Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del
putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción
bottom-up que generó en las órdenes religiosas,
de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la
Compañía de Jesús, así como su
desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la
Inquisición en Italia y su intensificación
bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor,
Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición
dejase Italia hecha unos zorros.
A partir de ahí, hemos pasado a ver
los primeros pasos de la idea del concilio.
En realidad, Carlos tenía mucho que
remar para convencer a los reformados. Los protestantes, esto es
cierto, anhelaban como el que más la reunificación de la Iglesia.
Pero no estaban en modo alguno dispuestos a admitir que ésta fuese a
venir de un concilio o sínodo presidido por el Papa. Por propia
esencia, los seguidores de Lutero reclamaban un concilio general,
basado en las Escrituras y presidido por ellas; un concilio en el que
incluso los laicos pudieran participar y expresar sus ideas. Así
pues, cuando Carlos se dirigió a ellos planteándoles que
participasen en un momio organizado por y desde Roma, dijeron que no;
y, como quiera que el emperador les amenazase con la fuerza, dieron
existencia a la liga de Schmalkalde. Carlos, que se encontraba
fuertemente amenazado por el peligro turco y que tenía que tener en
cuenta la probabilidad de que el francés Francisco I decidiese
ponerse de parte de los protestantes, tuvo que aflojar. Para gran
felicidad del Papa, que ya se veía haciendo el paripé en un
concilio dominado por el poder temporal.