No hay que tener mucha memoria
para recordar qué pasó en Seúl el 24 de septiembre de 1988. Ese día, un hombre
hecho a sí mismo, un jamaicano emigrado que supuestamente a base de tesón,
gimnasio y no creérselo, había llegado a ser el primer velocista del mundo,
batió humillantemente a quien, hasta entonces, había sido el primer velocista
del mundo: Carl Lewis, El hijo del
viento.
Desde que los rusos, allá por la
Olimpiada de Munich, o sea los tiempos de Valery Borsov, habían tenido que
rendirse al hecho de que, cuando menos en las competiciones masculinas, los
blancos no podían competir con los velocistas negros, la disciplina había
estado dominada por corredores estadounidenses. Esto le daba mucha tirria a
mucha gente en el mundo entero, España incluida; y, si unimos este
antiamericanismo que porta la lógica de ponerse siempre del lado del débil la
cuidadosa imagen que Johnson había alimentado de sí mismo, ese humilde
emigrante que se metió a semidiós, ya tenemos todo el cóctel completo. Tres
cuartos de mundo vibraron encantados al ver a Johnson traspasar la línea,
sobrado, encima realizando una marca sideral: 9,79. Desde la victoria en los
400 metros vallas en Munich del ugandés John Akii-Bua, que batió el récord olímpico
como el que lava, que no se veía nada igual.
Dos días menos dos horas después de aquella final, Charlie Francis, entrenador de Johnson, estaba en su habitación de hotel, disfrutando del momento, cuando llamaron a la puerta. Era Dave Lyon, gerente del equipo de atletismo canadiense al que pertenecía Johnson. Pálido, le dijo: «Tenemos que ir a la Comisión Médica. Ben ha dado positivo en esteroides».
Ya hemos comentado que en el
campeonato del mundo de Roma, Johnson había competido hasta las trancas, y las barrancas, de
Probenecid. En realidad, visto lo visto en los quince años anteriores, sólo era
cuestión de tiempo que el tema del dopaje diese un salto cualitativo. Ese salto
consiste en que un atleta de primera fila resulte estar tan puesto de drogas
que su dopaje sea innegable. Y es que hay una diferencia entre que un campeón
se dope y que lo haga un campeón mediático.
No hace ahora ni tres años que Michael Phelps ha tenido que sufrir todo un escándalo
público por haber sido pillado fumando petas; que atletas de élite fuman maría
no se duda; pero no es lo mismo que un miembro del equipo de 4x400 se fume un
peta que lo haga el mejor nadador desde Mark Spitz, es decir una persona en la
que millones de niños dentro y fuera de Estados Unidos se están mirando. A
Johnson le pasó lo mismo. Su caso no se podía obviar tan fácilmente y, además,
su marca, una marca que estaba muy por encima de las posibilidades de los
velocistas del momento, le jugaba en contra.
José Antonio Samaranch, por su
parte, informó a Dick Pound de que «algo terrible ha pasado». Pound preguntó si
se había muerto alguien, y el catalán le contestó: «Peor; Ben Johnson ha dado
positivo».
Lo que siguió, en unas pocas
horas, es lo que tendría que haber pasado en el olimpismo, de una forma más
escalonada, en los veinte años anteriores. Los Juegos Olímpicos, a finales de
los ochenta, ya no tenían nada que ver con el sueño de Coubertain, sino con la
pela. Eran, y son, un mero soporte para hacer dinero. Y el dinero es el ser más
cobarde de la Tierra. Diadora, que acababa de firmar un contrato de 2,4
millones de dólares con Johnson, lo rompió ipso
flauto. La Kyodo Oil Co., que tenía en Japón una campaña de anuncios
televisivos con la imagen del canadiense, la retiró de las pantallas, como
dicen en Chile, al tiro.
… y el mundo, como por arte de
magia, de repente creyó en las
bondades de la lucha contra el doping. El mayor ejemplo lo dio el líder
soviético, Mikhail Gorvachev. Se gastó dos millones y medio de dólares en
establecer un laboratorio flotante en la costa de Corea que proveyó de tests de
dopaje previos a las competiciones a los atletas soviéticos, con la instrucción
de que aquellos atletas y entrenadores que no lo superasen lo pasarían mal.
Aunque no está claro, parece que hubo atletas que no llegaron a competir por
esta causa.
Le siguieron Bulgaria y Hungría;
ambos comités olímpicos, tras recibir los análisis realizados, retiraron a sus
equipos de halterofilia (da la sensación, leyendo sobre el dopaje, que al
último halterófilo honrado lo debieron de fusilar en la Gran Guerra). Los
escándalos en el equipo americano fueron varios (ocho atletas habían dado ya
positivo por efedrina en los trials),
pero guarreando consiguieron esquivarlo.
Los análisis de Seúl hacían
pensar que, como mínimo, la mitad de los atletas habían usado algún tipo de
dopaje. La mitad...
Tras el positivo de Johnson y el
ámbito de completo descaro que había alcanzado el tema, aquéllos que habían
sido tradicionalmente el obstáculo principal para una política antidopaje
adecuada, es decir las federaciones nacionales, ya no tuvieron más remedio que
ir a las ruedas de prensa poniendo cara seria, prometer que siempre habrían
sido, y siempre serían, intransigentes con el uso de drogas, y ponerse a
trabajar para cumplirlo. El gobierno canadiense, primero y principal afectado
por el escándalo Johnson, creó una comisión especial que no tardó en concluir
que el problema del dopaje en el deporte era sistemático. Este fue el momento aprovechado
por De Merode para proponer la puesta en marcha de un cártel mundial
antidopaje, que fue estudiado y aprobado en una conferencia en Moscú,
patrocinada por la UNESCO, a finales del mismo año 1988. El hecho de que
Estados Unidos no fuese miembro de la UNESCO no fue problema, porque ya antes
las autoridades soviéticas y americanas habían llegado a un acuerdo para
realizar controles antidopaje cruzados entre ellos; acuerdos que, poco tiempo
después, se habían ampliado a la práctica totalidad de los países habituales
del medallero. A todo ese buen rollo, en todo caso, no fue ajeno el hecho de
que la URSS, para entonces, había asumido ya que no podía mantener el ritmo de
los estadounidenses en lo que a desarrollo de nuevas drogas se refiere, así
pues había adoptado una posición totalmente colaboradora que, en realidad, era
una posición interesada. En la asamblea del COI del verano de 1989, De Merode
propuso la creación de una nueva comisión médica en el seno del Comité.
A pesar de todo lo que se pueda
decir sobre el escándalo mundial de grandes proporciones que supuso el positivo
de Ben Johnson, y a pesar de todos estos avances formales, la verdad es que la década de los noventa no fue, precisamente,
ejemplo de cambio de dirección. Ya hemos insinuado, o dicho, que las fuerzas
dentro del propio movimiento olímpico, y no digamos entre las federaciones
nacionales, no empujaban precisamente en la dirección de tomarse el dopaje en
serio y limpiar el deporte de prácticas cuestionables. Ciertamente, la caída
del muro en 1989 aportó un elemento de distensión muy importante, al eliminar
la rivalidad política. Pero el dopaje era algo más que un problema entre
sistemas políticos; de hecho, conforme en el mundo cada vez más gente estaba en
disposición de tener televisión y hobbies
(no hay que desdeñar en lo absoluto el papel de los telespectadores asiáticos
en el desarrollo en los últimos veinte años de los deportes-espectáculo), el
tema del dopaje y del deporte había dejado de ser un tema de política, para
pasar a ser un tema de dinero. Y nadie quería renunciar a él, entre ellos los
sacerdotes custodios del movimiento olímpico.
Como dijo el príncipe de Merode,
«Samaranch sabía que necesitaba dinero; pero el problema del dinero es que
luego dependes de él»; o, más en concreto, de quien te lo prestó. El presidente
del COI, en su paroxismo por rebajar el tono de las críticas hacia el dopaje,
llegó a decir que todo aquello que no afectase a la salud no debía considerarse
doping. Fue tras la caída del Muro, cuando como he dicho el dopaje pudo drenar
parte de su presión, cuando se planteó
dar algunos pasos para demostrar al mundo que el Comité estaba implicado en la lucha
contra las drogas en el deporte. No obstante, Samaranch tenía una obsesión, que
comparte con todos y cada uno de los dirigentes deportivos que ha habido en
España y en el mundo entero: la obsesión de mantener los conflictos deportivos
fuera del ámbito de los tribunales ordinarios. Si hubiese construido una
autoridad como es de ley en materia de dopaje, habría terminado teniendo que
admitir que ésta pudiese acudir en sus acusaciones a los tribunales (como, de
hecho, ocurre hoy en día: los más sonados casos de dopaje han terminado en la
bancada frente al juez). Pero como no quería eso, siguió permitiendo que la
estructura de lucha contra el dopaje permaneciese fragmentada y,
consecuentemente, siguiese tomando decisiones abiertamente arbitrarias.
Los casos del lanzador de peso
Randy Barnes y del velocista Butch Reynolds, ambos estadounidenses que habían
apelado a su federación nacional tras haber dado positivo en competiciones
internacionales, dejaron claro que, al menos en algunos países, y EEUU era uno
de ellos, los atletas que jugaban sucio podían esperar acciones de protección por
parte de sus mayores. Butch Reynolds fue rehabilitado por la federación
americana, muy a pesar de que tanto la IAAF como algunos miembros de The
Athletic Congress (la autoridad americana) estaban a favor de sancionarlo. En
realidad, la cosa va mucho más allá. Reynolds demandó a la IAAF por los meses
que había pasado en el alero de la opinión pública mundial, durante los cuales
había sufrido la consiguiente pérdida de contratos publicitarios; y un juez
estadounidense falló a su favor, condenando a la IAAF a pagarle 27,3 millones
de dólares. Aunque en apelación la condena fue revertida, aquello dejó claro
que la coordinación internacional antidopaje, a pesar del escandalazo del
jovencito humilde hecho a sí mismo, seguía apestando.