No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto, séptimo, octavo, noveno, décimo, décimo primero, décimo segundo, décimo tercer, décimo cuarto, décimo quinto, décimo sexto, décimo séptimo y décimo octavo capítulo.
Aproximadamente un año antes del momento en que Savonarola escribió su carta a los jefes de Estado europeos, su lugarteniente Fra Domenico da Pescia había ido a predicar a Prato, donde se le había enfrentado un franciscano, Fra Francesco da Puglia, quien le había retado a demostrar la veracidad de las teorías de su maestro mediante una ordalía de fuego. Fra Domenico, que era sin duda uno de esos especímenes de creyente enloquecido y desconectado de la realidad, aceptó sin dudarlo; aunque nunca hubo ordalía porque el franciscano se evaporó.
Aproximadamente un año antes del momento en que Savonarola escribió su carta a los jefes de Estado europeos, su lugarteniente Fra Domenico da Pescia había ido a predicar a Prato, donde se le había enfrentado un franciscano, Fra Francesco da Puglia, quien le había retado a demostrar la veracidad de las teorías de su maestro mediante una ordalía de fuego. Fra Domenico, que era sin duda uno de esos especímenes de creyente enloquecido y desconectado de la realidad, aceptó sin dudarlo; aunque nunca hubo ordalía porque el franciscano se evaporó.
Sin embargo, pasado el año, estando en Florencia, el fraile
de Puglia comenzó a sentir el aguijonazo de los cachondeítos de todos aquéllos
que conocían la historia, y decidió renovar el reto, aunque esta vez lo dirigió
directamente a Savonarola. Es probable que lo hiciese porque pensara que el
líder frateschi, o no aceptaría
nunca, o su gente no le dejaría. Sin embargo, para su sorpresa, Fra Domenico,
que debía de tener unas ganas de la hostia de andar por brasas ardiendo, se
ofreció voluntario para aceptar, él, el reto. Publicó un folleto en el que
resumía las principales conclusiones del savonarialismo, y se declaró dispuesto
a defenderlas con su vida. El franciscano contestó, torpemente, que su problema
era con Savonarola, no con un puto segundo de la fila.
Para su desgracia, sin embargo, su paso amenazador adquirió
pronto una importante dimensión política, cuando los arrabbiati se dieron cuenta de que la ocasión la pintaban calva
para hacer churrasco con su rival. Alimentaron la polémica, insinuando que
Savonarola, quien no se había molestado ni en contestar la amenaza, era un
cobarde. Como la Signoria estaba en manos de la oposición, el siguiente paso
fue que el gobierno de Florencia publicase las conclusiones de Fra Domenico e
invitase a quien lo desease a apuntarse a la ordalía.
Durante semanas, Savonarola, en realidad, ni se dio cuenta
de lo que pasaba. Estaba ya más que acostumbrado a ignorar a cohortes de
friquis que le escribían, le hacían ofertas, le amenazaban, le proponían
proyectos. Además, estaba con lo de las cartas. Para cuando sacó la cabeza de
sus asuntos de alta política y se dio cuenta de lo que pasaba, abroncó a su
discípulo, pero también tuvo que darse cuenta de que ya era tarde para echarse
atrás. Trató de reconducir la situación afirmando que estaba dispuesto a
debatir las famosas conclusiones, pero no a participar en una ordalía. Un
mensaje que los florentinos no entendieron, teniendo en cuenta el tono
milenarista y milagroso que siempre habían tenido los speeches del propio Savonarola (algo que trató de cauterizar explicando
que el tiempo de los milagros aun no había llegado). Como vio que no le servía,
probó con el argumento, también bastante habitual, de “yo soy demasiado
importante para meterme en estas polladas”.
Poco a poco, la cosa pareció normalizarse. Se llegó al
acuerdo de que el contendiente de Fra Domenico fuese sustituido por otro franciscano voluntario,
Fra Giuliano Rondinelli, aunque se sobreentendía que la ordalía nunca tendría
lugar. Pero, muy a pesar de los movimientos tranquilizadores, el asunto, lejos de bajar el tono, lo subió, convirtiéndose en un problema relacionado con la
envidia entre órdenes religiosas. Los dominicos hicieron piña a favor de Savonarola,
y los franciscanos contra él. En pocos días, hubo cientos de monjes de ambos lados
voluntarios para participar en la ordalía. Incluso seglares, en las iglesias,
presentaban sus candidaturas.
La enorme repercusión social de aquel conflicto provocó que
la Signoria debatiese si debía volver grupas en su decisión primaria de
permitir el acto. Sin embargo, ni dentro del Ejecutivo había consenso, ni el
poco acuerdo existente era capaz de contrarrestar la presión de la calle. Savonarola
entendió esto mismo (especialmente en el momento en que del Vaticano llegó una
carta comunicando que el Papa abominaba de la propuesta, pero no ordenaba su
paralización, lo cual fue más que posiblemente una jugada de sus enemigos en
Roma) y, por ello, decidió, muy a su pesar, colocarse al frente de la manifestación.
El 7 de abril de 1498, las puertas de Florencia aparecieron
cerradas para impedir la llegada masiva de curiosos. La Piazza della Signoria
se encontraba tomada por el ejército, que controlaba todas entradas para
prohibir la entrada de las mujeres y cachear a los hombres por si llevaban armas,
que les eran confiscadas. Aun y a pesar de ello, la plaza se petó de hombres,
lo que permite adivinar que la práctica totalidad de la población masculina de
la ciudad se encontraba allí.
Una vez más, ya lo he hecho otra vez en este texto, debo
recordarle al lector de estas notas que los tiempos actuales no son los
pasados. Hoy, cualquier acto masivo en la misma plaza de Florencia podría
contar con ayudas notables para su seguimiento; me refiero, muy especialmente,
a los altavoces y las pantallas de plasma. Pero por si no lo sabes, lector, el
hombre renacentista no tenía nada de esto. No disponía de modo alguno de saber
lo que pasaba a 30 metros de él y, por lo tanto, dependía totalmente en lo que
otros les contaran. Y eso es algo que aquel día de abril de 1498 sólo entendieron
los arrabbiati.
Por muy bien preparada que quisiera estar la pira de la
ordalía, cualquier persona que haya visitado la Piazza della Signoria se dará
cuenta de que quienes estaban en condiciones de ver lo que pasaba en ella no
eran ni el 5% de todos los presentes en el área. La plaza estaba llena de
gente, y entre esa gente, cada quince o veinte metros, había un agitador arrabbiati. Los antisavonarolianos
sabían que la mayoría de la gente de la plaza no podría saber por sí misma lo
que iba a pasar en la Loggia dei Lanzi, donde estaba el altar, y querían
contárselo ellos.
Franciscanos y dominicos aparecieron en la plaza en sendas
procesiones de centenares de frailes. Fra Domenico, que vestía una túnica
escarlata, fue visto subiendo al altar. Pero nadie parecía reconocer a su
rival. Heraldos y emisarios comenzaron a ir y venir entre la Loggia y el
Palacio. Los agentes agitadores comenzaron a decir que los franciscanos habían
objetado los vestidos de Fra Domenico, porque, decían que decían, podían estar encantados.
Después de muchas idas y venidas, se volvió a ver a Fra Domenico en el altar,
esta vez sin sus aparatosos vestidos.
Sucintamente, lo que pasó fue esto: los franciscanos
pusieron, durante larguísimo tiempo, un montón de problemas a la ceremonia.
Pero eso sólo los poquísimos que eran capaces de escuchar los diálogos en la
Loggia lo sabían. Al resto les fue referido que eran los dominicos los que
estaban colocándose de canto.
En ese momento, uno de los líderes de los más radicales
antisavonarolianos, los compagnacci,
se irguió sobre una estatua y comenzó a excitar a la multitud. Pronto, una
multitud presionó hacia la Loggia, donde los soldados del gobierno de la ciudad
tuvieron que proteger a Savonarola. Se restableció la calma, y vuelta a
esperar, esta vez bajo la lluvia que comenzó a caer.
Las negociaciones eran interminables. Fra Domenico, que se
había quitado sus vestidos, aceptó también no llevar la cruz que portaba al
cuello. Sin embargo, Savonarola insistía en que debía llevar la sagrada forma a
través del fuego. Los franciscanos protestaron argumentando que la divinidad de
la hostia podría arder si lo hacía el recipiente que la llevaba, y los frailes
se enfrascaron allí mismo, en medio de la plaza, en medio de una multitud que
llevaba ya horas esperando, en una honda discusión teológica sobre la
naturaleza física del ser divino.
A punto de irse el sol, el gobierno de la Signoria,
literalmente hasta los huevos de los frailes de ambos bandos, desconvocó la
ordalía. El día se había consumido para nada, y la inmensísima mayoría de los
testigos del acto culpaban de ello, convenientemente manipulados, a los
dominicos. En realidad, lo que es más que probable es que fuese exactamente al
revés: que fuesen los franciscanos los que, solos o en compañía de otros (porque
la asombrosa coordinación con que los agitadores arrabbiati y compagnacci reaccionaron a los hechos sugiere algún
tipo de convergencia), se cargaron el acto, pues no tenían intención alguna de
hacer que uno de los suyos caminase sobre brasas; y todo lo montaron para hacer
de ello culpables a sus enemigos.
Los franciscanos se marcharon en silencio, sin ser
molestados. Los dominicos, ya fue otra cosa. Cruzaron la plaza como un árbitro
que acabara de pitar un penalti injusto contra el equipo local en el minuto
noventa. Florencia estaba cabreada, y tenía un culpable para todo ello: Fra
Girolamo Savonarola.
El buen fraile estaba ya maduro para la horca.