sábado, diciembre 19, 2009

La Navidad (y 3): Más ritos

Acabo mi breve ciclo navideño con esta toma, que aprovecho para comentaros que en el día de hoy, cautivo y desarmado el año laboral, mis obligaciones se extinguen hasta entrado el 2010. Otrosí, que me piro.

Llevaré un portátil y me largo a un pueblillo que tiene una cafetería con wi-fi, así pues tengo la intención de escribir un par de posts durante las fiestas, aunque os confesaré que mis intenciones se dirigen a otro tipo de actividades. El otro día me crucé con Papá Noel en un aeropuerto; lo cogí del cuello y lo estampé contra la pared, tras lo cual le dejé claro que como se le ocurriese dejar en mi chimenea el 24 otra cosa que no sea el Modern Warfare 2, íbamos a tener un problema o, mejor dicho, lo iba a tener él. Creo que entendió el mensaje, así que comprenderéis que tendré otras cosas que hacer.

En el ínterin, mucho relajo para todos, buena bebida y mejor comida.

Vamos allá con los ritos.

El belén

La representación, al tamaño natural o con figuras, del nacimiento de Jesucristo, es probablemente la tradición navideña más antigua. Todos sabéis en qué consiste la escena. Tras haber buscado el bueno de José, infructuosamente, un lugar civilizado donde alojar a su mujer embarazada, se refugia en una cueva en Belén, donde María alumbra a su hijo en compañía de un asno y de un buey cuya función es calentar con su aliento al niño, y que confirman su divinidad no comiéndose el heno que sirve de colchón para el infante (según la tradición, el asno recibe como recompensa el don de la risa, motivo por el cual tiene ese gesto en el que levanta los belfos y enseña los dientes).

Los evangelios nada dicen del asno y del buey, que fueron añadidos por la tradición en algún momento posterior que al menos yo no tengo claro. Lo que sí creo que está más claro es el origen de ese mito. Está en Isaías, 1, vers. 2 y 3: «He alimentado, he acompañado el crecimiento de mis hijos, y ellos me dan la espalda. Conoce el buey a su señor, y el asno el pesebre de su amo». El primer pollo (o gallina, aunque esto último es dudoso) que colocó en un belén a un asno y a un buey era un buen conocedor del Viejo Testamento y, creo yo, los colocó ahí porque, la cita de Isaías creo lo refleja bien, ambos animales simbolizan la lealtad filial, virtud que se supone infinita en el hijo de Dios. Fue el evangelio apócrifo conocido como protoevangelio de Santiago el que popularizó entre las gentes esta historia, colocando el asunto del buey y el asno en la escena de la natividad, y citando la profecía de Isaías.

La razón de ser del belén es la misma que la de las escenas reproducidas en los pórticos y los capiteles de las iglesias protomedievales y medievales. Su función, claramente, era enseñar las escenas de la natividad a personas que no podían leerlas porque eran analfabetas. Sin embargo, los primeros belenes estaban hechos por humanos y tenían forma de representación. Dichas representaciones, y algo hemos visto al hablar de los santos inocentes, solían terminar bastante mal, con derivaciones burlescas y mucho cachondeo, por lo que en el siglo XIII el Papa, entonces el tercero de los Inocencios, las prohibió. Tras dicha prohibición, en 1223, Francisco de Asís obtuvo del padre santo autorización para realizar en una cueva de la población italiana de Greccio un recuerdo del nacimiento. Fue una iniciativa muy exitosa que marcó el inicio de la expansión del belén moderno, aunque en sus primeros siglos su montaje se limitase a iglesias y grandes palacios.

Lutero rechazó la costumbre de los belenes por considerarse de poco contenido religioso, lo cual motivó una reacción en sentido contrario por parte de la Europa católica que terminó por popularizar definitivamente los belenes. Aunque la costumbre ya se conocía en España, se consolidó definitivamente con el acceso al trono del país por Carlos III, quien vino de Nápoles, entonces ciudad belenera como ninguna más, trayéndose la tradición consigo y extendiéndola por toda España, pero muy especialmente en las regiones levantinas.


Los regalos

Las tradiciones romanas indican que uno de los dos hermanos fundadores de la ciudad, Rómulo, queriendo regalar a sus gentes algo que simbolizase los buenos deseos para un nuevo año, les regaló unas ramas de frutal de un bosque sagrado porque estaba dedicado a una diosa sabina. Estas ramas son el primer regalo que la Historia conoce por el nuevo año y comenzaron la tradición del aguinaldo, que es un regalo, aunque finalmente terminó siendo dinero en metálico, que se da a los niños y no tan niños, y que hasta hace bien poco tiempo también se daba a los empleados de ciertos servicios. El sereno y el barrendero, por ejemplo, pasaban de casa en casa, entregando una tarjetita y recibiendo alguna moneda a cambio.

La diosa sabina dueña del bosque de Rómulo se llama Strenia, y los regalos derivados de la tradición se denominaban strenae, que es de donde deriva el verbo castellano estrenar, que está íntimamente ligado a la recepción de un regalo.

Allá por el siglo XIII, la tradición de hacerse regalos por Navidad o el nuevo año debía de ser muy fuerte ya en un lugar como España, pues existen testimonios de reyes moros preocupados porque los de su religión se aplicasen a practicar la tradición haciéndose regalos en Navidad como si fuesen cristianos. Y es que sarna, con gusto, no pica.

Se tiene por cierto que fue en el siglo XVIII, en Alemania, donde la tradición de regalar se combinó por primera vez con el envío de tarjetas de felicitación.


El Año Nuevo

El año nuevo debería celebrarse el 20 de marzo. Tal es el día que se produce el equinoccio de primavera y, por lo tanto, el día tiene la misma longitud que la noche. Así ocurre más o menos, por ejemplo, entre los chinos, para los cuales el año nuevo sigue teniendo un importante significado agrícola.

Una característica que se repite en la mayoría de las celebraciones antiguas del año nuevo son los ritos que podríamos denominar de borrón y cuenta nueva. De una forma coloquial, podríamos decir que el ser humano siempre ha utilizado el año nuevo, sin importar cuándo se situase, para plantearse cambios en su vida, normalmente para bien. En Tibet, que celebraba el año nuevo más o menos a mediados de febrero (al final de la primera luna tras el solsticio), y se apuñalaba simbólicamente a un demonio, el cual al morir se llevaba los pecados cometidos por las gentes durante el año que dejaban atrás. Este rito de limpieza solía estar precedido de momentos de extremo libertinaje (cosa lógica: puesto que me van a borrar los pecados, peco), como se puede ver en tradiciones como las saturnales romanas.

Los romanos celebraron el nuevo año el primero de marzo durante mucho tiempo, con el acompañamiento de una curiosa fiesta en la que se creía que las personas vivirían tantos años como copas de vino consiguiesen beber en dicho día, con lo que se cogían unos pedos saturnalmente planetarios. Julio, sin embargo, en el año 45 antes del (presunto) nacimiento de Jesucristo, cambió la metodología existente, que era lunar, por el año solar y, consecuentemente, desplazó la fecha a las cercanías del solsticio, en el actual 1 de enero.


Los dadores de regalos

Mi padre solía recordar, todas las Navidades, el sermón que, según él, dictó el padre Colunga (uno de los modernos traductores de los evangelios) cuando él era un niño, en un colegio de jesuitas. Decía que el buen sacerdote comenzó aquel sermón del 6 de enero con las palabras: «Queridos niños, celebramos hoy la festividad de los tres reyes magos; que ni eran tres, ni eran reyes, ni eran magos».

El evangelio de Mateo nos habla de unos magos de Oriente que querían adorar al rey de los judíos y por ello siguieron una estrella que les guió hasta la cueva donde les esperaban José, María y Jesús. Por su parte, el protoevangelio de Santiago también recoge la escena, pero tampoco precisa ni la condición ni el número de los adoradores.

Melchor, Gaspar y Baltasar no recibieron estos nombres hasta el siglo V. Tanto es así que cien años antes, todavía la tradición más extendida en el orbe cristiano era que los reyes, lejos de ser tres, eran doce.

Se ha dicho muchas veces que eso de magos puede querer decir que eran astrólogos, dedicación ésta que era muy valorada en la Persia de la época de Jesús; además, hay que recordar que astrólogo, en persa antiguo, se decía mogu, o sea casi mago. Asimismo, en la estrella de Belén se ha querido ver el famoso cometa Halley, que nos visita más o menos cada tres cuartos de siglo. Aunque hay interpretaciones. El supercampeón de la interpretación de los ritos antiguos, el irlandés James Frazer, cuyo libro La rama dorada permanece, en muchas cosas, insuperado casi un siglo después, creía que los famosos magos serían adoradores de Adonis, que sería especialmente adorado en Belén, y habrían ido allí con ocasión de sus fiestas.

Por su parte, San Nicolás nació en la ciudad griega de Patras. De él se cuentan mitos de acendrado ascetismo como que los días de ayuno cristiano, siendo un bebé, no aceptaba mamar más que una vez, así pues ayunaba por su cuenta. Con esos mimbres, es lógico que como adulto fuese nombrado obispo de una pequeña ciudad anatolia. En calidad de tal acudió al concilio de Nicea, donde discutió con Arriano, tan violentamente que le golpeó en la cara, lo que le supuso perder su dignidad obispal. Tras su muerte, se dijo que de su tumba brotaba un manantial de aceite. En el siglo XI, los italianos rescataron su cuerpo, pues su tumba estaba ahora en territorio musulmán, y le consagraron una iglesia en Bari, adonde iban las gentes a comprar el líquido que presuntamente seguían destilando sus huesos, 700 años después de haber muerto.

Fueron los protestantes los que convirtieron a San Nicolás, santo famosísimo y veneradísimo durante mucho tiempo, en el padre de la Navidad, Papá Noel. Los holandeses que fundaron Nueva York, que lo conocían como Sinter Claes, fueron los primeros en convertirlo en un viejo barbudo vestido de rojo que vivía en Laponia, a quien los no flamencos comenzaron a llamar Santa Klaus.

miércoles, diciembre 16, 2009

Lectura: Winter in Madrid


Samson. C. J. : Winter in Madrid. London: Pan Books, 2006.
He leído este libro dentro de mis estudios de inglés. Creo que si no me lo hubiese encargado mi teacher, nunca habría sentido la pulsión de comprármelo por mí mismo. Y la razón de esa no-compra, muy probablemente, sería la sospecha que con la lectura he confirmado, y que es algo que suele pasar con la novela histórica: que sea más novela que histórica.

En su corto capítulo de agradecimientos, el autor de Winter in Madrid habla de la guerra civil española y del franquismo, y las lecturas que ha realizado para documentarse. Todas ellas son de libros escritos originalmente en inglés por autores sajones. Así las cosas, Winter in Madrid se convierte, probablemente sin quererlo, en un exponente de un mal que nos ha aquejado y nos aqueja a los españoles en lo que se refiere a nuestra Historia reciente: la convicción de que nadie la ha estudiado mejor que los hispanistas angloparlantes.
Verdaderamente, que Thomas, Preston, Payne, Elwood, Beevor, Graham, Howson y muchos nombres más que injustamente olvido, hayan decidido dedicar sus esfuerzos a entender la Historia de España y no la de Moldavia, es algo que debemos agradecer. Como también debemos reconocer que sus aportaciones son muchas e interesantes. Pero de ahí a que sea posible entender la Historia de España sin empaparse un poco de los hechos tal y como los cuentan (ergo los ven) los propios españoles, hay un trecho que Samson recorre y, a mi modo de ver, se le nota. Con este libro hará, supongo, si no lo ha hecho ya, una película incluso de éxito. De hecho, leyendo algunas escenas da la impresión de que eso es lo que intenta. Y no habrá de extrañar que se haga una versión fílmica de este manuscrito, porque adolece, como lo hace el cine casi entero, de cierta falta de respeto por los hechos históricos; no sé si la verdad histórica, pero eso es algo que yo, al menos, no he logrado encontrar.
Son varias las cosas que me gustaría comentar de este libro; de algunas de ellas no estoy seguro y tampoco creo que sea una lectura que merezca que yo invierta una o dos tardes en buscar el dato concreto. Pero son, a mi modo de ver, una demostración de que la documentación de esta obra es meramente superficial y, cómo decirlo, muy británica.
Lo primero que hay que decir es que el autor tiene muy escasos conocimientos de español. Lo cual no ha de extrañarnos, pues en su página de agradecimientos rinde un homenaje a La colmena, obra de Camilo José Cela, a la que cita en inglés. Así pues, si ha leído a Cela en inglés, eso debe de ser porque no habla español.
Los textos escritos en español en el original son muy escasos y, en su mayor parte, son construcciones erróneas que reflejan un conocimiento apenas superficial del idioma. Entre dichos ejemplos cabe señalar:

* Un brigadista que se rinde ante el enemigo dice: «Me entrego». Nadie dice «me entrego». «Me rindo» es la expresión correcta.

* Página 65: Redactado textual del libro: «¡Ay, inglés! ¿Por qué no juegues con nosotros?» Pues, básicamente, pensará el inglés, porque habláis como el culo.

* Página 296: Un sargento pregunta con incredulidad si un preso es quien verdaderamente quiere entrevistar el psiquiatra, y el soldado contesta: «Por cierto». La contestación lógica es «Por supuesto» o «Desde luego».

* Página 320: «¿Qué dicéis? ¡No es posible! ¡Estáis loco!». Esto no es español moderno. En algunos casos, ni siquiera antiguo.

* Página 329: Se describen los camiones al principio de la guerra yendo hacia el frente, con la inscripción «¡Abajo fascismo!» En español, el artículo es siempre necesario.

* Página 399: Alguien dice que hace mal tiempo y el otro contesta: «Sí, muy mal». Se escribe un adverbio donde va un adjetivo (malo).

* Página 500: Una persona insulta a otra llamándole «Cabrón rojo». Es exactamente al revés (rojo cabrón). Y aquí sí que el orden de los factores altera el producto.

Por lo demás, hay otros errores que no tienen que ver con el idioma.

Al inicio de la novela vemos a uno de los personajes, un brigadista inglés miembro del Partido Comunista, participando del lado republicano en la batalla del Jarama, que se produjo en los últimos meses de 1936. Y nos dice el autor: «Forty feet above him, projecting over the lip of the hill, was a tank. One of the German ones Hitler had given Franco» [Catorce pies sobre él, sobresaliendo del borde de la colina, había un tanque. Un tanque alemán de los que Hitler le había dado a Franco].
¿Cóooomor? ¿Hitler le dio a Franco carros de combate, y además en fecha tan temprana como el otoño-invierno del 36? Ya me extraña. La mayor parte de las fuerzas de la Legión Cóndor (principal ayuda alemana a Franco) no llegaron a España hasta noviembre del 36.

En otro punto de la novela, un personaje informa que Franco «drives everywhere in a bullet-proof Mercedes Hitler sent him» [va a todas partes en un Mercedes blindado que le envió Hitler]. No estoy completamente seguro, pero, y ya sé que parece contradictorio, juraría que el coche que Hitler le regaló a Franco era un Rolls-Royce.

En otro punto de la novela se describe la llegada de otro personaje a Madrid en septiembre del 36 y se habla de que las gentes se refugiaban de los bombardeos en el metro. Septiembre de 1936 me parece un poco pronto para eso, aunque puede ser que ya hubiese bombardeos serios contra Madrid.

Página 86: «He came back with two coffees and a plate of tapas» [Regresó con dos cafés y un plato de tapas]. Las tapas inglesas no sé, pero las españolas no se toman con café. Se toman con bebidas frías y, en aquel entonces, especialmente vino. De hecho, la tapa nació como un pequeño acompañante, habitualmente gratuito, del chato de vino.

Página 94: Un personaje habla de los falangistas y dice: «They want a state like Hitler’s» [Quieren un Estado como el de Hitler]. Éste es un error muy común, que se comete también en España (en los foros de internet, unas seis veces por minuto). Los falangistas de ideología nazi no eran muchos. El falangismo, lo que era, por encima de todo, era mussoliniano. «They want a state like Mussolini’s» habría sido la frase correcta.

Página 98. Se describe a unos jóvenes que protestan frente a la embajada británica. Dice el autor: «They were Falangists, young men mostly in bright blue shirts and red berets» [Eran falangistas, hombres jóvenes con camisa azul y boina roja]. Puede parecer una gilipollez, pero, si eran falangistas, lo que un autor bien informado debiera haber destacado no era que llevasen boinas rojas, sino que no las llevasen. Al unificar falangismo y tradicionalcarlismo, Franco unificó también la uniformidad, tomando, básicamente, la camisa azul joseantoniana y la boina roja carlista. Muchos falangistas odiaban esa boina y la llevaban por obligación o por disciplina, pero procuraban no ponérsela.

Página 123; «They turned into calle Montero» [Giraron hacia la calle Montero]. Pues no, porque es Montera. También en el aspecto callejero, una pareja inglesa que pretende ser rica y poderosa es situada en el elitista barrio de Vigo. Barrio que, que yo sepa, no existe en Madrid. Por la situación (norte de Madrid, casas caras) es posible que autor se refiera a la colonia de El Viso.

Página 199: En una escena producida durante la guerra, una persona le habla a otra de la creciente dominación de los comunistas sobre la República, e informa: «They’ve got their own torture chambers in a basement in the Puerta del Sol» [Han creado sus propias cámaras de tortura en un sótano de la Puerta del Sol].
Primero, el autor parece no haberse enterado de que el nombre por el que dichos centros de detención ilegal fueron y son universalmente conocidos es «checa». Segundo, que no hubo una, en la Puerta del Sol, sino muchas en diversos puntos de Madrid, de las cuales quizá las más famosas fueron la del Círculo de Bellas Artes y la de la calle Velázquez.

Página 211: Un funcionario de la embajada, hablando de los gobiernos de Franco, dice: «Half the government are ex-Legion now. It’s one thing that holds the Monarchist and Falangist factions together. A shared past» [La mitad del gobierno actual son veteranos de la Legión. Es una cosa que mantiene a las facciones monárquica y falangista unidas. Un pasado común].
La afirmación por parte del funcionario de que el pasado común en la Legión es lo que mantiene unidas a las facciones del franquismo demuestra que no sabía gran cosa de lo que hablaba. Lo dice como si todos los militares golpistas compartiesen un pasado en la Legión, cuando muchos de ellos nunca sirvieron en esas unidades. Quien tenía un hondo pasado legionario era Franco. Pero si el señor funcionario de la embajada no había logrado entender que lo que unía a las facciones del franquismo no era su presunto pasado legionario sino la persona de Franco, entonces le estaban regalando el sueldo.

Página 213: Durante una fiesta en la casa de un ministro franquista que se supone monárquico, uno de los protagonistas, inglés, es informado por dicho ministro de que no se ha invitado a ningún falangista; excepto, matiza, el general Millán Astray. Tomar a Millán Astray como representante de la Falange y sus valores demuestra poco conocimiento de su figura y de las figuras importantes de Falange. La verdad, ignoro si Millán fue algún día miembro de Falange. Supongo que de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, partido único del franquismo, lo sería. Pero falangista-falangista, de los que veneraban a José Antonio y tal, como que no.

Sofía, la novia española de Harry Brett, el protagonista de la novela, es una mujer de clase baja que trabaja en una vaquería y ni siquiera tiene dinero para pagar a un médico cuando su hermano resulta herido. Sin embargo… ¡se pasa toda la novela fumando! En un país como la España de principios de los cuarenta, en el que todo (y desde luego el tabaco) estaba racionado y era muy caro en el mercado negro, ¿de dónde saca Sofía tanto tabaco si, para colmo, Brett no es fumador?

Página 319: Un minero asturiano está preso en el mismo campo de detención donde está el inglés comunista. Allí se hacen trabajos de cantería y por eso de vez en cuando se usan explosivos para llegar a las vetas de mineral. Ambos están observando cómo los militares del campo colocan las cargas explosivas y, entonces, el inglés le comenta al asturiano que él, como minero, probablemente sabe bien cómo hacer esa operación. Y el asturiano contesta: «They’d be afraid I’d set them under their truck, like we did in Oviedo in ‘36» [Los acojonaría (se refiere a los militares del campo). Pondría las cargas debajo de su camión, como hicimos en Oviedo en el 36]. Interesante referencia histórica. Sólo que errónea. Los grandes disturbios con explosivos de Oviedo, la mal llamada Revolución de Asturias, ocurrieron en octubre del 34. Al prisionero asturiano le falló la memoria.

Página 322: Los prisioneros de ese mismo campo encuentran casualmente una cueva con pinturas rupestres. Entonces el sacerdote del campo dice que eso es obra de paganos, así pues los militares vuelan las cuevas con dinamita.
Esta historia es totalmente increíble. Que se sepa, el régimen de Franco nunca pensó el volar las cuevas de Altamira, que eran tan obra de paganos como la presunta cueva de la novela.

En el campo de concentración donde está Bernie, el inglés comunista, hay un preso que es el jefe de la célula comunista, español, que se llama Establo. ¡Establo! No creo que haya ni haya habido nunca un español cuyo nombre de pila fuese Establo. Igualmente, al final de la novela aparece un hombre de negocios argentino de apellido español, que se apellida Barrancas. Más parece nombre de hormiga que apellido típicamente español.

Página 341: En el curso de una conversación, un personaje refiere a otro la historia de las tropas moras de Franco cortando los pechos de las mujeres delante de sus maridos. Esas historias formaron parte del imaginario republicano, que alimentaba el miedo a las tropas moras afirmando que eran capaces de las mayores atrocidades, pero son básicamente falsas. Además, por cierto, de racistas: a la propaganda republicana le «entraba en la cabeza» que los moros se pudiesen comportar como unos salvajes, puesto que, a sus ojos, lo eran.

Página 369: El general director del campo de concentración tira el agua que un preso lleva para otro interno que está muy gravemente enfermo y, en ese momento, dice: «¡Viva la muerte!» La escena de un carcelero despreciando los sufrimientos de un preso es plenamente lógica y posible y, además, es un clásico de este tipo de historias. Pero, ¿por qué profiere el general el grito de guerra de la Legión? ¿Qué tendrá que ver dónde vas con manzanas llevo? Más parece que el autor leyó en algún sitio lo de la frasecita, aprendió que era una frase que tenía que ver con la muerte y, dado que el preso para el que estaba destinada el agua está a punto de morir, sumó dos y dos, y le dio diecisiete. O, tal vez, quiso escribir algo así como: «¡Me da igual que se muera!», pero como su español es tan limitado...
Sin salir del ámbito de la represión en el campo de concentración, hay una escena en la que un preso comete una falta y los militares lo castigan... ¡crucificándolo! Confieso que antes de escribir este post he pasado unos días preguntando a mis amigos más pro-memoria histórica y tal, por si da la casualidad de que no me he enterado de que fuese práctica habitual en las cárceles y campos franquistas crucificar a los presos. Su respuesta ha sido unánime y, por cierto, coincidente con la mía: si se hubiese crucificado a los presos para castigarlos, seguro que Garzón habría tomado ya cartas en el asunto.

En la página 426 se describe a gente saliendo de una iglesia tras una misa, y al sacerdote en la puerta estrechándoles la mano. Ésta es una costumbre anglicana que en España no se da ni se ha dado nunca. En España, los curas no saludan a la gente a la salida de misa.

Página 490: Una mujer que está sola en el crepúsculo en Cuenca se encuentra con un cura. El narrador nos dice: «She knew priests could question women out in the streets, order them home» [Ella sabía que los curas podían abordar a las mujeres en la calle y ordenarles que se fuesen a casa].
La sugerencia de que un sacerdote podía obligar a una mujer a meterse en casa es exageradísima. Una cosa es que no estuviese bien visto, que no lo estaba. Pero de ahí a que una mujer tuviese que obedecer a un cura (máxime tratándose, como en la novela, de una mujer inglesa que dice estar haciendo turismo), hay un paso bastante largo.

Finalmente: dos viejos amigos ingleses se reencuentran. Dice el narrador: «He leaned forward and hugged him in the Spanish way» [se adelantó y le abrazó a la manera española]. ¿Cuál es, exactamente, la forma española de abrazar?

martes, diciembre 15, 2009

Quo Vadis, RAE?

Alguien ha intentado meter a la Real Academia en un merdé, y ella ha respondido dando un paso adelante.

Hace algunos días, yo me enteré por un comentario que dejó a uno de los últimos posts RealMacManus, alguna pleonásmica asociación de la memoria histórica reclamó de la Real Academia que modificase la definición de la voz «franquismo» en su diccionario. Tal y como explicaba el diario Público, el argumento de la citada asociación es que la definición del diccionario es negacionista (esto es: apoya a quienes niegan que el franquismo fuese una dictadura represora) al considerar que aquel régimen era de «tendencia totalitaria». Ese hablar de tendencias y no de totalitarismo a ciegas es lo que hace la definición excesivamente generosa con el franquismo.

Vaya por delante que el argumento de los defensores de la memoria histórica es difícil de discutir desde el punto de vista histórico. Aunque, en buena parte, la historia de los primeros quince años del franquismo es la historia de cómo Franco se fue sacudiendo la mugre del falangismo más auténtico, es decir el llamado nacionalsindicalismo de raíz plenamente fascista (más mussoliniana que hitleriana; en esto yerran muchos), lo cierto es que la columna vertebral del régimen franquista fueron, y en gran parte nunca dejaron de ser, los famosos puntos programáticos de la Falange, los cuales no esconden en ningún momento su carácter totalitario: ya en el primero nos encontramos la aseveración de que todos los intereses personales y de clase deberán, inexorablemente, plegarse al objetivo mayor de la «suprema realidad de España» (que no se sabe muy bien lo que es, por cierto).

Aunque el franquismo pasó por muchas fases, nunca llegó a ser eso que en otras situaciones históricas se denomina una dictablanda y nunca, a pesar de los esfuerzos de algunas de sus familias (notablemente los tecnócratas ligados al Opus Dei), dejó de ser un régimen totalitario que tan sólo quería dar cierta apariencia de respeto hacia las minorías (Fuero de los Españoles, Ley de Prensa del 66, leyes de procedimiento administrativo, de procedimiento sindical, ... etc.)

Sin embargo, a mi modo de ver, no es esto lo que está en discusión. Lo que está en discusión es si un diccionario de la lengua es el lugar donde estos asuntos han de dirimirse.

Por si faltaba poco, la propia Real Academia va y le echa gasolina a la hoguera. Según noticias publicadas también en las últimas horas, su reacción a la petición parece haber sido considerar que todos los regímenes totalitarios deben ahora aparecer en el diccionario como tales, y por lo tanto se plantea colocar el mismo calificativo en el caso del comunismo y, supongo, todos sus lemas relacionados (leninismo, estalinismo, maoísmo...).

De nuevo cabe redactar el mismo párrafo. Desde el punto de vista histórico, sólo los muy comunistas defienden que el comunismo no ha sido ni es totalitario. Hombre, es cierto que ha habido partidos comunistas no totalitarios, plenamente integrados en democracias parlamentarias de índole liberal basadas en el respeto a las minorías. Es el caso de los comunismos europeos y, especialmente, de aquella cosa un poco blandi-blub, que no se sabía bien si era Juana o era su hermana, llamada eurocomunismo, y cuyo principal representante fue el comunismo italiano de Enrico Berlinguer. Pero, en primer lugar, estos partidos nunca han alcanzado el poder salvo en coaliciones de las que no eran la principal fuerza; y, en segundo lugar, son abrumadores los testimonios sobre estrategias comunistas consistentes en aceptar el régimen parlamentario provisionalmente y como una mera fase hacia la dictadura del proletariado (o sea, el totalitarismo marxista), es decir de apoyar la democracia parlamentaria tan sólo por razones tácticas. Ésta fue, sin ir más lejos, la táctica del Partido Comunista de España en la II República y la base de su enfrentamiento con los anarquistas. Éstos consideraban que hacía que hacer la revolución ya, mientras que los comunistas, sin negar la revolución, sostenían que aún no era tiempo.

Más allá, siempre que el comunismo ha alcanzado el poder, y con el único ejemplo relevante en contra de Chile (pero aquí, claro, Pinochet no nos dejó saber cómo acababa la cosa), ha terminado, más temprano que tarde, con las disidencias; ha abolido instituciones como la libertad de expresión, de sindicación, incluso hasta de residencia o de salida del país; y ha instaurado regímenes totalitarios de partido único.

Pero, una vez más, no discutimos si el comunismo era o es totalitario. Discutimos si un diccionario de la lengua tiene que meterse en ese berengenal.

O yo no entiendo bien la función de los distintos diccionarios, o ésa, precisamente, es la diferencia entre un diccionario de la lengua y un diccionario enciclopédico. Un diccionario de la lengua sirve para saber qué significan los lemas que contiene. Un diccionario encliclopédico se nutre de artículos escritos en cada lema cuyo objetivo es más ecuménico; ya no sólo se pretende definir sino informar o formar al lector con datos más o menos profusos. En un diccionario de la lengua se averigua y en otro se aprende.

¿Necesita la definición semántica de las palabras franquismo o comunismo el concurso de la información sobre su carácter totalitario? Puede. Pero, si puede, ¿acaso no necesitará la definición semántica de la voz «colonialismo» el concurso de su carácter explotador? Más: echadle un vistazo al lema «inquisición» en el DRAE. Con buen criterio lingüístico, el DRAE nos recuerda que solemos llamar el todo (la institución de la Inquisición) por la parte (que es la cárcel, lo propiamente llamado inquisición). Pero no dice una palabra sobre el hecho de que la existencia del Tribunal de la Inquisición supusiera la muerte, la ruina o el destierro de decenas de miles de personas a lo largo de los siglos. ¿No lo dice porque lo niega? Aquí es donde yerra el argumento de los defensores de la memoria histórica respecto del franquismo. No es que no lo diga porque lo niegue; no lo dice porque un diccionario de la lengua no es el lugar para empezar a dar esas explicaciones.

Lo que es acojonante, como digo, es que la RAE responda, no argumentando de esta manera, sino aceptando el envite y asumiendo su presunto papel de juez de las calidades históricas de los fenómenos que están descritos en los lemas del diccionario. Pues que le vaya bien. Por de pronto, yo tengo algunas peticiones.

En honor a mis antepasados siervos, que seguro que tengo muchos, que me cambien la segunda acepción del término feudal, dejando claro que el feudalismo supuso la plena dominación de la clase de los siervos.

En honor a la verdad histórica, en la voz cristianismo ya me están recordando que durante bastantes años admitió con total naturalidad la esclavitud humana y que sostuvo durante siglos posturas oficiales contrarias al avance científico.

¿Por qué en la voz monarquía no se recuerda que han sido absolutas hasta antes de ayer?

Y así, hasta la extenuación. ¿Qué hará la RAE cuando se encuentre con miles de peticiones sobre la mesa de todo aquél que considere que una mera definición semántica es negacionista y, por lo tanto, debe ser modificada?

Cráneos previlegiados.

lunes, diciembre 14, 2009

La Navidad (2): los ritos

Los Santos Inocentes

Una vez más, para poder hablaros del origen o posible origen de la historia y la fiesta de los santos inocentes, tengo que pediros que cambiéis el chip y os déis cuenta de algo muy importante en la Historia, que es adquirir conciencia sobre el hecho de que los tiempos no han sido siempre iguales. Hoy, las liturgias cristianas son pacíficas, silenciosas, ordenadas y envaradas (con la excepción, quizá, de algunas iglesias negras en Estados Unidos, de ésas que se pasan la tarde cantando y bailando). Pero esto no ha sido siempre así. No siempre ir a las celebraciones religiosas ha sido aburrido. En algún otro post os he contado ya que Felipe II tuvo que aprobar normas específicas para evitar el cachondeo que se montaba en las iglesias durante las celebraciones de la Semana Santa. Y la fiesta de los Santos Inocentes, con sus bromas, con su cachondeo, tiene también algo que ver con esto.

El ser humano ha propendido siempre al cachondeo mental. Como ya hemos dicho, las Navidades son unas fiestas que proceden directamente y sin escalas de las viejas celebraciones romanas; y el ciclo romano del solsticio de invierno comenzaba con las fiestas llamadas saturnales. Las saturnales eran unas fiestas esperadas sobre todo por las personas más humildes, porque se caracterizaban por un juego de cambio de papeles. Durante dichas fiestas, los amos eran sirvientes y los sirvientes, amos. Así pues, la señora de la casa debía servirle lo que le pluguiese a la esclava que habitualmente la peinaba y vestía cada mañana.

La celebración de los Santos Inocentes es cosa bien extraña. Hoy casi todo el mundo, si no todo, está de acuerdo en que si un rey hubiese decidido matar a todos los primogénitos, las crónicas antiguas, aunque sólo nos hayan llegado parcialmente, contarían el caso repetidamente y con profusión. No hubo, pues, matanza de los Santos Inocentes, a pesar de que hay un evangelio canónico que la cita, el de Mateo; bien que la sitúa después del paso de los reyes magos, por lo que hace siglos, en algunos lugares, la fiesta se celebraba el 8 de enero.

Otra definición de la rareza de esta tradición, que a veces parece como colocada en plan pastiche dentro de la Navidad, es que aquellos niños son los únicos humanos a los que la Iglesia reconoce como santos siendo anteriores a la revelación de Cristo. Teóricamente, no debiera haber santos ni beatos hasta que Jesucristo hubiese hablado. Pero estos niños son santos.

Volvamos a las saturnales. Durante estas fiestas, se echaba a suertes el nombramiento de un rey de los bufones o de los locos, a quien todo el mundo debía obedecer en sus absurdas órdenes (que solían consistir en obligar a la gente a bailar, beber o jincar) y el cual, según algunas crónicas, era asesinado al final de su reinado. Las propias saturnales parecen tener un origen que se pierde en la noche de los tiempos, pues ya en babilonia los seguidores del dios Marduk también tenían una fiesta en la que amos y sirvientes intercambiaban sus puestos, y donde se tomaba a un condenado a muerte, se le vestía con ropajes reales, se le sentaba en un trono, se obedecían sus órdenes y luego, al final del mandato, se lo ejecutaba.

En cambos casos, como veis, tenemos los dos elementos básicos de la fiesta de los Santos Inocentes: cachondeo, y muerte.

Aun acabado el imperio romano e instalado el poder del cristianismo, al inicio de la Edad Media se mantuvo en muchos lugares de Europa la costumbre saturnal del cambio de papeles. Dentro de ese tono bien distinto al que hoy conocemos, en aquel tiempo eran los propios sacerdotes los que hacían misas bufas en las que se cantaban canciones indecorosas. Algunas crónicas hablan de que entre los fieles que acudían a tal misa había más que tocamientos. Finalizada la celebración, en algunos casos todos los participantes salían a la calle y se subían a unos carros llenos de estiércol, que lanzaban a los paseantes.

En otra celebración navideña, una mujer con un niño en brazos era paseada por la iglesia en un asno, mientras las gentes rebuznaban y le cantaban al animal coplillas obscenas. Y hay que entender las cosas. Estas descripciones en modo alguno quieren decir que la cristiandad antigua fuese irrespetuosa e iconoclasta. Debemos imaginar lo que es una sociedad inculta, basta, absolutamente alejada de muchas sutilezas a las que hoy estamos acostumbrados. Igual que una persona cuya dieta son los grillos crudos considerará que la mejor forma de agasajaros es ofreceros una tapita de insectos, las personas que formaban aquellas sociedades para las cuales el divertimento tenía mucho que ver con esas actitudes chuscas y hoy diríamos irreverentes consideraban que la mejor forma de expresar su respeto por los hechos maravillosos contenidos en la Navidad y en la religión era integrarlos en su costumbre de celebración. Para aquellos casi paganos, rebuznar dentro de una iglesia era su forma de expresar devoción.

¿La Iglesia lo permitía? Bueno, es evidente que terminó por no permitirlo, y me da la impresión de que todo comenzó a cambiar en el momento en que perdió la sensación de poder monopolista, quizá al plantearse la cruzada contra los albigenses. Antes, sin embargo, la Iglesia tendía a considerar estas salidas de tono como una lógica y necesaria permisividad hacia los excesos de la gente; una especie de válvula de escape.

Estas fiestas clericales medievales fueron el gozne que puso en relación la clásica costumbre saturnal con la liturgia cristiana. Como digo, el hecho de que la Iglesia de Roma dejase de sentirse monopolística la llevó a tomarse más en serio estas cosas, y comenzó a desplazar la vertiente cachonda que hasta entonces habían tenido siempre las fiestas religiosas hacia otras costumbres, compartimentando lo serio y lo cachondo; de ahí el desarrollo específico de los carnavales. El concilio de Trento, no por casualidad la gran y principal reunión defensiva de la Iglesia católica, toma medidas para limitar las representaciones dentro de las iglesias, para sacar de las mismas las actitudes burlescas


Villancicos

Villancico significa canción de villano. O, si lo preferís, coplilla cantada por alguien de la clase servil. En la vieja Castilla, los villancicos eran canciones amorosas surgidas entre el pueblo normal y corriente. Al llegar el llamado Siglo de Oro, los capellanes de las iglesias tomaron la costumbre de musicalizar aquellas cancioncillas para adaptarlas a las distintas liturgias. Algo que la Iglesia ha seguido y sigue haciendo, por cierto, pues cualquiera que se acerque a una misa donde la música juegue un papel importante se podrá encontrar, con facilidad, al coro eclesial cantándole a Dios o a la Virgen con músicas como Bridge over troubled waters, de Simon y Gardfunkel.

Ahora que lo pienso: ¿sabe esto la SGAE?

El hecho de que los villancicos se convirtiesen en músicas navideñas está relacionado con el hecho de que las tonadas que la gente recordó mejor fueron las compuestas o musicalizadas para las celebraciones navideñas.

Villancico sangriento fue el cantado en Granada en la Navidad de 1568, y que comenzaba Pastores si aveys oydo/ el Jesucristo es nascido; los cristianos lo cantaban en las iglesias mientras los moriscos montaban una tangana que derivó en guerra primero y en su expulsión después.


El árbol de Navidad

El árbol de Navidad es una costumbre que se hunde en la noche de los tiempos a través de la adoración germánica por los árboles. Probablemente las creencias germánicas de hace muchos siglos eran fundamentalmente rurales y algo panteístas, lo cual les hacía ver a Dios, o al símbolo de la vida, en el árbol, de gran importancia para unos tipos que vivían y crecían en un área del mundo que aún hoy es intensamente boscosa.

No está, por lo tanto, del todo claro que el árbol de Navidad sea una tradición que venga a completar o a sustituir al belén. El belén puede haberse comenzado a introducir en Europa con la consolidación de la liturgia navideña, pero la tradición germánica de adorar al árbol como receptor y dador y de luz, con ciclos de vida relacionados (again) con el solsticio de invierno, es muy, muy anterior. La confusión, en todo caso, es plenamente lógica porque el árbol de Navidad, tras la reforma luterana, se convirtió en alternativa al belén en las zonas protestantes, sobre todo Alemania y Suecia, de donde probablemente surge esta especie de convicción de que la tradición surgió para desterrar las figuritas de las casas.

En resumen: el árbol de Navidad, más o menos con los arreos y el espíritu con que hoy lo conocemos, puede datar del siglo XVI. Pero, sin embargo, la costumbre germánica de adornar un árbol una vez al año es muchísimo más antigua.

Los primeros árboles de Navidad de que tenemos noticia se levantaron en las casas de Alsacia, como decíamos, en el siglo XVI. Los siguientes doscientos años vivieron la extensión de la costumbre en toda Alemania y el paso, en el siglo XVIII, a Inglaterra. El día que el árbol de Navidad cruzó el Canal de la Mancha tomó su gran decisión para convertirse en tradición mundial. Y quien lo hizo fue una mujer: la reina Carlota de Meklemburgo-Sterlitz, casada entonces con del rey inglés Jorge III. Tengo noticias de que a finales del siglo pasado aún existía una tradición vinculda a este origen continental del árbol de Navidad inglés, consistente en la remisión de un árbol desde el ayuntamiento de Oslo a Londres, con el objetivo de colocarlo en la Trafalgar Square. Honradamente, desconozco si sigue vigente. En Alsacia, ya a finales de aquel siglo XVIII, se adornaba el árbol y luego se esperaba la visita del niño Jesús con regalos para los niños buenos, mientras que los niños malos eran teóricamente visitados por el demonio. No existía, pues, tradición vinculada a la figura de Papa Noel, pero ya existían los regalos.

A mediados del siglo XIX, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo, otro continental casado con la familia real británica (en este caso la reina Victoria), dio el último empujón a la tradición del árbol en Inglaterra, y éste se generalizó en todos los hogares.

Inglaterra, cima del mundo, marcaba el paso de muchas cosas y también de las costumbres chic y molonas, lo cual forzó la extensión del árbol de Navidad por toda Europa. A París, por ejemplo, lo llevó una española, la emperatriz Eugenia de Montijo, quien en 1867 convenció a Napoleón III de colocar uno de estos árboles en las Tullerías. Tres años después, cuando tras la guerra franco-prusiana los franceses perdieron Alsacia, la nostalgia de aquella provincia perdida llevó a los franceses a practicar masivamente costumbres alsacianas, entre las que se encontraba el árbol.

La estrecha relación entre Inglaterra y Estados Unidos, al fin y al cabo una ex-colonia, llevó el árbol desde la metrópoli hasta las casas del nuevo imperio del mundo, y ha sido éste el que, durante el siglo XX, se ha encargado de darle el último empujón a este colorido adorno navideño y extenderlo por el resto del mundo.

En España, teniendo en cuenta estos precedentes, la costumbre del árbol es relativamente tardía. Lo cual no impide que los españoles la veamos como algo muy antiguo, y es cosa que no tiene nada de extraño teniendo en cuenta que también pensamos eso de las doce uvas, que son, sin embargo, e históricamente hablando, una tradición surgida antesdeayer por la tarde.

Hay que decir, en todo caso, que la España catalanoparlante tiene su propia tradición leñosa ligada a la Navidad, la conocida como tradición del tió, o leño. Es una celebración rural de Nochebuena en la que se busca un leño con un buen agujero o hueco, dentro del cual se colocan golosinas e incluso regalos. En la noche de Nochebuena, los niños de la casa se armaban (o ¿arman?) con palos y comenzaban a hostia limpia con el leño, gritando: «¡Tió, caga torró!»; lo cual, si no estoy muy equivocado, es una advocación para que el tronco cague turrón. Cosa que el leño, obviamente, acababa haciendo.

Considerando esta tradición y la de la sempiterna figurita del belén de un tipo aliviando sus intestinos, supongo que algún día algún antropólogo debería investigar los porqués de que los ritos navideños catalanes estén tan ligados a lo escatológico.