Ismael Rebollo llegó a la casa de Lucía Odriozola a eso de las once de la noche. Luján, que fumaba apoyado en un coche patrulla, lo vio llegar desde el fondo de la calle, caminando pausadamente como si no tuviese ningún rumbo fijo. Conforme se fue acercando, Carlos Luján se dio cuenta de que traía cara de pocos amigos. Le recordó al rostro que había visto el día que se enfrentó con él por el caso López. Sintió un escalofrío en la espalda.
-Nada bueno –dijo al llegar a su altura, por todo saludo.
Luján apenas alcanzó a arquear las cejas y realizar un gesto de incomprensión.
-No hay nada bueno aquí –explicó Rebollo-. Una mujer de la vida asesinada en su propia casa.
-No te precipites –interrumpió Luján-. Tal vez ha sido un robo.
-No ha sido un robo –sentenció Rebollo, con voz lúgubre-. Tú y yo sabemos que no ha sido un robo. Esta mujer estaba en un informe que tú y yo conocemos, y nada es casualidad. Nada. No sé si me entiendes.
-Creo que sí.
-Pues yo creo que no. Carlos, ¿sabes cuántas posibilidades hay de que alguien esté matando a alguien a doscientos metros de un policía que, además, viene a ver a ese alguien?
Carlos Luján sintió que la sangre abandonaba su rostro. Tuvo que hacer acopio de toda su presencia de ánimo para sostener la mirada de Rebollo. Le dio la impresión de que el inspector era capaz de ver a través de él.
-No seas capullo –dijo Rebollo, con media sonrisa triste en los labios-. Apenas hace falta juntar una o dos piezas. Aquí estás tú, a más de diez kilómetros de la Puerta del Sol donde tienes tu mesa de trabajo, llamando para avisar de que has encontrado un muerto. ¿Estabas de paseo? ¿Por esta mierda de barrio? ¡Venga ya!
Carlos Luján, mientras sentía su labio inferior temblar ligeramente, tuvo que reconocerse que si alguna vez había pensado que Ismael Rebollo no iba a percatarse de las circunstancias en que había descubierto el cadáver de Lucía Odriozola, estaba claramente equivocado. Trató, no obstante, de conservar la compostura. Rebollo, como siempre, jugaba con él. Jugaba a invitarle a cometer errores. Todo lo que tenía que hacer era no caer en la trampa.
-Venía a verla, sí. Había, er, he averiguado cosas que repentinamente cambiaron mis puntos de vista sobre ella, y decidí venir a interrogarla.
El inspector escuchó unos pasos sordos. Se volvió. Azpíriz le miraba alternativamente a él y a Rebollo, como pidiendo permiso para quedarse en la conversación.
-¿Es tu idea de día libre, venir a echar una mano con los cadáveres?
Azpíriz se alzó de hombros.
-Lo llaman morbo, creo. ¿Puedo ayudar?
-Los uniformados están con todo. Podías habértelo ahorrado.
Luján sintió una mano en su hombro izquierdo, y se volvió. Rebollo le miraba como si el navarro no estuviera presente, como si no lo hubiera estado nunca.
-Dime qué habías averiguado.
-Puedo hacerte un informe en cuanto…
-Ahora.
Luján esperó unos segundos, pensando que Rebollo se daría cuenta que no estaban solos. Pero el inspector siguió mirándolo fijamente, con una tranquilidad anormal en los ojos. Suspiró, en parte aliviado. Sentía la muerte de Lucía Odriozola y ahora sabía que siempre se sentiría, de alguna manera, culpable por haberla presionado tanto en el pasado. Pero, sin embargo, aquella muerte, y él se lo reconocía, le reconfortaba. Le ayudaba. Muerta Odriozola, el asunto de la tarjeta guardada en su armario perdía valor.
-Está bien. En realidad, Lucía Odriozola era el hilo más cercano del que tirar en esta madeja que es el caso Anselmo López. Lo que he averiguado sobre Higinio Longares no es gran cosa, y carecemos de más testigos.
-Ajá.
-Por lo demás, como sabes siempre he considerado la posibilidad de que no todo el mundo en el entorno de Anselmo López fuese lo que cabría sospechar de ellos. Quiero decir, gente del régimen, ya sabes.
-Ya sé, sí.
-He tenido algunas… confidencias. He descubierto cosas.
-¿Qué cosas?
-Lucía Odriozola no era una putita barata más. Que éste fuese su oficio después de la guerra no lo descarto, pero sería para sobrevivir. El pasado de esta mujer que conocemos es ficticio o, por lo menos, fragmentario. Había algo en ella muy importante que no sabíamos, y que ella nos ocultó cuando la interrogamos.
Rebollo dio una chupada lenta a su cigarrillo.
-Tú le diste una buena mano de hostias. Sólo hay una razón para callar cuando te están dando de hostias.
-Exacto: más hostias. Ése es el hilo del que decidí tirar. Y acabé por encontrarla.
Hizo una pausa para fumar él también. Rebollo no le interrumpió y Azpíriz parecía incapaz de mover un solo músculo.
-Lucía Odriozola era miembro de una peligrosa célula de anarquistas.
-La Aromática –interrumpió Rebollo.
Ojos frente a ojos. Los dos policías fumaron uno frente al otro, en silencio, unos segundos. Luján trató desesperadamente de escarbar en las pupilas tranquilas de su interlocutor pero, como ocurría siempre que Rebollo no quería mostrar nada, su tentativa no tuvo fruto. En esas circunstancias, en las décimas de segundo que transcurrieron, a Luján no le quedó más que hacerse preguntas. Preguntarse si Rebollo sabía algo, si quizá siempre había sabido que esa tarjeta era la pista que llevaba a la verdadera identidad de Lucía Odriozola, o simplemente estaba, como tenía por costumbre, echando la caña, esperando que Luján picase. Para aquel entonces, el inspector ya tenía bastante experiencia con su superior y había aprendido a pensar deprisa. Se dijo: los hechos de esta noche demuestran que nosotros, al acercarnos a la verdadera identidad de Lucía Odriozola, la poníamos en peligro. Así pues, una vez descubierta dicha identidad, habría sido una locura dejar pasar mucho tiempo entre el descubrimiento y el interrogatorio. Rebollo habría sido un temerario sabiendo lo que presuntamente sabía y esperando a que yo hiciese mis averiguaciones. Es obvio que no sabe nada. Aún. Está jugando.
-Ya te dije –contestó Luján, descansando casi en cada palabra-, que esa tarjeta era sólo un recado de flores.
Rebollo fumó con media sonrisa en los labios.
-¿Anarquista, dices?
-Anarquista, sí.
-Y, eso, ¿qué tiene que ver con Anselmo López?
-No lo sé todavía. Pero mi intuición me dice que Julio Cendoya es la clave.
Rebollo dejó escapar un chasquido de lengua, señal de fastidio, y tiró lejos la colilla casi acabada de su cigarrillo.
-¡Luján, joder! ¿Cendoya? ¿Otra vez con eso?
-Tengo mis razones –protestó el inspector-. He seguido la pista del grupo de Odriozola. Se quedaron en Madrid hasta la penúltima hora y aún más allá. Cuando se hizo evidente que Franco llegaría, jugaron sus cartas. Buscaron en la Quinta Columna. Gente adecuada.
-¿Adecuada?
Luján cruzó una mirada con Azpíriz. El navarro era una estatua de hielo.
-Locos como ellos.
-¿Locos? ¿En la Quinta Columna? Joder, Luján, ¿tú sabes lo que estás diciendo?
Luján fue a decir algo, pero Rebollo le detuvo con un gesto de la mano.
-¿Qué coño te pasa, Luján? Tienes una mujer muerta con un pasado de activismo anarquista, una terrorista metida a puta, que muere porque la policía averigua quién es y decide interrogarla. Un cagarro que se ha quedado en alguna esquina perdida de la Nueva España, pues no todo va a ser un camino de rosas. Hijos de puta va a haber siempre, y putas, ¡joder! ¡Putas, a puñados!
-Te estás dejando llevar por una visión demasiado simplista.
Rebollo abría y cerraba la boca, como si le faltase la respiración, y hacía aspavientos con los brazos.
-¿Simplista! ¿Simplista? ¡Pues claro, joder! ¡Porque las cosas son simples! Simple: una terrorista que muere porque la policía la ha descubierto y va a por ella. Está en Madrid, es una puta sin oficio, sus compañeros estarán igual de muertos de hambre que ella. ¿Cómo coño la sacan de aquí? La única salida es apiolársela.
-Yo no niego eso.
-No, no lo niegas. Pero desde que empezaste con este caso, y hace diez años, macho, estás empeñado en que las cosas lleguen, de una forma o de otra, a Falange. Pareces obsesionado con que los asesinos que trinques lleven la camisa azul. ¡Me cago en Dios! Pero, ¿no eras tú el nacionalsindicalista, joder? ¿No quedamos en que el descreído que pasa de las inmortales esencias de José Antonio soy yo, coño?
A esas alturas del discurso de Rebollo todo el mundo que en aquella calle no estuviera enfrascado en el movimiento del cadáver de Lucía Odriozola era testigo de la bronca. Luján se sabía observado por varios pares de ojos y, sin embargo, volvió a sentir, como diez años atrás, frente a una taberna donde los policías solían ir a beber tras el trabajo, una suerte de rabia que le nacía de muy adentro.
Dio un paso hacia Rebollo. Hasta el inspector entendió el significado de ese gesto, y se calló.
-Rebollo, escucha. ¡Escucha de una puta vez, joder! Te he dicho que hubo pacto. Y que lo sigue habiendo. La persona que me informó lo ha hecho hoy mismo, día de Difuntos. Vine aquí lo antes que pude porque tenía muy claro que era imperativo hablar con esta mujer. Entre otras cosas, porque la persona que me ha informado sabía que yo estaba de guardia.
-Eso no es tan difícil de averiguar.
-Yo pienso que sí. No todo el mundo tiene tus habilidades, Ismael. Estamos hablando de un grupo de personas con la capacidad de tener ese tipo de datos, que no son, de acuerdo, secretos de Estado, pero tampoco están a disposición de cualquiera.
-¿Ahora me vas a decir que la policía está en esto?
-No. Eso no lo creo. Como ya sabes, he frecuentado a Lucía Odriozola desde poco después de la investigación del cuarenta y ocho.
Nunca se lo había comentado. Y lo sabía. Y también sabía que Rebollo lo sabía. El policía secreto acusó el golpe. Lejos de poder epatar una vez más a su pupilo Luján demostrándole que siempre había sabido que se veía con ella, era él quien le pillaba.
-Hasta esta noche pensaba que sólo te la querías tirar.
-Puede –contestó Luján; se sentía algo más dueño de la situación-. Pero lo importante es que si la policía estuviese en esto, Lucía Odriozola llevaría muerta mucho tiempo. O habría desaparecido de Madrid, que al caso es lo mismo. No, será alguien cercano a nosotros, pero sólo relacionado. Una pequeña red de información que trabaja para personas que tienen mucho que proteger, porque si los trincásemos los fusilaríamos.
Rebollo sonrió.
-¡Joder, nos vamos entendiendo! ¡Eso y no otra cosa es lo que yo digo!
-Cierto. Pero insisto, Rebollo, en lo que tú no sabes y yo sí sé. No niego que estamos ante terroristas. Pero son terroristas que una vez tuvieron amigos entre los nuestros. Amigos radicales, capaces de muchas cosas. Como dicen que eran Julio Cendoya y los suyos.
Rebollo echó la cabeza hacia atrás, como aburrido. Luego suspiró.
-En fin, es tu investigación. Tú sabrás si te pierdes en derivaciones estúpidas.
-Recibí la orden de llegar hasta el final –contestó Luján-. Quizás eres tú quien la está incumpliendo, no yo.
Rebollo le devolvió una mirada gélida. Se incorporó, apoyado como estaba en un coche policial, y echó a andar. Algunos metros más allá, se volvió, como indolente.
-La investigación es tuya, inspector. Tienes una escena del crimen que te está esperando.
Azpíriz sonrió levemente mientras le miraba directamente a los ojos. Carlos Luján se habría preguntado qué pensaba si no estuviese harto de hacerlo. Ambos estaban ahora a pocos metros de la entrada de la casa baja, casi una chabola, donde vivía Lucía Odriozola hasta que, unas pocas horas antes, alguien le metió un tiro en la cara, según habían informado ya los forenses, que en ese mismo momento se marchaban tras el coche que se llevaba el cadáver, ya levantado por orden del juez. Se había hecho de noche y hacía frío, un frío de noviembre, de día de Difuntos. Luján había visto marcharse a Rebollo sin saber muy bien si lo más sabio no sería impedirle marcharse así, tratar algún tipo de acercamiento tras la tensa conversación que habían tenido. Finalmente le pudo la rabia, y se calló. Pero no se podía quitar de la cabeza la mirada fría de su quizás amigo y quizás superior. Finalmente, decidió centrarse, como el propio Rebollo le había dicho, en su obligación de aquel momento: la escena del crimen. Fue al tratar de ir hacia la casa cuando se encontró con Azpíriz mirándolo, con una especie de embrión de sonrisa en los labios, y la pregunta eterna.
-¿Me vas a decir ahora qué coño haces aquí?
-No entiendo el tono.
-¿Qué tono? Sólo te estoy diciendo que sigo sin entender cómo te has venido hasta aquí en un día libre. Es todo.
Azpíriz apretó los labios; como si hubiese esperado que Luján fuese capaz de adivinar sus intenciones.
-He juntado piezas.
-¿Qué piezas? ¿De qué coño hablas?
-Luego te lo diré.
-Joder, Azpíriz. No tengo el coño para jugar a los secretitos, de verdad.
-Se hace tarde –la voz del navarro se había hecho fría-. Se hace tarde, Luján, y los uniformados dependen de nosotros para poder precintar esto y marcharse. ¿No te parece que es mejor que hagamos la inspección visual y, er, hablemos luego?
Carlos Luján estaba cabreado. Crecientemente cabreado. Esa mañana era un prometedor policía investigando, entre otras cosas, un caso que concitaba el interés de las más altas esferas. Dieciocho horas después, era una persona vigilada y espiada quizá por terroristas, había tenido un enfrentamiento frontal con una de las diez personas más peligrosas de España y, para colmo, el único hilo con que contaba para desentrañar el misterio como le había ordenado el Caudillo viajaba en aquel mismo momento en dirección al Anatómico-Forense. Así que se alzó de hombros, sintiendo que había llegado a un punto, y lo había sobrepasado.
-Lo que tú digas.
Entraron en la casa. La puerta estaba abierta, con evidentes signos de que la cerradura había sido reventada; los uniformados, al llegar, habían tenido que hacerlo para entrar dentro. Era una casa baja de una sola planta y forma rectangular. La puerta estaba en un lateral del rectángulo y daba a un pasillo a mitad del cual se entraba propiamente a la casa, que apenas tenía un salón, la cocina, un pequeño excusado y una habitación pequeña que hacía las veces de dormitorio. A pesar de tal humildad, la casa tenía dos puertas; justo enfrente de la que cruzaron los policías había otra que daba a la calle de atrás. Luján y Azpíriz se acercaron. También tenía la cerradura reventada, a todas luces de un tiro.
-Un pedazo de hostia –comentó Azpíriz con un susurro-. Un disparo de calibre grueso. Más que probablemente, la misma arma que se usó para matar a la mujer.
-Reventó la cerradura para huir –dijo Luján, como para sí. Reparó en que en el umbral de la puerta de entrada a la casa le miraba un policía uniformado de mediana edad; dedujo que era el hombre que había coordinado las pesquisas, así que se encaró con él-. Dígame, ¿ha habido testigos?
-No, señor.
-¿Ni siquiera auditivos?
El hombre hizo un gesto como si recordase algo muy importante.
-¡Ah, eso! Eso sí, inspector –consultó sus notas-. En el número doce, éste es el ocho, estaban cenando. Matrimonio y dos hijos pequeños. Oyeron claramente los disparos.
-Cuántos.
-¿Cuántos?
-Sí. Cuántos, y con qué cadencia.
El policía rebuscó sus notas para estar seguro. Después de unos segundos, dejó escapar un gruñido de satisfacción; había encontrado lo que buscaba.
-Tres. Tres disparos, señor inspector.
-¿Tres, o uno, uno y uno, o dos y uno, o uno y luego dos?
Carlos Luján ya estaba acostumbrándose a la idea de que a los uniformados no se les hubiese ocurrido la idea de preguntar ese detalle. Pero el policía que tenía delante no era un mal policía. Sólo era lento.
-Dos, y uno. Eso es. Dos disparos, entonces la familia que está cenando se queda rígida y en silencio. Cuando están empezando a reaccionar, otro disparo. Y después nada.
Luján miró a Azpíriz. El navarro asintió.
-La mató de dos tiros, luego se levantó, salió de la casa, le metió un tiro a la puerta, y salió.
-De donde se deduce que el asesino y la víctima eran amigos.
El uniformado miró a Luján con curiosidad.
-¿Amigos? ¿Porque hizo tres disparos?
-No, no por eso, ¿agente…?
-Lorca, señor.
-Pues no por eso, Lorca. Sino porque si necesitó meterle un tiro a la cerradura para salir, ¿cómo entró?
-¿Cómo entró? –Repitió el agente Lorca, como un eco.
-No pudo entrar violentamente –argumentó Azpíriz-. Ella tuvo que dejarle entrar, ¿entiende?
El agente Lorca suspiró como aliviado. Luján se volvió hacia su compañero.
-Echemos un vistazo a lo que queda de esa cerradura.
Se dirigieron a la puerta reventada. El tiro había abierto un buen boquete en la puerta que, de todas formas, era de hoja simple, poco resistente. Tenía un picaporte normal y corriente y debajo, a unos quince centímetros, un pestillo que era lo que había reventado el tiro. Quedaban restos del mecanismo y el agujero en la jamba donde antes había encajado.
-A esto le llamo yo matar pulgas a cañonazos –masculló Azpíriz a las espaldas de Luján, mientras éste observaba la puerta.
El inspector se incorporó.
-Vamos dentro.
Entraron en la casa. La pieza central, que ocupaba casi toda la vivienda, tenía en un extremo un aparador, en otro una mesa que no parecía tener una utilidad concreta y, en el centro, dos sillas, una de ellas caída en el suelo, y una mesa camilla redonda con un largo mantel descolorido que la cubría completamente, incluidas las patas. Sobre la mesa, un plato, un tenedor y los restos de un triste filete esperando a una comensal que ya no se lo iba a comer.
-¿Qué cree que pasó, Lorca?
Cuando se repuso de la pregunta, que claramente no esperaba, el uniformado demostró haber hecho una razonable composición de lugar.
-La víctima estaba cenando. El asesino, que según hemos delimitado era conocido suyo, llegó y se anunció. Ella le abrió y le franqueó la entrada. Ella había vuelto a cenar, sentada aquí –señaló a la silla caída- y él la disparó. Los forenses han dicho que, muy probablemente, los disparos se hicieron de arriba abajo, de donde se deduce…
-Que el asesino estaba de pie. Lo cual no encaja.
-¿No encaja? –Preguntó Lorca.
-Eso: ¿no encaja? –Preguntó también Azpíriz.
-No, no encaja. El asesino es un conocido de la víctima. Ella le deja entrar. Después, antes de que él dispare, ella se sienta a terminar su cena y él se queda de pie.
-¿Y?
-Joder, Azpíriz. Uno no se sienta tranquilamente a cenar mientras su invitado permanece de pie.
-Tiene lógica –Azpíriz se rascaba la barbilla-. ¿Cuál es tu teoría?
-Ella sabía a qué venía su asesino. También sabía que no podría huir. Lo dejó entrar porque comprendió que no serviría de nada resistirse. Ella sabía que su asesino era eso: un asesino.
Tragó saliva. El silencio en la habitación se hizo espeso.
-Todo lo que nos queda por saber es si nos dejó algo.
-¿A nosotros?
-A nosotros, sí. Una cosa es segura, amigos: si hay tiros, la primera que aparece es la policía.
El agente Lorca miró a Luján con los ojos muy abiertos.
-Pero, si él la mató, ¿cómo pudo…?
Luján sonrió.
-Agente, en esta escena del crimen hay algo que no cuadra.
-¿Algo que no cuadra?
-Eso es. Algo que no cuadra. ¿No se hace usted una idea?
El agente Lorca trató de pensar, pero terminó por alzarse de hombros con un gesto de escepticismo. Luján miró a Azpíriz. El navarro no tenía expresión en el rostro.
-Tengo la impresión de que me vas a dar una nueva lección de por qué eres mejor policía que yo.
Luján señaló a la mesa.
-¿Os creéis capaces de comer esa suela de zapato con un tenedor sólo?
El agente y el subinspector se miraron con expresión de incredulidad. Luego le miraron a él.
-El cuchillo…
-Exacto. ¿Dónde está el cuchillo?
Azpíriz se alzó de hombros.
-¿Se lo llevó el asesino?
-¿Para qué? ¿Has visto la calidad del tenedor? Como robo no tiene precio.
-¿Y si ella no tenía cuchillos? –Argumentó Lorca.
-Miremos en la cocina.
El uniformado penetró en la pequeña pieza donde se encontraba la cocina de carbón. Se le oyó trasegar en los cajones de un mueble desvencijado.
-Aquí hay cuatro –informó finalmente-; ¡no! Son cinco, seis. ¡Siete!
-Lucía Odriozola tenía cuchillos de sobra, pues –concluyó Luján-. Así pues, ¿dónde está el que falta?
Lorca levantó los brazos, en señal de impotencia.
-Inspector, le juro que hemos peinado esta habitación a conciencia. No está en el suelo.
Sin palabras, Luján se acercó a la mesa.
-Le creo, Lorca. Y, si es así, sólo hay una posibilidad más.
Levantó las faldas de la mesa camilla. Casi al nivel del suelo tenía una pieza de madera que formaba un nido para el brasero; la mayoría de las mesas de aquel entonces eran así. El brasero, sin embargo, estaba sucio, pero sin carbón; o bien Lucía Odriozola no había tenido frío aquella tarde, o bien no había tenido dinero para calentarse. Luján extrajo el brasero y lo acercó a la luz de la bombilla que colgaba del techo, en el centro de la estancia. Los tres hombres se agolparon sobre la bandeja. En el centro, renegrido por el carbón, había un cuchillo.
El uniformado soltó una exclamación de sorpresa. Azpíriz, algo parecido a un bufido.
-No entiendo en qué nos hace avanzar esto. Un cuchillo en un brasero. ¿Qué es, una especie de jeroglífico o qué?
-No es ningún jeroglífico, Azpíriz. Todo lo que tienes que hacer es preguntarte por qué acabó ahí el cuchillo. Y la respuesta es evidente.
-¿Evidente?
-Tan evidente que sólo hay una. Cuando el asesino disparó contra Lucía Odriozola, ésta tenía cuando menos una mano y el cuchillo por debajo de la mesa. Lo ocultaba.
-¿Para defenderse?
-Pobre defensa es esa –respondió Luján, con un gesto de fastidio-. Joder, Azpíriz, mira el puto cuchillo. Es poco más que una hoja de lata.
-¿Entonces?
-Entonces, no sé. Lucía Odriozola escondió ese cuchillo por algo, pero no se me ocurre para qué.
Estuvieron así un buen rato mirándose unos a otros. Luján colocó los brazos en jarras. Echó varias miradas a la habitación. Pero no encontró nada fuera de sitio, nada que le inspirase. Terminó por suspirar y negar con la cabeza.
-Vámonos, coño. A lo mejor mañana. Quién sabe.
Caminaban ya hacia la puerta. Luján iba el último. Repentinamente, se topó con la espalda del agente Lorca.
-¿Qué hostias…?
-¡Un momento! –El uniformado se volvió, visiblemente excitado-. ¡Un momento, joder!
-¿Qué le pasa, coño?
Lorca no escuchaba. Volvió al centro de la habitación, se colocó delante de la mesa, se quedó unos segundos quieto, como pensando, y luego la levantó con ambas manos. Con un gesto rápido, le dio la vuelta. El mantel raído cayó al suelo. Luján se acercó, sintiendo que su pulso se aceleraba.
Lorca le miraba con cara cerúlea.
-Le dio conversación –dijo-. Trató de ganar tiempo. Mientras, con una mano y el cuchillo, debajo de la mesa.
Los tres policías tenían delante la pobre madera de la mesa camilla. Una mano torpe y apresurada había grabado unas letras. Del revés, como se leería algo que alguien ha escrito sin mirar en una tabla a la que luego se le diese la vuelta. La escritura era torpe y débil, pero no tuvieron dudas sobre su significado.
Lucía Odriozola, en los últimos minutos de su vida, había escrito una palabra: amado.