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Falsas historias
Que en el mundo siempre ha habido caraduras es algo que nos dijo Santos Discépolo hace más de un siglo. Sin embargo, una de las cosas que aceptamos con facilidad es que todo lo que pertenece al pasado es como nos llega descrito, sin pararnos a pensar que los hombres de la antigüedad tenían la misma falta de escrúpulos que tenemos nosotros hoy en día. De hecho, ésta es una limitación insalvable de la Historia conforme se refiere a periodos más antiguos, por cuanto, más atrás en la edad del hombre, los testimonios se hacen más escasos y, además, la probabilidad de que los que hayan sobrevivido sean creaciones interesadas es mayor. En efecto, las creaciones de la propaganda tienen la virtud de ser ampliamente distribuidas, lo cual mejora sus posibilidades de haber sobrevivido al paso del tiempo. Es, por ello, bastante difícil que nos podamos hacer una idea cabal de lo que ocurrió en muchos periodos de nuestro pasado.
Pero hay un paso más, que es aquél en el cual los contemporáneos de los hechos hoy narrados como parte del pasado intentaron cambiarlos deliberadamente. En este punto, entramos en el terreno de las falsificaciones. Contra lo que se pueda pensar, el pasado del hombre está petado de falsificadores y falsificaciones; lo que ocurre es que, muy a menudo, han sido descubiertas porque la falsificación perfecta, como el crimen perfecto, casi no existe. Hoy quiero hablaros de esas falsificaciones y, precisamente porque son muchas, me centraré sólo en tres; dos de ellas por su elevada importancia histórica; de hecho, ambos casos nos deben hacer reflexionar, porque vienen a demostrar que una mentira puede llegar a mover la Historia. La tercera la cito porque se produjo hace tan poco tiempo que muchos somos contemporáneos de la misma.
La primera, y probablemente, mayor falsificación de la Historia es la perpetrada por un Papa, Esteban II. El bueno de Stephen, como casi todos los vicarios de Cristo, vivía en Roma y defendía, de consuno, la primacía política y espiritual de la sede romana. Pero tenía un problema. En el siglo VIII en el que vivió, el Imperio Romano, que era la organización política de referencia para el mundo occidental (tanto que, décadas después, Carlomagno lo resucitaría) se había dividido en dos grandes comunidades autónomas: el imperio occidental, con centro en Roma; y el oriental, con centro en Costantinopla y que conocemos como Bizancio.
Bizancio, que en su inicio era como una sucursal imperial, resultó ser una organización política y social mucho más dinámica que la vieja Roma, invadida de godos y querellas. A su manera iba desarrollando su propia religiosidad, lo cual lo alejaba de la disciplina del de blanco; y, sobre todo, desarrollaba un gran poder temporal alrededor de su emperador, que se consideraba por encima del papal. Los emperadores de Bizancio, en efecto, musitaban en privado aquello que Stalin dijo del Papa en Yalta: «¿Tan poderoso es? ¿Cuántas divisiones tiene?»
Esteban sabía que sólo era cuestión de tiempo que el papado acabase atraído por el centro de poder bizantino, lo cual le haría perder toda su autonomía. Así pues, hizo llamar a sus mejores amanuenses, los cuales elaboraron la llamada Constitutio Constantini, un documento falso de toda falsedad pero sin el cual difícilmente existiría hoy la cúpula de San Pedro levantada por Miguel Ángel.
En la conocida como donación de Constantino, el emperador romano afirma que abandona Roma para no tener que ejercer su poder en la misma sede que el Papa (de aquella, Silvestre I), pero ofreciendo antes a éste la abdicación de su corona; esto es, donando al Papa el Imperio.
La donación de Constantino fue publicada en el año 754, esto es 430 años después de que Constantino realizase dicha teórica donación, sin que nadie, al parecer, se preguntase seriamente por qué había estado más de cuatro siglos perdida. Y es un documento de grandísimo valor porque es en él en el que se ha basado todo el poder temporal de la Iglesia Católica hasta, como poco, el siglo XV. Por mor de la donación de Constantino, todos los reyes de Europa, emperadores incluso, no dejaban de ser usufructuarios de un derecho que en realidad reposaba en las manos del Papa, pues era a éste a quien se le había legado el poder imperial. Obviamente, con la llegada en el Renacimiento del concepto de nación, de rey responsable ante Dios y ante la Historia y bla, éste entra en directo conflicto con el concepto de la donación, con lo que el poder temporal del papado comienza a diluirse; pero para entonces el Vaticano ya era una institución tan rica como influyente, capaz de asentarse en otras pilastras para permanecer.
La donación de Constantino es también la base del teórico derecho papal de posesión de Roma e incluso de casi toda Italia, que sustentó la creación de los Estados Pontificios y aún en la segunda mitad del siglo XIX fue un serio obstáculo para la creación de la nación italiana.
No fue hasta el siglo XV que un docto italiano, Lorenzo Valla, demostró la falsedad del documento, a base de profundizar en el latín del mismo que, demostró, no podía haber sido usado por Constantino por contener usos y giros impropios de su era. O sea, más o menos que como si alguien se inventase ahora una pretendida carga de Robespierre a los españoles en la que utilizase palabras como troncos, guay, o fistro. Desde la propia iglesia, Nikolas Krebs, al que conocemos más como Nicolás de Cusa, fue quizá el primer teólogo que afirmó la falsedad del documento.
En 1868, un tal Hermann Gödsche, escritor que firmaba con el seudónimo Sir John Retcliffe, publicó una novela, titulada Biarritz, en la que lanzaba la idea de que la existencia de un grupo secreto de judíos que pretendía la dominación del mundo. Gödsche, sin saberlo, había puesto la primera piedra de la segunda gran falsificación de la Historia, que habría de ser enormemente sangrienta.
Todo surgió en los desagües de la Rusia zarista autocrática. En los inicios del siglo XX, el zar Nicolás II vivía bajo la creciente preocupación de los grupos subversivos, anarquistas, socialistas, nihilistas y mediopensionistas, que cada vez eran más pujantes en el país y ya algún año antes se habían llevado por delante a algún monarca. Debió de pedir a sus especialistas en espionaje que hicieran lo necesario para parar aquello, y algunos de estos espías decidieron que una forma de mantener al pueblo ocupado y lejos de las teorías revolucionarias sería buscarle un enemigo (esto no es nuevo; los nacionalismos viven de esto los días pares, y los impares, también). Conociendo la idiosincrasia del ruso medio, este enemigo no podía ser otro que los judíos. Cualquiera que ocupe dos minutos en leer la historia eslava comprobará que, en efecto, los judíos son los maketos de Rusia.
En las cloacas del zarismo, probablemente, se redactaron los llamados Protocolos de los Sabios de Sión, que se dieron a la luz pública en 1903 y se supone contenían las comunicaciones realizadas en una reunión secreta de la Sociedad de los Sabios de Sión, o sea el Club Chorrenberg de la época. Esta reunión, se decía, había tenido lugar en 1879 en Basilea, y de la misma había salido un programa para la dominación del mundo por los judíos (una vez más, nunca se explicó por qué dicho programa estuvo 25 años durmiento el sueño de los justos). Concretamente, según los protocolos los planes hebreos eran: corromper a la juventud «mediante una educación subversiva»; dominar a los pueblos a través de sus vicios; acabar con la institución familiar, desacreditar la religión, activar la lujuria y «mantener divertidas a las gentes para impedirles pensar», entre otras cosas. Por supuesto, también se proyectaba realizar la bancarrota internacional.
Hay que reconocer que les ha salido de coña. Aunque, bueno, también puede ser que los protocolos sean un ejemplo más de eso que las pitonisas y mediums de vía estrecha hacen cada lunes y cada martes en la tele y en la radio: a base de contarte cosas obvias, te dan la impresión de que saben la hostia sobre el futuro.
Cierto es que Nicolás II se acabó giñando, al ver el resultado de la campaña, y ordenó retirar los libros de la circulación; para entonces, sin embargo, los protocolos ya habían sido traducidos y media Europa los creía. En 1921, un periodista británico, Philip Graves, demostró la falsedad de los protocolos, en 1935, una corte suiza, a causa de una demanda de la Unión de Comunidades Israelitas, dictaminó judicialmente su falsedad, sentencia que fue ratificada en apelación en 1947. Pero para entonces daba ya igual. Muchas personas los creyeron, y los creen incluso (ya en los setenta, el rey Feisal de Arabia Saudita obsequiaba a sus visitantes con un ejemplar; y no hace ni un mes que he pillado un mensaje en un muro de Facebook que los citaba).
Entre los creyentes se cuenta un desclasado nacido en Linz, que probablemente los leyó durante su primera residencia en Munich, cuando vivía casi como un sin techo y se sostenía, apenas, a base de vender copias al carboncillo de monumentos de la ciudad que él mismo pintaba. Ese joven decía llamarse Adolf Hitler, y al calor de la pretendida necesidad de reaccionar a la conspiración judía mundial, asesinó a tres millones de personas y dictó la más cruel legislación xenófoba de los tiempos modernos en el mundo occidental.
Pero no siempre los intereses de la falsificación son la propaganda y el poder. Las más de las veces, es el dinero. Quizá el mayor falsificador por pasta del que tiene idea la Historia sea el francés Denis Vrain-Lucas, quien llegó, él sólo, a crear en sólo tres años más de 27.000 documentos falsos, que incluían desde cartas de Julio César hasta confidencias de la corte barroca francesa, y que vendía a muy buen precio antes de ser descubierto. Con todo, el escándalo crematístico que mejor recordarán algunos de mis lectores será el que perpetraron un periodista, Gerd Heidemann, y un peripatético anticuario, Konrad Kujau. Kujau era un conocido nostálgico del nazismo; tenía una tienda de recuerdos nazis en Stutgardt, y era muy aficionado al saludo fascista. Ya de natural falsificador, cuando se registró su casa se encontraron en la misma cuadros falsos de Goya, Durero o Rembrandt.
Heidemann puso sus contactos en una revista importantísima alemana, Stern, y Kujau sus conocimientos sobre Hitler. Juntos, crearon los diarios del Führer, hasta un número de setenta cuadernos. El anuncio del descubrimiento conmocionó a la Alemania de finales de los setenta. El gobierno alemán exigió pruebas, con lo que al instante se inició una larga batalla con la revista que culminó con la entrega por parte de ésta de siete de los setenta cuadernos. Del análisis de dichos cuadernos quedó establecida, sin lugar a dudas, la falsedad de los diarios.
Dos fueron las pistas que llevaron a los investigadores a esta conclusión. En primer lugar, como en la donación de Constantino, el lenguaje presuntamente utilizado por Hitler en sus diarios era incompatible con el de un austríaco de formación bávara de principios del XX (aparte de que, en algún cuaderno, Kujau había metido la pata y resultaba que Hitler comentaba hechos que se habían producido después de su suicidio; pero esto no hacía sino alimentar a los mistabobos que opinaban que Hitler estaba vivo). La segunda pista era más moderna: ni el papel, ni la tinta, ni el cordón, ni el lacre de los presuntos cuadernos era el de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, sino más moderno. Además, estaban los testimonios de la vida del dictador alemán. En primer lugar, no tenía sentido que Hitler comenzase a escribir un diario en el año 33, dado que su actividad política había sido frenética ya con anterioridad. Por lo demás, personas que convivieron con él dejaron bien claro en sus memorias que Hitler odiaba escribir a mano; sin mencionar en el hecho de que, en los últimos años o meses de su vida le habría sido penosamente difícil hacerlo por el mal de Parkinson galopante que sufría.
Los falsificadores fueron finalmente juzgados y condenados. Pero llegaron a cobrar 3,75 millones de dólares de la revista alemana, y los derechos de publicación de los diarios se subastaron en todos los países. Los compró Paris-Match, el semanario italiano Panorama y The Sunday Times. ¿En España? Pues en España hubo una subasta a la que se presentaron la agencia Efe (hay que joderse; con dinero público) y las revistas Hola, Cambio 16 y Tiempo, resultando ganadora ésta última, que apoquinó 21 millones de pesetas de la época.
No estoy seguro, pero creo que la memoria no me falla si digo que algún «cuaderno» llegó a publicarse por parte de la revista, pero ésta suspendió la publicación a las pocas semanas, una vez que el engaño fue ya innegable.