No es éste el momento de señalar las grandes deficiencias de nuestra enseñanza universitaria. Pero sí puedo lamentarme del estado de confusión o de atraso en que nuestros institutos y nuestros colegios dejan a la juventud española, que entra en la vida científica y literaria, o simplemente en el trato social que implica cierta cultura, desprovista de aquellos supuestos necesarios para el desarrollo de sus facultades y la apropiación de sus aptitudes. Así se observa el deplorable desconocimiento en que vive una parte de nuestro público de datos, conceptos, teorías y antecedentes a que se hace referencia incluso en la conversación diaria, y no digo ya en los centros de superior ilustración, en los círculos políticos, en la polémica periodística y en las altas esferas del Gobierno, la legislación y la cultura.
Rafael María de Labra. Conferencias de El Fomento de las Artes. Madrid, J. Góngora y Álvarez, editor. 1889.
Por lo que he podido leer, uno de los temas que anda por ahí rulando por el mundo mundial (español, claro está) es la opinión del denostado ministro de Educación, José Ignacio Wert, en el sentido de que habría que sacarse un seis y medio de nota para poder optar a becas en la universidad. Las redes han reaccionado inmediatamente difundiendo, que yo haya visto, sendas fotocopias de los libros de notas de José María Aznar y Mariano Rajoy (aunque, en el caso de Aznar, la fotocopia que se adjunta se refiere únicamente a su nota de francés), con calificaciones que claramente no pasarían ese corte.
Esto último debo confesar que no lo entiendo. Tanto Rajoy como, sobre todo, Aznar, fueron niños
wealthy, inscritos por lo tanto en familias que tenían recursos económicos no digamos que sobrados, pero sí, cuando menos, holgados. ¿Quiere decir, entonces, la fotocopia: que deberían haber recibido una beca para entrar en la universidad? Tal y como yo lo entiendo, en familias como la de Aznar o Rajoy, la decisión de entrar en la universidad o dedicarse a otra cosa debería competir únicamente al educando y a sus padres, que lo van a pagar.
El fondo de la cuestión, sin embargo, es otro. El fondo de la cuestión es ver una tentativa de
numerus clausus como una forma de discriminación. Entre los muchos amigos que tengo y que están en contra de la idea expresada por Wert, cuando menos de momento el argumento que me exhiben viene a ser siempre el mismo: la educación es un derecho, y colocar un listón por encima del aprobado puro y duro (cinco sobre diez) es coartar ese derecho.
La primera pregunta es: ¿por qué por encima del aprobado? Mis interlocutores tienen muy interiorizado, como yo, el hecho de que para aprobar hay que sacar un cinco sobre diez. Es, además, una frontera intuitiva (la mitad). Pero no por eso deja de ser un límite totalmente arbitrario. Se aprueba cuando se demuestra un conocimiento de la mitad de la materia, pero, ¿por qué no se podría aprobar demostrando, digamos, un tercio? O un 10%. Aquí, de lo que se trata, es de fijar un límite que, de alguna manera, nos diga que el alumno se ha convertido en una persona suficientemente experta en una materia como para que el Estado le pueda extender un papelito que diga que todo aquél que necesite un experto en dicha materia, por la razón que sea, puede confiar en él, o ella. Y una beca no es sino una ayuda pública que se le concede a alguien para que pueda obtener esa certificación. Ayuda que se le puede conceder porque se tienen indicios racionales de que va a ser capaz de obtenerla con aprovechamiento; o, simplemente, se le puede conceder porque sí.
En todo caso, al fin y a la postre, ¿por qué saberse la mitad de la materia concede esa vitola de
expertise? ¿Por qué no, repito, un tercio, o la cuarta parte, o la quinta? ¿Nos sentiríamos seguros en las manos de un médico que ha demostrado conocer un tercio de las cosas que nos pueden estar pasando? Parece que la respuesta más lógica es: no. Pero, una vez contestada esta pregunta, surge otra: ¿y si lo que sabe es
la mitad de las cosas que nos pueden estar pasando?
Esta pregunta nos lleva, a mi modo de ver, a un desarrollo: la educación puede ser concebida como un derecho; pero, aunque así sea pensada, es mucho más. La educación es el cimiento sobre el cual se asienta la competitividad de una sociedad y de una economía. Es el elemento que garantiza que el médico va a dar con la verdadera dolencia que se esconde tras nuestros extraños síntomas; o el piloto que de repente va y se posa sobre un río; o el policía científico que encuentra la abstrusa prueba definitiva que mete al asesino en la cárcel. La educación es un proceso cuyo objetivo (otra cosa es que lo consiga) es garantizarnos que cuando haga falta que alguien haga lo que tiene que hacer, sepa que lo tiene que hacer, y sepa hacerlo.
Digo esto porque el debate sobre la discriminación en la educación tiende, a mi modo de ver, a confundirse muy a menudo con el egalitarismo. De hecho, en mi opinión, esto es exactamente lo que ha pasado en España durante el último cuarto de siglo. La educación no debe, o no debería ser, discriminatoria, en el sentido de que quien quiera
y pueda utilizarla no sea apartado de la carrera por un quítame allá esa
tuition. El egalitarismo es lo mismo, sólo que elimina las palabras «y pueda».
El egalitarismo entiende que todo aquél que desee la educación (me refiero, obviamente a la voluntaria; la obligatoria, por definición, no hay posibilidad de no desearla) debe tener acceso a la misma. Y, consecuentemente, bloquearle dicho acceso es coartarle un derecho. Se lo discrimina, decimos; aunque, en realidad, ya digo que lo que estamos diciendo es que se rompe el egalitarismo de la educación española y, en general, de muchos países occidentales desde Mayo del 68, que es el padre esencial de todas estas teorías.
La primera consecuencia de este orden de cosas, a mi modo de ver, es que impide la planificación seria de la educación. Realizar planes a largo plazo para una facultad se convierte en una labor imposible. Porque planificar a largo plazo supone estudiar la calidad y cantidad del pastel educativo que se va a entregar a los alumnos; pero como se desconoce el número de alumnos que se va a tener (este guarismo depende de ellos; depende de cuántos de ellos deseen entrar en esa facultad), nunca podremos estimar el dato que es realmente relevante, esto es el tamaño
global de pastel que vamos a tener que conseguir... Sí, ya sé que las facultades tienen
numerus clausus. Hasta el día que la sociedad, o más bien parte de sus representantes, decidan, en aras del egalitarismo, que dicho
numerus clausus deja fuera a demasiada gente. Ese día, el nivel de poder o autonomía de la universidad para poner pies en pared, y colocarse como Gandalf a la puerta de la facultad gritando «¡No puedes pasaaaar!», es nulo. Cero. Patatero.
El primer juego de ordenador que me fascinó se llamaba
Dictator. Se jugaba en aquel Sinclair perralleiro y era una especie de sencillo juego de rol en el que tú eras el dictador de una república bananera y tenías que tomar decisiones para mantenerte en el poder. Era un juego genial porque, a pesar de su sencillez, te enseñaba muy rápidamente un principio que hoy está ausente del sentir de las sociedades modernas: casi todas las decisiones que puede tomar una sociedad (porque, teóricamente, las decisiones de los gobiernos las toman las sociedades), si no todas, tienen pros, pero también tienen contras. Son mantas pequeñas. Taparse los pies, casi siempre, supone dejarse la cabeza fría, y viceversa.
La marea verde de la calle opera como si este principio no existiese; en términos generales, todo aquel que reivindica lo hace tiñendo su reivindicación de un tinte de perfección absoluta: lo que él pide es posible conseguirlo sin, por decirlo mal y pronto, joder a nadie. La marea verde reclama más gasto en educación, sin añadir a su discurso dos elementos: el primero, la justificación de que mayor gasto vaya a suponer mejor educación (cosa que yo no tengo tan clara: un ordenador por alumno ni de coña quiere decir un alumnado ducho en informática); el segundo, que ese mayor gasto tendrá que salir de algún sitio y, como la educación es una cosa muy seria, cuando se echan cuentas se ve que con quitarle la subvención a la Iglesia, poner un impuesto a las grandes fortunas y vender los coches oficiales (los tres grandes mantras presupuestarios de la modernidad) tal vez no llegue. Especialmente si, acto seguido de ponerse uno la camiseta verde, va y se pone la bata blanca (más gasto sanitario), coge la pancarta de la I+D (más gasto para la investigación), aplaude a rabiar a los manifestantes que llegan del norte (más dinero para subvencionar el carbón), se indigna porque España va a convertirse en un páramo cultural (más dinero para el cine), y...
Lo mismo que pasa con el principio atractor de la educación moderna, que es el gasto presupuestario (todo debate sobre la educación tiende a este argumento; y los debates, los haga quien los haga, acaban pareciéndose enormemente unos a otros, convirtiéndose en debates fractales), pasa con el temita éste de las becas, los méritos, y el reparto de las ayudas. El problema no es que la sociedad española esté tomando una opción, porque ésa es su obligación. El problema es que, tal vez, no lo sabe.
La opción es clara: utilizar el sistema educativo como elemento redistributivo que haga que la sociedad tienda a la igualdad. El ejemplo a seguir son los sistemas educativos escandinavos, que son tremendamente igualitarios, nos dicen los pedagogos. Pedagogos que, como no suelen saber demasiado de otros temas, olvidan que la igualdad social de los países escandinavos se apoya y nace de otras cosas, notablemente de su concepción del gasto social, que es bastante distinta a la nuestra (por decirlo mal y pronto: en Suecia
jamás se aprobaría un programa del estilo del Plan de Empleo Rural); y que, asimismo, es hija de un espíritu colectivo de sostenimiento del Estado que está bastante lejos de las prácticas del español medio (ojo: he escrito
medio, no
rico), que está buscando constantemente la forma de hacer la pirula y pagar sin IVA. O no pagar en lo absoluto (gentes que ganan 2.000 euros al mes y se bajan de internet
toda la música que escuchan y
todas las series y películas que ven). Para alcanzar la perfección finlandesa hace falta más que estrategas en la calle de Alcalá diseñando una ley orgánica de educación. Mucho, mucho más.
Con este concepto redistributivo, la educación
tiene que fabricar cohortes de españoles que
tengan las mismas oportunidades. Lo cual supone tratar de forma igual a los desiguales, porque no todo el mundo
se busca las mismas oportunidades; los que estudian más, se buscan más; pero, dentro de este sistema, tienen sustancialmente las mismas. El sistema de becas tiene que garantizar que todo el mundo que quiera estudiar, se esfuerce lo que se esfuerce, lo pueda hacer. Porque si el concepto que tiene el becario de estudiar es sacar cincos, esto es algo que el sistema de becas, por así decirlo, tiene que respetar.
Como opción, ya digo, es completamente factible y respetable. Lo que a mí me inquieta son dos cosas.
La primera es que este tema no se explique en toda su extensión. En España, de tres décadas para acá, no hay un debate educativo. Hay un sistema educativo egalitario encastillado que resiste numantinamente los ataques de cualquier otro modelo que se proponga; modelo que, además, y ésta es la segunda cosa que me inquieta, es tratado de modelo alienígena, exterior, extraño al sistema y a sus objetivos, pecaminoso.
Los pensamientos únicos no son nunca buenos. Y surgen siempre de la misma realidad: la ausencia de debate. El debate educativo español se basa en convencer a la gente de que no hay debate. De que
aprés l'egalitarisme, le Deluge. Se basa en convencer a la gente de que pedir un seis y medio para conseguir una ayuda de los impuestos de todos para poder acceder a la enseñanza universitaria es colocarse extramuros del sistema educativo, hacer algo raro, al servicio de intereses espurios; algo que sólo va a servir para intensificar la desigualdad social española. Y, sin embargo, con el sistema actual de becas, que si Wert habla del seis y medio será, digo yo, porque las concede con cincos, hay 30.000 pollos que tienen que dejar la universidad porque no pueden pagar las matrículas. Con sólo suponer que el 5% de ellos sean buenos estudiantes, ya tenemos 1.500 españolitos que estudian, que se esfuerzan, que vienen de casas de pela corta; pero que, como el sistema de becas tiene que llegar también para sus compañeros de pupitre que se tocan los huevos en cuanto pasan del cinco, se tienen que ir a la puta calle, a hacer el curso CEAC de auxiliar de enfermería. Toma ya igualdad de oportunidades.
Yo pienso que es exactamente al revés; que el egalitarismo a quien beneficia es a quien puede pagarse una educación elitista, y jode al que podría haberse convertido en un ingeniero de puta madre estudiando en una universidad pública. Pero ése no es el tema. El tema es: ¿verdaderamente se fomenta una discusión de este asunto? ¿Verdaderamente hemos sopesado los pros y los contras? ¿Hay un plan sobre qué tipo de español formado necesitaremos en el año 2050? ¿Se ha ajustado la planificación de becas a dicho plan?
Y lo realmente importante, ya lo he dicho, es que aquí se ha producido una opción de la que yo creo que la mayoría de la sociedad no es consciente; no digo que no fuese la decisión de esa misma sociedad si fuese informada; digo que no se le ha informado.
La actual política educativa en España lleva ya décadas practicándose, por mucho que se haya ido cambiando o matizando mediante leyes. Esto quiere decir que ya está en condiciones de empezar a mostrar sus resultados. Hay uno que me parece especialmente importante, y que se puede leer en el reciente
informe de la OCDE sobre la educación en España que ha sido presentado en nuestros lares.
La OCDE realiza un cálculo interesante del nivel de retorno que tienen los sistemas educativos: esto es: en qué medida el estudiante (dividido en dos: hasta la universidad, y universitario o FP Superior) realiza un retorno a la sociedad, entiendo que mediante el dinero que gana y que se convierte en declaraciones de impuestos, consumo, etc. El informe, así, calcula el valor actual neto de ese retorno, utilizando tres países (Estados Unidos, Alemania y Finlandia) como
benchmark. He recolocado (que no reelaborado) los datos en el siguiente gráfico (el valor de los retornos está calculado en dólares USA), añadiendo (línea verde) la diferencia porcentual existente entre el retorno de los estudiantes hasta bachillerato, y de universidad (para los que se lean el informe: gráfico 2.12, página 28).
El gráfico demuestra, creo yo, que el sistema educativo español
ya ha conseguido su objetivo fundamental: la igualdad social. Los retornos de los estudiantes hasta la universidad son básicamente los mismos que los retornos de los estudiantes universitarios; algo que no pasa en ninguno de los otros tres países, donde al universitario le cabe esperar, por así decirlo, una vida mucho más rentable que al no universitario. Incluso en la muy egalitaria Finlandia, de cuyo sistema educativo todos nos hacemos lenguas, pasar a la universidad supone generar un retorno (que yo entiendo como expectativa de beneficio personal) que dobla el esperado en el caso de no entrar en ella.
Citemos el propio informe: «En España, las ganancias absolutas, tanto públicas como privadas, de un hombre con estudios terciarios alcanzan 145.762$. Un titulado en segunda etapa de Educación
Secundaria o postsecundaria no Terciaria obtiene 124.251$». El incentivo económico de ir a la universidad, pues, son unos 20.000 dólares en términos de VAN. Incentivos que son mucho mayores en los países que se comparan.
España, por lo tanto,
ya ha tomado una decisión. Su decisión ha sido construirse como un país donde las personas con educación secundaria son relativamente más prósperas que en otros países de su entorno, a costa de que las personas con educación universitaria sean relativamente más pobres que dicho entorno, conformando de esta forma una sociedad en la que la diferencia entre ir o no ir a la universidad es, realmente, muy pequeña (respecto, obviamente, de quedarse a las puertas, no de ser un analfabeto).
Es a la luz de estas cifras que cuando menos yo empiezo a comprender el debate del cinco raspado. No se trata tanto, a mi modo de ver, de que la persona que saca un cinco se merezca,
per se, ser becada. Se trata de que esa oferta de becas es coherente con una estrategia que se basa en una universidad capaz de absorber en su seno a todo aquel que
desee estar en ella, aunque llevando a cabo dicho deseo la universidad se masifique y genere este efecto que denuncia el gráfico, y es que licenciarse en una facultad española no supone tener expectativas de acceder a puestos súper-remunerados. Resulta paradójico comprobar que en España haya tanta
titulitis, cuando resulta que el título apenas te mejora el nivel de vida un mísero 17%. Y, además, no se comprende que, por una parte, se defienda el actual modelo universitario y, acto seguido, se elaboren discursos críticos sobre la larga travesía en el desierto becario que han de pasar los licenciados, cobrando sueldos de hambre por hacer su trabajo y, en general, el bajo nivel salarial español. Una cosa está ligada a la otra; si se compra una, se compran las dos.
Y, como digo, como estrategia no es deleznable. Es una más. Pero yo me sigo preguntando si, verdaderamente, los ciudadanos españoles, y muy especialmente los que son padres,
saben que esto es lo que están apoyando.