Los inicios de un negocio siempre son duros. Y el negocio de Dios no es una excepción. La Iglesia católica, a la que ahora vemos con una imagen más bien monolítica, dista mucho de haber tenido siempre la misma situación. Esto es especialmente cierto en sus primeros pasos o, mejor deberíamos decir, sus primeros pasos de poder. Como es bien sabido, la religión cristiana, a pesar de los leones en el circo y esas cosas, se expandió pronto y no tardó en demostrarle a los gobernantes sus enormes capacidades como galvanizadora. Una nación que, además de buenos reyes y un ejército molón, tuviese una religión nacional, era una nación enormemente cohesionada, capaz de mayores avances. Esto es lo que marcó el primer maridaje, siempre difícil, entre el poder temporal de la espada y el espiritual de la mitra.
Cada vez más, dominar la mitra se convirtió en un premio importante. La decadencia del imperio romano de Occidente, que como en un sistema de vasos comunicantes se correspondió con el florecimiento del de Oriente y de su capital, Constantinopla, vino a plantear nuevos elementos en la ecuación.
Es la época de las primeras discusiones bizantinas, expresión que se ha legado a nuestro idioma como sinónimo de perder el tiempo discutiendo chorradas. Las chorradas de las discusiones bizantinas, sin embargo, tenían todo un trasfondo de poder y de enfrentamiento sobre quién ha de mandar en Europa, lo que entonces era lo mismo que decir en el mundo.
En este post quiero hablaros de aquellos principios, los primeros siglos hasta la Edad Media, y las discusiones que se produjeron en aquellos momentos.
Un concilio ecuménico o perfecto es una reunión destinada a desarrollar cánones sobre fe, moral y costumbres, que sólo puede ser convocado por el Papa; los concilios imperfectos son aquellos convocados por cardenales, obispos o seglares (un rey, por ejemplo), en ocasiones muy extraordinarias, como por ejemplo nombrar un Papa (Papa que, por definición, si no está nombrado no puede convocar concilio, por lo cual éste no puede ser ecuménico). Un tercer tipo de concilio es aquél convocado subeptricia e ilegalmente por alguien para tocarle las narices al Santo Padre. Esto se denomina conciliábulo, palabra que también ha pasado a nuestra lengua común con parecido significado al original.
El primer concilio de la Iglesia católica es la reunión o asamblea de los apóstoles en Jerusalén, y que nos es relatada en los Hechos de los Apóstoles, XV, 1-32. Debió de ser en el año 50, es decir unos 17 después de la ejecución de Jesucristo, y coincidió con el regreso por parte de Pablo, el inspector de Hacienda que se dio el piñazo al caerse del caballo, de su primera tournée evangelizadora.
Hasta ese momento, la mayoría de los cristianos eran judíos, pues aquella era la tierra que los apóstoles se habían trabajado más. En aquel primer concilio ya hubo problemas doctrinales, pues se planteó el problema de si los gentiles, o sea nacidos fuera de la fe cristiana y no judíos, debían cumplir las leyes mosaicas al convertirse. Lo cual afectaba, entre otras cosas, a la circuncisión.
Es natural pensar que los gentiles hechos y derechos no se sintiesen muy tentados de hacerse cristianos si para ello se tenían que afeitar el rabo. Lo de los judíos es otra historia, porque ellos estaban circuncidados de serie, es decir, se les cortaba el prepucio siendo unos bebés, lo cual duele menos (o por lo menos se recuerda menos).
La asamblea de Jerusalén debió de ser movida pues, aún pasado el conflicto, y según nos cuenta el mismo Pablo en su epístola a los Gálatas, tuvo que recriminar a Pedro de Antioquia por volver a reclamar la circuncisión a los conversos. En todo caso, el concilio de Jerusalén consiguió dar el primer paso universal de la Iglesia, dictaminando que los nuevos cristianos gentiles no tenían que respetar la ley mosaica, salvo en tres cosas: no participar en banquetes sacrificales paganos, no comer carne de animales estrangulados, y no fornicar (entiéndase por fornicar jugar fuera de casa, o hacerlo con la mujer propia por fornicio, y no por poner un hijo a Su Servicio).
Dos de las tres condiciones han sido, por lo que sé, razonablemente cumplidas por los conversos.
Pasaron tres siglos, en los cuales la Iglesia prosperó claramente y fue adquiriendo diversas cuotas de poder. En el año 325 ya era lo suficientemente grande como para tener problemas. Y el problema llegó en forma de una cosa que los educandos de mi generación, o sea los que tuvimos que estudiarnos los reyes godos, conocemos por el asunto de Recaredo: el arrianismo.
El arrianismo es la primera herejía importante de la Iglesia católica. En términos temporales, quiere decir: la primera vez que alguien le dice al Papa: voy a montar un negocio como el tuyo en la calle de enfrente.
Los herejes premedievales, yo diría que en su totalidad, no son sino cristianos que se ponen a pensar. Y, pensando, llegan a conclusiones que, de alguna forma, ponen en peligro el monopolio doctrinal del Papa y de su iglesia. Arrio era un sacerdote que por lo visto hablaba que lo flipas y era, además, muy asceta (la mayor parte de los herejes han atacado siempre la autoridad de Roma por la vía de acercarse más al ideal de pobreza de Jesucristo; es lo que tiene vivir de coña).
El hábil Arrio se dio cuenta de que la Iglesia, probablemente porque para poder sustentar una superioridad intelectual hace falta que aquello sobre lo que se piensa sea complicado, había elaborado una serie de teorías que eran difíciles de tragar por parte de los mediopensionistas, que entonces, además, eran mayoritariamente analfabetos. A mucha gente le costaba entender eso de que Jesucristo hubiera sido hombre y dios a la vez, y no digamos eso de la Trinidad, que es, verdaderamente, un misterio.
Así que Arrio decidió explicar las cosas de otra manera. Según dijo, Cristo no era dios, sino que había sido adoptado por Dios. Era, pues, un hombre como cualquiera, sólo que Dios se guardaba de lo que debía hacer.
Un sínodo obispal celebrado en el 321 expulsó a Arrio de la Iglesia. Los arrianos fueron expulsados de Egipto, que era su stronghold. Encontraron amparo, sin embargo, bajo el ala de los obispos Eusebio de Cesarea y Eusebio de Nicomedia.
Así fue como se encontró la cosa el emperador Constantino, decidido a unificar el imperio bajo una sola creencia, lo cual le obligaba a unificar la creencia en sí. Fue un español, Osio de Córdoba, quien le sugirió la idea de convocar un concilio, el primero de los ecuménicos de Nicea.
En Nicea compareció Arrio, el cual expresó su visión de las cosas. Según él, sólo Dios es un ser eterno, sólo él no ha sido creado y es incomunicable (o sea, incomprensible por la mente humana). Consecuentemente, Jesucristo no nace de la sustancia de Dios, sino creado de la nada por él. Es, por lo tanto, un agente capaz del mal como del bien. Ciertamente, no es un hombre cualquiera, por poseer amplias condiciones virtuosas. No obstante, no puede ser llamado hijo de Dios, pues no nace de él.
El arrianismo se cargaba de un plumazo el misterio de la Trinidad, así como el de la Redención. Una burrada, vamos.
El concilio, dirigido por un tal Atanasio (casi todos los partidarios papales citados en este post son hoy santos; pero dado que el que escribe soy yo, no les he colocado la coletilla), condenó el arrianismo y sustantivó una doctrina que hoy, 1.700 años después, sigue ahí, en boca de mucha gente, cada domingo. Fue ahí, en efecto, donde se compuso el llamado Símbolo de Nicea, que a cualquier católico o ex católico le sonará, y que más o menos dice:
Creo en Jesucristo, hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos.
Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado y no creado, de la misma naturaleza que el padre
Muchos de vosotros habéis rezado estos versos o lo seguís haciendo. Quizás alguna vez os habréis preguntado qué quieren decir. Pues aquí lo tenéis: cada vez que los decís en la asamblea de los domingos, estáis diciendo: ¡chúpate ésa, Arrio! La clave son las expresiones «nacido del Padre», o sea, de naturaleza divina; y «engendrado y no creado», o sea que comparte con Dios la característica de no haber sido creado por nadie (nadie puede crear a Dios, pues es Dios quien crea).
Se dice que fue Osio el cordobés el que redactó este texto que tanto éxito ha tenido en el tiempo.
El primer concilio de Nicea, además de aprobar la excomunión de Melecio, un obispo que había hecho consagraciones a diestro y siniestro en los tiempos de Diocleciano para así conseguir clientes, también tomó una decisión que ha llegado hasta nuestros días: la celebración de la fiesta de Pascua, fijada para el equinoccio de la primavera, o sea el 21 de marzo, de forma que la Pascua se celebraría el domingo inmediato siguiente a la decimocuarta luna tras dicho día.
Lo que se dice facilito.
Pocas décadas más tarde, en el 381, hubo que convocar otro concilio, esta vez en Constantinopla, a causa de la aparición de una nueva herejía. Esta vez se debía a Apolinar, obispo de Laodicea, el cual, buscando argumentos contra el arrianismo, se había pasado de frenada y se había colocado él mismo más allá de la doctrina oficial.
Apolinar era neoplatónico y, como tal, admitía lo que se denominaba el principio tricotómico del alma humana. Este principio no sostiene, contra lo que pueda parecer, que el alma humana tiene predilección por tricotar. Sostiene que el cuerpo humano se compone de un alma sensitiva, un alma intelectual y lo que viene siendo el cuerpo material propiamente dicho. Apolinar sostenía que Jesucristo era hombre y Dios a la vez, sólo que, como hombre, carecía de alma intelectual, o sea no pensaba; pensaba por él su mitad divina.
La teoría está bien, es elegante, pero ponía a la Iglesia en los mismos problemas que el arrianismo. Si, como hombre, Jesucristo no pensaba, era imposible el misterio de la Redención; para poder redimirse como hombre (y luego redimir a la Humanidad con su sacrificio), Jesucristo tenía que pensar como hombre, no como dios, algo que Apolinar negaba. Por lo demás, si el Cristo hombre no tenía alma intelectual, no se encarnó propiamente en hombre, pues los hombres piensan (bueno, casi todos).
Así que el Papa Dámaso I (esto lo digo de memoria porque no lo encuentro en mis libros; pero juraría que era español) se puso de acuerdo con el emperador Teodosio I para convocar el concilio. Que el concilio fue movido nos lo dice el hecho de que, a la muerte repentina del presidente de las sesiones, Melecio de Antioquia, fue sustituido por una especie de usurpador, Máximo el Cínico, el cual fue asimismo destituido por Gregorio Nacianceno, el cual tuvo que dimitir por la oposición de los obispos egipcios y macedonios, motivo por el cual hubo que buscar a un seglar, Nectario, para que dirigiese los debates.
El concilio, finalmente, reaprobó el Símbolo de Nicea, con lo que quería presentar batalla tanto al apolinarismo como el llamado macedonismo, una secta que negaba la divinidad del Espíritu Santo. En defensa de este tercer miembro del team católico, se aprobó el Símbolo de San Epifanio, que también conocemos bien de la misa actual:
Creo en el Espíritu Santo,
señor y dador de vida,
procedente del Padre
adorado y glorificado con el Padre y el Hijo
y que habló con los profetas.
Cuando murió Apolinar, algunos de sus seguidores se apuntaron a una nueva teoría que habría de dar muchos quebraderos de cabeza a Roma: el monofisitismo.
Hemos de esperar hasta el año 431 para encontrar el nuevo pressing catch doctrinario, el concilio de Éfeso. Siendo Papa el primero que para ello eligió el nombre de Celestino, un presbítero de Constantinopla se subió un día a la tribuna y largó la teoría de que la virgen María no era madre de Dios. El patriarca de Constantinopla, Nestorio, lejos de darle siete cañetes al relapso, le apoyó, y sostuvo que la Iglesia erraba al llamar a María Theotocon, es decir madre de Dios; cuando meramente era Christotocon, madre de Cristo. Esta proposición venía a suscitar el problema de nuevo: según Nestorio, lo que salió de María fue un hombre, no un dios; hombre sobre el cual se posaría luego la divinidad, un poco como el Espíritu Santo sobre los apóstoles en los dibujos de mis evangelios escolares infantiles.
De nuevo Nestorio, al reconocer dos Cristos, uno nacido de Dios y otro de una ciudadana llamada María, se cargaba la Redención; puesto que, si eran personas distintas, no se podía atribuir a una las acciones de la otra.
En Roma, Cirilo de Alejandría, que fue para esto el principal campeón de la Iglesia oficial, compuso los llamados Doce Anatematismos, que vienen a ser una teología oficial en esquema, y se los envió a Nestorio para que los suscribiese. Nestorio, lejos de obedecer, acusó a Cirilo de hereje (monofisitista). Cirilo, sin embargo, abrió el concilio de Éfeso, en el cual echó a Nestorio del círculo de confianza católico.
Veinte años exactos duró la tranquilidad en la casa del rico. En las controversias contra Nestorio, que ya había sido cauterizado y enviado a un convento de Antioquia, se había destacado mucho un viejo abad del monasterio de Constantinopla. Se llamaba Eutiques. Este abad era muy afecto a la filosofía de Orígenes, autor que sostenía la preexistencia de las almas, y basándose en ello sostenía que, si bien el cuerpo de Cristo era un cuerpo en cuanto a su forma y apariencia, no lo era en cuando a su sustancia.
Ésta es, sustancialmente, la teoría sostenida por el monofisitismo. Doctrina que resuelve eso de la doble militancia de Cristo, divina y humana, generando una sola realidad en la que lo humano, la verdad, tiene poco papel. Tan poco que, como rápidamente se dieron cuenta los jerarcas romanos, se negaba la Encarnación.
En 488, Eutiques fue llamado ante un tribunal eclesiástico, presidido por el patriarca bizantino Flaviano, para explicarse. Según se nos dice, Eutiques defendió entonces que, en Jesucristo, lo humano y lo divino están tan mezclados, tan juntos, que acabaron por general una sola naturaleza de carácter mixto, en la cual lo humano fue absorbido por lo divino.
Dicho esto, Flaviano secularizó a Eutiques y lo excomulgó. El ya ex abad anunció que apelaría al Papa. E hizo algo más: buscarse el apoyo del emperador Teodosio II.
Este apoyo, que también fue buscado antes por Nestorio, marca el comienzo del conflicto entre poderes. Ya hemos dicho que la religión católica fue una ayuda enorme para conseguir para los reyes sociedades conjuntadas y fieles. Sin embargo, a base de concentrar poder, la Iglesia se había convertido en un actor poderoso, y los reyes ambicionaban ese poder, de la misma forma que los Papas ambicionaban los poderes de los reyes. Teodosio II se apuntaba a un bombardeo con tal de meterse en medio de las discusiones de la Iglesia, para así debilitarla en su poder, lo cual incrementaba las capacidades del poder temporal. Conocedor de que Flaviano había escrito a Roma contando los resultados del juicio doctrinal, escribió su propia carta defendiendo a Eutiques, adjuntó otra del propio excomulgado y, haciendo valer sus medios, logró que llegase primero a Roma.
No les sirvió de nada. El Papa León I, llamado El Grande, no tragó y confirmó la condena a Eutiques en su célebre Epístola Dogmática (bueno, célebre para quien haya estado en un seminario, supongo), en el que trataba de sentar el dogma de la Encarnación del Hijo de Dios, o sea la unión hipostática de sus dos naturalezas.
Mientras ocurría esto, Eutiques, Teodosio y Dióscoro de Alejandría convocaban un concilio en Éfeso, que se celebró en el 449; concilio al que no dejaron pasar a los enviados papales, Julio, Renato e Hilario. Este concilio respondió a la excomunión de Eutiques revirtiéndola y excomulgando a Flaviano, quien moriría en el destierro consiguiente.
Dado que ahora no había patriarca en Constantinopla, se eligió a un discípulo de Dióscoro, Anatolio. León I, sin embargo, condicionó su placet a dicho nombramiento a que se aceptasen los anatemas de Cirilo a Nestorio, así como la Epístola Dogmática.
Las cosas no pintaban bien para Roma, pero en eso se murió Teodosio, el tocahuevos. La hermana de Teodosio, Pulquería, se casó con Marciano, y el nuevo emperador anunció la celebración de un concilio ecuménico, esto es controlado por el Papa; el concilio de Calcedonia, del 451.
Eutiques fue desterrado, pero en el concilio se presentó Dióscoro proponiendo nada menos que la excomunión del Papa. Sin embargo, fue Dióscoro el que perdió la partida, y la sede episcopal. El anatema quinto de aquel concilio pretendía resolver el problema con estas palabras tan claras: «Creemos en Jesucristo, que para nosotros y nuestra salvación apareció de la Virgen María, Madre de Dios según la humanidad, con un solo y mismo Cristo, Hijo, Señor, monógeno, en dos naturalezas, sin confusión o cambio, sin división ni separación, no estando borradas las diferencias de las naturalezas por su unión y conservando, por el contrario, cada una de ellas su propiedad y concurriendo entrambas a constituir una sola persona y una sola hipóstasis».
¿Estáis pensando lo mismo que yo? O sea: ¿así pretendían dejarlo claro?
Así pasó lo que pasó luego. Que lo contaremos luego, claro.