La peor situación que se le puede presentar a un país es aquélla en la que quienes lo gobiernan deciden traicionarlo. Y esto fue lo que pasó en España con Carlos IV y su preferido, Manuel Godoy. Aunque el hijo de Carlos IV, el también nefando Fernando VII, es formalmente el último rey absolutista de España (es decir, el último rey que reina con un poder total, absoluto y responsable tan sólo ante Dios y ante la Historia), Carlos IV es, en realidad, quien ostenta esa calidad, pues Fernando, aunque fue rey absoluto, lo fue ya a base de ejercer una gravísima represión sobre la sociedad española para acallar sus demandas de libertad y de soberanía.
Carlos IV fue, pues, el último rey español que se sintió con capacidad como para hacer su real gana sin darle cuentas absolutamente a nadie, menos aún al pueblo español. Lo podéis visitar en el museo del Prado, donde está colgado el magistral cuadro que Goya pintó de este hombre y de su familia. A mí, La familia de Carlos IV siempre me ha parecido un excelente retrato de anormales. Gordo, pánfilo y sobrado, nos mira Carlos IV, haciendo una especie de pose de modelo de miss España, junto a su mujer, la reina, quien lo más probable es que esa misma noche se la pegue con otro, o sea Godoy.
Manuel Godoy era natural de Castuera, Badajoz, donde nació en 1767. Dado que sus padres eran hidalgos de no demasiados posibles, decidió hacer carrera como su hermano mayor, que se había alistado en la Guardia de Corps. Un día, dentro de sus atribuciones es encargado de escoltar a los príncipes de Asturias, es decir al futuro Carlos IV y a su mujer, la princesa María Luisa. A la mujer le cae en gracia este George Clooney del país, impecablemente vestido con un uniforme de gala, que cabalga junto a la calesa real. Desde 1788, que muere Carlos III, Godoy no hace ya más que subir, hasta el punto de que, con sólo 25 años, es nombrado teniente general de los ejércitos españoles.
¿Quién manda en España tras la muerte de Carlos III? Su hijo es un Borbón a la vieja usanza, y gustaba de irse de caza por los montes de El Pardo, actividad por la que era capaz de abandonar, y abandonaba, la más crucial y necesaria de las labores de Estado. En realidad, quien manda es ella. Bueno, España tiene algo parecido a un primer ministro, Floridablanca, brillante político de los tiempos pasados. Carlos IV lo mantiene al frente de la nave pero muy pronto, no más tarde de 1792, María Luisa ha decidido que el jefe del cotarro debe de ser Godoy. En consecuencia, haciendo uso de su poder efectivo, pues Carlitos pasa de todo, se dedica a bloquear las acciones de Floridablanca y a malmeter contra él. La política también tiene algo que ver en todo el asunto. Francia ya ha reparado en la debilidad de España y ha resuelto dominarla; qué mejor que dividir para ello. Así, el embajador de Francia, María Luisa, el conde de Aranda, rival político de Floridablanca, y el infame Godoy formarán la coalición de altos vuelos montada contra el ministro.
Con subterfugios y otras artes, la banda de los cuatro consigue meter dentro de Carlos IV una idea: Floridablanca ha trincado en las obras del canal de Aragón. Una vez que se cree la acusación de corrupción, el rey no puede sino deponer a Floridablanca y meterlo en la cárcel. Durante un año, Godoy, que podía ser tonto pero no gilipollas y, por lo tanto, se da cuenta de que las cosas tienen que llevar su tiempo, el primer ministro será el conde de Aranda, un multimillonario metido en política que había sido represaliado en los tiempos de Carlos III y Floridablanca, hasta el punto de tener que irse a París, y que se consideraba con derecho a ser el mandamás de España. Según todas las trazas, el tándem María Luisa-Godoy le dan el gusto, durante un año más o menos, hasta darle el piro.
Godoy tiene 26 años cuando es nombrado primer ministro. Es ya mariscal de campo, gentilhombre de su Majestad, sargento mayor de la Guardia de Corps, Caballero de la Gran Cruz de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso en la orden de Santiago, es duque de Alcudia con grandeza de España y miembro del Consejo de Estado. A los dos días de nombrado primer ministro, es reconocido con el Toisón de Oro.
Aquello era tan descarado que las gentes pasaron de la murmuración al cachondeo. En las calles de Madrid se hizo famosa una coplilla tan, tan famosa que a pesar de que entonces no había IPod, cuando menos la letra nos la llegado.
¿Quién está cuando no estoy?
¡Godoy!
¿Quién llega cuando me voy?
¡Godoy!
¿A quién más cargos le doy?
¡A Godoy!
¿Quién manda en España hoy?
¡Mi esposa!
¿Y quién manda a mi esposa?
¡Godoy!
¡Que tiene gracia la cosa!
Pues sólo de nombre soy
el rey, que lo es Godoy.
Esto podría no haber pasado de ser un episodio de corrupción y favoritismo más. Pero la Historia tenía reservados grandes cambios para aquellos años. Conforme ascendía Godoy, evolucionaban las cosas en Francia, país que para entonces ya había decapitado a su rey y, poco a poco, entronizaba a un nuevo emperador que soñaba con dominar Europa entera. Y aquí es donde el Borbón se da de bruces con su destino.
La actitud de Carlos IV y de su hijo hacia Napoleón Bonaparte no puede ser más pastueña ni entreguista. Desde el primer momento, Carlos IV agasajó a su vecino francés, hasta el punto de hacerle el regalo de 16 alazanes de pura raza española que costaron un pastón; y, por supuesto, regalarle España.
El 27 de octubre de 1807, España y Francia, o mejor deberíamos decir los borbones y Napoleón, firmaron un acuerdo en Fontainebleau por el cual ambos se comprometían a invadir Portugal, que se dividiría en tres: Lusitania del Norte, que sería para los reyes de Etruria; Portugal Central, entre el Duero y el Tajo, que se pretendía cambiar a Inglaterra por Gibraltar; y el reino de Los Algarves, donde reinaría… ¡Godoy!
En otras palabras: a cambio de implicar a España en una más que dudosa guerra (de hecho, finalmente se perdió) con la aportación de nada menos que 28.000 soldados, Carlos IV obtenía bien poco (Napoleón le prometió mantenerle sus posesiones de ultramar, todas ellas a punto de alzarse en armas para independizarse) y Godoy una corona. El francés, por lo tanto, aprovechó como nadie el retraso mental y el absoluto desprecio por sus súbditos del rey Borbón, y la ambición sin límites del sargentito que se tiraba a su señora (aunque estaba enamorado de otra, Pepita Tudó, con la que se había casado en secreto).
De hecho, Napoleón vio las cosas tan hechas que cometió el error que está en el origen de los sucesos del 2 de mayo: adelantarse a los hechos. Antes de que el tratado de Fontainebleau hubiera podido conocerse ampliamente en España, entró con sus tropas en el país como Pedro por su casa. Y es que era su casa. Carlangas se la había cedido. En febrero de 1808, las tropas francesas mandaban en Pamplona, en Barcelona, en San Sebastián.
La marea francesa se hacía con España. ¿Qué hacía el rey español? Regalarle caballos al invasor y, eso sí, desplazar la Corte, o sea su augusto cuello, más al sur conforme avanzaban los gabachos. De Madrid se fue a Aranjuez y desde allí planeó, según algunos testimonios, pirarse hacia Andalucía para, en un momento dado, salir por Cádiz camino de Inglaterra si las cosas se ponían feas; él, claro. Él, su señora, los niñitos y Godoy. A los españoles, literalmente, que les fuesen dando.
En Aranjuez el 17 de marzo de 1808 se podría decir que, en expresión de Churchill, giraron los goznes de la Historia. Ya sé que la fama se la lleva el 2 de mayo, con razón. Pero el motín de Aranjuez puede considerarse, de alguna forma, más importante. En Aranjuez, aquel crucial año de 1808, el personal dijo: Ah, no, tú no te vas. Te quedas con nosotros a defendernos, porque eres nuestro rey, el rey es España, y España no se rinde. Eso y lo de Godoy, claro. Porque las turbas que llegaron al pequeño pueblo madrileño lo primero que hicieron fue saquear la casa de Godoy y ponerlo en tales peligros que de allí tuvieron que sacarlo a hostias una compañía de caballería, porque lo mataban. El rey lo desposeyó de los cargos; detalle que viene a demostrar que incluso en el fondo de las mentes más imbéciles bulle la tenue luz de la inteligencia.
El motín de Aranjuez es la primera vez que el pueblo español se da cuenta de que la fuerza es suya, de que la soberanía es suya, y de que los tiempos de los reyecitos mandones se han ido a la mierda.
Claro que eso lo hicieron creyendo en la alternativa del hijo del cabrón, o sea Fernando. Pronto aprenderían que el hijo de un cabrón puede ser bastante más cabrón que su padre.