Fuera quien fuera el organizador de la muerte de Habyarinama, los hechos dejan claro que los hutus estaban esperando la oportunidad de comenzar sus acciones, porque obraron de forma muy ordenada. En las primeras horas tras conocerse la noticia, los más prominentes políticos hutus moderados fueron asesinados, acción tras la cual la Ruanda hutu cortó el último cordón umbilical que le podía unir a una mínima cordura. Esta matanza de hutus no suficientemente anti tutsis debería empezar por la primera ministra hutu, Agata Uwilingiyimana, la cual, sin embargo, fue protegida en su residencia. La buena señora, creyendo que la realidad era otra de la que era, rehusó huir confiando en que podría lanzar un mensaje radiado a su pueblo. Cosa que, claro, no logró. A pesar de que estaba protegida por paracaidistas belgas, acabó huyendo por el jardín con su marido, para ser literalmente cazada al día siguiente.
A partir de ahí comenzaron las matanzas masivas de tutsis.
El 9 de abril, tropas francesas aterrizaron en Kigali, formalmente para proteger la embajada y a los residentes franceses. Pero no es exactamente así. Los franceses también fueron a Ruanda a proteger a los miembros del clan de los akazu, situado en el epicentro del odio que se había desatado. Miembra conspicua de aquel clan era la señora Kanzinga, la cual, con todos los pronunciamientos de monsieur Mitterrand, ese demócrata [de blancos, bien sur], acabaría volando a París y recibiendo 40.000 dólares en el aeropuerto para sus gastitos. Otro de los protegidos por los inventores de la cosa ésa que empieza por l, la que va detrás y empieza por e, y la tercera y última que empieza por f, fue Ferdinand Nahimana, director de la Radio de las Mil Colinas, que había sido, y siguió siendo, el principal centro de difusión de mensajes que, simple y llanamente, llamaban a la población a matar tutsis.
Nadie, absolutamente nadie en los centros de poder y la información diplomática, puede decir que no supiera de qué iba aquello. Con fecha 8 de abril, el blanco mejor informado de lo que pasaba en Ruanda, el triste general Dallaire, telegrafió a Nueva York dejando bien claro que lo que estaba pasando era una acción totalmente planeada de la que formaban parte los efectivos de la Guardia Presidencial ruandesa. En el activo de este valiente militar hay que anotar también el mérito de que siempre se negó a abandonar Ruanda, incluso estando en las condiciones de mierda en que estaba; ello a pesar de que una vez llegó a ser conminado a ello por el mismísimo Boutros-Ghali al teléfono.
El 12 de abril Bélgica, que había registrado las pérdidas de los paracaidistas que protegían a la primera ministra y que fueron asesinados, anunció que dejaba la misión de la ONU. Esta decisión dejó a cientos de personas sin protección y no les dejó más destino que tapizar las carreteras con sus cadáveres. La decisión de los belgas movió, además, al Consejo de Seguridad de la ONU (que más bien debería llamarse el Consejo de Yo Me Toco los Cojones) de retirar la Unamir, es decir la misión de paz; en el momento de dicha decisión, la vida de 30.000 personas aún dependía de los hombres del general Dalladier.
Los asesinos de aquellos días estaban tan ocupados que tuvieron que cortar el tendón de Aquiles de muchas de sus víctimas para evitar que se escapasen, porque no tenían tiempo de matarlos en las siguientes horas. Muchos de los refugiados que fueron abandonados por los soldados de la ONU pedían a los cascos azules que les dispararan, pues consideraban mejor destino aquél que el que les esperaba. Igual que algunos judíos, durante los progromos en España de finales de la Edad Media, arrojaban a sus bebés contra las parades para reventarles el cráneo antes de que fuesen torturados por los cristianos, muchos padres y madres tutsis ahogaron a sus bebés en los ríos con sus propias manos para que no cayesen en poder de los hutus. Un superviviente tutsi ha dejado dicho que nunca olvidará el rostro de su hijo adolescente, que extendía los brazos hacia él desde el fondo de la fosa donde lo estaban enterrando vivo.
Todo eso pasaba mientras nosotros veíamos la tele.
A finales de abril, la tragedia llegó a su segundo acto. Desde el norte del país, las milicias tutsis de Paul Kagame avanzaron hacia la capital; y entonces fueron los hutus los que se dieron cuenta de que debían huir a Tanzania si no querían ser pasto de los buitres. Curiosamente, fue cuando las carreteras de Ruanda se llenaron de hutus cuanto el mundo blanco comenzó a darse cuenta de que algo pasaba en Ruanda, y los editores de los telediarios empezaron a pensar que había que darle algo de espacio a aquella merienda de negros. Eso sí, en la ONU seguía sin pronunciarse la palabra genocidio. Habían muerto ya más de medio millón de personas en el espacio de un par de semanas; pero eso, para los diplomáticos, y muy especialmente para los franceses, no era sino el resultado de una guerra civil. Mitterrand y los suyos trataban de que no entrase a funcionar la Convención sobre Genocidio de 1948, según la cual, en el momento que éste se produjese, la ONU tendría que actuar sí o sí.
El 7 de junio, es decir un mes después de que las matanzas masivas comenzasen, Boutros-Ghali, propuso que la Unamir recibiese más efectivos. Difícilmente se puede ser más cínico. No obstante diez días más tarde, cuando se reunió de nuevo el Consejo de Seguridad, las evidencias sobre lo que estaba pasando en Ruanda eran ya tantas y tan grandes, que ni la ONU pudo negarse a enviar una nueva misión de paz, la llamada Unamir 2, razonablemente dotada con 5.500 efectivos. No obstante, Naciones Unidas no había hecho el más mínimo plan logístico para este envío, lo cual en la práctica lo convirtió en papel mojado. Además, hay que tener en cuenta que los jerifaltes de esta des-organización, temiendo que sus soldados pudiesen quedar en el fuego cruzado entre tutsis y hutus, decidieron que el desembarco de la mayoría de las tropas se produjese en la periferia del país, donde se establecerían zonas seguras… para quien lograse llegar a ellas, claro.
Entre tanto, las milicias del RPF pro-tutsi, o más bien anti-hutu, habían tomado ya gran parte del país y obligado al gobierno a salir echando leches de Kigali y refugiarse en Gitarama, ciudad que finalmente fue también tomada por el RPF, lo cual dio la señal de que el llamado gobierno provisional estaba a punto de espicharla. Pero, claro, el gobierno provisional tenía una carta en la mano: era profrancés. El 14 de junio, el demócrata de-tout-la-vie Paquito Mitterrand aprobó el envío de tropas francesas a Ruanda, hecho éste que se producía seis días después de la autorización para Unamir 2; es decir, los franceses decidieron, y nunca mejor dicho, hacer la guerra por su cuenta. El ya multicitado general Dallaire dijo por activa y por pasiva que esta Operación Turquesa (así la bautizaron en París) era una coña marinera cuyo objetivo no era evitar la catástrofe humana, sino apuntalar al gobierno provisional que apoyaba precisamente dicha catástrofe. Aún así, cuando Francia ofreció sus tropas a la ONU, ésta las aceptó. Así, tropas francesas cruzaron la frontera ruandesa desde Zaire, siendo recibidas por los hutus como héroes. Su misión, sin embargo, no pudo llevarse a cabo. Ellos querían retomar Kigali, pensando que tenían para ello que apagar un pequeño incendio forestal; pero se encontraron hasta el último bosque de pinos desde Asturias hasta Cádiz ardiendo por los cuatro costados. En defensa de no pocos miembros de aquella misión debe decirse que no fueron, en efecto, pocos los que, a la vista de lo que realmente había pasado, se volvieron contra sus grandes jefes, arguyendo que a ellos se les había contado que estaba habiendo una matanza entre hutus y tutsis, no lo que realmente estaba pasando, esto es que los hutus estaban perpetrando una matanza de tutsis.
El 4 de julio, las tropas de Kagame tomaron Kigali. A continuación, los hutus comenzaron un éxodo a Zaire, que afectó a un millón de personas, más o menos. Y aquí se vio lo importante que son hoy en día los medios de comunicación. Porque durante los días en los cuales los radicales hutus mataban a machetazos a niños de seis años o violaban por turnos a sus hermanas de diez antes de degollarlas, no hubo ningún valiente reportero que tomase imágenes de ello; y ya se sabe que ojos que no ven, Occidente que se toca los huevos. Eso sí, cuando los hutus huyeron a Zaire, en centenares de miles, y montaron allí sus campos de refugiados, las cámaras de las televisiones mundiales acudieron en masa y distribuyeron imágenes que, ahora sí, abrieron los informativos del mundo entero. El presidente norteamericano, Bill Clinton, dijo entonces que aquello era la catástrofe humana más grave de la generación presente; o sea, que o a Clinton le molaban los hutus, o nadie le había informado de lo que había pasado antes.
Pocas semanas antes de escribir estas notas, el Ministerio de Justicia ruandés ha hecho público una investigación sobre la implicación de Francia en las matanzas hutus. Obviamente, es un informe de parte y, como tal, ha sido contestado desde el otro lado de la trinchera. Sin embargo, las acusaciones están ahí, como lo están los muertos.
Llama la atención cómo los informes, investigaciones y conclusiones varias sobre hechos que costaron, no 90.000, sino más de medio millón de vidas, conciten nuestro interés de una forma tan escasa. Las matanzas de Ruanda se realizaron sobre el cuerpo y el alma, si es que existe, de tres cuartos de la población tutsi de aquel país; no creo que en la Historia del mundo haya muchos ejemplos más de una limpieza étnica de ese calibre.
Ya que tanto se habla ahora de la educación para la ciudadanía, pienso yo que esta historia que he querido torpemente explicaros aquí debería contarse en todos los colegios. Contarse hasta las lágrimas, hasta conseguir amargar el almuerzo de ese día de quienes la escuchasen. Y pienso eso porque también pienso que lo más increíble de las matanzas de Ruanda es que pudiesen desarrollarse durante aproximadamente tres semanas en las cuales todos nosotros nos dedicamos a jugar al paddle, ligar con Mari Puri o simplemente ponernos hasta el culo de cerveza. Medio millón de muertos de todos los sexos, de todas las edades; centenares de personas amontonadas en las iglesias donde los propios sacerdotes flanquearon el paso de sus asesinos para que los masacrasen frente al altar (ole con ole el Vaticano… ¿o es que era anglicano el arzobispo Nsengiyumva?); niños muertos a machetazos delante de sus madres que en ese momento eran violadas; personas amontonadas en corrales como corderos y asesinadas sistemáticamente, lenta y parsimoniosamente; todos esos hechos, a nosotros, no nos amargaron ni medio minuto.
Y podremos pensar muchas cosas. Pero la verdaderamente cierta es ésta: si fue así, si nos importó una mierda, si no le dedicamos ni atención ni tiempo ni interés, fue por una sola razón básica.
Al fin y al cabo, sólo eran negros.