Mi post del lunes pasado ha provocado una pequeña discusión con Amaranta, amable comentarista habitual de este blog. Para quien no haya leído esos mensajes o no los quiera leer, ella sostiene que eso de las dos Españas es un mito ya no existente, y yo no estoy tan seguro; más bien, estoy bastante seguro exactamente de lo contrario.
Desde mi primera respuesta a Amaranta me di cuenta de que era probable que la cosa terminase donde está ahora; es decir, en un post específico, puesto que las cajitas de los comentarios son un poco limitadas (no estoy nada dotado para el microblogging). Todo lo que puedo decir, Amaranta, es que en justicia no puedo sino otorgarte la misma oportunidad a ti. Si quieres contestar por lo largo, éste es tu blog. Ya sabrás que la única condición que yo pongo, tanto para los posts como para los comentarios, es que no se insulte a los vivos.
Vayamos con mi tesis.
Yo creo que existen dos Españas porque desde que las dos Españas nacieron ha habido muy pocos tipos lo suficientemente listos, o lo suficientemente integradores, como para acabar con ello. La prueba de lo que digo es la cantidad de gente que tiene por el
summum que pen de la integración a un político en el fondo y en la superficie tan sectario como Manuel Azaña. El hecho de que Azaña, que se desempeñó como político con un notable resentimiento hacia el catolicismo y las clases sociales conservadoras, sea tenido por
gran esperanza blanca de la España transpiradora de concordia, lo dice todo. Quizá el político más integrador que ha tenido España, político con mando en plaza me refiero, haya sido José Canalejas. Pero es que a José Canalejas una de las principales fuerzas desintegradoras de la Historia Contemporánea de España, el anarquismo, se lo llevó por delante.
Las dos Españas son fruto de la esquizofrenia de la guerra de la Independencia. Hace poco leí en internet una entrevista con Arturo Pérez-Reverte en el que este escritor opinaba que uno de los problemas de España es que nosotros nunca hemos decapitado al rey. Este detalle, a mi modo de ver, es el que hace que, en España, un proceso que es evidente en otros países, el del viraje social progresista, viraje que en todo caso es difícil y dramático en todos los casos, se produzca en menor medida.
España no es un país normal desde el punto de vista religioso. Es un país que tuvo que ser reconquistado para la cruz, y esto hace que su compromiso con el Vaticano sea un pacto de hierro. Teóricamente, esto debía haberse matizado con los principios de la Revolución Francesa, pero resulta que el importador de dicha revolución a España, José Bonaparte y el ejército francés, no fue el mejor de los posibles. La España que se reconquista por segunda vez es una España en la que los empecinados, los muertos de hambre, ya han adquirido un protagonismo inusitado, pero en la que los amantes del orden antiguo pretenden reimplantarlo como si nada hubiese ocurrido; una reacción lógica si tenemos en cuenta que el orden nuevo, como digo, es el orden del enemigo.
Las dos Españas no existen porque existan, en cada momento de nuestra historia en los últimos doscientos años, al menos dos formas radicalmente distintas de ver la vida. Existen por el hecho de que esas dos formas son incapaces de colaborar, que no es exactamente lo mismo. Zapateros y Rajoyes va a haber siempre; las dos Españas existen cuando no pueden ir juntos ni a comprar un sello.
Las guerras carlistas son una mezcla de reivindicaciones regionalistas (especialmente la primera, que es una guerra eminentemente vasca) y de explosión de esta incapacidad de colaboración. Fernando VII y sus torpezas ingresaron a España en un entorno binario, una especie de
spoil system a lo bestia en el que, o manejaban unos, o manejaban otros; algo típico en un hombre de Estado como el Borbón, que no tenía más ideología que su silla. Fue esta característica de
si mandas te lo llevas todo la que hizo tan importante mandar y alimentó la proclividad de los militares españoles hacia el golpismo; merecía la pena alzarse pues, si bien te podían fusilar, también la recompensa era la leche.
El golpismo militar es un gran alimentador de las dos Españas. No tiene lógica tender la mano a alguien después de haberlo apaleado. El golpista, por definición, se ceba en el perdedor; lo encarcela, lo fusila, lo exilia. Los tiempos han cambiado para bien pero, en el fondo, ese espíritu sigue vivo. Hoy, el que gana, no a tiros, sino a votos, lo que hace es buscar pactos lo más amplios posible, dominar los medios de comunicación, poner resortes estatales a su servicio, etc. Es la misma filosofía de
al enemigo ni agua, sólo que sin pegar tiros.
Estaba claro que en el siglo XIX, España tenía que repensar su relación con la jerarquía católica y el papel de la religión en el país. De hecho, no es la única nación que lo hace en dicho siglo. Sin embargo, el hecho de que las estructuras y, sobre todo, las ambiciones del régimen antiguo sobreviviesen a la Revolución Francesa impolutas y en perfecto estado de revista hace que, tras encontrar un campeón en don Carlos, hagan la guerra; una guerra crudelísima en la que se cometieron tropelías que mueven al vómito cuando uno las lee.
En estas circunstancias, la revisión pendiente se hace mal y, sobre todo, y éste es a mi modo de ver el gran defecto de la España de izquierdas o España B, demasiado rápido. La desamortización fue un proceso supersónico más que nada porque su función no fue hacer justicia histórica; su función fue financiar una guerra.
Entre las dos Españas está el reformismo; reformista es aquél que entiende que la España B tiene razón al reclamar cambio, pero que la España A tampoco anda descaminada cuando apostilla que los cambios hay que hacerlos con paciencia, porque las cosas es mejor hacerlas bien que hacerlas antes. Sin embargo, el reformismo del siglo XIX se traiciona a sí mismo. Desamortiza malamente y a toda leche y, en gran parte movido a ello por la intransigencia de la España A, que haberla haina y a toneladas, comete el error de aliarse con la España B.
En efecto: el escaso margen de maniobra dejado por la España de Narváez y la personalidad de Isabel II, reina casi tan nefasta como su puto padre, unido a la presión inherente al hecho de que el tradicionalismo trabucaire no deja de ser un problema en todo el siglo, no le deja al reformismo más cojones que buscar aliados en la España B. Una vez Aznar, entonces gobernando, le dijo a Zapatero: cuando te juntas con los pancarteros, sabes cuándo empiezas, pero ya no puedes saber ni cómo, ni cúando, vas a terminar. Esto es la Gloriosa.
La Constitución del 69 quiso ser el broche que cerrase la cajita dentro de la cual iban a quedar las dos Españas, cabreadas pero encerradas. A mí me parece uno de los textos jurídicos más bonitos que se han hecho; me gusta mucho más que la Pepa. Acepta la monarquía, pero la monarquía democrática (concepto que luego prostituirá Cánovas); es una constitución laicista, pero no laica. Sustantiva, en un país que tiene para entonces una sed de décadas para estas cosas, cosas como la libertad de imprenta. La Constitución española de 1869 la podría haber redactado Francis Fukuyama, porque es una Constitución que busca decretar el fin de la Historia.
Prim le decía a todo el mundo que él tenía la fórmula para que la monarquía, odiosa palabra para la España B, funcionase como a ésta le gustaría sin que por ello la España A se fuese a sentir amenazada. Quizá decía la verdad. Pero tras el incidente de la calle del Turco dio igual; si disponía del bálsamo de Fierabrás para acabar con las dos Españas, se lo llevó con él. Muerto Prim, a la deriva la nave del Estado, la España B que había pactado con los reformistas reclamó su sitio y su oportunidad, y lo obtuvo.
Castelar, uno de los prohombres republicanos españoles, diría años después, cuando un periodista le preguntó si volvería a presidir una república española: «desde luego que lo haría; pero con más guardia civil». De alguna manera, este reformista estaba sustantivando el gran pecado de la España B. Porque si la España A tiene como principal defecto el vivir convencida de que sus postulados son los que deben ser respetados porque sí (porque pertenecen a la esencia de lo español, dirá décadas después José Antonio Primo de Rivera), el principal defecto de la España B es que no sabe refrenarse; en realidad, no quiere.
La España B se ha pasado los últimos doscientos años tratando de hacer en 48 horas lo que otros tardan años en construir. La I República, por ejemplo. Tantas prisas se da que exacerba a los contrarios, que le hacen la guerra, por tercera vez, con saña. Y aún habrá una cuarta guerra carlista; lo que pasa es que la llamamos pistolerismo.
Muerto el sueño de Prim, Cánovas se siente con fuerza moral para cerrar el asunto de las dos Españas de otra manera. Esa otra manera es, básicamente, apostar por una de esas dos Españas. Es cierto que la Restauración es notablemente integradora con los reformistas: Castelar cena muchísimas noches en casa del propio Cánovas. Pero con la España B su actitud es otra. Trata de hacer como que no existe. La Restauración realiza a la perfección su principal misión, que es parar la sangría de las guerras carlistas; deja a la España A sin espacio para dar por culo. Pero radicaliza a la España B. De hecho, los líderes tradicionales de la España B, republicanos más o menos radicales, federalistas avanzados, pierden el machito en manos de unos nuevos tipos que pintan su España de otro color, el rojo y el negro, y le dan otro aire bien distinto.
De nuevo, la intransigencia de la España A fuerza el pacto de los reformistas con la España B. En la segunda década del siglo XX, este pacto triunfa por todo lo alto consiguiendo bloquear la carrera política de Antonio Maura; el famoso
¡Maura, no! que se repetirá, 90 años después, con José María Aznar (en ambos casos, por cierto, con la inestimable colaboración de ambos). La dictadura de Primo de Rivera es el último rabotazo de este montaje de la España A,
haciendo como que respetaba a la España B, y que por la fuerza del tiempo, de las circunstancias y del creciente radicalismo de la otra España, se iba de las manos.
Los españoles que traen la República en 1931 no son los políticos. Los políticos se habían reunido meses antes en San Sebastián y apenas habían llegado a dos o tres acuerdos muy generales. Estaban tan desunidos que ni siquiera fueron capaces de organizar juntos un golpe de Estado, hecho que dolorosamente comprobaron en sus pechos (y en el resto del cuerpo) el mesiánico Galán y el muy católico García Hernández. El 14 de abril de 1931 sí que está a punto de cerrarse el asunto de las dos Españas. La mayoría social que sale a la calle a celebrar, como si de un Mundial de fútbol se tratase, está dispuesta a sacrificar particularismos en el altar del progreso.
Sin embargo, ya es tarde. Ya es tarde para unos políticos cuya escuela y gimnasio ha sido el odio al contrario, la voluntad de arrinconarlo.
Las dos Españas encuentran un nuevo arquitecto en Francisco Largo Caballero. Largo Caballero cava una zanja en la tierra y dice: de aquel lado, ellos; de éste, nosotros. Cuanto más grande es la zanja, más contento está Largo. Manuel Azaña, el presunto ecuánime, compra esa fórmula cuando pronuncia la famosa frase de que el bienestar de los suyos es mucho más importante que la seguridad jurídica (pues éste, y no otro, es el significado de su opinión de que todas las iglesias de España ardiendo no valen lo que la vida de un republicano; expresión que, en sí, viene a decir que la vida de un no republicano no vale una mierda).
La República, esto es la España B, no hace nada serio por evitar el enfrentamiento entre las Españas. En la España B hay probablemente muchas personas que piensan que con la mera ejecución de los planes de progreso, simplemente la España A se disolverá como un azucarillo. Pero hay una cosa con la que no contaban. Dentro de la España B hay una España B+, superradicalizada e inmune a la componenda, que no está dispuesta a esperar. Jim Morrison decía:
We want the world, and we want it, now! La praxis anarcosindicalista de la II República no se aparta gran cosa de esa frase. El anarquismo es culpable de haber acabado con toda esperanza de que la España B se pudiera haber conformado con gobernar a lo Cánovas,
haciendo como que respetaba a la España A. El socialismo marxista no puede permitir que alguien a su izquierda esté dando la impresión ser más radical que él. La República comienza a ahogarse en su propia vorágine de incongruencias.
Desesperada por ello, la sociedad española prueba, en noviembre de 1933, a poner al frente del Estado a la otra España, a ver si éstos han aprendido la lección. Pero la España A apenas hace otra cosa que destruir la labor de la España B. No la atempera ni la matiza; la destruye. Largo está que no cabe en sí de gozo; la zanja es cada día más ancha; acaba de quedar demostrado que él no es el único que la cava. Ya es tan ancha que incluso justifica el golpe de Estado. Octubre del 34. En octubre del 34, la España A y la España B se dicen aquello de las películas del Oeste: tú y yo juntos no cabemos en este pueblo, forastero.
El franquismo es una excrecencia de esta situación. Su resultado. Franco es largocaballerista en el sentido de que se mueve como pez en el agua en ese entorno de dos Españas, una buena, y la otra mala. A todo lo que no huela a España A lo encarcela, lo exilia, o lo condena a una vida de olvido. Mientras la contraversión de Franco sean los militantes de las Españas, el franquismo permanece consolidado. A partir de los años sesenta, sin embargo, surgen de nuevo los reformistas. Los tipos que, desde la clandestinidad interior y desde el propio Movimiento, dicen: vamos a acabar con esto de una puta vez. En El Pardo, una España barrita: nada sin el Movimiento. En Toulouse, la otra himpla: nada sin la República. A ambas visiones ciegas acabará por pasarles la Historia por encima.
Eso es la Transición: las dos Españas, Manuel Fraga y Jordi Solé Tura, firmando al pie del mismo contrato, donde dice: «los socios comanditarios». Ambos socios, el A y el B, se han puesto en el pasado multitud de demandas y juicios aún pendientes. Pero en una cosa que se llama Ley de Amnistía, ambos se comprometen a retirar esas acciones legales.
Algunos optimistas creímos en su día que la Transición había sido un proceso más perfecto de lo que, por lo que se ve, realmente ha sido. Las dos Españas han terminado por renacer, porque ni el largocaballerismo ni el franquismo están muertos. Las deudas que ambas partes dicen tener pendientes no se las inventan. Están ahí, son. Pero es que seguimos sin entender que, como decía más arriba, el oxígeno de las dos Españas no son las diferencias ideológicas ni la existencia de conflictos entre las partes. El oxígeno de las dos Españas es la voluntad de resolver dichas diferencias mediante la victoria total, anulante, aplastante, sobre el contrario. Las dos Españas no surgen en el momento que alguien decide que sólo va a comer verduras; surgen el día que ese mismo vegetariano decide que al que come carne hay que motejarlo de hijoputa, de desecho social, de civil colaborante con el
lobby de los mataderos, de lo que haga falta, para que ese tipo se coja sus filetes, su cuchillo, su tenedor y su bote de mostaza, y se vaya de España.
España, sin embargo, es de todos. Y lo que hay que hacer, cada día si es preciso, es tirarse a la zanja, cuantos más mejor. Tal vez así llegue el día en que no haya zanja.