miércoles, abril 12, 2023

El otro Napoleón (19: Haussmann, el orgulloso lacayo)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



El 16 de marzo, grandes noticias para el emperador. Después de tres años de matrimonio y de varias intentonas fallidas, por fin tenía un heredero. Una noticia que puso contentos a todos menos al rocapollas del príncipe Napoleón, repentina y lógicamente desplazado en la línea dinástica, quien de hecho se negó durante semanas a firmar el acta oficial del nacimiento, a ver si había suerte y el queco la diñaba pronto.

El Congreso, que había cerrado por las fiestas, regresó el 18 de marzo, esta vez contando ya con la presencia de Prusia y su representante que, si no estoy muy errado, debió ser Edwin Freiherr von Manteuffel; llegó en virtud de la insistencia en este sentido de Napoleón, lo cual no es sino otro síntoma del progresivo apartamiento entre París y Londres. Así reunido, el congreso garantizó la integridad del Imperio Otomano. El tratado completo se firmó el 30 de marzo. Así se escribe la Historia. Los firmantes de 1856 creían estar firmando un arreglo permanente en la Europa del Este y Oriente medio. Antes de que muchos cerrasen sus ojos por última vez, sin embargo, Rusia habría de convertir el Mar Negro en su lago, e Inglaterra habría de hacer suyos Chipre y Egipto. En el fondo, el hecho incontrovertible de que el Imperio turco había muerto, mientas que el Congreso de París trató de mantenerlo en coma inducido.

Aunque la paz de París de 1856 fue una paz específicamente diseñada para no definir ni vencedores ni vencidos, hubo uno moral claro: Francia, la nación que, de la noche a la mañana, había regresado a la posición de gran árbitro de los asuntos europeos y, sobre todo, de ejército temido y con más prestigio. La Santa Alianza podía considerarse muerta y superada.

El regreso de Francia a la coordinación de los asuntos europeos, por así decirlo, supuso el impulso para un tema que llevaba todo el siglo XIX en paso y que demandaba, cada vez más, que se le hiciese caso: la regulación del derecho internacional marítimo. En efecto, por primera vez en la Historia, los Estados europeos se mostraron de acuerdo sobre cuatro principios básicos: la abolición de las guerras de corso; el pabellón neutral otorga cobertura a las mercancías de origen enemigo, salvo en el caso de contrabando de guerra; la mercancía de origen en un país neutral sigue siendo neutral aunque viaje bajo pabellón enemigo; y, finalmente, un bloqueo, para ser observado, deberá ser efectivo.

Walewski, quien ya os he dicho que presidía el Congreso, nunca sacó en serio el tema polaco. Sabía que Inglaterra y Rusia eran dos enemigos demasiado fuertes para ese tema como para poder aspirar a sacarlo adelante. En el caso italiano, sin embargo, la cosa cambió. En el momento en que se discutió la liberalización de los puertos griegos, los franceses consideraron que la situación era propicia para poder hacer propuestas en materia italiana y, por lo tanto Walewski propuso que tanto las tropas austríacas como las francesas abandonasen los Estados Pontificios. Inglaterra, por su parte, sacó a pasear durísimas críticas hacia el gobierno vaticano; el cual, la verdad, se caracterizaba por una venalidad y una corrupción bastante intensas. El canciller austríaco protestó por las ideas que se estaban proponiendo, máxime cuando Francia e Inglaterra hicieron patentes sus ambiciones de controlar el reino de Nápoles. Rusia, Turquía y Prusia prefirieron no meterse en aquel fregao. Quien sí lo hizo, lógicamente, fue Cavour, produciendo un memorando en el que explicaba las razones por las cuales consideraba que el estatuto internacional de Italia debía cambiar. En razón de estas discusiones y semi-conclusiones, siempre se ha señalado la incongruencia de que el Congreso de París, que se convocó para cerrar una guerra, en realidad tuvo como resultado preparar otra que se produciría en breve.

Dentro de Francia, todo el asunto de la guerra de Crimea y su resolución final no hizo sino apuntalar el poder omnímodo del emperador Napoleón III. En esta etapa del Imperio, que cubre más o menos hasta 1860, Napoleón no permitió ningún tipo de oposición. Tanto el Senado como el Cuerpo Legislativo estaban totalmente dominados por él. No contento con este control, Baroche, desde el Consejo de Estado, asumió la responsabilidad de elaborar los proyectos de ley y, además, diseñó un sistema por el cual el Cuerpo Legislativo, que los había de sancionar, sólo tuviese tres meses de sesiones. En consecuencia, cada vez que se reunía el Parlamento era tal la cascada de proyectos de ley que tenía que aprobar que ni siquiera los aprobaba uno a uno, sino en bloques. La Prensa se había visto reducida a un grupo muy pequeño de periódicos, cuyo redactor en jefe debía ser aprobado por el gobierno. Así las cosas, el periódico más de izquierdas, Le Siècle, practicaba un republicanismo muy, muy templado. De hecho, ni siquiera era sólo la expresión de la opinión impresa la que se perseguía. Jacques Antoine Grassot, conocido como Paul Grassot o Grassot a secas, un conocido actor francés de la época, tuvo la ocurrencia un día durante la guerra de Crimea, cuando estaba en un café esperando a ser servido, de decir: “Este café es como Sebastopol, que por mucho que te esfuerces no te llega nada”; y fue detenido por ello. La policía hizo muchas advertencias a personas por comentarios que habían hecho en sus propias casas, lo que viene a indicar que había toda una industria de la delación en marcha. Por lo demás, la división de los legitimistas entre los partidarios del conde de Chambord y el conde de París, más el hecho de que la Iglesia francesa había abrazado al Imperio, hizo que la principal fuente de oposición perdiese notablemente su fuerza.

El último gran reducto del pensamiento liberal e independiente fue, en estas circunstancias, la Academia Francesa; una institución por la que muchos franceses sentían admiración y respeto; pero que, sin embargo, muchas personas en el entorno del emperador querían cerrar sin más, conscientes de que se había convertido en el Ateneo donde se concitaban los críticos.

A pesar de este panorama, lo cierto es que el exilio no había acabado con la oposición republicana. Algunos prohombres republicanos estaban muy cerca, en Bruselas. Era el caso de Émile Auguste Étienne Martin Deschanel, padre de un presidente de la República; o de Paul Armand Challemel-Lacour o Edgar Quinet. Víctor Hugo estaba en Jersey y, en Londres, Ledru-Rollin, Schoelcher y Blanc. Sus escritos entraban en Francia con cierta facilidad. Y tenían un público bastante fiel, pues lo cierto es que en París había una mayoría republicana, sobre todo en los barrios obreros. En estos ambientes, crecientemente radicalizados, fue donde se acunaron los proyectos de magnicidio contra el emperador. Fue allí donde se acordó, por ejemplo, el conocido como complot de la Ópera Cómica (julio de 1853); el atentado previsto, en septiembre de 1854, en la estación de Perenchies; el atentado de Giovanni Pianori en el bosque de Bolonia (28 de abril de 1855); o el de Camille Edmond Deudonné Bellemare, el 8 de septiembre del mismo año, tras el cual el agresor fue ingresado en un sanatorio mental y después deportado a Tahiti.

Como ya os he dicho, si alguien fue claramente favorecido por el régimen imperial, ése fue la Iglesia. El presupuesto de culto y clero fue incrementado, el papel social de los obispos garantizado, las escuelas nuevas controladas por la Iglesia, abiertas. Los cabarets y otros locales de dispersión fueron cerrados por decreto los domingos durante las horas de los oficios. En la naturaleza de esta medida, sin embargo, tenemos ya una idea de por qué el maridaje entre el Imperio y la Iglesia no fue total. Napoleón III siempre se negó a convertir Francia en un país católico talibán, en el que el descanso dominical fuese sagrado, convirtiendo el séptimo día de la semana en una especie de sabbath (algo que, curiosamente, en los tiempos nuestros, cuanto más ateo es un grupo político, más lo apoya); asimismo, también se negó a legislar la preeminencia del matrimonio eclesiástico sobre el civil. El catolicismo ultramontano tenía enemigos importantes en el entorno imperial, entre ellos el príncipe Napoleón y, sobre todo, Persigny.

La llegada de Luis Napoleón al poder, en todo caso, le supuso una oportunidad evidente para llevar a cabo sus ideas en materia económica. Aquellos que hayáis leído pacientemente estas notas recordaréis que, durante su reclusión en la cárcel de Ham, Napoleón había estado estudiando y escribiendo acerca de las que consideraba necesarias reformas económicas de Francia, buscando, como casi todos los teóricos de aquella época, la mejora de las condiciones económicas y de trabajo de la clase obrera y la correcta coordinación de todas las fuentes de riqueza del país.

La nueva política económica imperial comenzó por la creación de una Caja de Retiro para los funcionarios públicos; asimismo, introdujo, como también estaba pasando en España, una reforma del sistema de recluta para las Fuerzas Armadas que incluía la posibilidad de amortizar el servicio mediante el pago de una cantidad; una reforma que fue muy bien recibida porque, la verdad, hasta entonces el reclutamiento era fuente de escandalosas corrupciones llevadas a cabo por los llamados “mercaderes de hombres”; ahora, mediante la instrumentación de un pago legal, además en la forma de prima fija, se democratizaba la posibilidad de redimir el servicio militar con pasta. Por lo demás, en el Imperio las soldadas eran generosas y conllevaron pensión de jubilación, toda una novedad.

Los grandes teóricos de la economía imperial eran, como el propio emperador, viejos sansimonianos. Estaba, lógicamente, Barthélemy Prosper Enfantin, el líder natural del sansimonianismo de la época; pero también Émile e Isaac Pereire, dos financieros de origen judío, rivales de los Rotschild; Michel Chevalier, o el editor Adolphe Georges Guéroult. Todos ellos partidarios del librecambio y de la teoría de que la elevación general del bienestar de la nación por la vía de crear la riqueza supondría una mejora para todos.

El Crédit Foncier francés adquirió cada vez mayor importancia y relevancia socioeconómica. Se convirtió en una institución de crédito enormemente democrática, capaz de prestar a muchos ciudadanos de muchas condiciones muy diferentes; hizo muchísimo por construir el París que hoy admiramos, así como los mejores barrios de muchas de las ciudades de Francia. En una réplica mercantil, los hermanos Pereire fundaron el Crédit Mobilier, con una intención muy parecida, pero en el ámbito industrial y comercial. La idea básica de la política económica, pues, era enseñarle al francés que cualquiera podía ser emprendedor en el Imperio; frase que era, básicamente, cierta, y que cambió la suerte de muchas familias francesas. 

De hecho, como sabe cualquiera que se haya estudiado la Historia de la ciudad de París, fue con el Segundo Imperio cuando comenzó la realización del proyecto urbanístico que hoy conocemos. Básicamente abandonada desde el Primer Imperio, la ciudad seguía siendo, en gran parte, una ciudad medieval con sobreproducción de conventos, calles muy estrechas y laberínticas. Una situación que el poder había sufrido claramente durante las jornadas del 48, porque convertía a París en una ciudad donde era muy fácil encastillarse en una red de barricadas.

En parte para evitar este efecto, en parte porque ya era el concepto que había animado el urbanismo (en buena parte nonato) de su tío, Luis Napoleón decidió impulsar una ciudad de grandes avenidas. Encontró Napoleón el mejor aliado para ello en el prefecto de la Gironda, Georges-Eugène Haussmann.

Georges Haussmann aprovechó el hecho de que Napoleón estaba malquisto con el prefecto del Sena, Jean Jacques Berger. Era un renano de origen, hijo de un publicista y nieto de un miembro de la Convención. Napoleón valoró en él que era un tipo duro, que se la sudaba todo, seguro de sí mismo y que odiaba a los parlamentarios y a los periodistas, lo que lo hacía inmune a las críticas. De él se decía que tenía “el aire imprudente del lacayo de un gran señor”. Justo lo que un gran señor como el emperador necesitaba.

El nombramiento de Haussmann como prefecto del Sena abrió un periodo de 16 años de dictadura urbanística total; un tiempo durante el cual Jorge pudo hacer, literalmente, lo que le dio la gana. Hoy en día, su obra se juzga en términos de belleza de la ciudad; pero hay que decir que sus decisiones tuvieron un claro sesgo ideológico. Haussmann y su piqueta entraron a saco en los barrios obreros, haciéndolos desaparecer. Los barrios de San Antonio, de San Martín, de Saint Merri, de Saint Denis, y la propia Cité, fueron el objeto de sus esfuerzos. No fueron los obreros las únicas víctimas. En la gran cruz formada por las coordenadas de la Gare de l'Est, el Observatorio, la barrrière du Trône (debéis situarla en la actual Avenue du Trône, a tiro de lapo de la plaza de la Nación) y el Elíseo, los decretos de Haussmann se llevaron por delante centenares de residencias de gente pudiente, casas en su mayoría oscuras y poco atractivas; para levantar las altas casas burguesas que hoy vemos. El trazado del bulevar Malesherbes acabó con otro pequeño barrio repleto de indignados, el conocido como La Petite Pologne. El Louvre fue “reconectado” con las Tullerías, siguiendo en ello el diseño original de Pierre Lescot, en el siglo XVI. Bajo Haussmann, se construyeron el Hôtel de Dieu, Les Halles o el Palais de l'Industrie. Se elevaron las iglesias de San Agustín o de La Trinidad. Charles Garnier comenzó la construcción de su gran obra: la Ópera de París.

Hay que decir que aquellas reformas no lo fueron sin oposición. La limpieza general de bajos y entorno que practicó Haussmann sobre edificios como Notre-Dame o el Hôtel de Ville, apreciable hoy en día en su diafanidad, pareció sacrilegio para algunos contemporáneos, como Teófilo Gautier, quien protestó por haber convertido París “en Filadelfia o San Petesburgo”, ejemplos para él de ciudades frías que no estaban hechas para la gente (este amanuense debe decir que está un poco con Teo; París es una ciudad muy bonita, pero no es, à mon avis, una ciudad cálida u hospitalaria). Por lo demás, en 1860 París dobló su superficie al absorber su amplia banlieue. En imitación de los londinenses, la ciudad aprovechó que se había quitado la faja para abrir amplios jardines en su interior, de carácter público; un esfuerzo que no debe olvidar el realizado, de la misma magnitud, en la periferia de entonces, en Montsouris, en Buttes-Chaumont (dos parques que, tal vez, no habéis visitado cuando habéis viajado a París; si es el caso, tenéis que ir. Ya). Todo el mundo habla de los bosques de Bolonia y de Vicennes; pero en realidad el esfuerzo fue mayor. En la ciudad, por lo demás, se generalizó la red de gas.

En 1852, por lo demás, Francia tenía unos 3.000 kilómetros de vías de tren, extremadamente atomizadas pues estaban gestionadas por 24 compañías distintas, la mayoría de ellas quebradas. El Imperio racionalizó aquella estructura, creando seis grandes redes ferroviarias que se repartían el país y que recibieron el aval estatal; a partir de ese momento, la construcción de nuevas líneas se disparó. En paralelo, se fue extendiendo la red telegráfica y, lo que es más importante, se abrió a los particulares, pues hasta entonces eran usada en monopolio por las comunicaciones oficiales. Se protegió también la navegación.

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