Desde que existen los pueblos organizados, existen los
impuestos. Y existen de una forma muy parecida, en realidad, a como son hoy en
día. Sin embargo, si todo ha evolucionado, los impuestos también lo han hecho.
En su inicio, el impuesto era un pago de pleitesía que los pueblos sometidos
pagaban a su sometedor; era algo bastante parecido a una exacción mafiosa:
literalmente, quien pagaba impuestos, lo hacía para no ser masacrado o
esclavizado por quien se los cobraba.
Con el nacimiento de Estados más centralizados, todo el
mundo tuvo que empezar a pagar impuestos, incluso los ciudadanos de la nación
impositora; aunque bien es verdad que la exención a los más ricos es cosa muy
antigua. El impuesto, en su inicio, comenzó gravando los momentos en los cuales
Estados sin ordenadores podían aspirar a controlar la existencia de ingresos
gravables: la posesión registrada (es decir, la de bienes raíces); y el
consumo. Así, los primeros impuestos gravan la propiedad inmobiliaria (con la
obligada exención eclesial), determinados tipos de consumo (los más habituales:
sal, vino, trigo…) y el tránsito de mercancías (los famosos portazgos). Muchos
de estos impuestos son fijados en su totalidad, para después pasarse a la
siempre delicada labor de distribuir el pago entre los contribuyentes; labor
que no estaba exenta de enfrentamientos y problemas sin cuento.
Hay una cosa que hoy es moneda común en nuestro sistema
fiscal y que, obviamente, en los primeros Estados que perfeccionaron sistemas
fiscales no pudo ser posible. Una cosa que parece no tener importancia pero
que, sin embargo, es fundamental para entender la suerte financiera de los
Estados medievales: esa cosa se llama retención.
La retención de Hacienda es lo que hace que la financiación
de los gastos públicos pueda ser fluida y continuada. De no existir la
retención, el Estado depende teóricamente, para la realización de sus gastos,
del momento en que la recaudación se produce. Sin posibilidad de retenciones,
el presupuesto de ingresos públicos se hace notablemente impredecible y
volátil.
Pero para poder practicar retenciones impositivas, un Estado
necesita tener dos cosas de las que el Estado medieval carecía: una
administración recaudadora centralizada (que no existía: muchos impuestos eran
territoriales, y otros tenían la recaudación arrendada a particulares); y
capacidad de registro rápido de información (que tardaría casi 1.000 años en
llegar).
De alguna manera, es por esta falta de capacidad recaudadora
constante que nace, al menos en España, el fenómeno de la deuda pública. La
emisión de empréstitos, en efecto, tiene, entonces como ahora, la gran ventaja
de que el Estado, como emisor, controla cuándo va a buscar dinero, o sea cuándo
lo obtiene. La emisión de deuda se adapta mucho más a las necesidades de gasto
de las Administraciones; aunque tiene el obvio pero de que pagar impuestos le
sale gratis a quien los recauda, mientras que la deuda, en tanto que préstamo,
tiene un coste para quien la emite.
España lleva emitiendo deuda desde hace siglos, y no es
ésta, desde luego, la primera vez que ha tenido problemas con la misma.
Hablemos del orden de todo esto. Hablemos, por lo tanto, de los juros.
Un juro no puede considerarse un título, sino más bien un
certificado. Era un papel por el que se definía un privilegio a favor de la
persona citada en él. Esta persona declaraba entregar al rey un capital y, a
cambio, el rey le concedía el privilegio de cobrar una parte de determinados
impuestos, citados en el documento, hasta una cantidad prefijada. En realidad,
por lo tanto, era como una deuda, porque el capital cobrado no dejaba de ser el
rendimiento esperado por la inversión; aunque se parece más a la figura de lo
que hoy conocemos como deuda subordinada, puesto que dicho rendimiento estaba
vinculado a la recaudación efectiva del impuesto designado.
Los juros, por lo tanto, y contra lo que ocurre hoy con la
deuda pública, que en cada emisión es igual para cada comprador, eran, cada
uno, de su padre y de su madre. Las características del juro que lo hacían
diferente en cada caso eran:
- El capital a percibir, o sea el interés, era distinto en cada caso. El rendimiento figurante en el privilegio no era el fruto de ningún mercado, sino de la negociación directa entre la Hacienda del rey y el emisor (o un intermediario que éste designase, porque todo debía de hacerse en la Corte). En ocasiones, la corona pactaba con grandes banqueros, entregándoles grandes paquetes de juros para su colocación entre el público, operación en la cual pactaba con los banqueros un rendimiento mínimo por los títulos (con lo que los bancos operaban como lo que modernamente llamamos aseguradores de la emisión); pero el tipo efectivo final dependía de la negociación entre bancos e inversores.
- Los impuestos a los que estaban vinculados eran impuestos concretos. O sea, si hoy se emitiesen juros, no se emitirían contra la recaudación del IVA en particular; sino, por ejemplo, contra la recaudación del IVA en Aranda de Duero. Dos juros, pues, no eran iguales, porque los impuestos a los que estaban vinculados podían tener diferentes perspectivas de recaudación. Es importante entender que, el año que la recaudación afectada era insuficiente, el Estado no tenía obligación alguna de compensar la deuda con otros ingresos (es decir: si un año no se recaudaba suficiente IVA en Aranda de Duero, el pago no tenía que producirse con el impuesto del alcohol de Burgos o el IVA de La Coruña; el inversor, simplemente, se quedaba sin sus intereses).
- El modo de reembolso de los juros otorgaba prelación de cobro a los más antiguos. Por lo tanto, los juros con mayor antigüedad eran más seguros, porque su cobro era más cierto. De esta manera, los juros suponían una vía de financiación muy estable para tomadores de muy largo plazo; notablemente, la Iglesia.
La emisión de deuda pública por parte de los monarcas, como
operación financiero-fiscal, surgió más o menos con los Reyes Católicos; los
cuales se encontraron una realidad (común a toda Europa) por la cual, en las
décadas anteriores, eran las ciudades las que se habían endeudado de una forma
muy fuerte, lo que hizo necesaria la intervención del Estado central, por así
decirlo.
Los juros nacieron como una forma que encontraron los reyes
de atraerse el poder de la nobleza. Por medio de estos privilegios, los nobles
recibían unos ingresos del Estado, normalmente durante una o varias vidas,
motivo por el cual estos títulos se denominaban “juros de por vida”. Sin
embargo, el juro verdaderamente ligado a las vicisitudes financieras del Estado
es el denominado “juro al quitar”, que es el que acabamos de describir, por el
cual se comprometía una parte de los ingresos impositivos. Visto con ojos
modernos, se podría decir que los juros, más que Deuda Pública, consistían en
una especie de securitización o titulización de los ingresos impositivos.
Los juros, sin embargo, no tenían, como hoy en día, un valor
actual, ni una duración financiera. Si la deuda actual compromete unos pagos
periódicos de intereses durante un determinado tiempo (un año, cinco años, diez
años…), el juro era de carácter indefinido, por lo que su poseedor obtenía su
cachito de impuestos para siempre; pero, a cambio, era redimible por el rey en
el momento en que considerare. Momento en el cual, la corona satisfacía el
principal un día entregado, y la obligación de satisfacer el “situado” (así se
llamaba la cantidad de intereses a abonar) desaparecía. La ausencia de graves
fenómenos inflacionarios hacía que no hubiera necesidad de hacer más
previsiones en la amortización del capital.
El tomador del juro recibía el original del privilegio,
mientras que la denominada Contaduría de Las Mercedes retenía una copia. La
Hacienda castellana llevaba una meticulosa contabilidad de los juros existentes
y los compromisos de pago que devenían, algo que era fundamental para ella
porque, en buena parte, la marcha de su presupuesto dependía de la buena fama
de estos títulos, es decir de que los inversores confiasen en ellos (hoy
diríamos: les diesen un rating alto); y eso sólo se conseguía llegando
puntualmente con los pagos. La necesidad
de que los juros tuviesen una total confianza del mercado explica que se
pagasen al contado, y en plata.
Los poseedores de los juros eran libres de enajenarlos,
total o parcialmente. Esto es algo que solían hacer mucho los compradores cuando
necesitaban dejar una garantía de pago (lo cual, de nuevo, demuestra la
altísima confianza que se tenía en Castilla hacia estos títulos). Cada vez que
se vendía un juro, era necesario comunicarlo a la Hacienda, pues ésta sólo
guardaba notaría del titular inicial del privilegio. En el caso de que el juro
fuese vendido a varios poseedores, además, era necesario que la Contaduría
extendiese otros tantos privilegios nuevos correspondientes a cada cuotaparte
de la operación.
Durante el siglo XVI, los juros se pagaron religiosamente.
Fue ésta, además, la etapa en la que Carlos V y su hijo Felipe le dieron una
vuelta de tuerca genial a este sistema, generando un capitalismo popular que
está en los cimientos de la hegemonía castellana de la época: sobre Aragón y
Portugal, en lectura interna; y sobre el resto del mundo, en externa.
Ya hemos dicho que los juros nacieron para lucrar con ellos
a los nobles y a los monasterios. Sin embargo, en la España carlina y filipina
había otros elementos importantes del quehacer económico, que es lo que hoy
llamaríamos altoburgueses: laneros, trigueros; prominentes primeros financieros,
que se lucraban de la plata de Indias. Todos estos personajes, acumulados en
las ciudades, tienen una importancia en la Historia que habitualmente les
negamos. No se suele decir, sin ir más lejos, que, siglos antes, son ellos, en
muchos casos, los responsables de que se levantasen las catedrales, pues son sus
donaciones (no, desde luego, las de los nobles) las que hacen posibles esas
obras hercúleas. En los tiempos del Renacimiento castellano, el dinero de los
burgueses acomodados construirá otra gran catedral que llamamos poder imperial.
Ellos, en mucha mayor medida que nadie más, comprarán los juros. Por ellos es
por lo que, a la llegada a Sevilla de los barcos de América, el gobierno de
Madrid enviará delegados con la cartera repleta de juros a la venta. Castilla
es, entonces, una economía absolutamente próspera (y lo seguirá siendo, más o menos, hasta
que la solidaridad con el resto de España sacrifique una parte de los réditos
de la ganadería y las industrias típicas del territorio), y sus empresarios
tienen recursos suficientes como para comprar unos títulos de cuya seguridad,
además, no dudan.
Los juros, además, hicieron florecer en Castilla la
intermediación financiera. El Estado vendía muchos títulos directamente (igual
que ahora los vende en su web), pero también hizo uso de intermediarios, como
es lógico puesto que, ya lo hemos escrito, el Estado no tenía delegaciones, y
todo debía hacerse en Madrid.
Con todo, los intermediarios más habituales fueron los
banqueros del rey, habitualmente genoveses. El Estado renacentista español
tenía tres fuentes de financiación:
- Los impuestos, que eran la base de todo pero se cobraban con retraso y a través de intermediarios.
- Los juros.
- Los llamados asientos, que no eran sino préstamos concedidos por banqueros para resolver los problemas de tesorería del gasto público, o salir en auxilio de alguna necesidad imperiosa surgida por alguna guerra.
Los asientos eran la forma más rápida de obtener dinero, y
por eso Castilla siempre abusó de su recurso; algo que pagaría caro cuando su
poderío económico se esfumase. Los banqueros, sin embargo, siempre querían algo
en garantía y, contra lo que se pueda pensar, no siempre esa garantía se podía
ejecutar contra las remesas de plata llegadas de América, porque buena parte de
lo que traían los barcos era para particulares.
En realidad, el mejor elemento para satisfacer a los
banqueros eran los juros. Así, los juros podían utilizarse, en terminología
actual, como una garantía colateral (algunas veces, la operación se parece
incluso al comprador de dos derivados de signo distinto, que con ello se cubre
de los riesgos), en el caso de que el asiento aun estuviese en plazo de pago; o
como una especie de aval de descuento, en los casos, que eran muchos, en que la
corona se retrasase en el reembolso del asiento, y lo pagase con juros.
De hecho, la interacción entre juros y asientos provocó la
creación de los denominados juros de caución. Era un juro que se entregaba al
banquero que prestaba dinero al rey, con el compromiso de mantenerlo en su
poder, pudiendo venderlo sólo en caso de producirse impago del asiento original
(lo cual se parece a una especie de opción o incluso, si nos ponemos muy
pollas, un credit default swap). La
presión de los banqueros, a los que los activos ilíquidos nunca les han
gustado, hizo que estos juros finalmente se hiciesen enajenables incluso antes
del impago (con lo cual pasaron a operar con una especie de reaseguro, pues en
la venta del juro el banquero traspasaba el riesgo de crédito a su cliente; y, si entonces hubiese existido Bloomberg, su cotización secundaria habría aportado información precisa sobre las previsiones del mercado en torno al cumplimiento del presupuesto de ingresos de la corona).
Esta actividad generó la primera situación en la Historia de
España de otro tema que hoy está muy en boga: el endeudamiento externo. Los
banqueros de la corona era, o bien genoveses, o bien judíos portugueses huidos
de España tras la expulsión. Pero la población fundamental era la primera (los
genoveses, por cierta, eran especialmente odiados por los catalanes, quienes
los llamaban moros blancos), por lo
que estos banqueros, que obtenían sus pasivos de clientes italianos,
procedieron, en el marco de estas operaciones, a venderle juros masivamente a
estos italianos.
Durante la edad de oro de los juros, todo esto fue oro
molido para la banca: ganaba dinero con los asientos (que se devolvían) y
ganaba dinero con la intermediación de los juros.
El prestigio de los juros se basaba en una sola cosa: que la
emisión se correspondiese con los impuestos comprometidos. Sólo de esta manera,
quien compraba el juro cobraba, y el mecanismo podía seguir siendo de
confianza. El problema surgió a partir del segundo cuarto del siglo XVII,
cuando las obligaciones imperiales españolas, y el agotamiento del crecimiento
acelerado en Castilla, comenzaron a estancar las posibilidades de la Hacienda,
sin que ésta dejase de emitir juros por ello.
Había llegado el momento de crecer los juros.
El crecimiento de un juro significa, en realidad, su
abaratamiento. La razón del uso de la palabra está en que los castellanos de la
época desconocían el uso financiero del porcentaje y, consecuentemente,
expresaban la rentabilidad de los juros poniendo en relación nominal e
intereses. Los juros, así, eran, por ejemplo, de 10.000 el millar. Esto quería
decir que el tomador pagaba 10.000 maravedíes a cambio de un derecho sobre
1.000 maravedíes del impuesto de que se tratase. Es lo que hoy llamaríamos una letra al 10%, en principio perpetua.
En la operación de crecimiento, la corona invitaba al
tomador a acrecer el pago realizado (de ahí lo de crecimiento), conservando el
pago de intereses. Por ejemplo, si un juro de 10.000 al millar se acrecía el
doble, el tomador pagaba 10.000 maravedíes más, y se convertía en poseedor de
un juro de 20.000 al millar. O, lo que es lo mismo: el Estado, que le debía un
10%, ahora le debía un 5%. El crecimiento de juros era, pues, una quita en toda regla.
El otro gran acto que podía realizar la Hacienda era el
desempeño del juro; esto es, hacer uso de la potestad de la corona de devolver
el principal, extinguiendo toda obligación de pago y liberando la recaudación
tributaria correspondiente. Normalmente, el desempeño se hacía sobre títulos
antiguos a alto tipo de interés, seguido de emisión de nuevos juros a un tipo
menor.
¿Por qué los inversores aceptaban estas cosas? En primer
lugar, porque la puntillosa administración castellana, heredera de la obra
filipina, recababa constante información sobre la marcha de las cotizaciones en
todas las ciudades y, por lo tanto, sabía cuándo acrecer y desempeñar con
expectativas de esperar demanda para ambas operaciones. En segundo lugar,
porque los juros seguían siendo una fuente de ingresos considerada
razonablemente estable, y los empresarios castellanos, sometidos a los
caprichos del clima, las enfermedades del ganado, los mercados internacionales,
las guerras, etc., veían en esta inversión una cobertura razonablemente segura.
El sistema hizo crisis, como digo, cuando el situado de los
juros vino a equivaler, prácticamente, con las posibilidades recaudatorias de
la Hacienda Real. Fue, como digo, el momento en el que empezaron los
crecimientos masivos: de ser operaciones selectivas pasaron, a partir de 1608,
a afectar a la totalidad de la deuda de unas determinadas características. Las
operaciones masivas generaron vivas protestas, especialmente por los tomadores
de los juros más antiguos (que eran, ya lo hemos dicho, los que tenían un cobro
más seguro).
En la tercera década del siglo XVII, los juros empezaron a
experimentar problemas de demanda. Por primera vez, se encontraban con que el mercado
empezaba a ser renuente a comprar los privilegios. Al reiniciarse la guerra de
Flandes, ya reinando Felipe IV, el gobierno tuvo que decretar algo muy parecido
a una quita o suspensión de pagos, pues redujo el rendimiento de todos los
juros que estuviesen dando más del 5%; y, además, lo hizo sin desempeñarlos
(amortizar el principal) ni crecerlos, sino, directamente reduciendo el
rendimiento. A partir de 1630, la demanda de juros prácticamente desapareció,
momento en el cual la corona comenzó una carrera desenfrenada por reducir su
nivel de endeudamiento, primero dejando de pagar con plata y pasando a pagar
con moneda de vellón; y, después, aplicando descuentos unilaterales en el
interés, conocidos como la annata y
la media annata. La medida se planteó
como algo provisional y provocado por la grave crisis de las finanzas públicas
de 1630, pero cinco años después se eternizó, convirtiéndose de facto en una especie de Tasa Tobin, es decir un impuesto sobre la adquisición de deuda pública. Todavía
en 1727, seguía la corona peleando con este monstruo de deuda, decretando una
modificación unilateral del nominal de los juros de 20.000 al millar a 33.000
al millar. Pero, al revés que un siglo antes, esto no se hacía obteniendo la
diferencia del tomador; era, ya, una simple y pura quita del interés.
Quien quiera profundizar en lo que aquí se ha contado, puede
acceder, gratuitamente, a un excelente trabajo, de cuya introducción he sacado
buena parte del contenido de este post. Se trata del análisis Oferta y demanda de deuda pública en
Castilla. Juros de alcabalas (1540-1740), debido a Carlos Álvarez Nogal y
publicado en las series de Historia Económica del Banco de España. Pero a quien
le guste bucear en las librerías usadas le interesará buscar el monumental La Hacienda del Antiguo Régimen, del maestro Miguel Artola; y, si busca mucho más, puede tener la
suerte de encontrar un libro delicioso, titulado Hacienda Pública de España, obra de Ramón de Espínola. La edición
que yo tengo es de 1849, Imprenta de Manuel de Campo, Madrid.
Asimismo, quien quiera empaparse de los crecientes problemas
que el presupuesto militar creó a la Hacienda española, debería leer el
insuperable Guerra y decadencia de I.
A. A. Thomson.
Yo, ya lo siento, pero es que tengo debilidad por la Historia de los Impuestos.