Pues si. Tras un largo camino de siglos, la Iglesia católica parecía haber llegado a un acuerdo en que Dios y su hijo eran dos naturalezas sin confusión ni cambio, división o separación; es decir que habían llegado a un acuerdo sobre sabe Dios qué (y nunca mejor dicho).
Sin embargo, la paz estaba lejos de llegar al terreno de la discusión religiosa. En los siglos subsiguientes, se dejó de discutir sobre las naturalezas de Cristo y se pasó a dar hostias por la cuestión de las voluntades que, como espero demostraros pronto, da para mucho.
En el siglo V, el famoso emperador Justiniano vino a alimentar la hoguera de las leches entre teólogos con la publicación del libro denominado de los Tres Capítulos, en el que, entre otras cosas, incluía extractos de las obras de Teodoreto de Mopsuesta, doctrinario que fue de los nestorianos, que eran contrarios al monofisismo.
Los monofisistas estaban fuera de la Iglesia desde el follón de Eutiques, entre otras cosas porque consideraban a Roma excesivamente blanda con el nestorianismo. Ofrecieron a Justiniano el retorno monofisista a la Iglesia a cambio de la condena explícita de los nestorianos por el Papa Virgilio; pero éste declinó la idea, buscando que no hubiese follón.
Justiniano, sin embargo, hizo la guerra por su cuenta. A causa sobre todo de cómo le comió la oreja el obispo de Cesarea, Teodoro Askidas, publicó un decreto condenando a los nestorianos. Los obispos de Oriente firmaron todos como un solo hombre; debían obediencia al Papa, ciertamente. Pero Justiniano, sus ejércitos y sus comisarías estaban más cerca. Cuando el Papa de Roma se enteró de que el emperador había conseguido firmas que sólo podía autorizar él montó en cólera, desposeyó al patriarca de Constantinopla Mennas, que también había firmado, y generó una división de hecho entre iglesia de oriente y de occidente. En realidad, estaba echando un pulso con Justiniano, o Justiniano con él, pues ambos sabían bien que el decreto venía a cagarse y mearse sobre la autoridad del Concilio de Calcedonia, que había admitido en el seno de la Iglesia a dos nestorianos, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, que ahora resultaban condenados.
Justiniano no se lo pensó dos veces. Llevó sus ejércitos a Roma y allí, el 22 de noviembre del año 545, pilló al Papa diciendo misa en Santa Cecilia del Trastevere y lo sacó de Roma a la fuerza. En sus inicios, Virgilio no dio su brazo a torcer; sabía que, si lo hacía, era como admitir que el que mandaba en la Iglesia era Justiniano, y no él. Pero al final acabó dándole la razón.
La decisión del Papa provocó la rebelión de la Iglesia occidental, para la cual Justiniano no era tan poderoso. Un sínodo de obispos africanos retiró la comunión católica a Virgilio, o sea el Papa; a bien quién es el chichi que se atreve hoy a hacerle eso al Ratzinger. El Papa negoció entonces con Justiniano una pequeña patada a seguir, es decir dejarlo todo pendiente hasta un nuevo concilio.
A pesar del pacto, Justiniano fue a lo suyo y publicó un nuevo decreto condenatorio de los nestorianos. Como quiera que el Papa amenazó con echar de la Iglesia a quien se adhiriese al decerto, Justiniano se fue a por él, motivo por el cual el pontífice hubo de huir de Constantinopla a Calcedonia, desde donde excomulgó al equipo teológico habitual de Justiniano (Teodoro Askidas y Mennas) y logró suficientes adhesiones obispales como para acojonar a Justiniano, quien finalmente volvió grupas y le pidió perdón.
Fruto de este frágil acuerdo fue el concilio II de Constantinopla, abierto por Justiniano y al cual el Papa no asistió por si las flies. El concilio condenó a los nestorianos, pero el Papa, desde Roma, se negó a que Teodoreto pudiera ser condenado, motivo por el cual Justiniano se cabreó de nuevo y volvió a desterrar a Virgilio. Lo tuvo en el maco hasta que torció el brazo y condenó a los nestorianos.
El concilio III de Constantinopla, que viene después, es el producto de que los obispos católicos orientales empezasen a notar en la nuca el aliento del mahometanismo, cada vez más en boga. Buscando fortalecer a la Iglesia frente a la nueva amenaza, el patriarca Sergio de Constantinopla trató de elaborar una teoría comprensiva del monofisismo y el catolicismo ortodoxo. En una finta realmente gallega, la teoría de Sergio daba la razón a los católicos al afirmar que en Cristo había dos naturalezas; pero, al mismo tiempo, se la daba a los monofisistas al aseverar que era una sola su voluntad. Es lo que se llama monotelismo. La cosa surgió su efecto: los monofisistas se pasaron en masa al monotelismo y, con ello, el emperador Heraclio tuvo lo que buscaba, que era una Iglesia más unida, o sea más fuerte frente a Mahoma.
La Iglesia católica, con tanto monasterio y tanto lugar de reflexión y oración, siempre tiene la capacidad de alumbrar algún tocanarices que le acaba encontrando problemas a las soluciones. En este caso, se trata de dos monjes, Sofronio y Máximo. Estos dos monjes rechazaban la piedra angular del monotelismo, según la cual era necesario admitir una sola voluntad en Cristo pues, de tener dos, entrarían en conflicto. Los monjes sostenían que, si la existencia de dos naturalezas no provocaba dicho conflicto, no tenía por qué provocarla la existencia de dos voluntades. Además, afirmaban que en Cristo tenía que existir la voluntad humana, y no sólo la divina, pues de otra forma no existiría su libre sometimiento a la voluntad divina (eso de Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu).
Sofronio acabó siendo elegido obispo de Jerusalén, desde donde envió un mensajero a Roma para explicarle al Papa Honorio I que el monotelismo oriental, que el pontífice creía inofensivo, era en realidad una herejía. Como respuesta, Honorio dictó una carta de ésas que tan bien se entienden: «dos naturalezas operando lo que les es propio, sin confusión, sin separación y sin cambio». Ole con ole y ole.
La intención de Honorio era que no se discutiese demasiado la cuestión para no andar dando por culo. Pero, a su muerte, el emperador Heraclio, para quien el apoyo monotelista era muy importante políticamente, dictó un decreto, la Ektesis, en el que claramente se ponía del bando monotelista. Ni este Heraclio ni su sucesor Constantino III, ni el siguiente Constante II, se bajaron de la burra de su decreto, por mucho que los diferentes papas que se sucedieron se lo pidiesen. Finalmente, el Papa Teodosio I se atrevió a deponer al patriarca de Constantinopla, Pablo, después de que éste le escribiese una carta que era algo así como un «sí, soy monotelista. ¿Pasa algo?»
En esta situación tan enfrentada, el depuesto Pablo convenció al emperador Constante de que publicase un nuevo decreto en el que se amenazaba con penas severas al que siquiera hablase sobre si hay una o dos voluntades en Cristo.
Un nuevo Papa, Martín I, celebró un concilio en Letrán en el que condenó el monotelismo y lanzó anatema contra todo el equipo monotelista, es decir los patriarcas Sergio, Pirro, Pablo, Ciro de Alejandría, etc. La respuesta del emperador fue imponer sus decretos en Italia por la fuerza e irse a por el Papa. El general Teodoro Galliopas persiguió al Papa a Letrán, donde lo detuvo y lo mandó a Naxos exiliado. Martín I moriría en ese destierro, bastante maltratado, razón por la cual hoy la Iglesia católica lo venera como mártir.
Por si no hubiese suficiente gente tocando los huevos, surgió otro doctrinario, Pedro de Constantinopla, quien, no sabemos si después de haberse tomado un tripi o qué, decidió resolver la cuestión proponiendo la teoría de que Cristo no tiene una ni dos voluntades, sino tres. Hay que ver la querencia que tiene la Iglesia católica de usar el número tres para explicarlo todo.
El Papa Vitaliano, más listo que los anteriores, ejercitó la paciencia. Se limitó a esperar a que Constante la espichara (fue asesinado en el 668) y, una vez producido el óbito, se dedicó a trabajarse al sucesor, Constantino Pogonato, al cual acabó arrancando la retirada de los famosos decretos.
El buen rollito entre papas y emperadores culmina en el III concilio de Constantinopla, convocado para unir las iglesias de oriente y occidente, siendo Papa Agatón. En sus sesiones se condenó el monotelismo.
Ya se había resuelto el problema de las voluntades. Pero aquella era de las discusiones bizantinas iba a dar para mucho. En la cola de los problemas estaban ya esperando unos tipos de los que seguro que alguna vez habéis oído hablar.
La próxima vez hablaremos, pues, de los iconoclastas.