, por las esquinas en blanco del libro. Un profesor que le vio un día le regañó por guarrear el libro. Pero para entonces Chorlito ya había aprendido, a base sobre todo de centenares de negociaciones varias con sus padres, que al final, si aguantas un poco la brasa y la moralina de los cojones, acabas haciendo lo que te sale de los huevos. Aquella vez no fue una excepción: cuando el profesor se cansó de argumentar con él o simplemente se fijó en otra cosa, lo dejó en paz, y él siguió pintando en su libro.
Ese mismo profesor, en clase, les iba explicando la materia y, en cada momento, les señalaba la frase exacta del libro donde se describían las explicaciones. Chorlito aprendió pronto que estudiar consistía en demostrar que se habían leído esos subrayados. Demostrar que se habían leído, no que se hubieran comprendido o asimilado. Así, en el examen de lengua, repetía por escrito la frase de la página 76, según la cual la poesía del Movimiento Tal era «lírica y centrada en los problemas morales del hombre»; frase de la que entender, entender, lo que se dice entender, entendía más o menos un 30% de las palabras. Pero para él, examinarse era demostrar que se había leído la tal frase y se recordaba. Un día, la profesora de literatura les hizo leer en voz alta un poema del Movimiento Tal y trató de que los chicos explicasen qué quería decir la frase de la página 76 del libro aplicada a aquel poema concreto. No lo consiguió. A la semana siguiente lo intentó de nuevo, otra vez sin éxito. A la semana siguiente, ya estaban dando otra unidad.
Con trece años, Chorlito tenía sólo dos obsesiones: follar y pillarse una buena curda. En su mundo, las clases sociales se dividían prácticamente así: los vírgenes y abstemios, prácticamente personajes de ficción; los vírgenes bebedores, normalmente chicos poco agraciados o directamente guarros; los abstemios folladores, una estricta élite de chicos deportistas que cuidaban el cuerpo; y los bebedores folladores, la inmensa mayoría de creer sus relatos.
Cada vez que Chorlito se sentaba en casa frente al televisor a ver alguna de sus series de adolescentes preferida, aprendía que para triunfar en la vida hay que conseguir ser un bebedor follador. Factor común tabaco, obviamente, porque, desde luego, con trece años Chorlito había empezado a fumar, porque lo de no fumar es para deportistas, venusianos y algunos, no todos, ni siquiera la mayoría de los asmáticos. El día que su madre descubrió que Chorlito fumaba le quitó el tabaco y el mechero y los tiró a la basura; pero la segunda vez que se lo encontró, comenzó la negociación. Tal y como Chorlito había previsto, el resultado final del pacto fue, básicamente, que no fumase en aquellos lugares donde estaba su madre o estaba con su madre.
Chorlito sigue viendo la tele. En la tele, los bebedores folladores consumen más minutos de pantalla que nadie. Argumentalmente hablando, son los personajes más netos, los interpretados por los actores más populares o atractivos. Además, los bebedores folladores de la tele pueden ser malos, pero siempre el argumento se preocupa de dejar claro que hay alguna buena razón para que lo sean; son cabrones, pero cabrones con corazoncito. Y, a estas alturas de la vida, Chorlito ya ha aprendido que si tienes una razón de peso para ser un hijo de puta, estás perdonado. El malo no eres tú, sino tu pasado, o la sociedad que no te entiende, o sabe Dios quién; cualquiera, menos tú.
Así pues, Chorlito aprende con rapidez que hay que ser bebedor follador para estar en la casta adecuada. Todo eso requiere tiempo. Como el que tienen los personajes de la tele, a los que Chorlito ve pasar aventuras por la mañana, por la tarde, por la noche y en la madrugada, sin que exista la menor apariencia de que su vida esté constreñida por la más mínima regla. En la vida real, todo ese asunto de los horarios es, en realidad, muy fácil. Igual que lo de la visita a la tía coñazo aquélla de cuanto tenía ocho años. Todo consiste en dar la barrila hasta que la figura de autoridad, en el caso de Chorlito su madre, entra en la dinámica de negociar. Negociar, ya de por sí, supone establecer un mismo nivel para dos personas que antes estaban a distinto nivel. Chorlito, además, tiene la ventaja de tenerlo mucho más claro: para él, el beneficio alternativo tiene que superar a la putada de no dejarle salir. La que da la orden es su madre pero, de alguna manera, es él quien decide. Entre otras cosas, porque ahora es él quien domina los tiempos. En una orden, el que manda dice cuándo se ha acabado la discusión. Pero una negociación no termina hasta que los dos negociadores están de acuerdo en que termine. Así pues, todo consiste en prolongar las conversaciones hasta que la otra parte se canse.
En un viaje del colegio, a Chorlito y un grupo de amigos los pillan haciendo un botelloncito en una habitación del hotel. A la vuelta del viaje, los echan tres días. Chorlito no puede creerlo. Es como castigar a un asesino regalándole un Cadillac.
Con 16 años, Chorlito se enfrenta un día a su profesor en plena clase. El maestro les ha dicho que son todos unos vagos y Chorlito, que está opositando a líder de la manada, se levanta y le dice que a él no le insulta un puto reprimido de mierda. El maestro le dice que no le consiente que le hable así. Chorlito abre los brazos y le dice que qué va a hacerle, provocándolo. Y no le falta razón. Haciendo uso del derecho comparado, si un botellón en un viaje de paso del Ecuador vale tres días, llamarle a un profesor reprimido de mierda tiene que valer más o menos salir de clase y dar una vuelta a la manzana. Eso Chorlito lo sabe y, además, sabe otra cosa: que su profesor también lo sabe.
En consecuencia, se vuelve hacia sus compañeros y los solivianta. Todos se ponen contra el maestro. A duras penas, el profesor los acalla. Se marcha y vuelve con el jefe de Estudios. Tras veinte minutos de caótica explicación por parte de los alumnos de lo que ha pasado, explicación liderada por Chorlito, el jefe de estudios entra en la fase de negociación. Chorlito se frota las manos metafóricamente. Ya está en su terreno. Lleva la mitad de su vida negociando, y ganando las negociaciones a la postre. Ésta no es una excepción. El gran argumento de Chorlito es obvio: el profesor insultó primero. Siguiendo una técnica que tiene ampliamente depurada, de esta forma Chorlito consolida una doble argumentación: en primer lugar, establecer la relación entre el maestro y los alumnos como lo que es, es decir una relación entre iguales; en segundo lugar, colocar el hecho de que un maestro diga que sus alumnos son unos vagos y el hecho de que un alumno apele a un profesor de puto reprimido de mierda al mismo nivel de gravedad.
Chorlito sabe bien que la mejor forma de que un menor gane una negociación es conseguir que todos los argumentos se igualen. Y no se equivoca. El jefe de estudios no desautoriza a su compañero profesor; pero tampoco desmiente con efectividad el argumento de que fue el primero en insultar. Finalmente, la solución es hacer como que nada de esto ha pasado. Pero sí ha pasado para uno, que es el maestro: ya no puede volver a llamar vagos a sus alumnos, pues eso sería reincidir en un error. Por lo que se refiere a los alumnos, saben que, si vuelven a llamarle puto reprimido de mierda, pasarán una de dos cosas: o un castigo leve (recuérdese el derecho comparado); o una nueva negociación.
Este Chorlito es el Chorlito que cualquier noche de su vida se va a un botellón a cualquier parque, observa a una titi que le hace tilín, se le acerca y, cuando ella lo manda a la mierda, se dedica a beber más, ponerse al borde del coma etílico, seguirla cuando se marcha a su casa de madrugada, trincarla en un rincón solitario del parque y violarla. ¿Por qué? Pues por razones cuatro:
1) Porque lo que quiere es follársela. Y a Chorlito lo que le ha enseñado la vida es a hacer lo que quiere.
2) Porque no tiene sensación de proporcionalidad de las acciones. Para él, violar a una tía es hacerla suya. Goger un polvo. Como ha cogido y hecho suyas un montón de cosas en los últimos diez años de vida, empezando por los cromos, siguiendo por el derecho a ver la tele hasta las doce, siguiendo por el derecho a fumar, siguiendo por el derecho a salir hasta la madrugada, etc., etc., etc. Si nunca ha tenido problemas para tomar todo eso, ¿por qué va a ser problemático echarle un cañete a una tía que no quiere follar con él?
3) Porque no tiene sensación de que sus acciones tengan consecuencias. Ni para él, ni para los demás. El día que insultó al maestro, Chorlito reflexionó exactamente dos nanosegundos sobre la posibilidad de que al maestro aquel insulto pudiera afectarle de alguna manera. Chorlito es un bebedor follador; el resto del mundo, los que no lo son, son pringaos. Y nadie piensa en los sentimientos de los pringaos.
4) Porque no se siente responsable. La vida le ha enseñado que todos los problemas terminan en negociaciones. Ha negociado tanto a lo largo de su vida que sabe ganarlas hasta dormido. No problemo. Si alguien se mosquea por la violación, ya negociará.
Eso sí: que nadie se altere, porque a Chorlito le han explicado, mil veces mil veces, tres cosas:
1) La importancia de no ser racista.
2) La importancia de respetar las opciones sexuales.
3) La importancia de conservar el medio ambiente.
Sic transit gloria mundi.
La vida de Chorlito comienza cuando tenía 8 años. Ese día, sus padres tenían que ir a visitar a un tedioso pariente al que Chorlito odiaba: su tía Abigail. Él dijo que no quería ir. Sus padres dijeron que tenía que ir. Chorlito se puso a berrear, a llorar y a gritar. Entonces comenzó la negociación. Primero, sus padres intentaron razonar con él: tu tía te quiere mucho, hay cosas que hay que hacer, etc. Pero Chorlito no se movió ni un ápice. Entonces su padre le ofreció un trato: si les acompañaba sin rechistar, ese fin de semana le llevaría a Faunia. Chorlito aceptó.
Ese día, Chorlito aprendió dos cosas. Una, que todo es negociable. Otra, que hasta la mayor de las gilipolleces del mundo tiene valor, y en ocasiones un valor inusitadamente elevado. Porque una entrada en Faunia, que lleva anexos un helado de fresa, pipas, una comilona de pizza y algún que otro regalito, sale por una pasta.
Un día, cuando Chorlito tenía diez años, un compañero de clase le cogió de la taquilla unos cromos de futbolistas. Cuando Chorlito los quiso recuperar, el amigo pretendió hacer valer que ésos no eran los de Chorlito, sino suyos. La respuesta de Chorlito fue arrearle una hostia a su compañero y saltarle sangre en la nariz.
Los profesores anunciaron a Chorlito que iban a llamar a su madre. En ese momento, Chorlito aprendió otra lección importante: en la vida, cuando das una hostia, te contestan inmovilizándote. Pero no te contestan como en el mundo infantil del que él provenía, es decir: devolviéndote la hostia.
Cuando llegó la madre de Chorlito le echó una bronca de la leche en el pasillo. Pero no le arreó ninguna hostia, con lo que Chorlito siguió considerando que, en la transacción, había un beneficio para él; tenía los cromos y además había arreado una buena hostia. Además, como la puerta del jefe de estudios se quedó entornada, escuchó con claridad a su madre preguntar, con malos modos, cómo era posible que las taquillas de los alumnos no tuviesen candados para impedir los robos.
Así pues, Chorlito acabó aprendiendo de aquella anécdota que él era un justiciero que había reclamado lo suyo, y su compañero, el de la nariz escachiforciada, un ladrón que con toda probabilidad se merecía lo que le pasó.
Cuando Chorlito aún tenía 11 años, sus padres se separaron. Eso cambió su ritmo de vida y también cambió a sus padres. Su padre siempre había sido sanguíneo y visceral; desde que Chorlito tiene memoria, lo recuerda al volante de su coche, motejando a todo aquél que no circulaba como es debido de gilipollas, hijo de puta, cabronazo, y otras expresiones de parecido jaez. Pero ahora ya no se trataba de la gente que se saltaba un ceda el paso. Se trataba de su madre, y de su padre. A todas luces, sus padres trataban de mantenerlo aislado de las cosas que decían. Pero es que sus padres, como todos los padres, no eran conscientes de las cosas de las que se entera un niño pequeño; que es pequeño, pero no gilipollas.
Así pues, Chorlito, que de alguna manera aún estaba en la edad en la que se adora a los padres, comenzó a escuchar cómo esos mismos padres se ponían de vuelta y media entre ellos. El gran clásico era la llamada al móvil de la madre en las últimas horas que le tocaban a su padre de estar con él; esa típica llamada de cuándo lo vas a traer, viene cenado, viene bañado, qué. El tono de su padre en la conversación lo decía todo. Y luego, los comentarios en voz baja al colgar. Al principio, sólo suspiros. Con el tiempo, palabras cada vez más gruesas. Hasta que, con el tiempo, su padre acabó por utilizar al colgar los mismos epítetos que siempre había dedicado al resto de conductores.
Por su parte, su madre, en los momentos en que estaba en casa tomando café y fumando con sus hermanas o sus amigas, solía hablar del padre de Chorlito. Delante del niño nunca lo citaba, pero a Chorlito le costaba medio segundo decodificar las miradas de presunta inteligencia que las contertulias se lanzaban al referirse a él para darse cuenta de que estaban hablando de su padre. Con apelativos bien parecidos a los que él utilizaba tras colgar el móvil.
Esto le sirvió a Chorlito para darse cuenta de que la violencia es una forma de relación, incluso entre quienes se aman, o se amaron. También aprendió que insultar no puede ser algo deplorable, pues las personas menos deplorables del mundo, sus padres, lo hacían constantemente, y refiriéndose el uno al otro.
Con trece años, le llegó a Chorlito la hora de estudiar medio en serio. Hasta entonces, la escuela le había dado la impresión de ser un sitio donde siempre se estaban repasando conocimientos ya conocidos, con alguna que otra novedad. Ahora, sin embargo, las novedades comenzaron a multiplicarse. El colegio compró los libros con que Chorlito tenía que estudiar. Los recibió nuevos el primer día de clase y, automáticamente, se aplicó a pintarrajearlos y dibujar imágenes, normalmente obscenas, por las esquinas en blanco del libro. Un profesor que le vio un día le regañó por guarrear el libro. Pero para entonces Chorlito ya había aprendido, a base sobre todo de centenares de negociaciones varias con sus padres, que al final, si aguantas un poco la brasa y la moralina de los cojones, acabas haciendo lo que te sale de los huevos. Aquella vez no fue una excepción: cuando el profesor se cansó de argumentar con él o simplemente se fijó en otra cosa, lo dejó en paz, y él siguió pintando en su libro.
Ese mismo profesor, en clase, les iba explicando la materia y, en cada momento, les señalaba la frase exacta del libro donde se describían las explicaciones. Chorlito aprendió pronto que estudiar consistía en demostrar que se habían leído esos subrayados. Demostrar que se habían leído, no que se hubieran comprendido o asimilado. Así, en el examen de lengua, repetía por escrito la frase de la página 76, según la cual la poesía del Movimiento Tal era «lírica y centrada en los problemas morales del hombre»; frase de la que entender, entender, lo que se dice entender, entendía más o menos un 30% de las palabras. Pero para él, examinarse era demostrar que se había leído la tal frase y se recordaba. Un día, la profesora de literatura les hizo leer en voz alta un poema del Movimiento Tal y trató de que los chicos explicasen qué quería decir la frase de la página 76 del libro aplicada a aquel poema concreto. No lo consiguió. A la semana siguiente lo intentó de nuevo, otra vez sin éxito. A la semana siguiente, ya estaban dando otra unidad.
Con trece años, Chorlito tenía sólo dos obsesiones: follar y pillarse una buena curda. En su mundo, las clases sociales se dividían prácticamente así: los vírgenes y abstemios, prácticamente personajes de ficción; los vírgenes bebedores, normalmente chicos poco agraciados o directamente guarros; los abstemios folladores, una estricta élite de chicos deportistas que cuidaban el cuerpo; y los bebedores folladores, la inmensa mayoría de creer sus relatos.
Cada vez que Chorlito se sentaba en casa frente al televisor a ver alguna de sus series de adolescentes preferida, aprendía que para triunfar en la vida hay que conseguir ser un bebedor follador. Factor común tabaco, obviamente, porque, desde luego, con trece años Chorlito había empezado a fumar, porque lo de no fumar es para deportistas, venusianos y algunos, no todos, ni siquiera la mayoría de los asmáticos. El día que su madre descubrió que Chorlito fumaba le quitó el tabaco y el mechero y los tiró a la basura; pero la segunda vez que se lo encontró, comenzó la negociación. Tal y como Chorlito había previsto, el resultado final del pacto fue, básicamente, que no fumase en aquellos lugares donde estaba su madre o estaba con su madre.
Chorlito sigue viendo la tele. En la tele, los bebedores folladores consumen más minutos de pantalla que nadie. Argumentalmente hablando, son los personajes más netos, los interpretados por los actores más populares o atractivos. Además, los bebedores folladores de la tele pueden ser malos, pero siempre el argumento se preocupa de dejar claro que hay alguna buena razón para que lo sean; son cabrones, pero cabrones con corazoncito. Y, a estas alturas de la vida, Chorlito ya ha aprendido que si tienes una razón de peso para ser un hijo de puta, estás perdonado. El malo no eres tú, sino tu pasado, o la sociedad que no te entiende, o sabe Dios quién; cualquiera, menos tú.
Así pues, Chorlito aprende con rapidez que hay que ser bebedor follador para estar en la casta adecuada. Todo eso requiere tiempo. Como el que tienen los personajes de la tele, a los que Chorlito ve pasar aventuras por la mañana, por la tarde, por la noche y en la madrugada, sin que exista la menor apariencia de que su vida esté constreñida por la más mínima regla. En la vida real, todo ese asunto de los horarios es, en realidad, muy fácil. Igual que lo de la visita a la tía coñazo aquélla de cuanto tenía ocho años. Todo consiste en dar la barrila hasta que la figura de autoridad, en el caso de Chorlito su madre, entra en la dinámica de negociar. Negociar, ya de por sí, supone establecer un mismo nivel para dos personas que antes estaban a distinto nivel. Chorlito, además, tiene la ventaja de tenerlo mucho más claro: para él, el beneficio alternativo tiene que superar a la putada de no dejarle salir. La que da la orden es su madre pero, de alguna manera, es él quien decide. Entre otras cosas, porque ahora es él quien domina los tiempos. En una orden, el que manda dice cuándo se ha acabado la discusión. Pero una negociación no termina hasta que los dos negociadores están de acuerdo en que termine. Así pues, todo consiste en prolongar las conversaciones hasta que la otra parte se canse.
En un viaje del colegio, a Chorlito y un grupo de amigos los pillan haciendo un botelloncito en una habitación del hotel. A la vuelta del viaje, los echan tres días. Chorlito no puede creerlo. Es como castigar a un asesino regalándole un Cadillac.
Con 16 años, Chorlito se enfrenta un día a su profesor en plena clase. El maestro les ha dicho que son todos unos vagos y Chorlito, que está opositando a líder de la manada, se levanta y le dice que a él no le insulta un puto reprimido de mierda. El maestro le dice que no le consiente que le hable así. Chorlito abre los brazos y le dice que qué va a hacerle, provocándolo. Y no le falta razón. Haciendo uso del derecho comparado, si un botellón en un viaje de paso del Ecuador vale tres días, llamarle a un profesor reprimido de mierda tiene que valer más o menos salir de clase y dar una vuelta a la manzana. Eso Chorlito lo sabe y, además, sabe otra cosa: que su profesor también lo sabe.
En consecuencia, se vuelve hacia sus compañeros y los solivianta. Todos se ponen contra el maestro. A duras penas, el profesor los acalla. Se marcha y vuelve con el jefe de Estudios. Tras veinte minutos de caótica explicación por parte de los alumnos de lo que ha pasado, explicación liderada por Chorlito, el jefe de estudios entra en la fase de negociación. Chorlito se frota las manos metafóricamente. Ya está en su terreno. Lleva la mitad de su vida negociando, y ganando las negociaciones a la postre. Ésta no es una excepción. El gran argumento de Chorlito es obvio: el profesor insultó primero. Siguiendo una técnica que tiene ampliamente depurada, de esta forma Chorlito consolida una doble argumentación: en primer lugar, establecer la relación entre el maestro y los alumnos como lo que es, es decir una relación entre iguales; en segundo lugar, colocar el hecho de que un maestro diga que sus alumnos son unos vagos y el hecho de que un alumno apele a un profesor de puto reprimido de mierda al mismo nivel de gravedad.
Chorlito sabe bien que la mejor forma de que un menor gane una negociación es conseguir que todos los argumentos se igualen. Y no se equivoca. El jefe de estudios no desautoriza a su compañero profesor; pero tampoco desmiente con efectividad el argumento de que fue el primero en insultar. Finalmente, la solución es hacer como que nada de esto ha pasado. Pero sí ha pasado para uno, que es el maestro: ya no puede volver a llamar vagos a sus alumnos, pues eso sería reincidir en un error. Por lo que se refiere a los alumnos, saben que, si vuelven a llamarle puto reprimido de mierda, pasarán una de dos cosas: o un castigo leve (recuérdese el derecho comparado); o una nueva negociación.
Este Chorlito es el Chorlito que cualquier noche de su vida se va a un botellón a cualquier parque, observa a una titi que le hace tilín, se le acerca y, cuando ella lo manda a la mierda, se dedica a beber más, ponerse al borde del coma etílico, seguirla cuando se marcha a su casa de madrugada, trincarla en un rincón solitario del parque y violarla. ¿Por qué? Pues por razones cuatro:
1) Porque lo que quiere es follársela. Y a Chorlito lo que le ha enseñado la vida es a hacer lo que quiere.
2) Porque no tiene sensación de proporcionalidad de las acciones. Para él, violar a una tía es hacerla suya. Goger un polvo. Como ha cogido y hecho suyas un montón de cosas en los últimos diez años de vida, empezando por los cromos, siguiendo por el derecho a ver la tele hasta las doce, siguiendo por el derecho a fumar, siguiendo por el derecho a salir hasta la madrugada, etc., etc., etc. Si nunca ha tenido problemas para tomar todo eso, ¿por qué va a ser problemático echarle un cañete a una tía que no quiere follar con él?
3) Porque no tiene sensación de que sus acciones tengan consecuencias. Ni para él, ni para los demás. El día que insultó al maestro, Chorlito reflexionó exactamente dos nanosegundos sobre la posibilidad de que al maestro aquel insulto pudiera afectarle de alguna manera. Chorlito es un bebedor follador; el resto del mundo, los que no lo son, son pringaos. Y nadie piensa en los sentimientos de los pringaos.
4) Porque no se siente responsable. La vida le ha enseñado que todos los problemas terminan en negociaciones. Ha negociado tanto a lo largo de su vida que sabe ganarlas hasta dormido. No problemo. Si alguien se mosquea por la violación, ya negociará.
Eso sí: que nadie se altere, porque a Chorlito le han explicado, mil veces mil veces, tres cosas:
1) La importancia de no ser racista.
2) La importancia de respetar las opciones sexuales.
3) La importancia de conservar el medio ambiente.
Sic transit gloria mundi.
lunes, julio 20, 2009
El oro (1)
Una de las mamoneces más al uso últimamente es la comparación, o mejor dicho el pretendido paralelismo, entre la actual crisis económica y la denominada crisis del 29. Hay muchas razones para sostener que ambas crisis se parecen poco, o nada. Pero en este artículo, o pequeña serie de artículos que aquí voy a tratar de bosquejar antes de que llegue el mes de agosto y la hora del silencio, me voy a centrar en uno. Un aspecto en el que la situación de 1929 y la situación actual no se parecen demasiado, por decirlo elegantemente. Me refiero al aspecto monetario.
Algo hemos escrito ya sobre el tema, aunque quizá centrado en el momento inmediatamente posterior a la crisis del 29 y la segunda guerra mundial. Esto, de alguna manera, enmascara una historia muy interesante, o al menos a mí me lo parece, que es la historia del patrón oro. Para contar la historia del patrón oro tendremos que centrarnos en un país que no es el nuestro: Inglaterra. Nosotros los españoles, ciertamente, hemos nadado en metales preciosos; pero éstos eran plata y no oro fundamentalmente y, además, en la era en que la convertibilidad de las monedas comenzó a preocupar a los economistas ya no decíamos gran cosa en el mundo económico. No obstante, os aseguro que la historia monetaria de España, notablemente en el siglo XIX, también es en sí misma muy interesante, así pues prometo contárosla cualquier otro día que os pille despistados. Pero hoy os voy a empezar a contar la historia monetaria inglesa. Una historia interesante en la que intervienen personajes como sir Isaac Newton. Para los más viejos: el de la manzana. Para los más jóvenes: el del Código da Vinci.
Vayamos a por ello, pues.
En el principio no fue el oro, sino la plata. Al principio de los principios, cuando sólo existía el trueque, lo que hacían las personas eran cambiar su riqueza. Tomaban su riqueza, por ejemplo en maíz, y buscaban alguien que tuviese riqueza en muebles para cambiar el maiz por una mesa de comedor. Pero muy pronto, el hombre fue tan rico que no pudo ir con su riqueza a cuestas; y, al mismo tiempo, ambicionó conseguir cosas que valían suficiente riqueza como para que no pudiese ser transportada por facilidad. Es en ese momento cuando nace del dinero. El dinero es como la imagen en un espejo: no eres tú, pero se te parece lo suficiente como para que a tu abuela, con ver la imagen del espejo, le baste para saber que eres tú el que está ahí. El dinero representa riqueza y es riqueza en sí mismo; aunque hoy, en realidad, ya sólo la representa, pues el valor real de las moneditas que llevamos en el bolsillo es muy pequeño.
Para poder acuñar dinero, fabricar dinero, hacía falta algo que existiese en suficiente abundancia como para poder representar toda la riqueza pero que, al mismo tiempo, no fuese tan común como para que cualquiera lo pudiese tener. Una economía basada en monedas de mierda, dicho sea en sentido literal, sería hiperinflacionaria y colapsaría en la ineficiencia, puesto que todo el mundo suele producir unas cuantas decenas de gramos de mierda diarios, distribuidos en entre una y tres entregas como media. Así pues, todo el mundo sería rico o más exactamente, podría ser rico en cuanto quisiera: le bastaría con sentarse a cagar.
Muy pronto en la Historia del hombre se llegó a la clara conclusión de que los metales preciosos, el oro y la plata, eran ideales para esta movida. En un principio, como digo, la plata tuvo más importancia, por ser un mineral relativamente más común que el oro, sobre todo en las zonas del mundo más civilizadas en aquellos primeros siglos.
Los ingleses, desde los tiempos de los reyes normandos, habían adquirido la costumbre de denominar a su penique de plata con el calificativo de esterlino, en inglés sterling o, más antiguamente, easterling. El penique de plata era tan común en la vida monetaria inglesa que su plural, sterlings, pasó a denominar a las monedas de plata en general.
La libra, como sabréis también, es una medida de peso, que importa más o menos la mitad de un kilo; si crees estar gordo, espera a que te den tu peso en libras, y ya verás la depre que te pillas. La libra esterlina, por lo tanto, se corresponde con el término de una libra de esterlinas, esto es, una libra de peniques de plata o de monedas de plata en general. Éste es el origen de la moneda que aún hoy manejaréis si os vais a Londres a pasar el rato o a vivir. Originalmente, la libra esterlina era un peso: medio kilo de monedas de plata. Con los años, el valor en sí se divorció del peso, y libra esterlina pasó a denominar únicamente dicho valor.
La guerra de las Dos Rosas, auténtica guerra civil inglesa que dejó el país que daba pena, supuso un colapso económico de grandes proporciones. En realidad, sólo algunas monedas de plata y oro sobrevivieron a la catástrofe, debido a su amplia difusión previa; en el caso de la plata, el penique y la denominada groat, que equivalía a 4 peniques; y en el del oro, el noble y el ángel.
El séptimo de los reyes de Inglaterra llamado Henry, el primer rey Tudor, introdujo el chelín y el soberano. Era necesaria esta introducción para poder simplificar la contabilidad de las operaciones. Las personas se habían acostumbrado a tomar la libra esterlina como medida de valor; en ese momento, la libra, debéis entenderlo, no era una moneda, sino un determinado valor. Las monedas existentes eran fracciones incómodas de la libra, por lo que se hizo necesario introducir monedas que se adaptasen mejor a dicho estándar. Así, el chelín, que pesaba 144 gramos de plata exactamente, se introdujo con un valor de 12 peniques de plata; mientras que la libra se establecía en un valor exacto de 20 chelines. Esta relación de valor entre las tres subdivisiones (240 peniques una libra, 12 peniques un chelín, un penique) fue introducida; probablemente, los hombres del rey no podrían imaginar que sobreviviría siglos.
El soberano, por su parte, tenía un peso de 240 gramos y fue emitido en 1489, hace ahora 620 años pues, y al valor exacto de una libra esterlina. Lo cual en la época era una jodida pasta. No la llamaron libra porque, como decía, el estándar de aquel entonces era la plata, y la moneda era de oro.
Si el sistema con las monedas de plata funcionaba, en el caso de las monedas de oro no fue tan así. Siendo el patrón de plata, el valor de este metal se veía influido por los vaivenes económicos, cosa que no le pasaba al oro, que tendía a tener su propia oferta y su propia demanda. Con el tiempo, la plata tendió a depreciarse y, puesto que las monedas de oro eran de oro, tendieron a apreciarse. Si a finales del siglo XV se había fijado el valor del soberano en 20 chelines, para el momento en que accedió al trono la reina virgen, Isabel, valía treinta. Por esa razón, el Estado inglés emitió entonces una moneda, la libra de oro, que de nuevo valía una libra exacta, pero pesaba 40 gramos menos que el soberano. El objetivo de los economistas isabelinos es que aquella libra de oro valiese una libra esterlina de plata para toda la vida de Dios pero, sesenta años después, abrumados por la ley de la oferta y la demanda y la puñetera tendencia que siempre hemos tenido los agentes económicos de hacer lo que nos sale del pie y no lo que se espera que hagamos, tuvieron que abandonar el proyecto.
En esos sesenta años (1544-1604), para mantener el valor en plata de la libra de oro, fue necesario acuñarla en pesos cada vez menores, pasando de 200 a 171 gramos de oro; y, aún así, al final del periodo incluso esas monedas más ligeras valían un 50% más de lo que debían. Después de aquella cagada, ya nunca más una moneda de oro llevaría el nombre de libra.
Por cierto, uno de los factores fundamentales que forzaron esta apreciación del oro fueron los apresamientos por parte de los corsarios ingleses de los barcos españoles que volvían de las Américas cargados de plata. Esos apresamientos suponían inyecciones en el sistema económico inglés de contingentes de plata tan enormes que el precio descendía, apreciando el oro. Esta abundancia, además, generó un fuerte proceso inflacionario que depreció notablemente el valor de los metales preciosos en general.
En 1604, el rey Jaime I intenta un nuevo juego revuelto emitiendo una nueva moneda de oro, la unidad, llamada así porque conmemoraba la unión de las coronas inglesa y escocesa. Esa moneda pesaba 154 gramos y tenía, de nuevo, el valor exacto de una libra. Seis años más tarde, ya valía una libra y dos chelines.
Carlos II se enfrentó al mismo cachondeo monetario que sus predecesores. Y tomó la misma medida que ellos, es decir, intentarlo con una nueva moneda. Por eso, acuñó la guinea, llamada así porque el oro usado para su acuñación venía de dicha zona de África. No obstante, Inglaterra tenía delante de sí el problema de volver a restaurar la confianza del sistema en las monedas de plata, afectadas por las continuas depreciaciones y la inflación. La restauración de las monedas de plata al peso estándar fue encargada en 1696 al matemático sir Isaac Newton, más conocido por otro tipo de labores. La Casa de la Moneda, de la que Newton fue nombrado gobernador, recuperó unos siete millones de libras en monedas de plata, las cuales habían perdido peso respecto de su estándar por valor de unos dos millones. En consecuencia, fueron emitidos unos 7 millones de libras.
Todo este proceso había durado siglos, durante los cuales los ingleses, y de paso todos los enterados y enteradillos en economía desde entonces, habían aprendido que es mucho más importante una unidad de cuenta que una moneda física. En todos esos años, lo que había permanecido estable, impasible el ademán, había sido la libra esterlina, la cual, lo recordaremos otra vez, aún no era una moneda, sino una simple relación de peso o de valor. La otra cosa de lo que parecían seguros los ingleses, especialmente después de que las reformas de Newton limpiaron, fijaron y dieron esplendor al sistema monetario basado en la plata, es que este metal había ganado la batalla al oro como patrón monetario. Sin embargo, en las siguientes décadas, los primeros años del siglo XVIII, el patrón plata se vería seriamente amenazado y vería cómo saltaban sus costuras. Y el agente de que esto ocurriese fue completamente inesperado. Hoy estamos muy acostumbrados a verlo, pero entonces nadie lo hubiera imaginado.
Pero esto lo contaremos el próximo día.
Algo hemos escrito ya sobre el tema, aunque quizá centrado en el momento inmediatamente posterior a la crisis del 29 y la segunda guerra mundial. Esto, de alguna manera, enmascara una historia muy interesante, o al menos a mí me lo parece, que es la historia del patrón oro. Para contar la historia del patrón oro tendremos que centrarnos en un país que no es el nuestro: Inglaterra. Nosotros los españoles, ciertamente, hemos nadado en metales preciosos; pero éstos eran plata y no oro fundamentalmente y, además, en la era en que la convertibilidad de las monedas comenzó a preocupar a los economistas ya no decíamos gran cosa en el mundo económico. No obstante, os aseguro que la historia monetaria de España, notablemente en el siglo XIX, también es en sí misma muy interesante, así pues prometo contárosla cualquier otro día que os pille despistados. Pero hoy os voy a empezar a contar la historia monetaria inglesa. Una historia interesante en la que intervienen personajes como sir Isaac Newton. Para los más viejos: el de la manzana. Para los más jóvenes: el del Código da Vinci.
Vayamos a por ello, pues.
En el principio no fue el oro, sino la plata. Al principio de los principios, cuando sólo existía el trueque, lo que hacían las personas eran cambiar su riqueza. Tomaban su riqueza, por ejemplo en maíz, y buscaban alguien que tuviese riqueza en muebles para cambiar el maiz por una mesa de comedor. Pero muy pronto, el hombre fue tan rico que no pudo ir con su riqueza a cuestas; y, al mismo tiempo, ambicionó conseguir cosas que valían suficiente riqueza como para que no pudiese ser transportada por facilidad. Es en ese momento cuando nace del dinero. El dinero es como la imagen en un espejo: no eres tú, pero se te parece lo suficiente como para que a tu abuela, con ver la imagen del espejo, le baste para saber que eres tú el que está ahí. El dinero representa riqueza y es riqueza en sí mismo; aunque hoy, en realidad, ya sólo la representa, pues el valor real de las moneditas que llevamos en el bolsillo es muy pequeño.
Para poder acuñar dinero, fabricar dinero, hacía falta algo que existiese en suficiente abundancia como para poder representar toda la riqueza pero que, al mismo tiempo, no fuese tan común como para que cualquiera lo pudiese tener. Una economía basada en monedas de mierda, dicho sea en sentido literal, sería hiperinflacionaria y colapsaría en la ineficiencia, puesto que todo el mundo suele producir unas cuantas decenas de gramos de mierda diarios, distribuidos en entre una y tres entregas como media. Así pues, todo el mundo sería rico o más exactamente, podría ser rico en cuanto quisiera: le bastaría con sentarse a cagar.
Muy pronto en la Historia del hombre se llegó a la clara conclusión de que los metales preciosos, el oro y la plata, eran ideales para esta movida. En un principio, como digo, la plata tuvo más importancia, por ser un mineral relativamente más común que el oro, sobre todo en las zonas del mundo más civilizadas en aquellos primeros siglos.
Los ingleses, desde los tiempos de los reyes normandos, habían adquirido la costumbre de denominar a su penique de plata con el calificativo de esterlino, en inglés sterling o, más antiguamente, easterling. El penique de plata era tan común en la vida monetaria inglesa que su plural, sterlings, pasó a denominar a las monedas de plata en general.
La libra, como sabréis también, es una medida de peso, que importa más o menos la mitad de un kilo; si crees estar gordo, espera a que te den tu peso en libras, y ya verás la depre que te pillas. La libra esterlina, por lo tanto, se corresponde con el término de una libra de esterlinas, esto es, una libra de peniques de plata o de monedas de plata en general. Éste es el origen de la moneda que aún hoy manejaréis si os vais a Londres a pasar el rato o a vivir. Originalmente, la libra esterlina era un peso: medio kilo de monedas de plata. Con los años, el valor en sí se divorció del peso, y libra esterlina pasó a denominar únicamente dicho valor.
La guerra de las Dos Rosas, auténtica guerra civil inglesa que dejó el país que daba pena, supuso un colapso económico de grandes proporciones. En realidad, sólo algunas monedas de plata y oro sobrevivieron a la catástrofe, debido a su amplia difusión previa; en el caso de la plata, el penique y la denominada groat, que equivalía a 4 peniques; y en el del oro, el noble y el ángel.
El séptimo de los reyes de Inglaterra llamado Henry, el primer rey Tudor, introdujo el chelín y el soberano. Era necesaria esta introducción para poder simplificar la contabilidad de las operaciones. Las personas se habían acostumbrado a tomar la libra esterlina como medida de valor; en ese momento, la libra, debéis entenderlo, no era una moneda, sino un determinado valor. Las monedas existentes eran fracciones incómodas de la libra, por lo que se hizo necesario introducir monedas que se adaptasen mejor a dicho estándar. Así, el chelín, que pesaba 144 gramos de plata exactamente, se introdujo con un valor de 12 peniques de plata; mientras que la libra se establecía en un valor exacto de 20 chelines. Esta relación de valor entre las tres subdivisiones (240 peniques una libra, 12 peniques un chelín, un penique) fue introducida; probablemente, los hombres del rey no podrían imaginar que sobreviviría siglos.
El soberano, por su parte, tenía un peso de 240 gramos y fue emitido en 1489, hace ahora 620 años pues, y al valor exacto de una libra esterlina. Lo cual en la época era una jodida pasta. No la llamaron libra porque, como decía, el estándar de aquel entonces era la plata, y la moneda era de oro.
Si el sistema con las monedas de plata funcionaba, en el caso de las monedas de oro no fue tan así. Siendo el patrón de plata, el valor de este metal se veía influido por los vaivenes económicos, cosa que no le pasaba al oro, que tendía a tener su propia oferta y su propia demanda. Con el tiempo, la plata tendió a depreciarse y, puesto que las monedas de oro eran de oro, tendieron a apreciarse. Si a finales del siglo XV se había fijado el valor del soberano en 20 chelines, para el momento en que accedió al trono la reina virgen, Isabel, valía treinta. Por esa razón, el Estado inglés emitió entonces una moneda, la libra de oro, que de nuevo valía una libra exacta, pero pesaba 40 gramos menos que el soberano. El objetivo de los economistas isabelinos es que aquella libra de oro valiese una libra esterlina de plata para toda la vida de Dios pero, sesenta años después, abrumados por la ley de la oferta y la demanda y la puñetera tendencia que siempre hemos tenido los agentes económicos de hacer lo que nos sale del pie y no lo que se espera que hagamos, tuvieron que abandonar el proyecto.
En esos sesenta años (1544-1604), para mantener el valor en plata de la libra de oro, fue necesario acuñarla en pesos cada vez menores, pasando de 200 a 171 gramos de oro; y, aún así, al final del periodo incluso esas monedas más ligeras valían un 50% más de lo que debían. Después de aquella cagada, ya nunca más una moneda de oro llevaría el nombre de libra.
Por cierto, uno de los factores fundamentales que forzaron esta apreciación del oro fueron los apresamientos por parte de los corsarios ingleses de los barcos españoles que volvían de las Américas cargados de plata. Esos apresamientos suponían inyecciones en el sistema económico inglés de contingentes de plata tan enormes que el precio descendía, apreciando el oro. Esta abundancia, además, generó un fuerte proceso inflacionario que depreció notablemente el valor de los metales preciosos en general.
En 1604, el rey Jaime I intenta un nuevo juego revuelto emitiendo una nueva moneda de oro, la unidad, llamada así porque conmemoraba la unión de las coronas inglesa y escocesa. Esa moneda pesaba 154 gramos y tenía, de nuevo, el valor exacto de una libra. Seis años más tarde, ya valía una libra y dos chelines.
Carlos II se enfrentó al mismo cachondeo monetario que sus predecesores. Y tomó la misma medida que ellos, es decir, intentarlo con una nueva moneda. Por eso, acuñó la guinea, llamada así porque el oro usado para su acuñación venía de dicha zona de África. No obstante, Inglaterra tenía delante de sí el problema de volver a restaurar la confianza del sistema en las monedas de plata, afectadas por las continuas depreciaciones y la inflación. La restauración de las monedas de plata al peso estándar fue encargada en 1696 al matemático sir Isaac Newton, más conocido por otro tipo de labores. La Casa de la Moneda, de la que Newton fue nombrado gobernador, recuperó unos siete millones de libras en monedas de plata, las cuales habían perdido peso respecto de su estándar por valor de unos dos millones. En consecuencia, fueron emitidos unos 7 millones de libras.
Todo este proceso había durado siglos, durante los cuales los ingleses, y de paso todos los enterados y enteradillos en economía desde entonces, habían aprendido que es mucho más importante una unidad de cuenta que una moneda física. En todos esos años, lo que había permanecido estable, impasible el ademán, había sido la libra esterlina, la cual, lo recordaremos otra vez, aún no era una moneda, sino una simple relación de peso o de valor. La otra cosa de lo que parecían seguros los ingleses, especialmente después de que las reformas de Newton limpiaron, fijaron y dieron esplendor al sistema monetario basado en la plata, es que este metal había ganado la batalla al oro como patrón monetario. Sin embargo, en las siguientes décadas, los primeros años del siglo XVIII, el patrón plata se vería seriamente amenazado y vería cómo saltaban sus costuras. Y el agente de que esto ocurriese fue completamente inesperado. Hoy estamos muy acostumbrados a verlo, pero entonces nadie lo hubiera imaginado.
Pero esto lo contaremos el próximo día.
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