El parvulario del colegio de los jesuitas de La Coruña donde estudié es (o era; hace muchos años que no lo veo) una especie de mundo aparte diseñado para que los niños más pequeños no tuviéramos que deambular por el colegio, con el natural riesgo de que nos perdiésemos o algo peor. Han pasado 41 años desde que yo lo ocupé, pero recuerdo bien un foso de arena, los juegos allí con mi amigo Carlos; recuerdo que me daba miedo escalar hasta lo más alto de una especie de laberinto escalable de tubos que había en el centro y recuerdo perfectamente el día que un compañero, por una mala suerte, me rompió una ceja con un columpio; la cicatriz todavía se nota un poco.
A mi maestra la llamábamos la Señorita Chicha. Ignoro cómo se llamaba realmente, aunque teniendo en cuenta que en Galicia es relativamente común llamarle Chicho a los luises, quizá se llamaba Luisa. Una profesora de párvulos suele estar siempre de bastante buen humor, salvo cuando echa broncas. La Señorita Chicha era famosa en el parvulario por su escasa proclividad a la bronca. Los párvulos, en justa retribución, le teníamos mucho cariño, como es de ley.
Por eso, una cosa que recuerdo vivísimamente es una mañana que tuve problemas intestinales. Esto era bastante común en aquellos años míos, y todavía había que acompañarme al excusado; no fui nada precoz en esto. La Señorita Chicha estaba explicando en ese momento que hay animales que tienen más de cuatro patas, y no podía dejar tan profundos conocimientos en el aire; así que me fui a cagar en compañía de otra maestra. Cuando volví, el recreo había comenzado. Todos mis compañeros estaban en el patio esparragando, pero yo no me fui con ellos porque iba de la mano de la maestra, y no me la soltó. Entramos en el aula. La Señorita Chicha estaba sentada mirando a ninguna parte.
‑¿Pasa algo? –preguntó su compañera.
Yo me acerqué a mi maestra. No por preocupación por ella; supongo que querría contarle que había cagado en la taza de los mayores, que es algo que a ciertas edades da mucho orgullo. Ella me estrechó contra ella y me besó el pelo. Luego suspiró y dijo:
‑Han matado a Kennedy.
Aquel Kennedy era Robert Fitzerald Kennedy, y unas horas antes había muerto por los disparos de un pringao llamado Sirhan Sirhan. Pero yo eso no lo supe hasta mucho más tarde. Conforme fui creciendo, cada vez que en mi casa se hablaba de Kennedy (mi padre, claro) se hablaba de John y de su asesinato. Por eso, porque tardé años en saber que en realidad los Kennedy asesinados eran dos, en saber que el muerto que me había hecho temblar, pues la tristeza de la Señorita Chicha me hizo sentir que algo iba realmente mal; por eso, digo, creo que el asesinato de John Fitzerald Francis Kennedy me ha interesado prácticamente desde que tengo uso de razón. Más aún: desde antes de tenerla, desde los tiempos en los que todo lo que me interesaba era cagarme en algún sitio diferente de mis calzoncillos.
En estos post busco para vosotros, lectores en su mayoría mudos según las estadísticas, enfoques que puedan ser novedosos. Las librerías del mundo, y por supuesto internet, están preñadas de lugares donde podéis leer materiales mucho mejores que los que podría escribir yo sobre el asesinato de JFK y las diferentes teorías que existen sobre él. Pudo haber dos disparos o cuatro o más de cuatro; los disparos pudieron proceder de un solo sitio o de varios. Pudo ser la obra de un loco o un atentado minuciosamente diseñado y preparado. Pero yo no voy a hablar de eso. En este terreno, me limitaré a decir es que mi opinión de humilde lector de libros es que Lee Harvey Oswald disparó contra el presidente; pero tengo mis dudas de que: a) le diese; b) fuese el único.
El enfoque que busco en este post y alguno que le seguirá es contaros lo que, tal vez, nadie os ha contado. Y, sin embargo, conforma una historia de gran interés. Tanto, que, la verdad, me extraña que nunca nadie haya filmado una película más o menos con el argumento que aquí os voy a describir. Os confieso, de hecho, que, a base de leer sobre el tema, yo he visto esa película varias veces en mi cabeza. Julia Roberts suele hacer en ella el papel de Jackie Kennedy, Kevin Spacey está caracterizado con Lyndon Johnson y Rusell Crowe interpreta a Clint Hill, por poner algunos ejemplos.
Ésta es la historia de lo que pasó inmediatamente después de los disparos. Es la historia de lo que ocurrió más o menos en las primeras dos horas tras la muerte del presidente Kennedy. Habéis visto mil veces lo que ocurrió antes. En el cine y en la tele habréis visto las tomas de la película Zapruder, habréis leído y oído hablar del tema. Eso puede que os haya dejado la sensación de que lo mollar ocurrió antes. Yo pretendo convenceros exactamente de lo contrario. Lo realmente mollar ocurrió después.
El gesto de ir a Dallas era, por parte de JFK, toda una declaración de poder. Texas en general, y Dallas muy en particular, era a principios de los años sesenta un reducto de la derecha estadounidense más recalcitrante, partidaria de la segregación racial y en buena medida convencida de que el presidente de la Unión estaba siendo contemporizador con los comunistas. Además, era y es un estado en el que la posesión de armas era ampliamente legal, así pues la oposición política no se expresaba sólo en el terreno de las ideas, sino de la acción. Haciendo un símil con el presente, imaginad a un político de un partido español de ámbito nacional que se fuese a alguno de los pueblos duros del País Vasco y se dedicase a pasearse en caravana por su centro urbano en un coche descubierto.
Dallas era territorio enemigo pero, por esas particularidades que tiene el sistema americano de partidos, no por ello dejaba de estar gobernada por el Partido Demócrata al que el propio Kennedy pertenecía. Para Kennedy, ir a Texas era una forma de reafirmar su autoridad, de dejar claro que el presidente de los Estados Unidos podía ir, dentro del país, donde quisiera. Pero, además, su viaje era un viaje político, porque lo que había en Texas era una seria disensión entre demócratas, un poco al estilo del tándem Aguirre-Gallardón en Madrid, aunque un poco más bestia.
Tratándose de un estado de perfil tan conservador, era lógico que el Partido Demócrata se compusiese en Texas de derechistas y moderados. Los derechistas fueron conocidos durante buena parte del siglo XX como demócratas jeffersonianos o tejanos regulares, y tenían, en los tiempos que cuento, un largo pedigree de defecciones a la disciplina de partido. En los años cuarenta habían dejado a Franklin Delano Roosevelt con el culo al aire, jugada que repitieron en 1952 con Adlai Stevenson. La fuerza de los tejanos regulares, sin embargo, fue dando alas a la compactación de los moderados o liberales, que encontraron su líder en un político local, Ralph Yarborough, que consiguió en 1958 ser elegido senador.
Yarborough tenía su gran contrincante en otro demócrata, John B. Conally Jr., gobernador de Texas. Conally era el exponente de la derecha demócrata y un hombre con una identificación bastante más que difusa con Kennedy y su Nueva Frontera, es decir la nueva política liberal que había comenzado a aplicar desde la Casa Blanca. En medio de este choque de trenes, la nómina de políticos tejanos demócratas se completaba con Lyndon B. Johnson, vicepresidente de los Estados Unidos que le había aportado a JFK precisamente los apoyos necesarios en Texas y el sur para poder ganar a Richard Nixon en la carrera a la presidencia. Se suponía que Johnson garantizaba la Pax Democrata entre estos políticos.
Yarborough y, sobre todo, Connally, trabajaban de forma bastante clara el uno contra el otro. A pesar de ser del mismo partido, ambos querían que su contrincante perdiese, porque ello supondría obtener la preeminencia dentro del partido en Texas, quizá por muchos años. Por eso, cuando JFK decidió poner orden en aquel desaguisado y de paso trabajarse un distrito electoral que le era escasamente afecto yendo a Texas, ambos se dieron cuenta de que quien consiguiese capitalizar aquella visita se llevaría el gato al agua.
Toda la visita de Kennedy a Texas, cuando menos toda la que se produjo hasta que dos tiros (o tres, o cuatro...) la pararon en seco, estuvo presidida por este problema. Connally, como gobernador, tenía una posición preeminente en la organización de los eventos y Yarborough, a pesar de estar relativamente arropado por políticos del ala liberal, llevaba las de perder. Así las cosas, en todos los discursos, cenas, almuerzos y demás que se fueron celebrando, Connally se preocupaba de que el senador tuviese un papel nimio o inexistente. Yarborough se fue poniendo de una mala hostia importante. El conflicto gordo surgió con el asunto de los coches. En cada población que tocaba el séquito presidencial, éste se movía como lo hizo en Dallas, es decir con una caravana de coches a escasa velocidad, saludando al público. Caravana en la que el coche fundamental era el del presidente y el del vicepresidente tenía un papel más bien de florero, tal cual es la institución de la Vicepresidencia en Estados Unidos. Connally se coló claramente al lado del presidente (y al lado del presidente estaba cuando Lee Harvey Oswald, o quienquiera que fuese quien disparó, lo hizo) y le dejó a Yarborough, a propósito, el humillante destino de acompañar a Johnson y a Lady Bird, su mujer. El senador se negó repetidas veces, generando una situación compleja que se convirtió en una hoguera convenientemente atizada por la prensa.
La mañana del día que habría de morir, John Fitzgerald Francis Kennedy desayunó de muy mala hostia por dos razones: una, el recibimiento de Dallas, uno de cuyos periódicos publicaba ese día un anuncio poniéndolo de marxista amante de los negros para abajo (o arriba, según se mire); y otra, la actitud de Yarborough, que amenazaba con hacer del viaje un, como dirían mis admiradas hormigas Trancas y Barrancas, fracaso absoluto. Kennedy le dijo a una de sus manos derechas, Larry O’Brien, que metiese a Yarborough en el coche del vicepresidente a leches si fuese necesario. No podía soportar más mamonadas. O’Brien acabó por conseguirlo, lo cual quiere decir que lo poco o mucho que se hubiese bordeado esa crisis, el mérito acabó siendo el presidente y no de aquél que estaba llamado a ser su solucionador, es decir Johnson. Los testimonios y filmaciones del desfile de coches en Dallas que terminó abruptamente a las 12,30 de la mañana frente al edificio del Book Depository en la Dealey Plaza nos indican con claridad que aquella mañana Lyndon B. Johnson iba en su coche ensimismado en sus pensamientos, sin saludar a la gente, tratando de escuchar la radio. Con cara de pocos amigos, aquella mañana el político tejano se sabía una acción de Bolsa en franca caída. Y, sin embargo, media hora después sería presidente.
Como ya he dicho, en esta película de hoy no quiero contaros lo que habéis visto miles de veces, sino lo que ocurrió después. Según la versión oficial de los hechos, la que la Comisión Warren dio por buena, el presidente Kennedy recibió dos balazos. Un primer balazo, probablemente, no le habría matado pues, pese a que el tirador probablemente había apuntado a la cabeza, en realidad dio más abajo, disparando una bala que salió por la garganta del presidente para luego hacer un extraño viaje por el cuerpo del gobernador Connally, extraño viaje que Oliver Stone ridiculiza en su película JFK, hiriéndole en varias partes. Dos segundos y pico después de ese primer disparo, según la película Zapruder (llamada así por Abraham Zapruder, un pequeño empresario que estaba filmando el paso del presidente), otro disparo dio de lleno en la cabeza del presidente, le arrancó una porción de la parte posterior del cuero cabelludo y le hizo una herida mortal de necesidad. Jackeline Kennedy, antes Bouvier y que acabaría siendo Jackeline Onassis, probablemente la primera dama más carismática de la Historia de los Estados Unidos (aunque no la más mandona: ésta fue, con permiso de Hilaria la candidata, Eleanor Rossevelt); Jackie Kennedy, digo, recordó después haber visto saltar un trozo del cráneo de su marido. La segunda bala hace un boquete tan enorme en la cabeza de Kennedy que, en los siguientes diez o quince minutos, el presidente perderá por ahí literalmente toda la sangre de su cuerpo, dejando anegado tanto el asiento el coche Lincoln en el que viajaba como el suelo de la sala de urgencia del hospital donde lo llevarán, la sala que quedará marcada para la Historia como Trauma Room #1.
Entre el primer disparo de Oswald OQF (o sea, O Quien Fuese) y el segundo y quizás el tercero hay cinco segundos críticos en los que dos personas entrenadas para reaccionar no lo hacen. Son los viajantes del asiento delantero del Lincoln: Bill Greer, experimentadísimo chófer del presidente, perteneciente al servicio secreto; y Roy Kellerman, miembro también del servicio secreto y coordinador de todos los agentes del mismo en aquella misión. Los chóferes de la gente grande son efectivamente entrenados para hacer maniobras de distracción cuando algo raro pasa y, de haber acelerado Greer o simplemente dado un volantazo, le hubiera cuando menos puesto las cosas más difíciles al tirador. Pero no fue así y, probablemente, fue por eso que el segundo tiro fuese más certero que el primero, a pesar de que, por definición, Oswald OQF contó con muchos segundos para apuntar la primera vez, pero sólo con 2,3 para apuntar la segunda (esto suponiendo que nos creamos que el asesino utilizó un rifle de cerrojo con mira telescópica como el que tenía Oswald).
En realidad, el primer agente que reacciona es Clint Hill, quien en el momento de los disparos va corriendo justo entre el coche del presidente y el que le sigue, al que llaman o llamaban Halfback y en el que va parte de la escolta del presidente. Hill intentó subir al coche para ayudar a Kennedy en el justo momento que Kellerman reaccionó y le gritó a Greer que saliese de allí cagando leches. El acelerón bien pudo matarlo. La imagen de Jackeline Kennedy subiéndose a la parte trasera del Lincoln, mil veces mostrada por la película Zapruder, hasta el punto de parecer como que quisiera huir del lugar de los disparos, tiene su razón en los intentos de la primera dama por echarle una mano a Hill. Cada uno se apoyó en el otro. Jackie logró ayudar a Hill a entrar en el coche y éste, en su impulso, logró introducir a Jackie dentro del mismo, evitando que con la inercia del acelerón cayese a la calzada.
Greer y Kellerman, más dueños de la situación ahora, encaminan el coche a toda velocidad hacia el hospital más cercano, el Parkland Memorial. Llegan a las 12 y 36.
Lo que ocurre allí se parece bastante a la palabra caos. Pero esto, si no os importa, lo dejaremos para otro día.
viernes, febrero 08, 2008
El origen de los idiomas
Hay preguntas que parecen gilipolleces, y a lo mejor hasta lo son, pero que tienen su intríngulis. Por ejemplo: ¿son todas las lenguas del mundo hijas de la misma madre? Esto de las lenguas es una cuestión batallona en muchos sitios, España entre ellos, y por lo tanto no hay tomársela a la ligera.
A mí de toda la vida se me ha atascado la fonética y esas cosas, pero sin embargo el asunto me interesa. Pero no voy a ser yo quien os diserte sobre el asunto, sino Tiburcio, que se ha enseñoreado del blog estos últimos días (para solaz mío, que así he ganado tiempo para el Medal of Honor).
¿Que qué tienen que ver los elefantes con la lengua? Pero, alma de cántaro, ¿tú has visto el pedazo de lengua que tienen los elefantes? En la mayoría de los casos, se podría jugar al ping-pong encima de ella. Esto jode bastante a los paquidermos, pues es decepcionante tener un órgano y no saber encontrarle utilidad, como bien sabemos la mayoría de los hombres de más de cuarenta.
Esta especie de insatisfacción inmanente es la que hace que Tiburcio se ocupe, de vez en cuando, de profundizar en estudios filológicos, merced a los cuales ha redactado el post de hoy, de gran interés. En el mismo os recomienda una lectura y cuando menos yo pienso seguir el consejo.
Os dejo con él.
El libro cuya lectura os voy a recomendar hoy se llama El origen de los idiomas y su autor es Merritt Ruhlen. [Nota de JdJ. Tiburcio me dice que lo ha leído en francés, aunque la edición original es en inglés: Stanford University Press, New Ed edition, 31 Mar 1997. Desconozco si hay versión en español, pero mucho me temo que no].
Ruhlen parte de que la lingüística histórica actual está muy influida por los prejuicios de los indoeuropeístas y ha bloqueado todos los intentos de hallar superfamilias de idiomas e incluso un idioma original. Los indoeuropeístas afirmarían que más allá de 5.000 años, mes más o menos, es imposible reconstruir un idioma. Ruhlen lo critica y afirma que el método comparativo da mucho más juego del que pretenden los indoeuropeístas.
Describe cómo se reconstruye un protoidioma. Tomamos varios idiomas que están emparentados. Queremos descubrir, por ejemplo, cómo se decía «astrágalo» en la lengua madre de todos ellos. La posibilidad más rara es que todos hayan conservado la palabra, en cuyo caso no hay problema. Por ejemplo: «rosa», en español, «rose» en francés y «rosa» en italiano. Podemos asumir que el latín sería al menos ros-. Si las formas difieren, empiezan los problemas: «tête» en francés y «testa» en italiano, pero «cabeza» en español; y aquí no se trata de una democracia en la que la mayoría tiene la razón.
Una manera de resolver esto es recurrir a otro idioma que sepamos que está lejanamente emparentado con los anteriores. El griego tiene «kephalon» y el ruso «golova». Todo apunta a que en el protoidioma, anterior incluso al latín, la palabra para «cabeza» empezaba por un sonido k o g con lo que el español, a pesar de estar en minoría, es el que ha conservado la palabra original del latín.
Los indoeuropeístas, al negar que el indoeuropeo esté emparentado con otras familias, se han privado del recurso anterior para saber qué forma retener cuando las distintas ramas de la familia presentan distintas palabras.
Cuando varios idiomas presentan formas semejantes pero no idénticas (por ejemplo, español «llave», italiano «chiave», francés «clé»), se puede rastrear la forma original a partir de la ley del mínimo esfuerzo (la pereza es más universal de lo que nos pensamos): los cambios fonéticos suelen ir siempre en la dirección que ahorre más trabajo al hablante. Así, la evolución más habitual es kr > k' > k, o ki > chi > shi > si > i. En el ejemplo anterior, es más normal postular que una cl- original se convirtió en ch- (pronunciado casi como ki) en italiano y en ll- en español, que no que una ch- o una ll- originales dieran en francés cl-.
El conocimiento de las tendencias de la evolución fonética es muy útil para poder comparar palabras relacionadas entre distintas lenguas. A este respecto, es importante recordar que dos lenguas pueden conservar la misma palabra de su lengua madre, pero con distinto significado. Ruhlen presenta varias palabras de idiomas amerindios: «t'in», «t'i», «ti», «sin», «shin», «shi»… en unos la palabra significa «hermano», en otros «hombre joven», en otros «niño». Los significados están lo suficientemente relacionados y la fonética lo suficientemente próxima como para que lleguemos a la conclusión de que los idiomas están emparentados y tratemos de reconstruir la palabra-madre origen. En este caso, esa palabra es «*t'ina» = hermano.
La reconstrucción lingüística trata de buscar correspondencias regulares entre los idiomas que compara. Los cambios fonéticos, cuando ocurren son universales, no afectan sólo a unas palabras, pero no a otras. La pl- latina dio en español ll-; así, planus dio llano. Entonces, ¿por qué tenemos una palabra como «plano»? Porque fue un cultismo que se introdujo en el español cuando hacía siglos que el cambio de pl- a ll- se había producido. Una observación: en ocasiones el entorno en el que se produce un fonema puede hacer que no se produzca la evolución fonética esperada. Un ejemplo de Ruhlen: el protoindoeuropeo «*t» dio en protogermánico «th». Sabiendo que en sánscrito «padre» se dice «pitár» y en latín «pater», el protogermánico debería ser «fathar» y, sin embargo, es «fadar». Para no liar más, diré que todo es una cuestión de dónde cae el acento. Si no precedía a la «*t», entonces el resultado final era d en lugar de th. Bueno, hay algunos otros factores que pueden interferir en el tema de los cambios fonéticos, pero sería complicar mucho la historia. El tema de las correspondencias fonéticas es clave para determinar si dos idiomas están efectivamente emparentados y para reconstruir la protolengua que los originó.
Los cambios fonéticos a veces no se producen o son revertidos por un fenómeno de analogía. Por ejemplo, en ruso hubo una serie de alteraciones en las palatales. Un efecto de esas alteraciones fue que el nominativo de África fuese «Afrika», pero el locativo fuese «Afritse». La analogía (si tenemos k en el nominativo, la tenemos que tener para todo el paradigma) hizo que el locativo fuese el esperable «Afrike», como si el cambio fonético jamás se hubiese producido. El serbio conoció el mismo fenómeno y sin embargo en él el nominativo es «Afrika» y el locativo «Afritsi».
Cuando se tiene un espacio geográfico extendido en el que se hablan varios idiomas emparentados y se quiere saber cuál es la cuna de esos idiomas, el lugar en el que se habló la lengua madre original, tenemos que buscar allí donde la diferencia lingüística sea máxima, porque es donde el idioma ha tenido más tiempo para evolucionar y variar.
El libro termina con veintisiete raíces que se encontraban en la lengua madre original y que son rescatables a partir del examen de treinta y dos familias de idiomas. Ruhlen aporta numerosísimos ejemplos de varios idiomas para cada una de las raíces. Sé que dando sólo un ejemplo en español o en inglés no transmito la abundancia de ejemplos que aporta, pero menos da una piedra. Las raíces son:
Aja = madre, pariente femenino de mayor edad. En español tenemos aya.
Bu(n)ka = rodilla, doblar. Inglés bow = arco.
Bur = cenizas, polvo.
Chun(g)a = nariz, oler. Español, sinus como en sinusitis. No recuerdo el origen de esta palabra, si es griego o latin ni el significado exacto en esos idiomas.
Kama = agarrar con la mano.
Kano = brazo. Inglés, hand = mano.
Kati = hueso. Español, costillas.
K'olo = agujero. Español, culo (¿a que no os esperábais que esa humilde palabra tuviese tanta prosapia?). Inglés, hole.
Kuan = perro. Latín, canis.
Ku(n) = ¿quién?. El parecido es evidente.
Kuna = mujer.
Mako = niño.
Maliq'a = mamar, amamantar, pecho. Inglés, milk = leche.
Mana = quedarse en un sitio, per-mane-cer (en el verbo español el per- es un prefijo que viene del latín. La raíz verdaderamente es -mane-).
Mano = hombre. Inglés, man = hombre.
Mena = pensar. Español, mente.
Mi(n) = ¿qué?.
Pal = dos.
Par = volar.
Poko = brazo. Inglés, bough = rama. Como curiosidad: en el inglés pidgin de Camerún, la rama del 'arbol se dice hand for stick, o sea, «la mano del palo».
Puti = vagina. Ejemplo en español... sí, eso mismo.
Teku = pierna , pie.
Tik = dedo, uno. Latín, digitus = dedo.
Tika = tierra.
Tsaku = pierna, pie.
Tsuma = pelo, cabello.
Aq'wa = agua.
Post Scriptum de JdJ: Dado que soy un poco cabroncete, tras editar y releer el excelente post de Tiburcio, no puedo resistir la tentación de, a la luz de la lista de palabras originales con que lo termina, intentar una pequeña redacción en protolengua:
Par por k'olo tik tsaku poko bunka chunga crac. Kun puti mana tik kati?
O sea:
«Volé por el agujero [y de la hostia] me rompí una pierna, un brazo, una rodilla y la nariz. ¿Quién coño dejó un hueso [para que tropezase]?
A mí de toda la vida se me ha atascado la fonética y esas cosas, pero sin embargo el asunto me interesa. Pero no voy a ser yo quien os diserte sobre el asunto, sino Tiburcio, que se ha enseñoreado del blog estos últimos días (para solaz mío, que así he ganado tiempo para el Medal of Honor).
¿Que qué tienen que ver los elefantes con la lengua? Pero, alma de cántaro, ¿tú has visto el pedazo de lengua que tienen los elefantes? En la mayoría de los casos, se podría jugar al ping-pong encima de ella. Esto jode bastante a los paquidermos, pues es decepcionante tener un órgano y no saber encontrarle utilidad, como bien sabemos la mayoría de los hombres de más de cuarenta.
Esta especie de insatisfacción inmanente es la que hace que Tiburcio se ocupe, de vez en cuando, de profundizar en estudios filológicos, merced a los cuales ha redactado el post de hoy, de gran interés. En el mismo os recomienda una lectura y cuando menos yo pienso seguir el consejo.
Os dejo con él.
El libro cuya lectura os voy a recomendar hoy se llama El origen de los idiomas y su autor es Merritt Ruhlen. [Nota de JdJ. Tiburcio me dice que lo ha leído en francés, aunque la edición original es en inglés: Stanford University Press, New Ed edition, 31 Mar 1997. Desconozco si hay versión en español, pero mucho me temo que no].
Ruhlen parte de que la lingüística histórica actual está muy influida por los prejuicios de los indoeuropeístas y ha bloqueado todos los intentos de hallar superfamilias de idiomas e incluso un idioma original. Los indoeuropeístas afirmarían que más allá de 5.000 años, mes más o menos, es imposible reconstruir un idioma. Ruhlen lo critica y afirma que el método comparativo da mucho más juego del que pretenden los indoeuropeístas.
Describe cómo se reconstruye un protoidioma. Tomamos varios idiomas que están emparentados. Queremos descubrir, por ejemplo, cómo se decía «astrágalo» en la lengua madre de todos ellos. La posibilidad más rara es que todos hayan conservado la palabra, en cuyo caso no hay problema. Por ejemplo: «rosa», en español, «rose» en francés y «rosa» en italiano. Podemos asumir que el latín sería al menos ros-. Si las formas difieren, empiezan los problemas: «tête» en francés y «testa» en italiano, pero «cabeza» en español; y aquí no se trata de una democracia en la que la mayoría tiene la razón.
Una manera de resolver esto es recurrir a otro idioma que sepamos que está lejanamente emparentado con los anteriores. El griego tiene «kephalon» y el ruso «golova». Todo apunta a que en el protoidioma, anterior incluso al latín, la palabra para «cabeza» empezaba por un sonido k o g con lo que el español, a pesar de estar en minoría, es el que ha conservado la palabra original del latín.
Los indoeuropeístas, al negar que el indoeuropeo esté emparentado con otras familias, se han privado del recurso anterior para saber qué forma retener cuando las distintas ramas de la familia presentan distintas palabras.
Cuando varios idiomas presentan formas semejantes pero no idénticas (por ejemplo, español «llave», italiano «chiave», francés «clé»), se puede rastrear la forma original a partir de la ley del mínimo esfuerzo (la pereza es más universal de lo que nos pensamos): los cambios fonéticos suelen ir siempre en la dirección que ahorre más trabajo al hablante. Así, la evolución más habitual es kr > k' > k, o ki > chi > shi > si > i. En el ejemplo anterior, es más normal postular que una cl- original se convirtió en ch- (pronunciado casi como ki) en italiano y en ll- en español, que no que una ch- o una ll- originales dieran en francés cl-.
El conocimiento de las tendencias de la evolución fonética es muy útil para poder comparar palabras relacionadas entre distintas lenguas. A este respecto, es importante recordar que dos lenguas pueden conservar la misma palabra de su lengua madre, pero con distinto significado. Ruhlen presenta varias palabras de idiomas amerindios: «t'in», «t'i», «ti», «sin», «shin», «shi»… en unos la palabra significa «hermano», en otros «hombre joven», en otros «niño». Los significados están lo suficientemente relacionados y la fonética lo suficientemente próxima como para que lleguemos a la conclusión de que los idiomas están emparentados y tratemos de reconstruir la palabra-madre origen. En este caso, esa palabra es «*t'ina» = hermano.
La reconstrucción lingüística trata de buscar correspondencias regulares entre los idiomas que compara. Los cambios fonéticos, cuando ocurren son universales, no afectan sólo a unas palabras, pero no a otras. La pl- latina dio en español ll-; así, planus dio llano. Entonces, ¿por qué tenemos una palabra como «plano»? Porque fue un cultismo que se introdujo en el español cuando hacía siglos que el cambio de pl- a ll- se había producido. Una observación: en ocasiones el entorno en el que se produce un fonema puede hacer que no se produzca la evolución fonética esperada. Un ejemplo de Ruhlen: el protoindoeuropeo «*t» dio en protogermánico «th». Sabiendo que en sánscrito «padre» se dice «pitár» y en latín «pater», el protogermánico debería ser «fathar» y, sin embargo, es «fadar». Para no liar más, diré que todo es una cuestión de dónde cae el acento. Si no precedía a la «*t», entonces el resultado final era d en lugar de th. Bueno, hay algunos otros factores que pueden interferir en el tema de los cambios fonéticos, pero sería complicar mucho la historia. El tema de las correspondencias fonéticas es clave para determinar si dos idiomas están efectivamente emparentados y para reconstruir la protolengua que los originó.
Los cambios fonéticos a veces no se producen o son revertidos por un fenómeno de analogía. Por ejemplo, en ruso hubo una serie de alteraciones en las palatales. Un efecto de esas alteraciones fue que el nominativo de África fuese «Afrika», pero el locativo fuese «Afritse». La analogía (si tenemos k en el nominativo, la tenemos que tener para todo el paradigma) hizo que el locativo fuese el esperable «Afrike», como si el cambio fonético jamás se hubiese producido. El serbio conoció el mismo fenómeno y sin embargo en él el nominativo es «Afrika» y el locativo «Afritsi».
Cuando se tiene un espacio geográfico extendido en el que se hablan varios idiomas emparentados y se quiere saber cuál es la cuna de esos idiomas, el lugar en el que se habló la lengua madre original, tenemos que buscar allí donde la diferencia lingüística sea máxima, porque es donde el idioma ha tenido más tiempo para evolucionar y variar.
El libro termina con veintisiete raíces que se encontraban en la lengua madre original y que son rescatables a partir del examen de treinta y dos familias de idiomas. Ruhlen aporta numerosísimos ejemplos de varios idiomas para cada una de las raíces. Sé que dando sólo un ejemplo en español o en inglés no transmito la abundancia de ejemplos que aporta, pero menos da una piedra. Las raíces son:
Aja = madre, pariente femenino de mayor edad. En español tenemos aya.
Bu(n)ka = rodilla, doblar. Inglés bow = arco.
Bur = cenizas, polvo.
Chun(g)a = nariz, oler. Español, sinus como en sinusitis. No recuerdo el origen de esta palabra, si es griego o latin ni el significado exacto en esos idiomas.
Kama = agarrar con la mano.
Kano = brazo. Inglés, hand = mano.
Kati = hueso. Español, costillas.
K'olo = agujero. Español, culo (¿a que no os esperábais que esa humilde palabra tuviese tanta prosapia?). Inglés, hole.
Kuan = perro. Latín, canis.
Ku(n) = ¿quién?. El parecido es evidente.
Kuna = mujer.
Mako = niño.
Maliq'a = mamar, amamantar, pecho. Inglés, milk = leche.
Mana = quedarse en un sitio, per-mane-cer (en el verbo español el per- es un prefijo que viene del latín. La raíz verdaderamente es -mane-).
Mano = hombre. Inglés, man = hombre.
Mena = pensar. Español, mente.
Mi(n) = ¿qué?.
Pal = dos.
Par = volar.
Poko = brazo. Inglés, bough = rama. Como curiosidad: en el inglés pidgin de Camerún, la rama del 'arbol se dice hand for stick, o sea, «la mano del palo».
Puti = vagina. Ejemplo en español... sí, eso mismo.
Teku = pierna , pie.
Tik = dedo, uno. Latín, digitus = dedo.
Tika = tierra.
Tsaku = pierna, pie.
Tsuma = pelo, cabello.
Aq'wa = agua.
Post Scriptum de JdJ: Dado que soy un poco cabroncete, tras editar y releer el excelente post de Tiburcio, no puedo resistir la tentación de, a la luz de la lista de palabras originales con que lo termina, intentar una pequeña redacción en protolengua:
Par por k'olo tik tsaku poko bunka chunga crac. Kun puti mana tik kati?
O sea:
«Volé por el agujero [y de la hostia] me rompí una pierna, un brazo, una rodilla y la nariz. ¿Quién coño dejó un hueso [para que tropezase]?
lunes, febrero 04, 2008
El día que Hitler declaró la guerra a los Estados Unidos
Nuestro admirado Tiburcio sigue inasequible al desaliento con la idea de desasnarnos en materia de segunda guerra mundial. Algún día debería escribir algún librito juntando todas estas letras, un libro que bien podría titularse Aprendiendo a comprender la guerra mundial.
Hoy, su cuarto a espadas se dirige a un episodio quizá no muy conocido: la declaración de guerra de Alemania a Estados Unidos. Espero que el texto os ilumine como lo ha hecho conmigo.
Os dejo con él.
El 11 de septiembre de 1941, cuatro días después del ataque japonés a Pearl Harbour, Hitler declaró la guerra a Estados Unidos. El momento escogido para la declaración de guerra parecía que lo hubiera elegido su peor enemigo. 6 días antes la ofensiva sobre Moscú se había detenido y los soviéticos habían pasado al contraataque. Resultaba evidente que no podría haber otro intento de noquear a la URSS hasta el siguiente verano. ¿Por qué Hitler decidió atizar un avispero cuando ya estaba metido en un berenjenal?
Antes que nada hay que disipar un equívoco que a veces se oye. El Pacto Tripartito que vinculaba a Alemania y a Japón no forzaba a Hitler a declarar la guerra a Estados Unidos. La declaración de guerra sólo era automática si Estados Unidos era el agresor, lo que no había sido el caso. Hay quien ha sostenido que, con este gesto, Hitler pretendía mostrar a Japón que estaban en el mismo barco. Sin embargo, curiosamente no pidió a Japón que hiciera un gesto recíproco y declarara la guerra a la URSS. Además, había algo futil en el gesto. Con el ataque a Pearl Harbour Japón se había colocado en el barco alemán lo quisiera o no. Tampoco me convence la idea de que al declarar la guerra a EEUU, Hitler se aseguraba de que Japón no concluyese una paz por separado.
Aunque haya habido historiadores que hayan sostenido que Hitler pensó que podría mantener a Estados Unidos al margen de la guerra en Europa, me parecen más creíbles las afirmaciones de Alfred Jodl, quien afirma que en diciembre de 1940, al firmar la directiva que ponía en marcha la operación Barbarroja, Hitler le dijo que debían solucionar todos los problemas continentales de Europa en 1941, porque para 1942 EEUU estaría en condiciones de intervenir en Europa. El ejemplo de la I Guerra Mundial dejaba claro que era muy probable que EEUU acudiese en ayuda de sus primos anglosajones. Y si ese ejemplo no hubiese bastado, ahí estaban las acciones norteamericanas de los últimos meses: firma de un convenio con Gran Bretaña en septiembre de 1940, que puso a disposición de dicho país 50 destructores para la lucha antisubmarina; el Préstamo-Arriendo (marzo de 1941) que facilitó a Gran Bretaña la adquisición de armamento y fue vista por muchos como un paso hacia la beligerancia total.
Hitler era consciente de que Roosevelt estaba deseando entrar en guerra y hasta diciembre de 1941 no quiso darle ocasiones. Así, el día antes del inicio de Barbarroja, ordenó a los oficiales de la Armada que se abstuvieran de cualquier acción hostil contra navíos de EEUU, incluso si estaban atacando submarinos alemanes. ¿Por qué de pronto, en el peor de los momentos, pasó de evitar la guerra con EEUU a desearla?
Ian Kershaw lo atribuye a la chulería de no dejar que Estados Unidos le tomase la delantera. Más o menos: “Ya que vamos a ir a la guerra, que sea yo el que lo diga” (paréntesis: una amiga mía a su regreso de unas vacaciones en Inglaterra quedó con su novio para decirle que rompía. El novio, que se olía la tostada, no la dejó hablar y antes de que ella hubiera podido decir nada, anunció la ruptura. Al final quedó jodido, pero con el honor a salvo). Incluso Kershaw estima, -y no es el único- que Hitler pensó que la intervención japonesa le aseguraba la victoria. Mientras los japoneses debilitaban a los británicos en Asia y mantenían ocupados a los norteamericanos, él podría centrarse en la tarea de destruir la URSS.
Me parecen más atractivas las tesis de John Lukacs en The Hitler of History. Lukacs dice que para noviembre de 1941 Hitler se había dado cuenta de que no podía ganar la guerra que se había propuesto. La Blitzkrieg había fracasado en la URSS. La ofensiva contra Moscú fue entonces más la jugada del ludópata que se apuesta el reloj cuando ha perdido todo su dinero, que el órdago a grande del jugador de mus que lleva tres reyes. Lo que quedaba ahora era una guerra larga, de desgaste y de resultado incierto. Así, la declaración de guerra no habría sido el gesto de chulería del que cree que va a ganar, sino el acto fatalista y dramático del que ve que los hados le son adversos y dice: «¿Es eso lo que queréis? Pues adelante.»
Un inciso: he leído en ocasiones que Hitler minusvaloraba a Estados Unidos y que no era consciente de todo su poderío. Me cuesta creer eso. Hitler tenía un ojo muy fino para calibrar el poderío de los adversarios, aunque a menudo ese ojo quedase desenfocado por su tendencia a magnificar sus debilidades. En el caso de Estados Unidos, parece que Hitler tenía en poco las cualidades combativas de sus soldados y la calidad de su armamento, pero que en cambio respetaba su poderío industrial. Si vemos la aplicación con que Hitler eludió las provocaciones hasta finales de 1941, creo que hay motivos para pensar que respetaba y hasta temía un poco a Estados Unidos.
En todo caso, en una cosa Ian Kershaw tiene razón: declarando la guerra Hitler no hizo sino adelantarse a lo inevitable.
Hoy, su cuarto a espadas se dirige a un episodio quizá no muy conocido: la declaración de guerra de Alemania a Estados Unidos. Espero que el texto os ilumine como lo ha hecho conmigo.
Os dejo con él.
El 11 de septiembre de 1941, cuatro días después del ataque japonés a Pearl Harbour, Hitler declaró la guerra a Estados Unidos. El momento escogido para la declaración de guerra parecía que lo hubiera elegido su peor enemigo. 6 días antes la ofensiva sobre Moscú se había detenido y los soviéticos habían pasado al contraataque. Resultaba evidente que no podría haber otro intento de noquear a la URSS hasta el siguiente verano. ¿Por qué Hitler decidió atizar un avispero cuando ya estaba metido en un berenjenal?
Antes que nada hay que disipar un equívoco que a veces se oye. El Pacto Tripartito que vinculaba a Alemania y a Japón no forzaba a Hitler a declarar la guerra a Estados Unidos. La declaración de guerra sólo era automática si Estados Unidos era el agresor, lo que no había sido el caso. Hay quien ha sostenido que, con este gesto, Hitler pretendía mostrar a Japón que estaban en el mismo barco. Sin embargo, curiosamente no pidió a Japón que hiciera un gesto recíproco y declarara la guerra a la URSS. Además, había algo futil en el gesto. Con el ataque a Pearl Harbour Japón se había colocado en el barco alemán lo quisiera o no. Tampoco me convence la idea de que al declarar la guerra a EEUU, Hitler se aseguraba de que Japón no concluyese una paz por separado.
Aunque haya habido historiadores que hayan sostenido que Hitler pensó que podría mantener a Estados Unidos al margen de la guerra en Europa, me parecen más creíbles las afirmaciones de Alfred Jodl, quien afirma que en diciembre de 1940, al firmar la directiva que ponía en marcha la operación Barbarroja, Hitler le dijo que debían solucionar todos los problemas continentales de Europa en 1941, porque para 1942 EEUU estaría en condiciones de intervenir en Europa. El ejemplo de la I Guerra Mundial dejaba claro que era muy probable que EEUU acudiese en ayuda de sus primos anglosajones. Y si ese ejemplo no hubiese bastado, ahí estaban las acciones norteamericanas de los últimos meses: firma de un convenio con Gran Bretaña en septiembre de 1940, que puso a disposición de dicho país 50 destructores para la lucha antisubmarina; el Préstamo-Arriendo (marzo de 1941) que facilitó a Gran Bretaña la adquisición de armamento y fue vista por muchos como un paso hacia la beligerancia total.
Hitler era consciente de que Roosevelt estaba deseando entrar en guerra y hasta diciembre de 1941 no quiso darle ocasiones. Así, el día antes del inicio de Barbarroja, ordenó a los oficiales de la Armada que se abstuvieran de cualquier acción hostil contra navíos de EEUU, incluso si estaban atacando submarinos alemanes. ¿Por qué de pronto, en el peor de los momentos, pasó de evitar la guerra con EEUU a desearla?
Ian Kershaw lo atribuye a la chulería de no dejar que Estados Unidos le tomase la delantera. Más o menos: “Ya que vamos a ir a la guerra, que sea yo el que lo diga” (paréntesis: una amiga mía a su regreso de unas vacaciones en Inglaterra quedó con su novio para decirle que rompía. El novio, que se olía la tostada, no la dejó hablar y antes de que ella hubiera podido decir nada, anunció la ruptura. Al final quedó jodido, pero con el honor a salvo). Incluso Kershaw estima, -y no es el único- que Hitler pensó que la intervención japonesa le aseguraba la victoria. Mientras los japoneses debilitaban a los británicos en Asia y mantenían ocupados a los norteamericanos, él podría centrarse en la tarea de destruir la URSS.
Me parecen más atractivas las tesis de John Lukacs en The Hitler of History. Lukacs dice que para noviembre de 1941 Hitler se había dado cuenta de que no podía ganar la guerra que se había propuesto. La Blitzkrieg había fracasado en la URSS. La ofensiva contra Moscú fue entonces más la jugada del ludópata que se apuesta el reloj cuando ha perdido todo su dinero, que el órdago a grande del jugador de mus que lleva tres reyes. Lo que quedaba ahora era una guerra larga, de desgaste y de resultado incierto. Así, la declaración de guerra no habría sido el gesto de chulería del que cree que va a ganar, sino el acto fatalista y dramático del que ve que los hados le son adversos y dice: «¿Es eso lo que queréis? Pues adelante.»
Un inciso: he leído en ocasiones que Hitler minusvaloraba a Estados Unidos y que no era consciente de todo su poderío. Me cuesta creer eso. Hitler tenía un ojo muy fino para calibrar el poderío de los adversarios, aunque a menudo ese ojo quedase desenfocado por su tendencia a magnificar sus debilidades. En el caso de Estados Unidos, parece que Hitler tenía en poco las cualidades combativas de sus soldados y la calidad de su armamento, pero que en cambio respetaba su poderío industrial. Si vemos la aplicación con que Hitler eludió las provocaciones hasta finales de 1941, creo que hay motivos para pensar que respetaba y hasta temía un poco a Estados Unidos.
En todo caso, en una cosa Ian Kershaw tiene razón: declarando la guerra Hitler no hizo sino adelantarse a lo inevitable.
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