Uno de los negocios más lucrativos, y al mismo tiempo culturalmente repugnantes, de los últimos cien o doscientos años es, sin duda alguna, eso que damos en llamar los fenómenos extraños. Alrededor de creencias varias, que suelen ejemplificarse con el asunto de los extraterrestres pero tienen otras muchas derivaciones, hay toda una caterva de charlatanes y charlatanas que logran pingües beneficios a base de hacer creer a la gente que están en secretos en realidad inexistentes. Hay un hecho incontrovertible del conocimiento humano que cualquiera que sea aficionado a la Historia conoce bien: casi siempre, un hecho puede ser interpretado de diferentes maneras. Consecuentemente, es perfectamente posible tratar de defender, y difundir, una interpretación sobrenatural de los hechos, en el sentido de que han sido provocados por seres superiores, o visitantes de Orión, o espíritus demoníacos.
Los primeros que se beneficiaron de esta posibilidad han sido, y en parte siguen siendo, los cleros. Los sacerdotes son los primeros que descubren el chollo de convencer a los demás de que la divinidad está detrás de las cosas que pasan y, además, es posible entenderla si se conoce el lenguaje adecuado. Toda nuestra cultura está basada en la creencia ciega en hechos sobrenaturales. Así las cosas, ¿por qué no tendría que surgir el negocio de inventar hechos sobrenaturales, de elaborar explicaciones alambicadas para las cosas, y pillar pasta gansa a base de escribir libros, echar cartas o mirar a las estrellas? Si los arúspices y los sacerdotes fueron los pilladores del pasado, los pilladores del presente son los modernos mistagogos que ya no nos hablan de santerías o de oráculos, sino de seres inteligentes, normalmente de color verde, que viajan a través del universo y tienen tecnologías capaces de esto y de aquello; o de mamofonías varias; o de ouijas pijas. El caso es pillar.
Normalmente, el moderno pillador, el charlatán contemporáneo, el mistagogo de vía estrecha, suele subvertir la ciencia. Pero, también, a veces, subvierte la Historia. Es, sin ir más lejos, lo que ocurre en el caso que vamos a tratar en este post. El caso del nazibudismo, del Dalai Hitler o, si lo preferís, de la relación entre el nacionalsocialismo y el Tibet.
Todo esto parte de un solo hecho cierto: la celebérrima cruz gamada de los nazis alemanes no es, en modo alguno, una invención suya. La cruz gamada se utilizaba en diversas culturas orientales. Hay gente que no necesita más que eso para elaborar una teoría. Estos días leo un libro sobre el nacionalismo vasco (Kerman Ortíz de Zárate: El problema revolucionario vasco. Buenos Aires, Pléyade, 1972), que porta el siguiente sólido argumento,
mutatis mutandis: los vascos tienen una tradición que llaman del Árbol Malato; en Turquía hay un monte que se llama Malato; ergo los vascos descienden de los antiguos sumerios. ¡Moc, moc, y dos huevos duros!
Todo empezó con una mujer. Se llamaba Helena Petrovna Blavatsky, y se la suele citar con sus tres iniciales, HPB. La Blavatskty es uno de los mejores ejemplos, de los que el siglo XIX ya va bien dotado, de jeta industrial parapsicológica. Como suele ocurrir con estos eructitos (quise escribir eruditos pero, coño, los dedos no me dejan; será algo sobrenatural), HPB vivió de cuatro datos que tenía por ahí, fundamentalmente de budismo. A los escritos de HPB no les falta de nada. Lo primero, desde luego, es el misterio inherente a su conocimiento: todo lo que cuenta en sus libros, dice, le fue revelado por un lama en un monasterio tibetano (es lo cierto que ella nunca estuvo en Tibet), y conforma el corpus de un conocimiento secreto. Que se sepa, esta señora nunca explicó por qué un monje tibetano fue precisamente a escoger a una señora europea para contarle lo que no le contaba a nadie.
Las teorías de la Blavatsky están relacionadas con uno de los asuntos que más ha dado de comer, y lo que te rondaré rubia, a todos estos conocedores de la nada: el mito de la Atlántida. Para todas las personas que se hayan acercado seriamente a las culturas antiguas, el hecho de que la Atlántida sea un mito ya les dice todo. Que se hable de la Atlántida no quiere decir que exista, al igual que si se habla del mito de la cueva de Procusto tampoco se está sosteniendo que jamás haya existido un tipo tan cabrón. Pero los eureros hechiceros de la modernidad no se paran en estos detallitos. Para ellos, el mito quiere decir que la Atlántida existió. En abono de este hecho suelen citar el no menos conocido de que la arqueología ha terminado por demostrar que existió la Troya homérica; que no hayan aparecido ni el caballo ni una sola pieza, sea armadura, espada o tal, mucho menos inscripciones, correspondiente con los seres que según Homero estuvieron allí, es algo que ya les interesa menos en su explicación.
Sigamos con la Blavatsky. En aquella supertierra primigenia vivía una raza de seres superiores, que convivían con los dinosarios (o sea, como Richard Attemborough y Michael Crichton). Llegó un momento en que estos superhombres se degradaron (no se explica muy bien cómo) y fueron castigados (no se explica muy bien por quién aunque, como veremos más adelante, quizá fue Harry S. Truman) con la desaparición de su continente. Pero unos pocos sobrevivieron (no se explica muy bien cómo, y cómo fueron capaces de escapar de un demiurgo tan poderoso como para hundir continentes enteros) y se fueron al Tibet, donde sus extraordinarios conocimientos fueron, y son, transmitidos por los lamas. Así como quien no quiere la cosa, HPB había conectado el budismo con el conocimiento semidivino, algo que hay que reconocer que en parte permanece en las mentes de quienes, legos al budismo, lo vemos como algo entre misterioso y dabuten. Supongo que si hiciésemos una encuesta descubriríamos que la immensa mayoría de los no budistas consideran que ser budista es saber cosas que otros no saben (o sea, que con atender un poco en las clases de mates del bachillerato, ya eres budista).
Hay que reconocer, de todas formas, que esas cosas que hacen los budistas de tomar a un niño recién nacido y decir que como el puto niño ha dicho gu-gú en el momento correcto, o se ha mostrado interesado por tal o cual objeto, es que es la reencarnación del obispo de Tarazona, no ayudan, precisamente, a quitarles esas etiquetas.
Casi todo el nazismo está en los libros de la Blavatsky. Esto es: la creencia en una raza superior. La creencia de que esa raza está abotargada y hay que reanimarla (esto es el
Lebensraun hitleriano: tomar lo que Alemania necesita para ser grande y que históricamente no le han dejado tomar). Y la creencia, consecuente, en la existencia de seres humanos de condición inferior, que para la rusa son los chandalas. Hay que reconocer que el hecho de que HPB sostuviese que los tibetanos son esa raza superior no es muy nazi, porque no se conocen, que yo sepa, tibetanos rubios y de ojos azules y, de hecho, si escondiésemos un tibetano entre setecientos oficinistas de Schleswig-Holstein, probablemente no nos tomaría ni minuto y medio encontrarlo.
Las teorías blavatskianas se denoninaron teosofía. Algunos años más tarde, en Centroeuropa dos mistabobos austriacos, Gido List y Adolf Lanz, desarrollan la ariosofía.
List, que se hacía llamar Von List para destacar sus presuntos orígenes nobles; y Lanz, que llegaba más lejos y se hacía llamar Jörg Lanz von Liebefels, adaptaron las teorías teosóficas metiéndole sordina a los argumentos tibetanos para inventar unos orígenes germánicos para la superraza más coherentes con la verdad, aunque no plenamente coherentes. En la ariosofía, la primigenia raza de la hostia proviene de los contactos entre germanos, templarios y vikingos. Es otro leiv motiv de este tipo de chorradas el meter por medio a los templarios, dado que se les supone una secta poderosa con extraños poderes y tal. Lo de los vikingos no tiene pase, seriamente. Pero para darse cuenta de ello, los ariosófobos deberían conocer un poquito más, o mejor digamos un poquito, la historia de los pueblos escandinavos. Y no era el caso. Respecto de los templarios, en Alemania apenas los hubo.
Eso sí, List y Lanz fueron quienes utilizaron por primera vez la cruz gamada.
El seguidor de las teorías de estos dos insanos inventores fue otro austriaco, Adam Glauer, quien se hacía llamar Barón Rudolf von Sebottendorf. Glauer fundó la sociedad Thule, que preconizaba la vinculación de la raza alemana con oscuras razas de superhombres existentes en el tiempo pretérito, que tuvo grandísimo éxito entre los nacionalistas radicales que acabarían alimentando las filas del NSDAP hitleriano.
Thule es una tierra mítica de los griegos, situada al norte de la civilización. Dado que no pocos exploradores contemporáneos han demostrado que nuestros antepasados bien pudieron hacer viajes exitosos a lugares bien remotos, no hay que descartar que algunos griegos de pelo en pecho lograsen en realidad llegar muy muy arriba en el mapa y, consecuentemente, el mito de Thule tenga algún tipo de fondo de verdad basado en esos contactos. Thule es también en lugar norteño y medio mágico donde tiene su reino la reina Sigrid, virginal novia del Capitán Trueno; aunque eso de virginal quizá habría que ponerlo en duda, teniendo en cuenta los sospechosos parecidos entre la propia Sigrid y el arrapiezo Crispín... Los «teóricos» de Thule sostenían que allí en el norte, quizá en Groenlandia, quizá en Islandia, hubo una tierra mágica en la que vivieron los primeros arios, seres perfectos. Si os paráis a pensar, os daréis cuenta de que esa teoría es, en el fondo, de la la Blavatsky, sólo que cambiando Thule por la Atlántida, y los arios por los tibetanos. La bisagra que conecta ambas creencias es la cruz esvástica.
La sociedad Thule fue fundada por Sebottendorff con la idea de usarla para sus imbecilidades mistabobas. No obstante, conforme fue ganando adeptos, éstos fueron dándole al grupo un tono más político, pues lo nuevos miembros no querían discutir tanto la existencia de unos arios primigenios que eran la leche, como luchar contra los no arios, esto es judíos y comunistas (los nazis nunca llegaron a explicar bien eso de que los comunistas nunca fuesen arios, pero lo creían a pies juntillas; por lo demás, para ellos el paradigma del comunista era el eslavo, y el desprecio profundo que sentían hacia esta raza quedó bien claro cuando invadieron la Unión Soviética).
La prueba irrefutable de la relación entre Thule y el NSDAP es que esta sociedad compró en su día un periódico, el
Münchener Beobachter u Observador Muniqués, que finalmente sería convertido en el
Völkischer Beobachter u Observador del Pueblo, que fue el órgano de prensa oficial del partido nazi.
Durante el brevísimo periodo de la República Soviética Bávara, dos decenas de seguidores de la sociedad Thule fueron asesinados, con lo que esta secta tenía, además, mártires.
Con la llegada del III Reich, todas estas idioteces ganaron valor, puesto que dentro del nazismo había conspicuos miembros que creían en ellas. Uno de sus creyentes era Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler al cual la neurona le daba para bastante poco, y que en sus paranoias alucinógenas sobre la grandeza de Alemania echó con frecuencia mano de estas teorías para explicar las idioteces que le nacían en la cabeza. Aunque quizá el máximo creyente fuese Heinrich Himmler. Los testimonios que tenemos de él, por ejemplo los procedentes de su médico personal, nos dibujan a un tipo bastante impresionable, basado ideológicamente en análisis muy sencillitos, y proclive a dejar volar la imaginación. El tipo de imbécil que se cree imbecilidades.
Himmler tuvo una pequeña corte de echadores de cartas, arúspices y hechiceros varios. El más importante de todos fue un tipo que merecería ser objeto de una película: Karl María Willibut, que se hacía llamar Weisthor, o sea, Sabiduría de Thor.
Willibut es el tipo que vuelve la mirada hacia el Tibet. Empapado como está de todas las obras escritas durante el medio siglo anterior sobre la existencia de una raza de superhombres, empeña su vida y sus esfuerzos en encontrar las pruebas de la existencia de esa raza de la hostia y sus vinculaciones con el alemán contemporáneo. Por iniciativa suya, se realizan trabajos arqueológicos en la propia Alemania y en las españolas Islas Canarias, en este caso para buscar restos de la Atlántida (la teoría de que las Canarias son como las montañas de la Atlántida que todavía sobresalen del agua es otra mamonada muy al uso en estos círculos). Para poner todas esas cosas en claro se echó mano, cosa no muy normal, con algo bastante parecido a un investigador serio: Ernst Schäfer, un profesor alemán que, en 1934, había participado en una expedición americana en el sur del Tibet. Schäfer dirigió la expedición que la Alemania nazi dirigió al Tibet en los años 1938 y 1939.
La expedición Schäfer no está exenta de misterio y es oro molido para los mistabobos. Se ha dicho, por ejemplo, que los alemanes llevaron un mensaje secreto de Hitler al Dalai Lama. Considerando que en aquel entonces el Dalai Lama tenía tres años, es posible que el mensaje fuera: «Macalone sin tomate nene no guta», o algo así. Se ha dicho que los alemanes buscaban la tumba de Gengis Khan (esta teoría no explica por qué Gengis Kahn se enterró presuntamente allí). También se ha dicho que, en realidad, la destrucción de la Atlántida se debió a la explosión de una bomba atómica (teoría que no para en el pequeño detalle de que una bomba con kilotones suficientes como para hundir un continente dejaría trazas en el mundo entero) y que los lamas guardan el secreto de dicha bomba atómica, que Hitler quería para sí (y será por eso que no hizo caso de los primeros científicos que sospecharon de la fisión del átomo). Con todo, el gran éxito de la expedición fue el permiso que recibieron de visitar la ciudad de Lhasa, que hasta entonces había sido vedada a los occidentales. Se tomaron un huevo de fotos y se filmaron muchos metros de película. Ese material sí que es interesante de conocer.
Cuando supo que Shäfer había conseguido entrar en Lhasa, Willibut, en Alemania, entró en trance y logró comunicarse con un lama tibetano y un chamán amazónico. No puedo explicaros qué puñetas hacía el jíbaro dando por culo en la conferencia, pero tiene su mérito inventar el
roaming telepático, y es por eso que lo cito. Por lo demás, hay que tener en cuenta que, a pesar del amor de los nazis por el budismo, también los hubo que le tenían gato. Así, el general Ludendorff, muy interesado por estas tonterías y que era un devoto creyente del dios Odín, quien sostuvo en un libro la existencia de una conspiración para dominar el mundo liderada por el Dalai Lama. Quizá el libro de Ludendorff lo leyó ese gran demócrata llamado Mao Zedong, pues, algunos años después de terminada la guerra mundial, entró en Tibet como Pedro por su casa, se apioló al 20% de la población e hizo desaparecer la inmensa mayoría de los templos del país.
Si los tibetanos se creían superhombres, Mao les demostró que se les habían acabado las espinacas. Pero ni aún así se han terminado las chorradas, ni los libros imbéciles, ni las teorías infumables. Ni la gente que las cree.
Y es que creer siempre ha sido mucho más fácil que leer.