El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
Y
llegó el momento del Gran Juicio contra el Bloque Antisoviético
Trotskista-Derechista; el tercero de los grandes juicios de las
purgas estalinistas. Veintiún acusados con dos prima
donnas: Bukharin y Rykov. Entre el
resto de acusados: el viejo líder trotskista Cristian Rakovsky;
Nikolai Krestinsky, un hombre de la diplomacia soviética al que
hemos visto implicado en las negociaciones con Alemania, y que había
sido nada menos que miembro del Politburo con Lenin; Sergei Bessonov,
el consejero de la embajada soviética en Berlín que había
intentado varias veces, sin éxito, conseguir acercamientos con el
gobierno nazi para un pacto político; Yagoda; Arkadi Pavlovitch
Rosengolts, comisario de Comercio Exterior; Grigori Fiodorovitch
Grinko, comisario de Finanzas; Milhail Alexandrovitch Chernov,
comisario de Agricultura; Vladimir Ivanovitch Ivanov, comisario de
Industria de la Madera; Isaac Abramovitch Zelensky, responsable de
cooperativas de consumo; los líderes uzbekos Khodzhayev e Ikramov;
el bielorruso Sharangovitch; los doctores Levin, Pletnev e Ignatiy
Kazakov, los tres del hospital del Kremlin; Pavel Petrovitch Bulanov,
secretario personal de Yagoda; Kriuchkov, el secretario de Gorky,
también tenido por muy cercano a Yagoda; Veniamin Maximov-Dikovski,
secretario del Partido en Kuibyshev; Prokopi Timofeyevitch Zubarev,
un cuadro comunista de la Administración agrícola. Nueve de los 21
(Bukharin, Rykov, Chernov, Ivanov, Zelensky, Grinko, Rogelgolts,
Ikramov y Yagoda) habían sido elegidos para el Comité Central en el
XVII Congreso.
El
juicio se celebró en la Sala Octubre entre el 2 y el 13 de marzo, y
fue, por así decirlo, la gran obra de la invención estalinista, con
más acusados que nunca, que se confesaron culpables de una
conspiración que hundía sus raíces en el pasado.
La
tesis “probada” fue ésta: dos revolucionarios, Vladimir Lenin y
Iosif Stalin, fueron los líderes de una revolución soviética
triunfante que, desde Brest-Litovsk, había estado cuestionada por
conspiraciones contrarrevolucionarias. Con ocasión del mentado pacto
con los alemanes, Bukharin y su grupo derechista habría confluido
con los socialrrevolucionarios de izquierda, así como con Trotsky,
para conspirar contra Lenin. Bukharin propuso arrestar al gobierno
soviético y asesinarlo en pleno. Así las cosas, Fanni Yefimovna
Kaplan, la mujer que atentó contra la vida de Lenin en 1918, no lo
habría hecho sólo bajo órdenes de los socialrrevolucionarios, sino
también de Bukharin. En los años veinte, además, Trotsky se
convirtió en agente de la inteligencia alemana y, después, también
de la inglesa. Bukharin, Rykov, Krestinsky, Rosengolts y Rakovsky
fueron todos agentes internacionales.
En
1932, cuando derechistas e izquierdistas tuvieron que reconocer la
solidez del régimen, los dos grupos, bajo instrucciones de servicios
de inteligencia, formaron “el Bloque”, es decir, una organización
terrorista. Krestinsky, haciendo valer su posición de viceministro,
le ordenó a Bessonov, a punto de regresar a Berlín, que fuese el
enlace de Trotsky con los nazis, así como usar su puesto en la
Embajada para obstaculizar en todo lo posible el entendimiento entre
Berlín y Moscú (la verdad es que hizo todo lo contrario). Trotsky
negoció un acuerdo con los nazis cuya base era la derrota de la URSS
en una eventual guerra futura, en la cual el grupo de Tukhachevsky
complotaría para abrirle los frentes a los alemanes. Karakhan fue
otro negociador del acuerdo con los nazis, que contemplaba la cesión
de Ucrania a los germanos. En enero de 1934, un grupo conspirador
establecido en el mismo Kremlin, protegido por Yenukidze, organizó
un golpe que culminaría con el arresto de los participantes en el
XVII Congreso. Si no lo llevaron a cabo, según el sumario, fue por
lo extraordinariamente popular que era el gobierno comunista en el
país. Bukharin implicó en estos proyectos a los mencheviques y a la
Segunda Internacional. En marzo de 1937, Tukhachevsky le habría
confesado a Rosengolts y Krestinsky que en mayo quería dar un golpe
de Estado y asesinar a los gobernantes; su arresto, pues, fue
providencial.
Algunos
de los acusados eran confidentes infiltrados. Es, posiblemente, el
caso de Sharangovitch. Si hemos de hacer la prueba del qui
prodest, hemos de ver que los tres
acusados que fueron acusados a prisión y no a la pena de muerte
fueron Bessonov, Rakovsky y el doctor Pletnev. Bessonov le contaría
en prisión a un compañero que había sido salvajemente torturado.
Por otra parte, Bukharin, en su intervención final, deslizó la
información de que había resistido tres meses de interrogatorios
antes de ceder. De todas formas, con práctica seguridad la principal
arma de coerción contra Bukharin fue dañar a su mujer. Anna Larina
fue mantenida en su apartamento de la Casa del Gobierno y, un mes
después de que su marido fuese arrestado, recibió una nota de él,
en la que Bukharin le pedía algunos libros porque, le decía, había
comenzado a escribir uno: La
decadencia de la cultura bajo el fascismo.
La policía conminó a Larina para que le escribiese una nota a su
marido informándole de que seguía en el apartamento, recibiendo sus
raciones de cuando eran miembros de la elite vodka y putas. Bukharin
decidió colaborar, tras lo cual Anna Larina, puesto que ya no era
útil, fue exiliada a Astracán y, después, a un campo de
concentración especial para “miembros de familias traidoras”.
Krestinsky
fue uno de los pocos arrestados por el Terror que cometió el peor
pecado que se podía cometer a ojos estalinistas: una vez en la
Lubianka, había confesado todo lo que se le dijo que confesara;
pero, en el momento de declarar en el juicio, se retractó de todo y
dijo que si había firmado las cosas que había firmado, era porque
entendió que era la única manera que podría tener de defender su
inocencia en el juicio. Este testimonio fue eliminado de las actas
taquigráficas de la sesión que se facilitaron a la Prensa, aunque
sí figuró en el libro final de actas del juicio que se publicó en
1938. Una médica vio el 3 de marzo a Krestinsky en Lefortovo
completamente cubierto de sangre tras una brutal paliza. De hecho,
siempre se ha especulado con que murió en esa sesión de tortura y
que el hombre que días, después, y con voz mecánica, se reafirmó
en sus primeras deposiciones, era un doble.
Los
líderes periféricos todos confesaron intenciones de desmembramiento
de la Unión. Grinko confesó que había complotado con nacionalistas
ucranianos para entregar el país a los alemanes; Ivanov, que había
preparado la secesión de Arcángel para entregárselo a los
ingleses; Sharangovitch conspiró para entregarle Bielorrusia a
Polonia; Khodzhaev e Ikramov, por su parte, intentaron cederle
Uzbekistán y el resto de Asia Central a los británicos para que
estableciesen un protectorado.
El
Bloque, por otra parte, había intentado matar a Stalin, Kaganovitch,
Molotov, Voroshilov y Yezhov. La imaginación de los interrogadores
no tuvo límites; así, los acusados confesaron que, en el caso de
Yezhov, habían intentado matarlo emponzoñando el aire de su
despacho con mercurio. El jefe asesino era Yagoda, quien confesó
haber formado desde 1931 un grupo especial de asesinos derechistas en
la OGPU. En 1934, Yenukidze le comentó que el grupo
trotskista-zinozievista estaba planificando el asesinato de Kirov, y
él se apuntó, ordenando a Zaporozhets que no obstaculizase nada.
Los
doctores Levin, Pletnev y Kazakov estaban ahí para confirmar la
confesión de Yagoda, en el sentido de que Yagoda les había ordenado
acortar la vida de algunos objetivos, como Máximo Gorky, o su hijo
Maxim Alexeyevitch Peshkov. Kuibyshev, o Viacheslav Menzhinsky.
Parece ser que Yagoda se quiso resistir a confirmar su participación
en la conspiración contra la vida de este último, su antecesor al
frente de la policía secreta. Hubo un receso, se lo llevaron y,
minutos después, reapareció y se reafirmó en lo confesado. Algunos
testigos dijeron que parecía diez años más viejo que media hora
antes. Gorky, por su parte, habría vuelto a Moscú sin deber haberlo
hecho por ser inducido para ello por Kriuchkov, lo que le provocó la
gripe o neumonía que adquirió. En el hospital, Letvin y Pletnev se
lo cargaron con medicación; todos ellos, bajo las órdenes de
Yagoda.
Ivanov,
Zelensky y Zubarev, los que tenían edad para ello, confesaron haber
sido agentes de la Okhrana zarista.
Las
intervenciones finales de los acusados ofrecieron poca novedad, salvo
en el caso de Bukharin. En realidad, Vyshinsky ya había sospechado
que el viejo comunista aprovecharía su turno de palabra para hacer
lo que definió como “absurdos juegos acrobáticos finales”. Y
eso fue lo que pasó. Más o menos.
En
realidad, Bukharin, a quien durante el juicio le daban un papel cada
vez que tenía que hablar con lo que tenía que decir, tuvo desde el
principio sus rebeldías. Se declaró, tal y como le ordenaron,
culpable de “la suma total de crímenes cometidos por esta
organización contrarrevolucionaria”, pero acto seguido añadió,
de su cosecha, que no sólo no participó, sino que no tuvo
conocimiento de ninguno de los actos individualmente considerados en
el juicio. Negó que los acusados fuesen un grupo, negó conocer
cualquier conexión con los nazis, negó tajantemente haber
conspirado para matar a Lenin, Stalin y Yakov-Aaron Milhailovitch
Sverdlov en 1918; negó cualquier negociación con servicios secretos
internacionales; y negó haber participado en el asesinato de Kirov,
así como en los supuestos de Kuibyshev, Menzhinsky, Gorky o su hijo.
Durante las conclusiones del fiscal, tomó constantemente notas y sus
palabras finales apenas aparecieron muy resumidas en la Prensa del
día siguiente. Según Fitzroy McLean, el funcionario de la Embajada
británica que atendió al juicio, Bukharin intervino en un tono
desafiante y con un discurso típicamente comunista, en el que dijo
una cosa y la contraria. Empezó por admitir su participación en la
conspiración juzgada para, acto seguido, según McLean, comenzar a
desmontarla “pieza a pieza”. Aceptó la responsabilidad por la
formación del Bloque contrarrevolucionario, pero dejó claro que se
trataba de una responsabilidad política.
Después
de que la sentencia de muerte fuese pronunciada sobre él, Bukharin
renunció a hacer petición de clemencia alguna. En su lugar, le
escribió una nota a Stalin. Una nota que comenzaba: “Koba, ¿por
qué te hace tanta falta que yo muera?”. Esta nota se ha hecho
especialmente famosa en la historiografía del estalinismo (me
refiero a la seria, no a los hilos de licenciados en Historia en
Twitter) por el dato de que fue encontrada en el cajón del
escritorio de Stalin el día de su muerte, junto con la nota de
Lenin, de la que ya hemos hablado, en la que éste amenazaba con
romper relaciones con él a causa de haber maltratado de palabra a su
mujer, Krupskaya.
En
todo caso, el 15 de marzo, Bukharin y los otros 17 condenados a
muerte fueron ejecutados.
Hay
que decir, en honor a la verdad, que algunas de las cosas que se
juzgaron en el Juicio de los Veintiuno, aunque no siempre de la forma
en que se describieron, eran reales. La oposición de Bukharin a
Brest-Litovsk existió. Los contactos de Krestinsky en Berlín con
militares alemanes se produjeron; el puesto de Stalin como secretario
general fue seriamente cuestionado en los preparativos del VII
Congreso. Kirov fue asesinado y, ciertamente, Yagoda y Zaporozhets no
fueron ajenos a lo que pasó; aunque la mano que meció la cuna fue
otra. El ataque al corazón de Kuibyshev es sospechoso, como lo es la
muerte de Gorky.
El
Juicio de los Veintiuno, sin embargo, fue una pasada de frenada de
Stalin respecto de los alemanes. Da la sensación de que el
secretario general, envalentonado por haber salvado la cara en el
juicio de los militares (que, no se olvide, fue
secreto), se creyó que todo el
monte era orgasmo y que, consecuentemente, los nazis no se
mosquearían. Más cierto es que, conforme se fueron desarrollando
las sesiones de Los Veintiuno, Schelenburg se fue poniendo cada vez
de peor hostia. El embajador prohibió a su personal acudir al juicio
y, de hecho, casi intentó que el embajador estadounidense Davies
dejase de ir; le expresó mil veces su sorpresa porque aquel
subnormal rooseveltiano se empeñase en defender la idea de que se
trataba de un juicio justo y con todas las garantías procesales. El
primer ministro británico, apelado en la Cámara de los Comunes,
declaró que las acusaciones que se habían vertido en el juicio
contra Gran Bretaña “obstaculizaban seriamente las relaciones con
la Unión Soviética”. En Francia, la Prensa no comunista publicó
largas crónicas sobre el juicio, poniendo a parir a los soviéticos.
El verso suelto de todo aquello fue Benito Mussolini. El periódico
oficial fascista Popolo d'Italia
publicó un comentario en el que especulaba con que Stalin, en
realidad, “se había convertido en un auténtico fascista” (cosa
en la que acertaba, la verdad); y se felicitaba de que, mediante las
purgas, le estuviese haciendo un gran favor al movimiento fascista
internacional.