jueves, junio 21, 2007

Godoy

La Historia de España ha tenido momentos buenos y momentos malos, y la han hecho hombres buenos y otros deplorables. En términos generales, sin embargo, es posible decir que no pocas veces viene a cumplirse una especie de compensación, mediante la cual la presencia de gentes infectas también se combina con la de otras personas con altas miras y sentimientos, con lo que el resultado final no es ni catastrófico ni exuberante. Lamentablemente hay, sin embargo, no pocos periodos en la Historia de España en los que la mierda se junta sin concurso de bien alguno. Y de todos esos momentos, tal vez, es una opinión personal, los últimos años del siglo XVIII fueron los peores.

La peor situación que se le puede presentar a un país es aquélla en la que quienes lo gobiernan deciden traicionarlo. Y esto fue lo que pasó en España con Carlos IV y su preferido, Manuel Godoy. Aunque el hijo de Carlos IV, el también nefando Fernando VII, es formalmente el último rey absolutista de España (es decir, el último rey que reina con un poder total, absoluto y responsable tan sólo ante Dios y ante la Historia), Carlos IV es, en realidad, quien ostenta esa calidad, pues Fernando, aunque fue rey absoluto, lo fue ya a base de ejercer una gravísima represión sobre la sociedad española para acallar sus demandas de libertad y de soberanía.
Carlos IV fue, pues, el último rey español que se sintió con capacidad como para hacer su real gana sin darle cuentas absolutamente a nadie, menos aún al pueblo español. Lo podéis visitar en el museo del Prado, donde está colgado el magistral cuadro que Goya pintó de este hombre y de su familia. A mí, La familia de Carlos IV siempre me ha parecido un excelente retrato de anormales. Gordo, pánfilo y sobrado, nos mira Carlos IV, haciendo una especie de pose de modelo de miss España, junto a su mujer, la reina, quien lo más probable es que esa misma noche se la pegue con otro, o sea Godoy.

Manuel Godoy era natural de Castuera, Badajoz, donde nació en 1767. Dado que sus padres eran hidalgos de no demasiados posibles, decidió hacer carrera como su hermano mayor, que se había alistado en la Guardia de Corps. Un día, dentro de sus atribuciones es encargado de escoltar a los príncipes de Asturias, es decir al futuro Carlos IV y a su mujer, la princesa María Luisa. A la mujer le cae en gracia este George Clooney del país, impecablemente vestido con un uniforme de gala, que cabalga junto a la calesa real. Desde 1788, que muere Carlos III, Godoy no hace ya más que subir, hasta el punto de que, con sólo 25 años, es nombrado teniente general de los ejércitos españoles.

¿Quién manda en España tras la muerte de Carlos III? Su hijo es un Borbón a la vieja usanza, y gustaba de irse de caza por los montes de El Pardo, actividad por la que era capaz de abandonar, y abandonaba, la más crucial y necesaria de las labores de Estado. En realidad, quien manda es ella. Bueno, España tiene algo parecido a un primer ministro, Floridablanca, brillante político de los tiempos pasados. Carlos IV lo mantiene al frente de la nave pero muy pronto, no más tarde de 1792, María Luisa ha decidido que el jefe del cotarro debe de ser Godoy. En consecuencia, haciendo uso de su poder efectivo, pues Carlitos pasa de todo, se dedica a bloquear las acciones de Floridablanca y a malmeter contra él. La política también tiene algo que ver en todo el asunto. Francia ya ha reparado en la debilidad de España y ha resuelto dominarla; qué mejor que dividir para ello. Así, el embajador de Francia, María Luisa, el conde de Aranda, rival político de Floridablanca, y el infame Godoy formarán la coalición de altos vuelos montada contra el ministro.

Con subterfugios y otras artes, la banda de los cuatro consigue meter dentro de Carlos IV una idea: Floridablanca ha trincado en las obras del canal de Aragón. Una vez que se cree la acusación de corrupción, el rey no puede sino deponer a Floridablanca y meterlo en la cárcel. Durante un año, Godoy, que podía ser tonto pero no gilipollas y, por lo tanto, se da cuenta de que las cosas tienen que llevar su tiempo, el primer ministro será el conde de Aranda, un multimillonario metido en política que había sido represaliado en los tiempos de Carlos III y Floridablanca, hasta el punto de tener que irse a París, y que se consideraba con derecho a ser el mandamás de España. Según todas las trazas, el tándem María Luisa-Godoy le dan el gusto, durante un año más o menos, hasta darle el piro.

Godoy tiene 26 años cuando es nombrado primer ministro. Es ya mariscal de campo, gentilhombre de su Majestad, sargento mayor de la Guardia de Corps, Caballero de la Gran Cruz de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso en la orden de Santiago, es duque de Alcudia con grandeza de España y miembro del Consejo de Estado. A los dos días de nombrado primer ministro, es reconocido con el Toisón de Oro.

Aquello era tan descarado que las gentes pasaron de la murmuración al cachondeo. En las calles de Madrid se hizo famosa una coplilla tan, tan famosa que a pesar de que entonces no había IPod, cuando menos la letra nos la llegado.

¿Quién está cuando no estoy?
¡Godoy!
¿Quién llega cuando me voy?
¡Godoy!
¿A quién más cargos le doy?
¡A Godoy!
¿Quién manda en España hoy?
¡Mi esposa!
¿Y quién manda a mi esposa?
¡Godoy!
¡Que tiene gracia la cosa!
Pues sólo de nombre soy
el rey, que lo es Godoy.


Esto podría no haber pasado de ser un episodio de corrupción y favoritismo más. Pero la Historia tenía reservados grandes cambios para aquellos años. Conforme ascendía Godoy, evolucionaban las cosas en Francia, país que para entonces ya había decapitado a su rey y, poco a poco, entronizaba a un nuevo emperador que soñaba con dominar Europa entera. Y aquí es donde el Borbón se da de bruces con su destino.

La actitud de Carlos IV y de su hijo hacia Napoleón Bonaparte no puede ser más pastueña ni entreguista. Desde el primer momento, Carlos IV agasajó a su vecino francés, hasta el punto de hacerle el regalo de 16 alazanes de pura raza española que costaron un pastón; y, por supuesto, regalarle España.

El 27 de octubre de 1807, España y Francia, o mejor deberíamos decir los borbones y Napoleón, firmaron un acuerdo en Fontainebleau por el cual ambos se comprometían a invadir Portugal, que se dividiría en tres: Lusitania del Norte, que sería para los reyes de Etruria; Portugal Central, entre el Duero y el Tajo, que se pretendía cambiar a Inglaterra por Gibraltar; y el reino de Los Algarves, donde reinaría… ¡Godoy!
En otras palabras: a cambio de implicar a España en una más que dudosa guerra (de hecho, finalmente se perdió) con la aportación de nada menos que 28.000 soldados, Carlos IV obtenía bien poco (Napoleón le prometió mantenerle sus posesiones de ultramar, todas ellas a punto de alzarse en armas para independizarse) y Godoy una corona. El francés, por lo tanto, aprovechó como nadie el retraso mental y el absoluto desprecio por sus súbditos del rey Borbón, y la ambición sin límites del sargentito que se tiraba a su señora (aunque estaba enamorado de otra, Pepita Tudó, con la que se había casado en secreto).

De hecho, Napoleón vio las cosas tan hechas que cometió el error que está en el origen de los sucesos del 2 de mayo: adelantarse a los hechos. Antes de que el tratado de Fontainebleau hubiera podido conocerse ampliamente en España, entró con sus tropas en el país como Pedro por su casa. Y es que era su casa. Carlangas se la había cedido. En febrero de 1808, las tropas francesas mandaban en Pamplona, en Barcelona, en San Sebastián.

La marea francesa se hacía con España. ¿Qué hacía el rey español? Regalarle caballos al invasor y, eso sí, desplazar la Corte, o sea su augusto cuello, más al sur conforme avanzaban los gabachos. De Madrid se fue a Aranjuez y desde allí planeó, según algunos testimonios, pirarse hacia Andalucía para, en un momento dado, salir por Cádiz camino de Inglaterra si las cosas se ponían feas; él, claro. Él, su señora, los niñitos y Godoy. A los españoles, literalmente, que les fuesen dando.

En Aranjuez el 17 de marzo de 1808 se podría decir que, en expresión de Churchill, giraron los goznes de la Historia. Ya sé que la fama se la lleva el 2 de mayo, con razón. Pero el motín de Aranjuez puede considerarse, de alguna forma, más importante. En Aranjuez, aquel crucial año de 1808, el personal dijo: Ah, no, tú no te vas. Te quedas con nosotros a defendernos, porque eres nuestro rey, el rey es España, y España no se rinde. Eso y lo de Godoy, claro. Porque las turbas que llegaron al pequeño pueblo madrileño lo primero que hicieron fue saquear la casa de Godoy y ponerlo en tales peligros que de allí tuvieron que sacarlo a hostias una compañía de caballería, porque lo mataban. El rey lo desposeyó de los cargos; detalle que viene a demostrar que incluso en el fondo de las mentes más imbéciles bulle la tenue luz de la inteligencia.

El motín de Aranjuez es la primera vez que el pueblo español se da cuenta de que la fuerza es suya, de que la soberanía es suya, y de que los tiempos de los reyecitos mandones se han ido a la mierda.

Claro que eso lo hicieron creyendo en la alternativa del hijo del cabrón, o sea Fernando. Pronto aprenderían que el hijo de un cabrón puede ser bastante más cabrón que su padre.

martes, junio 19, 2007

Iraq, un país inexistente

Sigo necesitando de nuestro amigo Tiburcio para sobrellevar estos tiempos un tanto complejos. De verdad, ardo en deseos de tener algún rato para poder escribiros, yo que sé, una historia que empieza con la contratación de doscientos vascos y termina con la armada española bombardeando Chile y Perú. O la historia del escritor español que pudo compartir el destino, por todos conocido, de Federico García Lorca. Las historias bullen en mi cabeza, pero sigo residiendo en un inmueble pretecnológico. Qué le vamos a hacer...

¿Qué le vamos a hacer? ¡Pero si Tiburcio es más divertido! Hoy nos trae un jugosísimo comentario sobre un asunto que no pertenece a la Historia de España, aunque, por muchas razones, no deja de ser de nuestra incumbencia: el nacimiento de Iraq.

Espero que os guste este comentario en el que Tiburcio, además, se adelanta a apuntar un par de cosas de un temita del que no dejo yo de comprometer que hablaré algún día: el acuerdo Sykes-Picot. Muy jugoso. Al tiempo.

Os dejo con él.

Iraq, un país inexistente
Copyright by Tiburcio Samsa, que aparece por cortesía de la ASELREX (Asociación Española de Elefantes Reencarnados Expatriados).



Resulta chocante que la peor de las guerras que hay en la actualidad esté ocurriendo en un país que fue inventado hace menos de cien años. Dicen que un camello es un caballo diseñado por un comité. Iraq fue un país inventado por un comité. El comité en cuestión fue la Conferencia de El Cairo de 1921.

Al término de la I Guerra Mundial, Gran Bretaña se encontró en posesión de lo que entonces se llamaba Mesopotamia, un mero nombre geográfico que definía el territorio mal determinado que había entre los ríos Éufrates y Tigris y sus regiones aledañas. Si se quería precisar un poco más, se podía decir que Mesopotamia estaba compuesta por las dos provincias hasta entonces otomanas de Bagdad y Basra.

El primer paso hacia la creación de Iraq se dio cuatro días después de que las hostilidades hubiesen debido cesar entre los turcos y los británicos. El 4 de noviembre de 1918, las tropas británicas entraron en Mosul con pretextos fútiles y expulsaron de allí a los turcos. El Comisionado Civil británico en Bagdad, A.T. Wilson, demostró su capacidad para justificar lo injustificable y sus conocimientos históricos. Desempolvó el nombre de Iraq y declaró que la provincia otomana de Mosul formaba parte de ese Iraq, del que hacía siglos no se había oído nada. Ominosamente, esta operación turbia se debió a que los británicos tenían indicios de que había petróleo en la zona de Mosul. Mal empezaba el país.

Por cierto que había otro pequeño detalle relativo a Mosul, que podía acarrear problemas: en el acuerdo Sykes-Picot por el que franceses y británicos se habían repartido Oriente Medio, Mosul correspondía a los franceses. El 1 de diciembre de 1918, el Primer Ministro francés, Clemenceau, visitó en Londres a su homólogo británico, Lloyd George. Lloyd George le pidió un pequeño favor: si le podía regalar Mosul. «Lo tendrá, lo tendrá», concedió Clemenceau y su ego, generalmente sobredimensionado, debió de estar a punto de reventar al comprobar que dos palabras suyas bastaban para determinar el destino de un territorio y sus habitantes. La generosidad de Clemenceau era producto del cálculo político (su prioridad era mantener el apoyo británico en el continente europeo) y de la ignorancia (no sabía que había petróleo en Mosul).

Como los norteamericanos casi noventa años después, los británicos descubrieron muy pronto que una cosa era controlar Iraq y otra muy distinta saber qué hacer con él. En 1919, a A.T. Wilson, que se parecía mucho al ínclito Paul Bremer, tanto por el inmenso poder de que gozó en Bagdad como por su megalomanía, que no iba acompañada por una inteligencia preclara como suele ser el caso de los megalomaniacos, le encargaron que organizara un plebiscito para conocer los deseos de los iraquíes. A. T. Wilson interpretó la palabra plebiscito como «mantener conversaciones con los notables del país». Los resultados que obtuvo fueron que los iraquíes deseaban un único estado que incluyera Mosul y que no tenían muy claro a quién querían como gobernante. Wilson preparó un informe en el que recomendaba que se estableciese un sistema de gobierno en Iraq con un rey, un consejo de estado y una asamblea legislativa. Pero el informe no se publicó y su ejecución se pospuso porque en abril de 1920 ocurrió algo de gran importancia: la Conferencia de San Remo otorgó a los británicos el mando en Iraq. ¡Por fin tenían una excusa legal para quedarse en Iraq! El sistema de gobierno para el país podía esperar.

Como a los norteamericanos en 2003, los británicos en 1920 se encontraron con la sorpresa de que los iraquíes querían una independencia real y no deseaban un ejército de ocupación. En el verano de ese año estalló una revuelta en Iraq que los británicos tardaron tres meses en aplastar.

A comienzos de 1921 resultaba evidente que Oriente Medio se estaba calentando, aunque comparando la situación con la actual pueda parecernos que aquello era Suiza. En Palestina ya habían aparecido los primeros síntomas de malestar entre una población árabe que comenzaba a despertar al nacionalismo y unos inmigrantes judíos prestos a crear allí su hogar nacional. Ibn Saud había emprendido la unificación de la península arábiga por la fuerza. El hashemita Feisal, expulsado por los franceses de Damasco, andaba a la busca de alguna corona que ponerse en la cabeza. Su hermano Abdullah estaba en Amman conspirando para atacar a los franceses en Siria. Para colmo, el Tesoro británico estaba intentando recortar gastos y la opinión pública inglesa aún estaba conmocionada por la brutalidad con la que se había aplastado la revuelta iraquí. Fue en este contexto que el entonces Secretario para las Colonias, Winston Churchill, convocó la Conferencia de El Cairo.

Cuando se reunió la Conferencia, con respecto a Iraq, sólo había un punto de consenso claro: la fórmula a la que se llegase no debería ser onerosa para el erario británico. Los más informados incluso podían encontrar un segundo punto de consenso: que el Reino Unido conservase algún tipo de control sobre la región de Mosul, que parecía albergar importantes reservas petrolíferas. Fuera de eso, todas las opciones estaban abiertas.

Podría decirse que Iraq fue creado porque a nadie se le ocurrió una idea mejor. Aunque qué podía esperarse de una conferencia a cuya alma mater, Winston Churchill, le disgustaban tanto los árabes, sobre cuyos territorios estaba a punto de decidir, que no permitía que pisasen ni tan siquiera los jardines del hotel en el que se alojaba.

Muy pronto se decidió que Iraq sería una monarquía. Las mayores discusiones surgieron en torno a la figura del rey. Churchill quería recortar la presencia militar británica en el país lo antes posible para ahorrar dinero y deseaba un rey que le garantizase un Iraq probritánico y estable. El hashemita Feisal fue el elegido y las razones de su elección Churchill las expuso sucintamente en el telegrama que envió al Primer Ministro Lloyd George: «… ofrece las expectativas de ser la solución mejor y más barata». El problema fue presentar a ese rey sacado de una tienda de todo a 100 como un monarca legítimo y aceptado por su pueblo, pueblo al que no le ligaba ningún vínculo cinco minutos antes. Prometo un futuro post sobre el bueno de Feisal.

Un detalle interesante es que durante mucho tiempo Churchill se planteó la conveniencia de establecer un estado kurdo. Por un lado desconfiaba de que un gobernante árabe fuese a tratar con justicia a los kurdos. Por otro, le atraía la idea de que hubiese un estado tapón entre el nuevo estado iraquí y la agresiva Turquía de Kemal Attatürk. Sin embargo, por una vez, Churchill que sabía ser tan obstinado en imponer sus ideas contra viento y marea, acató la propuesta del comité correspondiente de que Mosul formase parte de Iraq.

Al final, la fórmula que salió de la Conferencia de El Cairo fue la de que Iraq sería un país unificado y teóricamente soberano regido por un gobernante adicto. Esto parecía garantizar al Reino Unido un cierto control sobre el territorio a bajo costo. Curiosamente es la misma fórmula a la que EEUU recurrió en 2005: no cuestionar la unidad del país y asegurarse la elección de un Gobierno adicto, que garantice la seguridad interior lo suficiente como para que no haga falta una presencia militar norteamericana sustancial.

La fórmula inventada por los británicos podía funcionar siempre y cuando se dieran dos premisas:

1) Un bajo nivel de conciencia nacional por parte de las comunidades que integran Iraq.

2) La percepción de que el Imperio británico era fuerte y no vacilaría a la hora de asegurarse que Iraq no saliese de su regazo.

Estas dos premisas empezaron a vacilar durante la II Guerra Mundial. Pero eso ya es otra historia.