viernes, abril 14, 2023

El otro Napoleón (20: La ruptura del eje franco inglés)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



Económicamente hablando, hay que decir que la flor en el culo de Napoleón se marchitó muy deprisa. El país sufrió tres cosechas desastrosas casi seguidas. Además, las regiones ribereñas del Garona y del Ródano sufrieron inundaciones muy graves y, entre 1853 y 1855, el cólera se cobró 200.000 vidas en el país, que se dice pronto. En gran parte, la Exposición Universal de 1855 fue un proyecto diseñado para dar carta de naturaleza a la superación de estas dificultades. Tuvo cinco millones de visitantes, entre ellos los reyes de Portugal y de Cerdeña, así como los soberanos ingleses y un montón de príncipes alemanes. Aquella exposición fue la puesta de largo de la ingeniería del metal, de la electricidad, y de la química aplicada a la industria.

Así las cosas, se llegó a junio de 1857, la primera cita en la que el Cuerpo Legislativo debía de ser renovado. Pero era una convocatoria dopada en la que la oposición carecía de posibilidades y de medios. No se toleraron comités electorales, ni reuniones políticas, ni la elaboración de programas. Toda la campaña electoral, en este sentido, fue la que hicieron los prefectos y los subprefectos para evitar la abstención.

En París, sin embargo, la policía se vio impotente de evitar una cierta organización de la oposición. Se formó un comité en el que estaban los conocidos como veteranos de la República. Allí estaban algunos de nuestros viejos conocidos: Cavaignac, Garnier-Pagès, Carnot, Goudchaux, o Bastide. La vieja generación se encontraba con la nueva: Louis Joseph Ernest Picard, Jules François Simon Suisse, Olivier Émille Ollivier, Auguste Nefftzer o Alfred Louis Darimon.

Con una diferencia enorme de edad entre generaciones, tenía que plantearse el cisma. Los doctrinarios del 48 consideraban que todo lo que podían hacer los republicanos era permanecer ajenos a un sistema político como el Imperio. Los jóvenes, sin embargo, tenían una visión más propia de las Comisiones Obreras durante el franquismo: había que infiltrarse en el régimen para hacerlo estallar desde dentro. Con una diferencia tan de principio, no se logró llegar a un acuerdo en torno a los candidatos. Así las cosas, la oposición se presentó en dos listas distintas. A pesar de ello, se consiguió la elección de cinco republicanos en L'Ille de France: Carnot, Goudchaux, Cavaignac, Ollivier y Darimon. Las otras cinco actas en juego fueron para los oficialistas. Se había producido un empate que todo el mundo sabía que, de haberse presentado los republicanos unidos, habría sido una derrota. El tema en las habitaciones imperiales sentó entre mal y de puto culo.

Fuera de París, sin embargo, los republicanos sólo consiguieron dos sitiales más. Jacques Louis Hénon consiguió el suyo en Lyon y un monsieur Curé en Burdeos; a lo que habría que añadir tres diputados de filiación católica, pero independiente. Pero esto no esconde la victoria sin paliativos de los candidatos imperiales. La victoria fue tan fuerte que incluso grandes elementos parlamentarios como Montalembert acabaron sin acta. En toda Francia, la oposición había juntado unos 665.000 votos contra los 5.471.000 oficiales.

Inmediatamente después de la votación, un óptico italiano llamado Tibaldi y dos italianos más fueron detenidos, acusados de complotar para matar al emperador. Se dijo, aunque sin pruebas, que Mazzini era el autor intelectual del proyecto.

Avalado en el interior, el emperador se aplica a la que era su gran labor pendiente como gobernante: la cuestión italiana. La experiencia que le había supuesto el Congreso de París le había llevado a imaginar que la solución al problema estaba en que fuese capaz de acercarse a Rusia sin alejarse, cuando menos no del todo, de Inglaterra; pero pronto se habría de dar cuenta de que esa entente a tres era punto menos que imposible. El gobierno de la reina Victoria parecía estar permanentemente vigilando cada gesto diplomático francés y, cada vez que éste era de alguna manera comprensivo o amable con San Petesburgo, se ocupaban de recordarle a París que tenía una serie de obligaciones que cumplir. Aún así, en 1857, el emperador le escribió una carta al zar Alejandro, le vino a decir que, si aparecían en Europa nuevas fuentes de incertidumbre, esperaba que ambas naciones pudieran enfrentarlas conjuntamente. Gortchakov respondió a esas cucamonas con ideas muy genéricas. Sin embargo, cuando el gran duque Konstantin Nikolayevitch de Rusia se dejó caer por París, Napo le volvió a ir con el cuento. El globo que se cogió Londres fue de tal entidad que Persigny acabó proponiéndole a Clarendon la celebración de una entrevista entre ambos monarcas.

El encuentro ocurrió el 6 de agosto, en plena canícula; pero fue más frío que el camión de Antonio Recio. Napoleón, para su sorpresa (sorpresa que nos viene a demostrar que un poco rocapollas sí que era) se encontró un príncipe Alberto que lo trataba como normalmente los ingleses tratan a los demás cuando no tienen razón para disimular. Ambos hablaron de los asuntos de los principados rumanos, que claramente amenazaban la paz en el extremo oriental del continente. En el Congreso de París, Francia había arrancado del resto de potencias el compromiso de que moldavos y valaquios serían consultados sobre su futuro político. París lo hizo así porque sospechaba, o sabía, que la voluntad de los residentes en dichos principados era la misma que tenían ellos: la unión en un solo país. Para Francia, la constitución de la nación rumana era un excelente precedente a la constitución de la nación italiana; que era, exactamente, la misma razón por la que otras naciones de Europa no querían ni oír hablar de la creación de aquel país. Piamonte y Rusia eran favorables a la solución unificadora, lo cual levantaba las ilusiones de que Prusia pudiera apuntarse al club. En contra, Turquía y Austria. El sultán, obviamente, estaba en contra porque, para él, los principados valaquios eran de su propiedad, ergo no se podían poseer a sí mismos. Por lo que se refiere a Austria, para el Imperio la creación de la nación rumana suponía erigir un problema piamontés 2.0 en su frontera meridional. Inglaterra estaba en esto con Viena; no por convicciones propias, sino por su profundo sentimiento antirruso.

En este entorno, Napoleón movió ficha y exigió, a través de Walewski, la celebración de las votaciones diseñadas en el Congreso de París. Éstas, sin embargo, estuvieron dominadas por los turcos y, por lo tanto, no fueron limpias. Ghika, el prefecto turco de Valaquia; y Vogorides, el de Moldavia, ya se ocuparon de que el parecido entre el resultado de las urnas y la verdad de las cosas fuese muy tenue, especialmente en Moldavia. Édouard Antoine Thouvenel, el embajador francés ante la Sublime Puerta, reclamó la anulación de la votación, y amenazó con dejar la capital turca si no se le hacía caso; amenaza ésta que soliviantó, una vez más, a los ingleses.

El cabreo de los ingleses tenía que ver con la idea, que yo creo cierta, de que el emperador francés, en su megalomanía, pues Luis Napoleón, además de sobrino del Bonaparte, se creía Macron, le estaba haciendo el caldo gordo a Rusia. El Imperio ruso, desde antes de la guerra de Crimea (y es por eso que se le hizo la guerra de Crimea, fundamentalmente) estaba en la estrategia de hacer caer el Imperio Otomano; y, en esa estrategia, petar la zona danubiana y balcánica de pequeños y manipulables Estados era un elemento fundamental. El tema era tan importante para Rusia que, en realidad, sigue siendo una opción estratégica hoy en día. San Petesburgo, conocedor de que la gran obsesión de Luis Napoleón era rehabilitar a su tío (en realidad, quedar por encima de él) mediante la revisión de los acuerdos de 1815, supo ligar ese tema con el de la atomización política del área danubiana; aprovechando, además, que Luis Napoleón nunca entendió, ni poco ni mucho, la importancia de que Turquía mantuviese el status quo europeo.

De hecho, Luis Napoleón lanzó la idea de que las potencias europeas se repartiesen los territorios musulmanes mediterráneos. España se quedaría Marruecos, Piamonte dominaría Trípoli e Inglaterra, Egipto. Así se lo dijo al príncipe Alberto, quien respondió con evasivas, consciente de que aquella idea era echarle gasolina a la hoguera (una hoguera, la de la incapacidad turca de mantener el estado de cosas europeo, que acabaría por arder en 1914).

Walewski, Palmerston y Clarendon, sin embargo, sí que fueron más productivos. Llegaron a un acuerdo para apoyar la propuesta francesa de dejar sin efecto las votaciones rumanas, a cambio de que Francia renunciase a la idea de que se nombrase un único príncipe rumano. Ciertamente, los propios rumanos pusieron estas cosas más difíciles al elegir en ambos principados al mismo hospodar: el coronel Alexandru Ian Cuza (que sería conocido como Alejandro Juan I de Rumania). En una conferencia que se reunió en París el 22 de mayo de 1858, Francia y Rusia, que lograron convencer a Prusia e Inglaterra, acordaron su investidura. El nuevo hospodar fue en 1859 a Constantinopla, a jurar su cargo frente al sultán, en lo que fue el primer triunfo del emperador Napoleón a la hora de imponer el principio de los derechos de las nacionalidades a definirse.

En Stuttgart, el 25 de septiembre, Napoleón visitó al zar Alejandro. Fue un encuentro en el que Napoleón tuvo que mirar para otro lado, pues la zarina no atendió la cita para no tener que saludar a la Euge de Monti. La gran conclusión de aquel encuentro fue que ambos países se comprometieron a no hacer nada en el teatro oriental sin conducir previamente consultas bilaterales.

Con aquel gesto, Francia, siguiendo como siempre sus puros intereses particulares y sin reflexionar demasiado sobre las necesidades del entorno general, había puesto en la picota la alianza con Inglaterra. Lo que salió de Stuttgart y un tratado de amistad y cooperación mutua entre Francia y Rusia se parecían tanto que costaba ver las diferencias. La confluencia franco inglesa venía a ser, a mediados del siglo XIX, más o menos lo mismo que la confluencia franco alemana en el ámbito de la Unión Europea actual: el cigüeñal fundamental que hace que todo el eje rote sin romperse. Pero, claro, esa alianza presuponía una actitud de humildad por parte de Francia. Para que el esquema diseñado por Londres y París funcionase, era necesario que Francia no tuviese nunca veleidades de grandeza; que se abandonase, por lo tanto, la idea (napoleónica) de que Europa no sólo puede, sino que debe de tener un salvador, un gestor global que regule todos los conflictos surgidos.

Luis Napoleón, sin embargo, vivía convencido de que lo que había hecho su tío no era una excepción histórica, un grave error estratégico. Lejos de ello, era, literalmente, lo que había que hacer. El sobrino había aprendido del tío que una forma importante de prevalecer en Europa es dividir a los enemigos, explotando la gran ventaja comparativa con que contaba Francia: ausencia de fuerzas centrífugas. Por esta razón, Luis Napoleón era el campeón de las nacionalidades insatisfechas en Europa: húngaros, polacos, italianos, rumanos. A todos los apoyaba, puesto que sabía que apoyarlos era una forma de debilitar a sus enemigos y, muy particularmente, al más directo de ellos, el enemigo de la Santa Alianza: Austria. Napoleón, pues, abandonó la comodidad del acuerdo con Inglaterra a cambio de una difusa alianza con Rusia. Hechos; que tienen consecuencias.

El 28 de octubre de 1857, Luis Eugenio de Cavaignac, el prototipo de militar republicano, dijo su último suspiro. Murió un hombre amargado, que había sido elegido el mismo año para el Cuerpo Legislativo, pero que ni siquiera había pisado las salas de las sesiones. Cavaignac se había jugado el todo por el todo en las jornadas del 48, ordenando la violencia en las calles para salvar al Estado; pero, desde luego, no lo había hecho para revivir el Imperio en la persona de Luis Napoleón.

Un mes exacto después de la muerte de Cavaignac, el 28 de noviembre, el Cuerpo Legislativo estaba convocado para confirmar sus poderes. Dos diputados republicanos: Carnot y Goudchaux, no llegaron a ocupar sus escaños por negarse a pronunciar el juramento protocolario. Esto dejaba la oposición real al régimen en manos de tres diputados apenas conocidos: Hénon, Darimon y Ollivier. Hubo unas elecciones complementarias en las que otros dos republicanos ganaron su sitio: Jules Claude Gabriel Favre; y Louis Joseph Ernest Picard (quién sabe: quizás el tatarabuelo de Jean Luc Picard). Este reducido grupo fue conocido como Les Cinq, los cinco. Pero no los de Enid Blyton, claro.

En ese momento, noviembre de 1857, el II Imperio estaba donde tenía que estar: tenía una sólida alianza con Inglaterra, que le había llevado incluso a ocupar conjuntamente el campo de batalla de Crimea, y una alianza de hierro con el catolicismo francés, ampliamente mayoritario en la sociedad. Pero esa estabilidad era, probablemente, demasiado para un yonqui de la política que, además, quería sentar una pica en la Historia en algún peñasco más alto que el que hubiere escalado su tío. A partir de aquí es cuando el II Imperio empieza, de forma difícil de dirimir primero, más tarde ya sin ocultación posible, a capotar.

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