miércoles, junio 28, 2023

El otro Napoleón: (49: La guerra, la paz; la paz, la guerra)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


Las noticias de España le llegaron al emperador en Saint-Cloud; y es evidente que no se las esperaba. Sin lugar a dudas, la conducta de los Hohenzollern y, sobre todo, de Prim, le pareció de una notable deslealtad. Tras el referendo constitucional había nombrado ministro de Asuntos Exteriores al conde de Gramont; un hombre mesurado que no solía perder la cabeza y, precisamente por eso, le ayudó a mantener la suya razonablemente fría.

Lo que hizo París fue remitir sendas peticiones de información a Madrid y Berlín; no tanto por la confirmación de los datos, que estaba prácticamente cantada; como por ver un poco el tono en que se producían. Prim contestó que su consejo de ministros había aceptado la candidatura de Sigmarinen, y que estaba esperando para llevarla a las Cortes. Por lo que respecta a Bismarck, estaba ausente, por lo que contestó su subsecretario, un tal Thile, en plan no sé de qué me está usted hablando, monsieur.

La opinión pública francesa, por otra parte, reaccionó con violencia a las noticias. No sé si os habréis percatado de que en las más de cuarenta tomas de esta serie no hemos citado a España para nada, salvo en los temas relativos a la emperatriz; pero ahora, de repente, para los franceses España era un tema importante que lo flipas. Los políticos propimperiales reaccionaban con fuerza; pero lo de la oposición iba más allá. La oposición veía una clara amenaza de Prusia a la integridad del Imperio, y reclamaba respuestas. De repente, la figura de Francisco I, el rey francés que se encontró de alguna manera acorralado por un enemigo: Carlos I, que dominaba el Sacro Imperio y, al mismo tiempo, el solar español, renació en los pechos de los franceses y en las plumas de sus periodistas.

El hecho de que toda Francia estallase como un solo hombre ante la idea de que un rey de ascendencia alemana gobernase en España (quizá olvidando que eso mismo era lo que estaba pasando en Inglaterra y, por supuesto, sin encontrar un adarme de problema en que el rey de España fuere, y sea, de ascendencia francesa) impresionó a los hombres de poder. Aunque la afirmación nunca es totalmente cierta, pues existieron opiniones contrarias, lo cierto es que la impresión que da la Prensa de la época es que en Francia se había producido un extrañísimo caso de consenso ideológico a todo el derredor del espectro político. Antoine Gramont se lo dejó bien claro a su colega Lord Lyons (el primo de Lord Huevons; Richard Bickerton Pemell Lyons, primer conde de Lyons), embajador inglés en París: en la hipótesis de una guerra entre Francia y Prusia, una España pro prusiana obligaría a Francia a emplazar un cuerpo de ejército en los Pirineos, decidiendo la guerra de inicio. Desde un punto de vista militar, para Francia era más lógico ir a la guerra ahora.

La cuestión, sin embargo, era si el Ejército francés estaba verdaderamente preparado. Ollivier se lo preguntó al general Le Boeuf, su ministro de la Guerra. Le Boeuf le contestó de una forma un tanto evasiva pues, más que decirle que el Ejército estaba listo para la guerra, le vino a decir que la guerra era inevitable, así pues no era momento para nenazas. Además, vistió la realidad de optimismo: el fusil francés era superior al prusiano, la artillería francesa estaba dirigida por militares de gran valía, y la capacidad de movilización era muy elevada; prometió, de hecho, 300.000 hombres en apenas quince días, más 100.000 de la guardia móvil.

Yo comprendo que os costará entender eso, pero lo cierto es que los franceses estaban convencidos de que le iban a dar una paliza a los prusianos (IroniaOFF). Más concretamente, los estrategas imperiales confiaban en un first strike prácticamente sin oponentes nada más pasar el Rhin, lo que haría que toda la Alemania del Sur se desclavase de la alianza con Prusia, decantando la guerra. El emperador, además, contaba con las cartas recibidas tanto de Francisco José como de Víctor Manuel. Con esa capacidad tan francesa de hacer que la realidad no te estropee tu ilusión, hacía una lectura muy, pero muy, creativa, de ambos textos, y consideraba que, una vez hubiesen comenzado las hostilidades, tanto Austria como Italia llegarían al rescate de Francia. Ambos estadistas se habían pelado la lengua explicándole a su colega que eso no era así y que, en cualquier caso, su reacción, que en todo caso sería homeopática, sólo se produciría si Francia era agredida. Pero el emperador prefirió creerse a sí mismo.

Ante el Cuerpo Legislativo, Gramont se presenta con una declaración pública que acaba de aprobar el gobierno. Aquél fue un paso muy poco medido y temerario. Mediante la toma de posición que se hizo pública y conoció el mundo, la posibilidad de una solución por la vía más habitual: la diplomática, por debajo de la mesa, se acabó. Las Cortes que, teóricamente, hubieran tenido que designar al rey de España (labor que, como sabemos, en realidad fue más laboriosa) no se iban a reunir hasta dos semanas después. Había tiempo para negociar; pero el emperador no quiso hacerlo.

La mayoría de la Prensa francesa sintonizó con el plantemiento de Gramont, que terminaba confiando “en la sabiduría del pueblo alemán y la amistad del español”. La Prensa inglesa también mostró tintes profranceses. El ministro y también mariscal Jean-Baptiste Philibert Vaillant, primer conde de Vaillant, tuvo mucho que ver en la galvanización del emperador, a quien convenció de que se encontraba ante una oportunidad perfecta para reequilibrar Europa tras el desequilibrio producido por Sadowa.

Con las horas, sin embargo, en la mansión imperial las dudas reaparecieron. Napoleón no era completamente tonto. Le preguntó a Vaillant, por ejemplo, si creía que los prusianos iban a retroceder ante la idea de una guerra. La respuesta de Vaillant fue muy francesa: eso no importa, porque lo que importa es que el ejército francés avanzará como un solo hombre. Este tipo de posiciones, sin embargo, no le acababan de convencer al emperador, y mucho menos a su mujer, bastante más inteligente que él.

Fue entonces, con la declaración pública ya en el aire en todas partes, cuando a Napoleón le entraron ganas de resolver las cosas por debajo de la mesa. Le envió un mensaje al general Serrano, regente de España, en el que hacía apelación de los sentimientos de amistad hispanofranceses. En la noche del 6 al 7 de julio, recibió en Saint-Cloud al embajador español, Salustiano Olózaga. Allí le presentó a un tal Stratt, agente de Rumania en París. Stratt estaba en la combinación por sus buenas relaciones con Sigmarinen; se acordó que iría a su encuentro para intimarle la renuncia al trono de España. Éste fue un movimiento concebido en solitario por el emperador, pues los miembros de su gobierno no lo supieron con antelación.

En realidad, el gran amigo de la paz, por así decirlo, era el káiser Guillermo, que no compartía el belicismo de su canciller. El embajador Benedetti se aplicó en esa dirección; pero en París el gobierno se impacientaba, ante su incapacidad de conseguir una declaración explícita de los alemanes en favor de la paz y aceptando la retirada de la candidatura leopoldina.

El día 10 de julio, Gramont le telegrafía a Benedetti que, si el káiser alemán no realiza un gesto claro y público en el sentido de intimar al Hohenzollern para que retire su candidatura al trono de España, “c'est la guerre tout de suite, et dans quelques jours nous sommes au Rhin”. Vemos en esta frase los dos grandes elementos de sentimiento del gobierno francés en ese momento: deseaba la guerra, porque estaba convencido de que entraría en Centroeuropa como un cuchillo ardiente en la mantequilla. El emperador, en esas jornadas, le ordenó a un patriota italiano residente en Francia, Vimercati, que viajase a Italia para ver a Víctor Manuel. En el mensaje que le dio, venía a decir que si Prusia no renunciaba a las claras al tema español, Francia avanzaría sobre la frontera alemana, y que contaba con la ayuda de Austria e Italia en la guerra.

El 11 de julio hubo reunión del gobierno francés; una reunión exclusivamente dedicada a los temas militares. Gramont leyó dos telegramas de Benedetti, en los que el embajador, que siempre fue partidario de resolver el tema mediante el diálogo, advertía que, de comenzar los preparativos para la guerra, ésta se haría inevitable. El consejo de ministros autorizó nuevas levas y la creación de nuevas unidades de combate.

Europa, en gran parte respondiendo a iniciativas francesas que se habían tomado desde el día 6 de julio mediante gestiones diversas, se aplicó a tratar de enfriar el suflé. El zar ruso le envió una carta a su colega alemán en la que, directamente, le recomendaba que retirase la candidatura de Sigmarinen a la corona de España. Sin embargo, para disgusto de los más templados dentro del montaje imperial, Inglaterra se mostró distante, muy inglesa, en el tema. En Londres gobernaba William Ewart Gladstone, un político que tenía escasas simpatías por Francia. Así pues, la intervención inglesa se disolvió en tenues peticiones de prudencia. Quien sí se aplicó más en el tema fue Emilio Visconti-Venosta, el hombre de la diplomacia italiana, que realizó numerosas gestiones frente al general Serrano y el general Prim en Madrid.

El káiser Guillermo recibió a Benedetti. Se quejó amargamente de la actitud de los franceses; pero, finalmente, el hábil embajador logró arrancarle la promesa de una posición pública prusiana sobre el tema, basada lógicamente en la actitud que finalmente adoptaren los Hohenzollern. De hecho, en un gesto que quería dejar claro el clima de diálogo, Prusia reenvió a su embajador en París a la capital francesa el 11 de julio.

El rey de los alemanes estaba en una posición desabrida. Por un lado, deseaba la paz. Pero, por otro, como alemán entendía perfectamente los argumentos de su canciller en el sentido de que el tema no se podía resolver mediante un acto que apareciese como una retirada de Prusia. La consecuencia de todo ello es que el káiser se veía impotente ante la posibilidad de obligar a su pariente a decir que no.

En realidad, el eslabón de la cadena que era más fácil romper era el que, ya lo siento pero es así, era más débil: España. En la tarde-noche del 10 de julio, el gobierno español envía a Alemania al general José López Domínguez para conferenciar con Sigmarinen e intimarle a renunciar a la oferta recibida en su día. Prim, el gran fautor de la operación de cambio de corona en España, se ha jiñado.

Este gesto, que sin duda fue conocido en París antes de que López Domínguez pidiese el Uber para ir a la estación de autobuses, fue, sin embargo, ignorado por Napoleón. El gobierno francés estaba muy afectado por las presiones recibidas en las reuniones del Cuerpo Legislativo, donde los diputados de la derecha le habían puesto a Gramont de gilipollas para arriba. Todo parece indicar, en efecto, que lo que lanzó la guerra franco-prusiana fue algo muy parecido a esa escena de comedia en la que un tipo que ya ha bordeado un conflicto y tiene la oportunidad de marcharse sin enfrentamientos, acaba cagándola tan sólo porque alguien le dice que es un gallina.

Gramont telegrafió a Benedetti: queremos una declaración del káiser, y la queremos mañana. Ítem más: “Consideraremos que el silencio equivale a un rechazo”.

El día 11, tras un viaje apresurado, Stratt se reúne con el Sigmarinen. Sabe lo que le tiene que decir: por esta candidatura, estás poniendo el peligro el trono de tu hijo (en Rumania). Hay que decir que Leopoldo llegó a ser incluso insensible a estos argumentos. Él quería reinar, y se resistía hasta entonces con tanta fuerza que el príncipe Antonio incluso llegó a amenazarlo con internarlo en un manicomio. Sin embargo, esta vez no pudo escapar a la argumentación del rumano y, finalmente, dio su brazo a torcer. La noticia fue telegrafiada a toda prisa al embajador Olózaga y, al día siguiente, apareció en la Prensa alemana. El káiser recibió la noticia con indisimulada alegría. No así Bismarck quien, rojo de ira, presentó su dimisión.

El canciller alemán lo vio todo perdido con la declaración de la casa Hohenzollern. Pero, claro, no contaba con que se estaba jugando los cuartos con una gente muy, pero muy, gilipollas. En Francia, cierto es, la satisfacción presidía las calles, pero había muchos trozos de la opinión a los que aquella declaración ya les sabía a poco. Estaban, sobre todo, los que se han solido llamar ultra bonapartistas, es decir los tipos que vivían convencidos de que cada vez que un general francés se pone al frente de unas tropas se pasea por Europa sin problema alguno y que, obviamente, olvidaban el pequeño detallito de que su gran general simbólico fue, finalmente, vencido. Y estaban, también, los militares, que querían la guerra porque la guerra siempre es una oportunidad de oro para ascender mucho y rápido.

Ante el Cuerpo Legislativo, Ollivier declama: “tenemos la paz y, ténganlo por seguro, señorías, no la dejaremos escapar”.

Pero eso, claro, lo decía un francés. Es decir, alguien científicamente definido como Homo Sapiens Sapiens, pero con una insondable capacidad de cagarla.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario