En el mundo sajón existe un término que en el habla hispana no ha cuajado: el fellow traveller o, diríamos nosotros, el compañero de viaje.
El compañero de viaje es un intelectual, habitualmente escritor, filósofo, artista o periodista, y se caracteriza por realizar una valoración elevada de todas las ideologías, praxis y regímenes políticos más o menos vinculados al comunismo. Lo hace sin ser propiamente miembro del Partido Comunista ni dirigente político, preservando una independencia que en ocasiones es relevante y en otras, la verdad, es una mandanga. El fellow traveller es, lógicamente, un producto típico del siglo XX, pues es en este siglo en el que se produce la mayor concentración de regímenes comunistas en el mundo, y durante 70 años se alimenta el sueño, si no la convicción, de que el modelo parlamentario liberal capitalista tiene una exitosa alternativa en el régimen de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
El fenómeno de los fellow travellers es una de las realidades ya históricas del siglo pasado que peor ha resistido el paso del tiempo. No pocos de los libros que entonces escribieron estos portavoces del no va más del pensamiento occidental producen hoy reacciones bastante cercanas a las de una noche con Faemino y Cansado. No obstante, aunque hoy puedan ser tomados sus escritos a chirigota a la luz de lo que luego se ha sabido sobre lo que estaba pasando en el mismo momento en el que estos cráneos previlegiados miraban para otro lado y se buscaban argumentos más o menos masturbatorios para dar soporte a sus peripatéticas interpretaciones, es importante entender que el mundo en el que vivían les respetaba y les tenía por expresión de auténticas élites del pensamiento, que estaban muy por encima de los demás. Cualquiera que haya pisado una universidad española antes de, digamos, los años ochenta, sabe lo que le pasaba, por ejemplo, a quien tuviese el atrevimiento de cuestionar, en la cafetería de la facultad, los escritos de Jean Paul Sartre, Gramsci o similar. ¡Ah, los dorados años en los que se podía trincar un polvete citando el Anti-Dühring!
Una de las características más curiosas de los compañeros de viaje es que, con escasísimas excepciones, fueron siempre personas que prescribían para los ciudadanos de la URSS lo que no querían para sí. Muchos de ellos escribieron artículos y dieron discursos en los que recensionaban la envidiable condición de los ciudadanos soviéticos, con su sanidad y educación gratuitas y otras muchas cosas que se destacaban que aquel país por lo visto tan desarrollado; pero rara vez apoyaron con seriedad la idea de que el mismo sistema político llegase a ser aplicado en sus propios países de residencia.
Porque la mayoría de estos comunistas fueron comunistas de salón, adquiere especial importancia el pequeño ramillete de compañeros de viaje que, en estricta coherencia con sus ideas, vivieron en el comunismo. Y porque esta actitud merece un respeto, por extraña e infrecuente, es por lo que merece un recuerdo Ilya Ehrenburg.
Lo cierto es que Ehrenburg pudo vivir donde le diese la gana, pero vivió, más o menos, en la URSS. Y es probable que fuese así por sentir cierta necesidad de ser perdonado. Perdonado por sus orígenes pijos, por ser judío y por haber dado la espalda a la Verdad. Con sólo 15 años, en 1906, es decir un año después del primer ensayo serio de revolución rusa, Ehrenburg se unió a grupos bolcheviques; pero pronto los abandonó. Amante del arte y la estética, lejos de sentir la llamada de la oscura élite comunista, sintió la de Viena, entonces quizá la capital más hermosa de Europa (pocos años después, fascinaría por igual a un dibujante aficionado que se hacía llamar Adolf Hitler), así pues abandonó todo activismo.
La auténtica Revolución Rusa, por lo tanto, pilló a Ehrenburg fuera de Rusia. El rápido éxito de las fuerzas antizaristas lo fascinó y, como decía, en lugar de moverle a escribir libros y artículos teoréticos desde su piso calentado por las brasas del capitalismo, decidió que debía ir allí a poner su grano de arena. Una vez en Rusia, el Ejército Rojo lo rechazó, displicentemente, considerándolo un pijo debilucho que poco podría hacer por ellos. Durante la guerra civil estuvo en Ucrania, donde conoció al director de teatro Meyerhold. Aquél sí que era su terreno, no pegar tiros. Meyerhold valoró en él su experiencia como educador de niños minusválidos (parece un chiste fácil, pero no lo es), así pues le ofreció dirigir los programas de teatro infantil.
No obstante, conforme Ehrenburg se fue dando cuenta de que el ambiente de la Rusia de la guerra civil y los primeros años bolcheviques no era el mejor para un artista, logró hacerse con un pasaporte soviético (el más preciado objeto, nunca conseguido, para millones de ciudadanos en las décadas por venir, y que Ehrenburg consiguió, a lo largo de su vida, casi cada vez que lo quiso) y viajar por Europa. En 1924 se estableció en París, donde desarrolló la típica vida del bohemio artista de aquella década, constantemente enfrentado con los surrealistas, a los que consideraba, literalmente, una panda de maricones. André Breton habría de darle un día una mano de hostias por la calle tras haberse atrevido a publicar tamaña valoración.
Durante aquellos años, la URSS comenzó su operación de limpieza culturo-étnica, por la cual todas las realizaciones artísticas que no casaban en los esquemas decimonónicos del realismo socialista fueron apartadas, cuando no destruidas. Esto afectó de lleno al futurismo, tendencia entonces muy en boga y que Ehrenburg valoraba en gran medida. Él mismo, como escritor, huía de la literatura recta y denotada y prefería los juegos estéticos de algunos escritores del momento, sobre todo estadounidenses. Inevitablemente, el país que admiraba, el régimen que admiraba, le puso la proa.
En 1924, en el estreno de una obra suya en Kiev, adaptación de una novela que Lenin decía haber disfrutado, Ehrenburg fue representado en un cartel cabalgado por un estadounidense que le jaleaba: «¡Más rápido, más rápido, mi corcel burgués!» Este tipo de cosas no hizo sino profundizar su trauma pijo, que es probablemente lo que la propaganda comunista buscaba, así pues en los años treinta hizo un esfuerzo sincero por empaparse de sovietismo haciendo un amplio viaje por el país para comprobar personalmente las maravillas que había hecho Stalin. Fruto de ese viaje, Ehrenburg escribió una novela, El segundo día, destinada a ser su entrada por la puerta grande en el mundo de la literatura del régimen. Pero las formas modernas se estrellaron contra el dique del realismo socialista: los críticos de las publicaciones oficiales (pleonasmo; para entonces, todas las publicaciones eran ya oficiales) se quejaron de que el lector se perdía en una estructura tan compleja, y le tiraron con bala. Por aquellos tiempos, además, la cosa se puso seria: Meyerhold y Eisenstein, entre otros, fueron «condenados» por formalismo, y un escritor inicialmente tan inspirado como Alexei Tolstoy tuvo que hacer pública confesión de sus «desviaciones». Una enciclopedia editada por aquel entonces describía a Ehrenburg como exponente de «la nueva tendencia de la literatura burguesa». Este tipo de cosas, en el estalinismo, quitaban las ganas hasta de salir de la cama.
Para sacudirse este problema, Ehrenburg tiró de su dominio de los idiomas para convertirse en corresponsal de Izvestia, entonces el diario de mayor importancia en la URSS (más que Pravda), empleo que ejercitó en Francia y, como sabemos bien, en España, durante la guerra civil. En nuestro país se portó con gran dedicación y sin desviaciones.
A su regreso a la URSS, Ehrenburg alucinó. En 1934, había participado en el primer Congreso de Escritores Soviéticos. De los 700 participantes en aquellas sesiones, apenas quedaban en la vida legal y conocida 50. El resto habían sido encarcelados, condenados o, simplemente, apenas se sabía dónde estaban. Años después, Ehrenburg confesaría que cuando regresó en 1937 a la redacción del Izvestia, no logró encontrar a una sola persona que estuviese allí antes de su viaje. Así las cosas, probablemente temió por su futuro: en aquel congreso de escritores cuyos asistentes habían sido ya diezmados, él se había levantado para criticar la elaboración de listas negras, y la cuasiobligatoriedad de uso de las formas estéticas decimonónicas.
Volvió a París, pero un día llegó a la ciudad un tipo de bigotes, acompañado de unas cuantas Panzerdivisionen, y le dijo aquello de tú y yo no cabemos en el mismo pueblo, Flanagan. Ehrenburg evacuó la ciudad con el personal diplomático soviético, recaló en Moscú, escribió una novela sobre la caída de la capital francesa y se hizo corresponsal de Estrella Roja, el periódico del ejército ruso. Se aplicó apasionadamente a poner a los nazis a parir, como había hecho en la última parte de su novela sobre París (la que aborda la caída de la ciudad). Sin embargo, un día sonó el teléfono en su apartamento, y Ehrenburg se cagó los pantys: era Stalin en persona. El secretario general del PCUS quería felicitarle por la segunda parte de la novela, y le decía que haría todo lo posible porque se publicase la tercera, a pesar de las críticas a los nazis. Aquello marcó un antes y un después para el escritor. Con el apoyo de Stalin, la novela, por supuesto, se publicó. La popularidad del escritor subió como la espuma, casi por casualidad.
Mimado por el régimen, en 1947 obtuvo sin problemas pasaporte para viajar a Estados Unidos, donde visitó a Albert Einstein, así como al serio candidato a la presidencia de los EEUU más cercano de la Historia al comunismo: Henry Wallace. Para Ehrenburg, entonces, todo formaba parte de una lógica, una lógica de progreso. Sin embargo, estaba a punto de experimentar la capacidad de la URSS, y sobre todo la URSS de Stalin, de dar pasos adelante y atrás.
Cuando, ese mismo año, Ehrenburg regresó a la URSS, se encontró un ambiente en el que todo el mundo hablaba de la inminencia de nuevas purgas y, además, la censura recortaba pasajes de sus novelas. Para él, además, estaba el dato de lo muy jodidas que se estaban poniendo las cosas para los judíos, o «cosmopolitas sin raíces», como les solían apelar en las publicaciones del régimen. Desesperado, logró colocar en Pravda un artículo contra el sionismo en el que negaba la existencia de identificación alguna entre los judíos de distintas nacionalidades. Como no se le quitara el miedo del cuerpo, le escribió una plañidera carta a Stalin. El dictador hizo lo que mejor se le daba cuando quería putear: no contestó. Dado que el 80% de la Historia del estalinismo quedará ignota hasta el día que se inventen radares tempo-neuronales que sean capaces de entrar en el cerebro de este hombre que jamás dejó memorias y escasas anotaciones, no sabemos bien qué pudo pasar para que Stalin, finalmente, decidiese salvar a Ehrenburg en el momento en el que él mismo se sentía ya en la lista de espera del gulag. El caso es que, finalmente, el poder soviético, a través de Malenkov, admitió tibiamente que contra Ehrenburg se habían producido reprobables actuaciones antisemitas, y lo rehabilitó.
La actividad posterior de Ehrenburg nos da una pista sobre por qué Stalin lo salvó. A partir de aquel momento, y a pesar de que en la URSS a sus novelas le seguían cayendo chuzos de punta en los periódicos cada vez que publicaba, se dedicó a viajar por el mundo, asistiendo a las miles de reuniones de los centenares de grupos internacionales, por la paz, por la igualdad, por lo que fuese, que los comunistas crearon en los países del bloque occidental. Es posible, por lo tanto, que su conocimiento de Europa, su prestigio como escritor y su conocimiento de idiomas fuese lo que Stalin decidió utilizar en ese momento, una vez que tenía a Ehrenburg en el punto en el que le gustaba tener a todo el mundo: agarradito por los cojones.
El siguiente movimiento de Stalin para eliminar en su pupilo toda tentación de traicionarlo fue integrarlo en la nomemklatura soviética. Pese a no ser miembro del Partido, Ehrenburg fue elegido en 1950 miembro suplente del Soviet de las Nacionalidades (religiosamente votado por los miembros de un distrito de Riga donde dudo que jamás pusiera un pie); y, un año más tarde, miembro del Soviet Supremo de Rusia, representando a una ciudad que, sólo por casualidad, se llamaba Engels.
Así embebido en el sistema soviético, Ehrenburg logró taparse por arriba con la manta; pero con eso todo lo que logró es quedarse con los pies fríos. Si ahora en Moscú las gentes decían adorarlo (en realidad, sólo lo soportaban porque les era útil), en Occidente perdió rápidamente su vitola de intelectual independiente. Alguien tan poco sospechoso de conservadurismo ideológico como George Orwell lo apeló de «prostituta literaria». A pesar de ello, Ehrenburg siguió alineando sus escritos (ergo alienándolos) con el discurso soviético oficial, con cosas como por ejemplo las críticas a Trotsky, que parecen sacadas de cualquier dossier ministerial sobre la materia.
Para su desgracia, sin embargo, ni siquiera la muerte de Stalin liberó a Ehrenburg de ser un troll frente a la intelligentsia del régimen, que lo odiaba por sus formas literarias modernas que, a su modo de ver, revelaban un temperamento burgués. En 1961, en el XXII Congreso del PCUS, Kochetov le dedicó una andanada cerrada a cuenta de la publicación de los primeros años de sus memorias, acusándole de intentar «desenterrar cuerpos literarios putrefactos». El propio líder soviético, Nikita Khurschev, inició contra él una serie de ataques centrados en su origen judío. Yo tengo por muy probable que la razón de este nuevo cambio fuese la defensa cerrada que Ehrenburg hizo de Boris Pasternak cuando éste cayó en desgracia, así como de Yuli Daniel y
Andrej Sinyavsky con ocasión de su sonado juicio.
Existen indicios de que el último, crepuscular, Ehrenburg, probablemente porque su vejez coincidió con unos años sin purgas y en los que todo ya le daba un poco igual, mejoró su nivel de crítica sobre el régimen soviético. A su amigo Alexander Werth le confesó: «El problema es que en la URSS sólo tenemos un partido; esto hace que todo el mundo entre en él, incluso fascistas como Shokolov». Tarde piaches, meu rei…
Rara avis hasta el tiempo de descuento, paradójicamente Ehrenburg terminó sus días en la URSS siendo lo que había sido antes que la URSS existiese, eso mismo de lo que siempre había huído: un pijo. En un país donde la gente se hacinaba en apartamentos baratos donde a veces las ratas sacaban la cabeza por el hueco del excusado, Ehrenburg vivía en un piso en la calle Gorky, rodeado por regalos hechos por Chagall, Modigliani o Matisse, unos cuantos Picassos… En la mesa del almuerzo solía tener vino de Chablis y auténticos Gauloises; lujos asiáticos para cualquiera de sus compatriotas.
Ilya Ehrenburg representa, para mi gusto, el triste destino de un intelectual procomunista que decidió ser, además, intelectual soviético. Esto lo hace, a mi modo de ver, bastante más respetable que la patulea de nombres y hombres que perpetraron sus manifiestos, llamadas y valoraciones filosóficas desde sus calientes villas capitalistas. Precisamente por eso, su vida es, también, la triste comprobación de que el régimen soviético, lejos de contar con una intelectualidad para ser su apoyo, en realidad repugnaba de los intelectuales; y si les permitió vivir, como le ocurrió a Ehrenburg, es por los réditos que le suponía dicha supervivencia.
Todo lo que hizo Ehrenburg durante toda su vida fue buscar una naturalización proletaria que nunca llegó, y adaptarse. Adaptarse, en cada momento, al discurso estalinista, al de la desestalinización, al discurso pronazi, al antinazi; a todos y cada uno de los bandazos que daba el Partido; y eso con la única obsesión de salvar el cuello. Pero tuvo decenas, si no centenares o miles, de oportunidades de hacer lo que otros hicieron, es decir salir algún día de su residencia en París, en Viena, en Roma, en Nueva York, cruzar una calle, entrar en una embajada y decir: soy un perseguido político, y reclamo asilo. Y lo habría conseguido; siendo quien era, vaya si lo habría conseguido.
Porque no lo hizo, Ilya Ehrenburg es un buen exponente de otro fenómeno importantísimo del siglo XX, que es el del intelectual que, a pesar de ser íntimamente consciente de que lo que apoya no es la panacea; a pesar de saber que aquéllos a quienes apela de vanguardia del progresismo mundial mienten, putean, encarcelan, purgan, torturan, matan de hambre, aún sigue apoyándolos, reo de la convicción de que no hay otro camino. Afortunadamente para él, Ilya Ehrenburg no vivió para ver caer el Muro de Berlín y comprobar que, contra lo que él pensaba, detrás no había otro muro.
Pocos siglos hay en la Historia de la Humanidad más masturbatorios que el XX.