miércoles, junio 21, 2023

El otro Napoleón (46: Liberal a duras penas)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 

Bismarck había decidido que iba a por Francia. Secretamente favoreció La Gloriosa en España que acabó con la monarquía de Isabel II, buena amiga de la pareja imperial francesa. En un discurso pronunciado ante el Reichstag en noviembre de 1868, el canciller también se apropió de uno de los principales elementos que Luis Napoleón había querido añadir a su imperial mandato, y se declaró defensor de la independencia de las naciones.

En Rumanía, el príncipe Carlos de Hohenzollern, que debía su corona al apoyo francés, decidió dar marcha atrás y volverse a Alemania. Por otra parte, la situación de Creta, bastante comprometida como hemos visto en el siglo, había degenerado en un enfrentamiento frontal entre los griegos y el Sultanato. Luis Napoleón, demasiado influido por los problemas registrados con el zar y buscando no hacer nada que pudiera malquistarlo, decidió no intervenir. Bismarck aprovechó la ocasión, se convirtió en el árbitro que antes había sido el francés y logró la reunión de una conferencia en París que falló a favor de la Sublime Puerta, instando a los griegos a no inmiscuirse en la rebelión de los cretenses.

Todavía se produjo un conflicto más grave con el caso de los ferrocarriles belgas. En dicho país existían dos grandes líneas, que habían sido cedidas a la Compañía Francesa del Este. Napoleón, probablemente, veía en esta cesión una oportunidad de estrechar los lazos entre Francia y Bélgica; tal vez, de conseguir una unión aduanera como la que tenían los Estados alemanes. Esto es, de hecho, lo que interpretaron el rey Leopoldo y su primer ministro, Hubert Joseph Walthère Frère-Orban, razón por la cual se opusieron a dicha cesión. La prensa francesa estalló en cólera. El emperador, por otra parte, le escribía a su ministro Niel, todavía vivo, que estaba convencido de que Bélgica no daría ese paso por sí sola si no se supiese apoyada; por lo que creía ver la larga mano de Prusia detrás de todo aquello. El emperador consideró que Francia no podía, simplemente, ceder en aquel caso, puesto que sería como demostrar su debilidad ante toda Europa. Y le decía a Niel: “¿Podría esto provocar una guerra? No lo sé; pero lo que sí sé es que debemos actuar como si así fuese a ser”.

Bélgica, en efecto, disponía del apoyo de Prusia en todo aquello; pero también de Inglaterra. Clarendon se metió por medio, y a Luis Napoleón, encontrarse a Londres apoyando los planteamientos de los belgas le impresionó bastante. Frère-Orban viajó a París para negociar, y allí el emperador le sugirió la posibilidad de un acuerdo de alianza ofensiva y defensiva entre ambos países. Pero Bélgica no quería estar en la órbita política de Francia, y no cabe reprochárselo pues, como sabéis bien, poco tiempo antes había aprendido, leyendo la Prensa, que Francia había pensado en anexionársela.

El detalle, sin embargo, deja bien claro que la obsesión de Luis Napoleón era conseguir alianzas. Era poder mostrar al mundo que Francia no estaba sola. Quería ganar tiempo, para impedir que los Estados alemanes del sur acabasen en la órbita prusiana y que, de esta manera, Austria, el otro gran poder alemán, pudiese recuperar sus fuerzas después de Sadowa.

No todo estaba perdido. Gramont, el embajador francés en Viena; y Metternich, el ministro austríaco en París, estaban muñendo un posible tratado entre ambas naciones. Si ambos pactasen y lograsen finalmente adjuntar a Italia al pacto, el entorno europeo cambiaría de forma bien evidente. Víctor Manuel no era totalmente refractario a la idea; pero el tema de las tropas francesas en Roma seguía ahí, dando por culo. Negociaciones hubo muchas, pero en todas Napoleón III terminó por joderlas de una manera o de otra, dada su voluntad férrea de no abandonar Roma en ningún caso. Lo único que se consiguió fue que los tres jefes de Estado, Luis Napoleón, Francisco José y Víctor Manuel, firmasen otras tantas cartas en las que se mostraban partidarios de la idea de algún tipo de alianza entre las tres naciones. En ese momento, se pensaba que el PasPas estaba pronto a diñarla, y que tras su muerte se podrían iniciar conversaciones fructuosas en torno a la llamada cuestión romana.

Aquellos momentos, en los que la guerra estaba cada vez más cerca, fueron los que escogió la opinión pública francesa para hacerse pacifista. Los franceses, haciendo gala de ese fino olfato que tienen para todo lo geopolítico, se empeñaron, entonces, en convencerse de que la guerra no iba a producirse, y se convirtieron en defensores a ultranza de la paz. Frédéric Passy fundó la Liga Internacional de la Paz, que celebró dos congresos, uno en 1868 y 1869, para denunciar la carrera mundial de armamentos.

Prusia, sin embargo, tenía muy claro que la guerra estaba cerca. El káiser Guillermo tenía 71 años, dato que yo creo que influye más de lo que parece, puesto que no quería dejarle el tema sin definir a su hijo. La reina, su mujer, era sin embargo hostil a la idea de la guerra. Y el príncipe Federico, de hecho, también era muy poco partidario; algo que con seguridad también excitaba el belicismo del padre. En medio de todos ellos, además de Bismarck, Moltke, quien tenía un eficaz sistema de espionaje militar en Francia y conocía bien las debilidades de aquél que quería fuese su enemigo cuanto antes.

Bismarck era de la misma opinión. El canciller prusiano quería aprovechar una situación en la que el aislamiento de Francia era visible. Los prusianos manejaban la idea de que mientras la cuestión romana estuviese ahí, la entente francoitaliana sería imperfecta; y mientras esto ocurriese, el aislamiento francés sería un hecho. Por eso mismo, Prusia invirtió en aquellos tiempos grandes sumas para “incentivar” a muchos periodistas italianos para que criticasen, con tonos exagerados, el problema de la presencia francesa en la capital pontificia.

Bismarck, además, supo trabajarse bastante bien el carácter un tanto infatuado y simplón del emperador Francisco José; esto permitió que Prusia y Austria pasaran a tener una situación de convivencia pacífica que en el Imperio se valoraba mucho, lo cual se diseñó para cerrar otra posible vía de acuerdo antiprusiano. Por otra parte, respecto de Rusia, Prusia lo tenía bastante fácil a la hora de conseguir acuerdos puesto que, como se haría bien evidente durante las siguientes décadas, ambas naciones tenían intereses coincidentes en Polonia. Por último, Berlín sabía que nada debía de temer de Londres, puesto que los ingleses, enfocados en su propio imperio colonial, cada vez tenían un interés menor en los asuntos europeos.

A todo lo largo y ancho del territorio europeo, pues, el canciller Bismarck no contaba más que naciones que, o bien le serían parciales, o bien le serían neutrales. De los cuatro Estados del sur, Hesse y Baden ya habían decidido ir a la unión alemana, y sólo quedaban Baviera y Würtemberg. Ambos, ya lo he dicho, eran Estados católicos que, demás, tenían bastantes reticencias hacia los elevados costes que suponían tendrían, tanto en personas como en dinero, los enfrentamientos bélicos. La idea de Bismarck, sin embargo, era que se trataba, al fin y al cabo, de alemanes. En consecuencia, en el caso de que fuese Francia quien agrediese a Prusia o le declarase la guerra, tendrían muy poco espacio para negarse a colaborar. Al fin y al cabo, tras Sadowa habían firmado una convención defensiva; todo se reducía, pues, a que Prusia no atacase, sino que tuviese que defenderse.

Mientras tanto, en Francia la principal preocupación del emperador era la debilidad de su ministerio. Como hemos visto, las elecciones le lanzaron un mensaje claro de que debía abordar reformas y un nuevo espíritu político; pero sólo lo había hecho a medias, puesto que el gobierno formado tras los comicios, aunque tenía el gran aliciente para la oposición de acabar con Rouher, se había firmado con personas del entourage imperial. Los más negociadores de todos ellos, sobre todo Magne y Chasseloup-Laubat, se dieron cuenta de que hacía falta renovar un poco el aire de aquel Ejecutivo con alguien de mayor presencia opositora, o casi. Por eso le ofrecieron entrar en el gobierno a Emile Ollivier. Éste, sin embargo, rechazó la oferta. Para entonces, el ambicioso político ya no se conformaba con una cartera ministerial. Interpretaba, yo creo que con razón, los resultados de las elecciones en el sentido de que lo que se le tenía que entregar era el poder.

Napoleón III no tenía grandes diferencias con Ollivier en lo esencial. Se sentía, por lo tanto, plenamente capacitado de nombrarlo primer ministro. Sin embargo, a pesar de ello dudaba y esperaba. El principal problema que le veía a la idea era que Ollivier era un hombre ignaro en las sutilezas del poder; y el momento de Francia no era precisamente como para andar haciendo experimentos con becarios.

A pesar de estas dudas, sin embargo, Luis Napoleón acabó por convencerse de que el camino que tenía que trazar, desde el Imperio autoritario hacia el Imperio constitucional, pasaba por la figura de un político y gestor liberal como Ollivier. Así las cosas, usó al escritor y político Clément Aimé Jean Duvernois como correo. Duvernois se fue a la Provenza a hablar discretamente con Ollivier y, después, éste se fue a Compiègne, a departir con el propio emperador. La entrevista fue larga, pero no del todo fructífera. El emperador quería que Ollivier fuese el entrenador de Francia, pero con el equipo que había jugado hasta entonces; Luis Napoleón estaba acostumbrado a sus ministros, y no quería cambiar. Ollivier, por otra parte, defendía la idea de que si el iba a ser primer ministro, elegiría a su gobierno. Algo que, como veremos, al final no hizo; pero no, o no sólo, por el flanco imperial.

El Cuerpo Legislativo se reunió el 29 de noviembre, con el mencionado retraso sobre los plazos constitucionales dictado por el emperador. En su discurso de apertura de las sesiones, el emperador estuvo casi patético. Como buen predecesor del político moderno, se presentó a la nación vendiéndose a sí mismo como la persona que iba a solucionar el problema que él mismo había creado. Otra característica propia del político moderno es que, en ese discurso, Luis Napoleón se buscó una bicha para meter miedo (el celebérrimo o yo o el caos); esa bicha fue la revolución de 1848, con sus anarquías y sus violencias. “Francia”, declamó tembloroso el emperador, “quiere la libertad; pero la libertad con orden. Ayúdenme, Señorías, a fundar la libertad”. Como digo, yo creo el problema, y yo voy y te digo que soy la solución.

La asamblea, desde que comenzaron las primeras deliberaciones, se mostró dividida en cinco grupos. El primero fue llamado el de los arcadianos, y estaba formado por la derecha. Se les llamaba así porque solían reunirse en local de la rue de L'Arcadie. Luego estaban los diputados fieles al Imperio autoritario que ahora estaba muriendo; el centro derecha; el centro izquierda; y la izquierda republicana.

Ollivier estaba formalmente adscrito al grupo de centro derecha, aunque no presentaba ninguna resistencia, y más bien muchas simpatías, entre los arcadianos. El centro izquierda, liderado por Buffet y Daru, se mostraba claramente independiente de todos. De hecho, yo creo que fue la intransigencia de este centro izquierda que pudiera considerarse algo más bizcochable que la oposición de izquierda pura lo que terminó por convencer al emperador de que tenía que ceder ante Ollivier y nombrarlo primer ministro. El 27 de diciembre, de hecho, le escribe para decirle que su gobierno le ha presentado la dimisión, y que tiene vía libre.

Ollivier, sin embargo, no era del todo libre. Los diputados del centro derecha, que como hemos dicho eran el backbone de su apoyo, le dijeron enseguida que, para poder formar un gobierno de calidad, tenía que contar con el centro izquierda aunque eso le provocase al emperador almorranas emocionales; Buffet y Daru tenían que estar en el once inicial.

El gobierno se constituyó el 2 de enero de 1870 y, de hecho, lo normal es que si buscáis referencias sobre él en los libros de Historia, debáis de buscar como “el gobierno del 2 de enero”. Efectivamente, Ollivier estaba al frente, mientras que Daru recibía el Ministerio de Exteriores, y Buffet el de Finanzas. Al emperador se le reservaron los ministerios uniformados. Por lo tanto, Boeuf siguió siendo ministro de la Guerra, mientras que el almirante Pierre-Louis-Charles Rigaut de Genouilly lo fue de Marina. El mariscal Vaillant, si bien no entró en el gobierno, fue nombrado jefe de la casa del emperador y, tiempo después, sería presidente del Consejo de Estado. En realidad, Ollivier, aunque a menudo se habla del gobierno del 2 de enero como “gobierno Ollivier”, puesto que él lo formó y diseñó, formalmente no era un primer ministro al uso. Los consejos de ministros los presidía el emperador, y, como digo, formalmente Ollivier era un miembro más de la mesa. Pero, ojo, había otros detalles, como que La Euge dejó de ir a las sesiones.

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