miércoles, enero 18, 2012

Piratas

El lugar ideal para cometer el robo y/o el asesinato perfecto es la mar. Ni siquiera hoy, en el tiempo de los satélites y las cámaras callejeras que controlan buena parte de nuestros movimientos, hay gran cosa que hacer frente al equipo de personas que, usando embarcaciones ligeras y exhibiendo la necesaria falta de escrúpulos, interceptan el importantísimo tráfico marítimo y se quedan con mercancías y personas, por las que cobran habitualmente rescate.

La piratería, sin embargo, le cae simpática a un montón de gente. Empezando por el montón de gente británica, y de otros países, a la que no le queda más huevos que admirar a algunos de sus piratas, porque son sus héroes nacionales. Pero, más allá, la literatura y el cine han hecho mucho por envolver de romanticismo, atractivo sexual e, incluso, cierto contenido político, al filibustero; a pesar de que éste, la Historia lo demuestra, ha sido, las más de las veces, un perfecto hijo de la gran perra. Hay que reconocer, sin embargo, que en el pirata se dan algunas características que han podido, de hecho así ha sido, mesmerizar a más de uno.

Piratas, como digo, ha habido siempre. A Julio César lo secuestraron unos, que pidieron un jugoso rescate por su persona; aunque también es cierto que en esa anécdota, Julio inventó la retaliation pues, nada más verse libre, se dirigió al refugio pirata, los pilló celebrando el cobro y, allí mismo, los degolló primero y, dicen las crónicas, crucificó después. Confieso que nunca he entendido el sentido de la segunda acción.

Con los siglos llegaron los vikingos, grupos más o menos desorganizados que, sin embargo, obedecían reglas bastante estrictas, y que practicaban una mezcla entre la piratería y el establecimiento en las tierras que tocaban, que es la que explica que hoy en día, en toda la costa atlántica europea, aparezcan como si tal cosa, en los paritorios, bebés inusitadamente pelirrojos, rubios, o de pieles blancuzcas y pecosas. Hoy en día, poder demostrar ancestros vikingos, en tierras que buscan ancestos propios hasta el la sección de perfumería del Carrefour como, por ejemplo, Galicia, mola que lo flipas. Recuerdo, en este sentido, que el mejor libro que he leído sobre la materia, hace bastantes años, se llamaba Gallaecia Scandinavica; pero lamentablemente no recuerdo el autor.

La primera acción decididamente organizada contra la piratería es la creación de la Liga Hanseática, en 1214, que incluyó la contratación de barcos de seguridad para proteger los convoyes. No obstante, en un detalle que también es muy significativo del tono de la historia de la piratería, los propios comerciantes hanseáticos alquilaron los piratas para guerrear contra el rey danés Waldemar. Y es que la historia de la piratería está repleta de teóricos represores o gobernadores de ciudades costeras que se dan a la piratería; de comerciantes que juran en arameo cuando les roban barcos pero comercian luego con el material robado por los piratas; y de piratas que acaban contratados como alguaciles del mar y se despliegan con sus ex camaradas con una crueldad digna de mejor encomio.

La prosperidad de Inglaterra en los tiempos pre-renacentistas hizo del Canal de la Mancha un lugar de gran transacción comercial y cita de piratas, habiéndose llegado a calcular la presencia de hasta 400 barcos ladrones en esas aguas. Los conocidos como Cinco Puertos Ingleses (Hastings, Rommey, Hythe, Dover y Sandwich), que vivían del comercio, crearon una liga contra los piratas, a la que se unieron, asimismo, Winchelsea y Rye. Sin embargo, esta lucha inglesa contra la piratería se hizo de una forma un tanto especial, sobre todo si la vemos con ojos actuales, porque los puertos ingleses, aparte de tratar de pillar a los piratas, les dieron licencia para saquear cualquier buque que no fuese inglés. De esta manera embrionaria nació lo que hoy conocemos como patente de corso.

Eso que los ingleses conocen como privatery es una consecuencia plenamente lógica de la época. En la mar, como en la tierra, los ejércitos no son nacionales ni estatales, sino particulares. El ejército de un rey es la suma de los pequeños ejércitos de aquellos hombres que, en su ámbito, están en disposiciones de alquilar mercenarios y le apoyan. En la mar es exactamente igual. El final de la Edad Media es el comienzo del fenómeno que conocemos hoy como guerra mundial. De hecho, en mi opinión debiéramos llamar primera guerra mundial o primera guerra europea a lo que conocemos como guerra de los cien años; exactamente igual que en el 14, en aquélla metió cuchara todo Dios, y fue la geopolítica del área la que se ventiló en los combates.

En el marco de estos enfrentamientos, igual que los particulares forman batallones de arqueros o piqueros, los particulares arman barcos, que operan con patentes de guerra concedidos por el rey, pudiendo saquear los barcos con la condición de rendir una porción a la corona. Ya sé que es difícil imaginar una Inglaterra sin armada, pero los ingleses medievales carecían de ella, y habrá que esperar hasta Enrique VIII y, sobre todo, hasta la Reina Virgen, para encontrarnos intentos serios de formarla.

Eduardo I de Inglaterra, para mí uno de los mejores reyes que ha tenido ese país desde el punto de vista de su robustecimiento como nación, concedió ya las primeras patentes de corso, sobre todo a los armadores de mercantes que habían sido previamente saqueados. Estas patentes, por lo tanto, daban derecho a piratear y saquear cualquier barco que llevase la misma bandera que la de quien les había saqueado a ellos primero. Pero fue, como ya he insinuado, Isabel I la que hizo de esta actividad un auténtico negocio, tanto para los piratas como para Inglaterra. Obsesionada con la posibilidad de que el rey español invadiese un día su país, Isabel multiplicó las patentes de corso y, sobre todo, inauguró el prestigio del pirata, con gestos como el bien conocido de subir a la gacela dorada de Francis Drake para armarlo caballero.

Drake odiaba a España y amaba el dinero a partes iguales. Cierta historiografía inglesa trata a su abuelo con la conmiseración de quien hizo lo que hizo porque la guerra y bla; pero es falso, porque da la casualidad de que Drake se ensañó con las posesiones españolas también en tiempo de paz. Fue en tiempo de paz, por ejemplo, cuando planificó su vuelta al mundo saqueando las ciudades españolas del Pacífico; campaña que fue la le que dio la condición de caballero, entre otras cosas porque el tesoro que descargó en Londres puede ser, bien fácilmente, uno de los tres o cuatro mayores tesoros jamás conseguidos en un botín de paz o guerra (dos millones y medio de libras de la época, según los relatos).

Paradójicamente para los piratas, muchos de los cuales, como Drake, soñaban soñaba con la derrota de España, la famosa de la Armada Invencible fue un desastre para ellos. Al convertirse otras rutas distintas del Canal en seguras, las mercancías dejaron de fluir por donde ellos estaban acostumbrados a atacar y tenían sus bases. Para colmo, Jacobo I, en llegado al trono de Londres, cerró las hostilidades con España, lo que dejó literalmente en el paro a centenares de barcos con sus centenares de capitanes y decenas de miles de piratas dentro. En esta situación, se volvieron contra el propio comercio inglés, que las patentes de corso habían dejado aparte obviamente, y prácticamente lo hicieron, nunca mejor dicho, zozobrar. La solución al problema, en todo caso, llegó mediante la internacionalización. Jacobo I, que como buen cristiano no sentía ningún respeto por los no creyentes, comenzó a conceder patentes de corso a quienes se fuesen a robar al Mar Rojo. Allí pillaron y mataron a manos llenas los corsarios ingleses, cotizando siempre el diezmo para la corona.

No obstante, otra zona se convertía en caliente en esos tiempos: el Caribe. La elección del lugar tiene también mucho que ver con la derrota de la Invencible y el hecho de que dejó las aguas atlánticas y pacíficas en manos que quien las quisiera surcar. Claro que también había sus riesgos. Según un relato de 1604, a los integrantes de dos barcos piratas apresados por los españoles en las Antillas se les cortaron las manos, los pies, las orejas y la nariz y, finalmente, fueron embadurnados con miel y colgados de los árboles para que se los comiesen los insectos.

Los primeros bucaneros caribeños eran franceses y, más que piratas, eran, como lo sería el pasaje de Myflower algún día, perseguidos religiosos. En vagabundeo por el mundo, llegaron a la actual Haití, que había sido abandonada por los españoles, pero que tenía abundante ganado salvaje porque los antiguos colonizadores no se lo habían llevado. Allí se establecieron los franceses y, como ganaderos, aprendieron a preparar una carne salada y seca, tal y como lo hacían los indios, sobre una especie de parrillas hechas con ramas verdes que llamaban boucans. Bucanero, por lo tanto, es una palabra que, en su inicio, quiere decir preparador y vendedor de este tipo de carne, que era bastante popular entre los navegantes de la zona.

Es hacia 1630 cuando estos primeros bucaneros, muy acrecidos por gentes que se habían ido quedando en la isla tras desertar de sus barcos, se trasladaron a la Isla de la Tortuga. Además, finalmente tuvieron que hacerlo porque los españoles entraron en La Española a sangre y fuego, matando el ganado y ejecutando a los bucaneros que encontraron por estar ocupando una isla de su propiedad. Aquella incursión, sin embargo, fue un error que España acabaría pagando carísimo con el tiempo. Faltos de su negocio en tierra, los bucaneros hubieron de buscarlo en la mar, y se convirtieron en piratas, a los que los ingleses llamaban freebooters, palabra que los franceses pronunciaban flibustiers y que, de regreso al inglés, se convirtió en filibusters, de donde viene nuestro filibustero.

Desde 1630 a 1710 existió en la Isla de la Tortuga una especie de república pirata o Confederación de los Hermanos de la Costa, que funcionó a la manera anárquica de los piratas. En 1640 Francia se convirtió en el primer estado que le vio una posibilidad a controlar esa cosa y la invadió con unas tropas al mano de un tal señor Lavasseur de San Cristopher. En 1654, gracias a la prosperidad que les trajo la posesión francesa (y sus patentes de corso), los piratas tenían ya embarcaciones suficientemente grandes como para llegar hasta la denominada Costa de los Mosquitos, en Nicaragua. A partir de 1665, la piratería alcanzó la operativa y dimensiones que conocemos, y así siguió durante apenas sesenta años en que empezó su declive. En ese mismo año de 1665, además, abrieron una segunda base en Jamaica, en lugares como Cagua o el famoso Port Royal. Esos fueron los años de François Lanonois, el terror de Maracaibo; o Lewis Scott, que lo fue de Campeche, en México; Pierre François, Roque Basiliano... tantos otros. Entre ellos destacó, desde luego, Henry Morgan, el responsable de que Morgan sea apellido habitual de delincuente y, muy especialmente, de pirata, en el imaginario de mucha gente. En realidad, Morgan fue uno de esos piratas de doble cara, pues, además de ladrón y saqueador, también fue el defensor de Jamaica frente a los ataques españoles, mediante una patente concedida por el gobernador inglés sir Thomas Modyford, que le permitió armar una poderosa flotilla pirata de doce barcos con 700 hombres a bordo, con la que hostilizó la isla de Cuba y Portobello, en Panamá. Morgan era también un tipo sin escrúpulo alguno pues, en sus asaltos, utilizaba curas y monjas apresados como escudos humanos. Para conocer el emplazamiento de las cosas de valor de los pueblos, no dudó ni siquiera en torturar a niños pequeños, quemándoles los dedos para que confesaran.

Retirado tras sus acciones, volvió a la acción en 1670, cuando España volvió a atacar Jamaica, llegando a juntar una flota de 36 barcos y 2.000 marineros.

Las victorias de Morgan llevaron a España a firmar el llamado Tratado de las Américas, por el cual reconocía por primera vez a Inglaterra el derecho a comerciar en la zona. Este tratado acabó con los bucaneros para siempre, aunque no pocos de ellos decidieron seguir siendo piratas. Los buenos tiempos volvieron, aunque de forma intermitente; como en 1683, cuando la ruptura de hostilidades entre España y Francia volvió a multiplicar las patentes de corso. En 1688, Inglaterra concedió un indulto general al que se acogieron muchos piratas; pero la guerra con Francia, al año siguiente, volvió a animar a muchos a ocupar el oficio.

Los piratas eran personas no exentas de valentía. Pierre le Grand, el primer gran pirata de la Isla de la Tortuga, ordenó cierta vez que, antes de un ataque, se abriese una vía de agua en su propia nave; de esta manera, evitó las deserciones o renuncios. El pirata medio era un dipsómano sin solución (no pocas veces, los piratas no pudieron realizar abordajes, o repeler ataques, por lo mamados que estaban) y tenía que estar dispuesto a lo peor, porque el castigo habitual por su delito era la muerte. Sin embargo, el porcentaje de piratas que murieron en la horca, con seguridad, fue muy bajo y, además, como hombres de mar, a los piratas lo que les esperaba en la vida civil era una existencia de mierda por un salario bastante menos que mileurista. Sin embargo, la piratería podía dar enormes negocios, como la droga hoy en día; por lo que ejercía sobre mucha gente el mismo nivel de atracción.

Aunque no con tanta frecuencia como se quiere ver, la piratería también tenía, a veces, su punto de reivindicación social (que ha colaborado para construir su mito), dado que no pocos de los piratas, si no todos, eran personas de muy baja extracción social que antes habían tenido, por así decirlo, una triste vida de obreros. Muy conocido en el mundillo filibustero es el discursete que el capitán pirata Charles Bellamy le soltó a un capitán mercante que, una vez apresado, se negó a hacer una cosa que se ofrecía muy a menudo a los vencidos, esto es firmar el estatuto del pirata y unirse a ellos. Bellamy lo llamó «perro zalamero, como todos ésos que se someten a ser gobernados por las leyes que han hecho los ricos para su propia seguridad». Todo un indignado, el tal Bellamy.

Los piratas atacaban en barcos pequeños, contra lo que se suele ver en las películas, entre otras cosas porque su mejor forma de huir si la cosa iba mal era acercarse a los bajíos y salir por patas del barco; para lo cual necesitaban que el suyo tuviese menos calado que la media. Solían aprovechar muchos barcos apresados, aunque les elevaban las bordas (para poder esconderse hasta el último momento) y les quitaban absolutamente todo lo que había en cubierta para dejarla diáfana. En la cubierta era el único lugar de un barco pirata en el que se dejaba fumar (al menos con la pipa sin tapar) para evitar incendios; aunque beber, se podía beber hasta en el puesto del vigía.

Los capitanes eran electivos y, por lo tanto, podían ser destituidos; Daniel Defoe llegó a ver en un barco pirata 13 capitanes en dos meses. Su valor era, normalmente, equivalente al último botín conseguido. Tenían derecho a camarote, pero cualquier otro marinero podía entrar en él cuando quisiera y tomar del mismo lo que le diese la gana (ron, las más de las veces). Los capitanes comían la misma ración que la tripulación y eran uno más. Aunque algunos fueron muy respetados. Barbanegra, por ejemplo, se hizo respetar una tarde cuando, en medio de una borrachera monumental, decidió apostarse a bien quién sería capaz de aguantar más tiempo en el infierno. Así que se metió en las bodegas, con los otros que apostaron, y una vez allí hizo quemar azufre. Por supuesto, fue el último en salir para, a renglón seguido, invitar a sus hombres a una competición a ver quién aguantaba más tiempo ahorcado sin morir; invitación que nadie aceptó. En otra ocasión, y por pura broma, le destrozó una rodilla de un pistoletazo a un amigo íntimo suyo.

Una vez elegido, el capitán tenía el mando y se apoyaba en su contramaestre, que en realidad era el alma del barco, pues organizaba casi todo, desde los ataques hasta el reparto del botín. Aunque el capitán tenía el mando, los castigos se imponían en asamblea de todos, salvo que la falta estuviese recogida en el Estatuto. Cada barco o flota pirata tenía su propio Estatuto, que había que firmar al inicio de cada campaña, aunque sus contenidos son bastantes parecidos. Se establecían normas básicas de disciplina o de seguridad (como lo de no fumar en las sentinas), así como otras como la prohibición de violar a las cautivas (blancas; a las negras, incluso los nada raros piratas negros se las zumbaban a gusto). Esto no tiene nada de altruísta ni de civilizado. Contra lo que se pueda imaginar, los piratas no querían pelear. El chollo, para ellos, era que el mercante se rindiese impoluto. De esta manera, se llevaban toda la carga e incluso algún que otro marinero que se les pasase. Que la costa supiera que respetaban a las mujeres era un aliciente para rendirse. El otro, por cierto, era repartir las ganancias; porque en la historia de la piratería ha habido muchos más piratas que los piratas.

Lo que sí cuadra con las leyendas es el uso constante de la Jolly Roger, la famosa bandera de la calavera y las dos tibias; aunque si algún día una peli quisiera ser más respetuosa con la Historia, debería incluir un reloj de arena y, sobre todo, recordar que la bandera más usada, y temible, de los piratas, era roja. Una bandera roja significaba que se habían terminado las ofertas y que se procedería al ataque sin piedad.

Hay elementos de la imaginería pirata que son bastante, o radicalmente, falsos. Rara vez abordaban los barcos con ganchos y tal. Primero, porque muchos barcos los robaban de noche, aprovechando que quedasen en ellos pequeñas guardias. Y, segundo, porque su forma más normal de ataque era embestir el barco contrario, buscando que sus propios aparejos se enredasen con el bauprés de su víctima. Asimismo, no se tiene noticia de que piratas que hicieran la pollada ésa de la tabla para tirar a alguien al mar. Si lo tiraban, lo tiraban, y punto.

A base de estas cosas, de las novelas y después de las películas, la piratería fue adquiriendo ese halo romántico y aventurero. Sin embargo, reflexione el lector sobre el pequeño detalle de que ninguna época del ser humano ha admirado, jamás, a sus piratas contemporáneos. Por algo será.

lunes, enero 16, 2012

Fraga

Una vez en mi vida he estado cerca de Manuel Fraga. Fue en la cafetería del Parador Nacional de Pontevedra, en agosto de 1982. Yo estaba allí, en aquel momento, ganando una apuesta que consistía en beberme de sendos tragos tres Tumbadiós, cóctel coruñés de marcada memoria para mí y cuyos dos ingredientes principales son el aguardiente y el coñá. Manuel Fraga, que en aquel momento era el agujero negro de la derecha que se estaba tragando a los tránsfugas que en fila de a siete salían de la UCD, con Miguel Herrero de guión de la partida, tenía una rueda de prensa. Él y sus ocho o nueve lacayos pasaron por la cafetería como si en su interior se acabase de declarar una alarma biológica. Porque todavía escucho el tump tump de sus pisadas contra el suelo es porque siempre he entendido que le llamasen Zapatones. En medio del local, no obstante, una mujer rubia, excesivamente maquillada para su escasa edad, abortó el desfile. «Don Manuel, la prensa que ha pedido» le dijo, mientras que entregaba como ocho periódicos y otras tantas revistas; no sé por qué, tuve la sensación de que en dos o tres minutos ya se las habría leído. Fraga repasó lo que se le había dado y se paró en una revista de color. «Señorita», dijo, con una voz que hasta a mí me disolvió el esfínter: «le dije la revista Tempo. ¡Tempo, Tempo! ¡No Tiempo, Tempo!».

Aquella asistente había tenido la mala suerte de que en aquel año del 82, además de la revista Tiempo, del grupo Zeta, que sigue existiendo hoy, hubiese otra, gallega, con el mismo nombre, sólo que en gallego: Tempo. Eran revistas distintas, pero eso sólo Manuel Fraga parecía saberlo. Pero, claro, todo lo que Manuel Fraga sabía le parecía justo reclamárselo al resto del mundo.

Manuel Fraga Iribarne es uno de esos escasos personajes que tienen la característica de haber vivido el tiempo en el que ellos mismos eran Historia. Esto es así porque Fraga ha jugado, a lo largo de su vida, tres papeles distintos, todos ellos de primera fila política, lo cual hace que, mientras todavía estaba representando el tercero, el primero ya formaba parte de los libros de lo recordado.

El primer papel de Fraga es el que tiene que ver con el segundo franquismo. Simplificando mucho, podemos decir que el franquismo se divide en dos grandes periodos: el franquismo propiamente dicho y lo que se suele llamar tardofranquismo y yo estoy llamando aquí segundo franquismo. Ambas dos etapas se pueden subdividir en sub-etapas, pero esto no es cuestión de este post, entre otras cosas porque un buen artículo sobre las etapas del franquismo, quizá, debiera venir precedido de una discusión abierta entre todos los que nos interesamos por la Historia de aquel período, para antes ponernos de acuerdo sobre tres o cuatro conceptos. Sea esto cierto, sin embargo, la división del franquismo en dos momentos es bastante clara y, creo, indiscutible.

El primer momento franquista es la posguerra. Encontramos un franquismo construido por quienes han tomado las armas en la guerra civil y combatido por los mismos, es decir, los combatientes. Es un franquismo de fuertes raíces sociológicas que vive del consenso existente en la sociedad española contra la guerra y quienes son tenidos por sus provocadores (las izquierdas de la República); un sentimiento tan fuerte que explica que un régimen que debe bajarse del mulo fascista, aún así sufre el aislamiento internacional, y donde se pasan tantas hambres y privaciones como para que, ya en los cincuenta, el régimen termine por regalar un litro de aceite por Navidad como quien regala medio kilo de caviar; una situación así, digo, sea estoicamente aguantada por los españoles.

El segundo momento franquista es el que inventa el general Franco cuando el argumento posbélico se acaba, el miedo a la guerra se diluye, y los españoles empiezan a pensar que no les vendría mal tener prensa libre y tetas en los cines, como dicen que pasa en Biarritz. En ese momento el ferrolano, al que como ya hemos explicado en una reciente serie de artículos le sudaba el guaino monarquía que república, carne que pescado, Maricón que Tontico, Trancas que Barrancas si él seguía en el machito, se da cuenta de que tiene que reinventar su régimen para perpetuarlo (léase perpetuarse) y crea un fistro diodenal seudoconstitucional que quiere parecer europeo, sin serlo, y que mantiene a Europa como gran promesa de futuro, zanahoria colocada frente a las narices de ese burro molinero que para entonces es la sociedad española.

Manuel Fraga Iribarne es, junto con José Solís Ruíz, una de las dos pilastras de ese segundo franquismo. El gallego, austero, serio y exigente, se ha curtido en la sala de máquinas ideológica del régimen, Instituto de Estudios Políticos y tal, y para entonces ha escalado las cumbres intermedias del partido único y se encuentra ya en el campamento base, dispuesto a subir, cuando se le ordene, a las cúspides del mando. A su lado, como digo, el siempre simpático Solís, La Sonrisa del Régimen, el hombre destinado a dar al franquismo un rostro amable y campechano, buen rollo, bocadillo de pollo; como dando la impresión de que los que fostian a obreros en las movidas laborales son otros.

La parcela que le toca al joven Fraga, que en 1963 tiene 40 tacos (y el franquismo, en esto, era como la antigua Grecia; hasta los 40, el hombre no era considerado intelectualmente maduro. La mujer, aproximadamente a los 183), es la información. Lo del turismo es un añadido táctico que, sin embargo, acabará reportando enormes dividendos a España y al franquismo pues, al calor de la suavidad del clima y del bajo precio relativo de los tatarabuelos del calimocho, España, durante esos años sesenta, se sorprenderá de encontrarse con hordas de europeos y europeas en shorts. Hace algunos años, pocos, tuve una profesora de inglés, muy guapa, rubia y con ojos azules, que me confesó que no entendía por qué los españoles maduros sonreían de una forma extraña cada vez que les decía que era sueca. Yo diría que no entendió mi contestación.

Fraga, sin embargo, es, sobre todo, ministro de Información. Sustituye, en 1962, a Arias-Salgado, cuya cabeza ha sido pedida por los tecnócratas, que le han dicho a Franco que con un tipo así, que todavía se cree que España puede funcionar bajo la censura militar, no se puede construir ese Estado como-democrático que ahora quiere el general, inspirado por su ministro en la Tierra, o más bien en el mar, pues era almirante. Laureano López-Rodó cuenta en sus memorias que la redacción de la Ley de Procedimiento Administrativo, que debía instituir cosas tan simples como la posibilidad de poder reclamarle a la Administración un acto erróneo, chocó con la oposición frontal de Arias-Salgado a que su departamento fuese colocado bajo aquél paraguas de seguridad jurídica.

A Fraga lo nombran en el 62 porque es brillante, porque es inteligente, y porque no está dispuesto a salirse ni un milímetro del guión. Excelente proveedor de deseos ajenos, el gallego cumple diseñando una ley, la famosa Ley de Prensa del 66, que le da al régimen esa vitola de liberalismo que va buscando cuando, en realidad, no es oro todo lo que reluce. Elimina, eso sí, la censura previa, esto es el pie forzado por el cual todo lo que se publica debe pasar por el censor. Elimina también la prohibición de criticar mogollón de cosas, aunque el gobierno, por supuesto el jefe del Estado, y los principios básicos del régimen, siguen siendo sacrosantos. Y somete, de hecho, a la publicación a un régimen de escasa seguridad jurídica: en España se puede publicar lo que se quiera pero, eso sí, el gobierno retiene la potestad de secuestrar e incluso prohibir la dicha publicación. O sea, en el fondo peor, porque antes por lo menos el editor no invertía pasta en papel y distribución: le paraban la cuádriga antes de eso.

La teórica libertad de prensa y la teórica libertad sindical, o entente Fraga-Solís, es, como decía, el principal baluarte de ese segundo franquismo que algunos, o muchos, llaman tardofranquismo. Ambos dos políticos saben que han hecho una importante aportación a la Causa (para entonces, es ya casposo llamarla Cruzada) y esperan que las mieles del poder desciendan prontas sobre sus testas en consecuencia. Cosa que no ocurre. Al pobre Solís, las intensas comidas de oreja de los ministros tecnócratas económicos en El Pardo cada vez le recortan más ese reducto ajado del viejo poder falangista que es la Organización Sindical. Franco acude cada primero de mayo, puntual, al Bernabéu para ver la demostración sindical; pero, en el maletero de su coche, la tecnocracia conspira para cortarle las alas a ese gorrión, que un día fue paloma creyendo ser gavilán (toma ya le franquisme á la mode de Paul Abraira), llamado nacionalsindicalismo. Son ya los años en los que en Madrid se populariza el chiste, geográficamente preciso, según el cual el Movimiento (léase la Falange) es una cosa en la que se entra por José Antonio (hoy Gran Vía) y se sale por Desengaño.

Por lo que se refiere a Fraga, tarde se da cuenta el gallego de que ha escogido mal caballo. A principios de los sesenta, cuando llega a su mayoría de edad política, la estructura de FET y de las JONS parece el lugar idóneo para hacer carrera franquista; pero se ha equivocado, porque es esa nebulosa indefinible que llamamos tecnocracia (algunos, con menor precisión aún, lo llaman ministros del Opus Dei; que sería como llamarlos Ministros con Dos Piernas) la que se está llevando el gato al agua. El gato ya casi tiene parkinson, está cansado y, además, los tecnócratas le garantizan lo que él quiere, que es seguir en el poder. El espectáculo dado por López-Rodó en el 63, cuando consigue que Valery Giscard d'Estaign acabe firmando un super-préstamo para España en medio del escandalazo de la ejecución de Julián Grimau, que Fraga torea con la prensa internacional como puede, le demuestra que son estos chicos tan serios los que le pueden dar lo que necesita; o sea, pasta para que los españoles tengan un seiscientos y una tele y, a cambio, le dejen a él seguir mandando.

El entente Solís-Fraga monta el escándalo Matesa para cargarse a los tecnócratas y que Franco les llame a El Pardo, como quien llama a un hijo al que ha puteado erróneamente, les pida perdón con lágrimas en los ojos (es una metáfora; no creo que Franco le pidiese jamás a nadie perdón con lágrimas en los ojos) y les diga aquello de: he estado ciego, pero de nuevo veo La Luz. Su gran error, en ese momento, es hacer eso que se llama una estimación ceteris paribus, es decir, partir de la misma base teórica de la que parten hoy en día tantos opinadores del franquismo que saben de él lo mismo que saben de la teoría de las Supercuerdas: que todo, en el franquismo, permanecía inalterable.

Lejos de ello, el franquismo, como todo lo que está vivo, evolucionó mientras lo estuvo y, consecuentemente, había piezas del ajedrez que la entente matesina creía inmóviles en los mismos escaques y que, sin embargo, estaban en el otro lado del tablero. Hablamos del propio Franco, y de la Iglesia; quizá, vete tu a saber, hasta del Príncipe (aunque supongo que, por sempiterna discreción borbónica, nunca nos lo aclarará). Matesa sale de puta angustia para quienes la lanzan.

En ese momento, Manuel Fraga podría haberse echado al monte. Convertirse en un demócrata opositor, levantar la bandera antifranquista. No obstante, siendo como es una persona que no puede vivir mucho tiempo sin respirar poder, sabe que no será capaz de vivir la vida de Gil-Robles, o de Ridruejo, o de Laín, o de tantos conspicuos colaboradores activos del franquismo que se pasaron a los Jedai. La vida de Jedi, o eres verde, feo y extremadamente paciente como Yoda, o es jodida que lo flipas. Ademas, puede que Fraga pensase de sí mismo que le pasaría como a Darth Vader: muerto el Emperador, él moriría con él. Y Fraga, la ambición sobre la ambición, está dispuesto a sobrevivir a Franco.

Así las cosas, el villalbino se coloca au dessus de la melée, se curra la embajada española en el país democrático que mejor puede comprender al régimen (léase, sin ir más lejos, la defensa cerrada que del franquismo hizo, en sus peores momentos de aislameinto internacional, Winston Churchill en la Cámara de los Comunes), y allí escenifica una conversión a las formas democráticas sobre cuya sinceridad sólo puede, o mejor podía, opinar él mismo. Quiere ser El Deseado, y en buena parte lo consigue. Su jugada es extremadamente inteligente, porque el final del franquismo es una monstruosa rueda dentada que tritura todo lo que encuentra: Solís, los tecnócratas, Arias, los aperturistas, Cantarero, la Falange que ahora se llama autentica; todo. Pero Fraga no resulta triturado, porque está a unas cuantas miles de la merdé.

Cuando el franquismo inicia su última tentativa de salvación, o el franquismo sin Franco, que eso es el espíritu del 12 de febrero, las asociaciones políticas y todo el momio diseñado por el ticket Arias Navarro-Carro, Fraga ya tiene claro, probablemente porque le ha sido plainfully explained en algún que otro salón o despacho londinense, que ese caballo es un mulo y perderá la partida. Por la dicha razón, Fraga asesta una puñalada trapera al posfranquismo franquista al decidir no unirse a la Unión del Pueblo Español de Solís, entidad destinada a aprovechar la ley de Asociaciones para convertirse en nuevo partido único disfrazado de pitufo. Incluso le hacen venir de Londres y le meten en un barquito a discutir con Solís, en plan Franco y Juan de Borbón dirimiendo los destinos de España como si les perteneciesen; discusión de la que nada en claro sale y en la que, es de suponer, el lucense despliega todas y cada una de sus habilidades galaicas de decir una cosa, luego la contraria y, en tercer lugar, otra contraria a las dos anteriores.

En lugar de una asociación amparada por la ley, funda Fraga Fegisa, una sociedad anónima de estudios y reflexión (sic), lo cual es una señal clara de que las asociaciones políticas le importan un bledo. Los entonces denominados fegisarios serán la Generación X de la UCD, en su mayoría.

Muerto Franco, Viva el Rey, Fraga piensa que será llamado para pilotar la transición a la democracia que, él no se recata de decirlo a diestro y siniestro, tiene una hoja de ruta muy clara, y Londres es es lugar más idóneo para aprenderla. De nuevo, yerra. El puto ceteris paribus. Fraga sigue pensando que Arias y Carro son los mamporreros de la transición juancarliana; o sea, no ha reparado demasiado en Torcuato Fernández Miranda, el verdadero muñidor de la partida, que no quiere hablar de vacas sagradas al frente del proceso y, por eso, en votación histórica, y no deja de ser todo un símbolo, consigue que un Primo de Rivera le haga la ola y decante una votación crucial para colocar en la plataforma de lanzamiento al piloto de la transición en la persona de un falangista tan ambicioso como desconocido llamado Adolfo Suárez González. Toma ya sorpasso.

Cualquiera, en esa situación, se habría retirado. Muchos lo hicieron, de hecho. Pero no Fraga. El gallego decide reconvertirse, y reconvirtiendo realiza la segunda misión histórica para España: hacer de Carrillo inverso.

A Manuel Fraga y a Santiago Carrillo les debe la Historia de España el servicio de haber integrado en el endeble proyecto de la Transición a las cohortes de españoles que todavía querían darse de hostias. Así de claro. Eran minoritarias, sí. Eso nadie lo duda. Pero Suárez no habría podido con ellos, y mucho menos Isidoro. Había ganas de pelea en la España del 76, pero se fueron al carajo por la labor de un estrecho grupo de personas al que pertenecen Fraga y Carrillo, y donde había que apuntar también a Suárez, a Gutiérrez Mellado y, por supuesto, al marido de la griega, que supo, justísimo es reconocerlo, manejar el metrónomo con mano diesta.

La Alianza Popular de Fraga se convirtió muy pronto en el voto útil de los que querían votar a Fuerza Nueva, o no votar. Y se convirtió, también, en la ilusión de todos los días de los españoles conservadores que querían que una de las cláusulas de la Transición fuese no repetir la movida de la II República de abrir un juicio político al régimen anterior. A cambio, pagaron con la amnistía.

Con AP, Fraga sobrevivió a su peor momento político. Así, en los ochenta, ya más calmado y consolidado, llegó con fuerzas y ganas al tercer acto de su existencia política, que era la creación del fragato gallego. Dos cosas dejaron pijarriba al socialismo rampante en los ochenta: que un enano con cara de Kuato (Total Recall) les quitase su Cataluña (y por recuperarla han sido capaces de convertirse en lo que no eran, es decir rebeldes de la partida del propio Kuato); y que Zapatones les dejase en Galicia con la cabeza caliente y los pies fríos.

Al final de su vida, pues, Fraga reinó. Lo que siempre había querido, y aquéllo para lo que siempre trabajó. Por el camino, escribió capítulos de la Historia de España que a cada uno le corresponde juzgar. Cada cual tiene derecho a pensar que va al encuentro de Dios, o del Diablo.

Eso sí, se trate de Dios, o del Diablo, yo, que ellos, apretaría las nalgas (EDITO: puesto que me llaman la atención, en privado, de que la expresión «apretar las nalgas» puede entenderse en un sentido que yo quizá no quería darle, y es verdad que no quiero, léase: «apretaría los dientes») y me andaría con cuidado a partir de ahora.