viernes, diciembre 04, 2009
Puenting
Por de pronto, feliz largo fin de semana para todos, en el cual os dejo de deberes una pregunta que, por lo que yo sé, tiene jodida contestación.
¿Participó algún boina verde en la Guerra Civil Española?
Si Tiburcio se sabe ésta, tendré que reconocer que no hay quien pueda con él.
jueves, diciembre 03, 2009
Nin alcabala, nin diezmo, nin almoxarifazgo, nin portazgo
Quizá quepa aclarar que:
Alcabala = IVA renacentista.
Diezmo = contribución obligatoria a la Iglesia.
Almoxarifazgo = arancel de comercio exterior.
Portazgo = Arancel de comercio interior o derecho de paso.
Considerando los Reyes, de gloriosa memoria, cuánto era provechoso e honroso que a estos sus Reinos se truxiesen libros de otras partes, para que con ellos se ficiesen los hombres letrados, quisieron e ordenaron: que de los libros non se pagase alcabala, y porque de pocos días a esta parte, algunos mercaderes nuestros, naturales y extranjeros, han trahido y cada día trahen libros mucho buenos, lo cual, por este que redunda en provecho universal de todos, e ennoblecimiento de nuestros Reinos; por ende, ordenamos e mandamos que, allende de la dicha franquiza, de aqui en adelante, de todos los libros que se truxeren a estos nuestros Reinos, así por mar como por tierra, non se pida, nin se pague, nin lleve almoxarifazgo, nin diezmo, nin portazgo, nin otros derechos algunos por los nuestros Almoxarifes, nin los Desmeros, nin Portazgueros, nin otras personas algunas, así como las cibdades e villas e lugares de nuestra Corona Real, como de Señoríos e órdenes e behenias; más que de todos los dichos derechos o almoxarifazgos sean libres e francos los dichos libros.
La pregunta es: si los autores de esta norma, reyes fachas y cabronazos y meapilas y ultramontanos como todo el mundo sabe, hubieran conocido internet, ¿habrían aprobado alguna norma para limitar el acceso a la cultura por su medio?
martes, diciembre 01, 2009
Periodistas
Algunos de los pocos periodístas lúcidos que siguieron los hechos clamaron, inútilmente, por los evidentes agujeros que tenía el proceso. Quizá el más lúcido de todos, y es por ello que creo justo rendirle tributo en este post que me está saliendo bastante crítico con los periodistas, fuese Lou Wendeman.
Tal y como refirió Wendeman, las fuerzas policiales que investigaron el secuestro del hijo de Lindbergh (el FBI, la policía estatal de New Jersey y la local de la ciudad), aconsejadas por siete científicos expertos en criminología y psiquiatría, elaboraron el perfil de cuatro, llamémoslas así, funciones existentes dentro del secuestro: el secuestrador (número 1), el escritor de las cartas que solicitaban el rescate (número 2), la persona que gastó unos 5.000 dólares del rescate durante los dos años posteriores al pago del mismo (número 3), y la persona que estuvo manejando el dinero del rescate en las semanas inmediatamente anteriores a la detención de Hauptmann (número 4).
No existe ninguna duda de que el hombre número cuatro era Hauptmann. En las tres semanas antes de su detención, había estado usando dinero del rescate, aunque él declaró que había sido dejado en su casa por otro alemán que había vivido allí una época y que le dijo que lo que había en los sobres eran cartas. Tres semanas antes de su detención, Hauptmann, según su relato, habría descubierto que las tales cartas eran de color verde, y había comenzado a gastarlas. Pero ahí paraban las evidencias. Si Hauptmann era el hombre número 3, 2 o 1, no quedó demostrado.
Aún así, la sociedad americana, así como sus jueces, sus jurados y, por supuesto, la prensa, se quisieron convencer de que Hauptmann era todos esos hombres. Ello a pesar de que el doctor John F. Condon, que pagó el rescate de 50.000 dólares, declaró que lo había pagado a un tal John El Escandinavo. De este hombre se hizo un retrato-robot específico; como también se hizo del probable hombre número 3 cuando se averiguó que una pequeña parte del dinero del rescate se gastó en un restaurante de Broadway, y se logró una descripción del hombre que había realizado dicho gasto. Más aún: la investigación descubrió más pequeños gastos del enorme rescate, y logró muchas descripciones de testigos, la mayoría no coincidentes. Lo cual lleva a pensar que o bien el personal no tiene memoria, o bien los implicados en el secuestro fueron varios. Aún así, el condenado fue solo uno.
Más datos: como hemos dicho, durante los primeros dos años tras el pago del rescate, el hombre u hombres número 3 gastaron con mucho cuidado el rescate: de a poquitos. Sin embargo, al hombre número 4 (Hauptmann) lo pillan porque, tres semanas antes de su detención, los billetes del rescate comienzan a aparecer por todas partes, signo inequívoco de que los estaba gastando sin tasa. Cuesta creer, así, que el hombre número 3 y el número 4 sean el mismo hombre. Y, puestos a elegir cuál de los dos es el hombre número 2 o 1 (es decir, el secuestrador y su cómplice directo) parece más lógico que lo sea el número 3, pues el número 4 no tuvo acceso el dinero hasta pasados dos años.
lunes, noviembre 30, 2009
Sirenas
El género humano, además, ha guardado una dinámica de freno y marcha atrás respecto del mar. Si bien en determinadas épocas logró notables avances en la navegación, como ocurrió en los tiempos clásicos, luego, durante muchos siglos y hasta bien entrado el Renacimiento, pasó por una época en la que pareció desinteresarse por el asunto. De las muchas hazañas que el hombre consiguió durante la Edad Media, pocas las consiguió en el mar.
El mar, además, tenía dos características importantes. En primer lugar, de vez en vez, en las playas habitadas por el hombre, o dentro de sus redes de pesca, aparecían seres vivos inimaginables. Y, en segundo lugar, de vez en cuando había marineros que trataban de hacer viajes, o tal vez se perdían después de una tormenta, para no regresar nunca. Ambas características son las principales responsables de que, desde el principio de su tiempo, el hombre haya creado mitos que hablan de seres marinos fantásticos. De los cuales, quizá, el más famoso, puesto que al contrario que otros muchos ha sido aprovechado por el hombre moderno, es la sirena.
Lo primero que conviene que sepamos de las sirenas es que, tal y como conocemos hoy el mito, se trata de una creencia relativamente moderna: medieval, para más señas. Antes, el hombre no creía en las sirenas como creemos nosotros. Sí, ya sé que la Odisea nos cuenta esa historia de la que todos los niños pre-LOGSE tuvimos que examinarnos, según la cual Ulises hizo tapar los oídos de sus marineros y él mismo atarse al mástil de su barco mientras las sirenas cantaban sus diabólicos cantos que impulsaban a los marineros a tirarse al agua y ahogarse. Pero aquellas sirenas no eran como las nuestras, porque eran medio mujeres, medio aves. El mito de la mujer que es medio pez es, como digo, posterior. Y se puede rastrear en idiomas como el inglés, que tiene dos palabras para designar la misma teórica realidad: siren para definir a la sirena clásica, y mermaid para designar lo que nosotros entendemos por una sirena.
La sirena medieval es el mito que verdaderamente se hace universal. Los escoceses la llaman dama del lago, los alemanes meerfrau, los bretones morgreg, los catalanes dona d'aigua. Como siempre, la recepción de los mitos en la literatura dio alas a lo mismos. Hans Christian Andersen escribió su cuento La Sirenita, que acabó generando un símbolo nacional que hoy recibe a los barcos a la entrada del puerto de Copenhague. La segunda sirena más famosa en Europa, que tiene unas sonoridades a lideresa de adolescentes, es Fata Morgana, que fuera hija del rey de Is, una ciudad bretona mítica que se habría hundido bajo las aguas, forzando la mutación de la princesa.
La creencia en las sirenas tenía una ventaja sustancial sobre otras leyendas urbanas de las que nuestra existencia es pródiga, tanto en los tiempos antiguos como en los modernos. Normalmente, una leyenda urbana se alimenta de las muchas personas que dicen haber visto personalmente las maravillas contenidas en el relato de que se trate; pero, en este caso, es que, además, dichos avistamientos eran, de alguna manera, verdad. Muchas, muchísimas crónicas de la Europa entre los siglos XIV y XVIII hablan de marineros que han pescado sirenas, o sirenas que han ido a vararse y a morir a cualquier playa. Y ambos hechos son más que probablemente ciertos cada vez que son relatados. Lo único que no es cierto, claro es, es que las presuntas sirenas lo sean.
Los estudiosos de los mitos se han ocupado de tratar de explicar el mito de las sirenas de una forma distinta a como lo hacen los mistabobos, es decir admitiendo que existen.
La teoría más plausible es que el mito de la sirena provenga del manatí, un mamífero marino que suele nadar por la costa oriental del continente americano. El manatí es grande, de piel clara y, como he dicho, mamífero. Las hembras del manatí, ojo al dato, sólo tienen dos mamas, las cuales, en caso de que sobresalgan un poco, pueden darle al animal, de lejos, cierto aspecto de mujer (bastante fea y fondona, cierto; pero tampoco todas las tías son Angelina Jolie).
Además, hay que tener en cuenta las que la manatíes, cuando tienen crías, nadan con ellas agarradas entre sus aletas, junto a las mamas, en un gesto protector y maternal. Debo añadir, además, que una cosa que es relativamente moderna, y que en la Edad Media y el Renacimiento no se daba por lo tanto con tanta claridad, es la consideración erótica de los pechos de la mujer. Cuando uno observa los bajorrelieves obscenos que hay en algunas iglesias europeas, observará que el gesto obsceno de la mujer suele ser mostrar la vulva, no tanto las tetas. Los pechos de la mujer han tenido, como digo, hasta hace relativamente poco tiempo, un significado nutricio ligado a la maternidad (igual que las caderas anchas significaban ancho canal de parto; el erotismo de hace siglos era consecuencia de la valoración que se hacía de la mujer que podía tener muchos hijos). Por lo tanto, el gesto del manatí hembra de sujetar a su cría para amamantarla pudo ser visto por muchos marineros como signo de una voluntad maternal que entonces se vedaba a los animales, por lo que bien se pudo llegar a la conclusión de que tenían que ser medio humanos.
Otro candidato es el dugongo del Índico, pariente cercano del manatí. La candidatura del manatí, teniendo en cuenta que se trata de un mamífero que difícilmente pudieron ver los marineros europeos hasta que comenzaron a navegar profundo hacia el Oeste, explicaría la relativa modernidad del mito. Cabe añadir, por último, que los manatíes han sido adorados de siempre por los indios amazónicos.
A todo ello colaboró, como no, el negocio. Por medio mundo circularon, durante aquellos siglos, unos presuntos bebés-sirena, normalmente fabricados por chinos, que en realidad eran un puzzle formado por la cabeza disecada de un mono pequeño (por ejemplo, un lémur) cosido a un cuerpo de pez al que asimismo se cosían dos patas de ave.
Algunos naturalistas y antropólogos consideran que el origen de la confusión, además de en lo antedicho, es el hecho de que manatíes, dugongos y focas no son peces, por lo cual tenían cabezas distintas a las del resto de las criaturas del mar.
La sirena, en este caso sireno, más famosa de Europa, si vemos las cosas con punto de vista histórico, es, sin duda, Nicolás el Pez, de quien se ha terminado por creer que fue probablemente un buceador siciliano por apnea de especial habilidad bajo el agua, cuya existencia acabó por hacerse mítica. Se dice que vivió justo en el interín entre el siglo XV y XVI y su fama es tan enorme que Cervantes hace al Quijote explicar, entre las habilidades necesarias de todo hidalgo, la de saber nadar «como dicen que nadaba el peje Nicolás». No obstante, siglos antes, en el XII, hay ya crónicas de un gran buceador llamado Nicolás Pesce, que tendría la capacidad de predecir las galernas y que fue llevado a la corte del rey de Sicilia, donde moriría de nostalgia por el mar. Se dice también de aquel buceador, que en ocasiones se presupone mítico y en otras solamente un hombre de características extraordinarias, que conocía la vieja técnica de los buceadores romanos y por ello usaba aceite para descender, llenando con él su boca. Al parecer, estos buceadores soltaban el aceite, una vez dentro del agua, poco a poco, quizá para poder ver mejor en el agua salada.
En España, hay un mito relativamente tardío (nada menos que el siglo XVII) pero muy fuerte, tan fuerte como para ser recogido por el padre Feijóo en su Teatro Crítico Universal: el hombre-pez de Liérganes.
Según el padre Jerónimo Feijóo, el 22 de junio de 1673, un vecino de Liérganes, en Santander, llamado Francisco de la Vega, que residía en Bilbao, se fue a bañar a la ría con otros amigos. Le vieron echarse al agua, pero no regresar, por lo que todo el mundo asumió que se había ahogado.
Pasaron seis años. En 1679, unos pescadores en Cádiz reportan haber visto nadando con gran pericia una figura de persona racional la cual, tras algunos intentos, logran capturar. La captura resulta ser Francisco, el cual se identifica como tal y es llevado de vuelta a su pueblo natal, donde vive nueve años, al parecer haciendo bastantes extravagancias, para terminar desapareciendo de nuevo.
En el campo de los mitos marinos españoles no puedo obviar la tentación de referirme también al mito de los Mariños gallegos, los cuales provendrían de los amores furtivos entre una moza gallega que frecuentaba la playa, y un tritón, medio hombre medio pez, que salió de las aguas un día y se la encontró y a partir de entonces repitió las visitas con la intención clara de matarla a polvos, cosa a la que ella parece ser no se negó. De las preñeces sucesivas de aquella buena aldeana serían fruto estos seres racionales, pero en el fondo medio peces. Este mito, probablemente, tiene su origen en la justa fama que siempre han tenido los gallegos de conocerse todos los mares.
Ciertamente, el marinero gallego es un personaje que merecería un libro. Me acuerdo ahora de una escena que viví siendo un niño, cuando acompañé a mi padre, entonces agente de seguros, a de las villas pesqueras de la costa gallega, donde había quedado con un patrón de pesca para alguno de sus negocios. En la conversación que ambos tuvieron delante de mí, no sé cómo, surgió la cuestión de si el marinero sabía nadar, a la que el hombre, fríamente, contestó que no. Como mi padre se extrañase mucho y le dijese que no comprendía cómo alguien que pasaba la vida en la mar no supiera nadar, él apuró su taza de vino, le miró y contestó: «¿E o piloto do avión? ¿Sabe voar, o?»