lunes, marzo 20, 2023

El otro Napoleón (10): La promesa incumplida

 Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 


El presidente Luis Napoleón acudió aquella tarde a la ópera cómica, pero a las diez de la noche, cuando todavía el espectáculo estaba produciéndose, lo abandonó para reunirse con su gobierno y con Maupas. A estos dos actores se les unieron rápidamente Mocquard, Morny, Persigny, Saint-Arnaud y el oficial de día, Charles Alphonse Aimé Alexandre Yvelin de Béville. Napoleón abre una carpeta donde ha escrito la palabra “Rubicón”. Ahí guarda el texto del decreto de disolución de la Asamblea y las llamadas al Ejército y al pueblo. De la discusión que se sigue, el presidente saca probablemente la conclusión de que quien tiene la cabeza más fría en ese momento es De Morny, así pues le encarga la coordinación del movimiento que, le asegura Morny, se producirá sin violencia ni derramamiento de sangre. Morny debe empezar por dar un golpe dentro del golpe, puesto que tiene que tomar el control del Ministerio del Interior y sustituir a Thorigny, a quien todos consideran demasiado blando para la misión. Por su parte, a Béville se le encarga llevar los textos de las proclamas a la Imprenta Nacional, donde deberá supervisar su impresión con el mayor de los secretos. Por último, responsabilidad de Maupas será detener, con las primeras luces del día, a 16 miembros de la Asamblea que son los considerados como principales elementos de la misma: Thiers; Édouard-Léon Roger du Nord, conde de Roger du Nord; Baze, uno de los firmantes de la petición del 17 de noviembre; siete diputados montagnards; y los generales Changarnier, Lamoricière, Cavaignac, Le Flô y Bedeau, más el coronel Charras. Hay que decir que Saint-Arnaud se declaró contrario a estos arrestos, pero Morny los consideraba fundamentales para el éxito de un movimiento sin violencia. También hay que decir que, cuando la policía se despliegue, habrá más de sesenta detenciones más, entre periodistas y miembros de clubs revolucionarios y sociedades más o menos secretas.

El presidente se fue a la cama a medianoche. Estuvo en su habitación un rato, escribiendo algunas cartas, y luego se acostó. Lo levantaron a las cinco. Mientras él dormía, entre las dos y las cinco, Maupas estaba en la prefectura, reclutando a los comisarios en los que había decidido apoyarse para las detenciones. Mientras tanto, los carteles que ya han salido de la Imprenta Nacional se comienzan a pegar en los muros de los edificios oficiales. También se trabaja toda la noche en la prisión de Mazas, para hacer sitio a los hombres que se espera serán sus inquilinos a partir de la mañana.

A las seis y media, en los pasillos de Mazas, ya se encuentran todos los generales arrestados, que por lo general han mostrado poca resistencia a sus detenciones, conscientes de que hubieran sido actos de poca efectividad. Allí se encuentran con Thiers, también detenido ya. Cavaignac se dirige al viejo político legitimista con humor: “¿No querías un gobierno fuerte? Pues ya lo tienes”.

El coronel Espinasse, al frente de sus tropas del 42 regimiento de línea, está ya para entonces en el Palais Bourbon, que ha tomado sin resistencia. El general Magnan, que no formaba parte de la conspiración pero fue informado de ella en medio de la noche, ha ordenado que las tropas de París estén en estado de alerta y, de hecho, ha llamado a las guarniciones de Versalles y de Saint-Germain. Estas tropas toman todas las grandes avenidas de París, así como los edificios de los ministerios.

Los carteles pegados por todo París dicen:

En nombre del Pueblo Francés: la Asamblea Nacional ha sido disuelta. Se restablece el sufragio universal (…) Se declara el estado de sitio.

Los propagandistas del golpe hablaron pronto de una reorganización de la República. Claramente, querían llevar a la mente y el recuerdo de los franceses un cierto paralelismo con el Consulado. Con las horas del día, se van distribuyendo los detalles: el presidente de la República será elegido por mandatos de diez años. Luis Napoleón, además, tiene el compromiso firme de dejar el poder si no consigue los votos suficientes.

Tal y como los conspiradores habían previsto y esperaban, el golpe de 1851 se produjo en un entorno de indiferencia prácticamente total por parte de los franceses en general, y los parisinos muy en particular. La gente, la verdad, asistía con escepticismo y un cierto hartazgo de tiempo atrás a los enfrentamientos constantes entre la Presidencia de la República y la Asamblea. Por lo demás, a la mayoría de los franceses le era muy difícil decantarse en favor de los diputados, tratándose como se trataba de un conjunto de políticos que no escondían su ambición de traer de nuevo la monarquía; una “novedad” que despertaba cualquier cosa menos pasiones en una sociedad francesa que, la verdad, creía haber dejado atrás esos esquemas. Por lo demás, como ya hemos leído Napoleón tuvo la inteligencia de lanzar dos mensajes muy claros en su golpe de Estado: el mantenimiento de la República, y el regreso del sufragio universal. Ambas ideas no podían sino ser apoyadas por la masa social francesa.

En realidad, el resultado del golpe era tan claro que, apenas cuatro horas después de empezar, a las diez de la mañana, Luis Napoleón se pudo permitir ya el lujo de salir del Elíseo, montando su caballo blanco, para pasar revista a las tropas.

El día, sin embargo, no estuvo exento de resistencias. La Asamblea Nacional era, es, un cuerpo muy grande, con un gran número de diputados; y controlarlos a todos resultaba imposible. Aproximadamente unos sesenta, o bien no estaban en la lista de Maupas, o bien se las arreglaron para escamotear su arresto. El caso es que, aquella mañana, ese pequeño número de padres de la Patria logró infiltrarse en el Palais Bourbon por el portillo de la rue de Bourgogne, un punto que Espinasse no había considerado necesario vigilar. Una vez dentro, llegaron a la sala de sesiones, donde se instalaron y pretendían estar en sesión permanente. Sin embargo, cuando la policía se enteró del movimiento, envió a la gendarmería. Los diputados recibieron a los uniformados leyendo los artículos de la Constitución que establecían la inviolabilidad de los diputados, así como la destitución automática del presidente en caso de cometer traición. La policía los persiguió por el amplio hemiciclo como en un juego de gallinita ciega y los sacó por la misma puerta por donde habían entrado. En la plaza de Boulogne fueron arrestados la mayoría; otros se reputaron de tan poca importancia que los dejaron que se fuesen a cascarla (lo cual fue un error, como veremos).

En casa de algunos políticos, como Odilon Barrot, se celebraron reuniones más discretas. Quizás la más importante fue la de Daru, más que nada porque el político tenía un casoplón en la rue de Lille en cuyo salón fue capaz de acopiar un centenar de personas, la mayoría diputados ya depuestos. El ejército tomó el edificio, por lo que los reunidos tuvieron que huir por el jardín de atrás hacia la rue de la Université.

La mayoría de los huidos de casa de Daru, que para entonces ya no se distinguen entre ellos a pesar de ser unos monárquicos y otros republicanos, ganó la alcaldía del décimo arrondisement de la ciudad. Allí ya eran cerca de 300; y allí abren a las once una sesión medio en el exilio, presidida por Denys Benoist d'Azy y Ludovic Vitet. Pierre-Antoine Berryer, más conocido como Berryer el Joven por ser hijo de otro famoso (Pierre-Nicolas), forzó la votación de la destitución de Luis Napoleón. Este parlamento también nombró a Oudinot jefe del Ejército y la Guardia Nacional, para ponerlo a las órdenes parlamentarias.

La policía hizo todo lo posible por romper esta sesión; pero no lo consiguieron. Al principio, es probable que los conspiradores no le diesen mucha importancia a lo que seguramente veían como una reunión de pringaos. Sin embargo, poco a poco se fueron dando cuenta de que si esa abigarrada asamblea sobrevivía para luchar un día más, les podía poner en problemas serios. Además, el hecho de que diputados de signos tan opuestos estuviesen en una alcaldía juntos en amor y compañía hacía que el movimiento fuese potencialmente muy peligroso. Así las cosas, Saint-Arnaud y Maupas, responsables últimos del orden público en el golpe de Estado, le ordenaron al general Élie-Frédéric Forey que disolviese la reunión como fuese. Esta orden se la dieron a las tres de la tarde, lo que es un buen indicativo de que, inicialmente, no se habían preocupado demasiado por el tema.

En medio de una turbamulta, más de insultos que de mangüitis, los soldados entraron en la alcaldía y disolvieron la reunión. Finalmente, la soldadesca formó una calle de bayonetas, por la que los diputados hubieron de pasar en una fila de a uno, para ser posteriormente llevados a un acuartelamiento de urgencia montado en el Quai d'Orsay, donde fueron mantenidos a la vista. El ambiente, la verdad, no era el ambiente pesado y triste de las derrotas violentas. Lo más exacto será decir que los diputados estaban de cachondeo. Los de las derechas, siempre mayoritarios, se reían del famoso discurso de Michel de Bourges, y no paraban de preguntar, a gritos, dónde estaba el “centinela oculto”; los republicanos, sintiéndose apelados por la chanza, respondían gritando la frase de Changarnier: “¡Mandatarios del pueblo, legislad en paz!” O sea, el “y tú más” de toda la vida de Dios, pero con mucho cachondeo de por medio. Sinceramente, no descarto que en la alcaldía del décimo distrito aquellos hombres no hubieran decidido templar su ánimo asaltando algún minibar, lo que colaboraría a que estuviesen tan expansivos.

La izquierda, sin embargo, despertó pronto de su hemicránea. A media tarde, los republicanos tratan de organizar una especie de comité de urgencia en el que encastran a Víctor Hugo, Michel de Bourges, Carnot, Arago y Jules Favre. Inmediatamente son perseguidos por los soldados y, para su sorpresa, todo eso ocurre en medio de la total indiferencia de la gente; esa misma gente que, apenas dos años antes, se ha batido el cobre por las calles por el asunto de los talleres nacionales. Dicen las crónicas que aquella tarde llovía débilmente en París; y, para desgracia y desesperación de los hombres que están contra el golpe, la Bolsa, los cafés, la Ópera en su momento, abren sus puertas como si no hubiera pasado nada. Pruebas de la resistencia: alguna Marsellesa cantada aquí y allá; y un disparo que se realiza desde una ventana del bulevar Saint-Denis, sin que creo yo que se llegue a saber ni quién lo realizó. En la noche, es como si la ciudad entera estuviese agotada por las novedades y con ganas de irse a la cama. Turgot invita a cenar al cuerpo diplomático. A la cena acude el mismísimo Luis Napoleón. Todos lo notan frío, tranquilo, algo distante. Como Nadal después de haber ganado un partido de dieciseisavos de final contra el número 67 del ránking de Singapur.

Llega la mañana del día 3 de diciembre. Y el viento cambia.

El Comité de Resistencia creado en medio del escepticismo de todos ha conseguido imprimir carteles, en los que hace una llamada al pueblo, apela de traidor a Luis Napoleón y afirma que se ha colocado fuera de la ley. En el faubourg de Saint-Antoine, un lugar que tradicionalmente ha sido uno de los albañales más malolientes de París (pero que ahora tendrías que vivir tres vidas para poder comprarte un piso de cien metros allí), se puede ver grupos de gente. Esa gente se está juntando alrededor de algunos diputados republicanos que se dejan ver: Henri-François-Alphonse Esquiros, normalmente conocido como Alphonse Esquiros; Noël Madier de Montjau; Victor Schoelcher; Paul de Flotte; o Jean-Baptiste Alphonse Victor, normalmente conocido como Alphonse, Baudin. En la esquina entre la rue de Cotte y la rue Sainte Margeritte se levanta una barricada. Dos compañías de soldados de línea se desplazan desde la Bastilla para levantarla. Baudin les está esperando con algunos hombres más. Un síntoma de cómo está Francia, sin embargo, es que, en ese momento, Baudin se dirige a una obra cercana a pedirle a los “compañeros obreros” que les dejen coger material para la barricada o, incluso, que se les unan. El hombre con quien habla le dice con sorna: “¿De verdad crees que vamos a arriesgar nuestras vidas por defender tus 25 francos?” (25 francos era el pago que recibían los diputados, y era un pago que generaba gran escándalo en la Francia de la época por ser mucho más elevado que los salarios comunes).

Llega la tropa. Seis diputados, al frente de ellos Schoelcher, que siempre fue muy echado para delante, se les enfrentan. El capitán al mando, del que sabemos que se apellidaba Petit, se limitó a decirles que estaban solos, que la gente no les apoyaba; y que, en consecuencia, se quitasen de en medio antes de que él diese la orden de abrir fuego.

De Flotte se abre dramáticamente la pechera y grita: Tirez!

Los diputados, efectivamente, se colocan en fila delante de la tropa, como en un fusilamiento. Petit cambia de opinión, y da orden a los soldados de detenerlos sin violencias. Pero en ese momento, alguien dispara un arma desde la barricada y mata a un soldado; un recluta, que está al lado de Schoelcher. Los soldados cogen sus armas y lanzan una salva. A Baudin le alcanzan tres balas y, junto a él, cae también un joven. Luego, la tropa asalta la barricada.

La promesa de Morny: no derramar sangre, ya no podrá cumplirse. La verdad, en Francia, suele ser un milagro que se cumpla.

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