Carlos Luján regresó a casa. Para no preocupar a Laura, que sabía bien que no tenía turno aquel 13 de diciembre de 1956 y, seguramente, le había esperado para cenar. Su mujer había aprendido a hacer sopa de cena, un plato complementario entre marido y mujer (a ella le gustaba caldosa, a él más bien espesa) y, sobre todo, fácil de recalentar. Tenía asumidos los retrasos de él, a base de haberlos sufrido; pero Luján sabía que todo tenía un límite. Temía, de hecho, que finalmente Laura hiciese lo que ya había hecho un par de veces: extrañada por la tardanza, llamar a la comisaría. Allí era bien conocida, como las esposas de todos, y por eso la habrían informado de que su marido se había marchado tiempo ha y no tenía ninguna gestión que hacer. Si eso ocurría, ¿qué le podría decir? Llego tan tarde porque estaba en El Pardo, con Franco. Incluso al propio Luján, esa hipótesis, que él sabía cierta, le sonó tan imposible como le habría sonado un par de horas antes. Poco después de llegar a Madrid, a la altura de la plaza de España, Rebollo se bajó del coche y le dejó sólo. Él le pidió al chófer que se diese prisa. El chófer voló por un Madrid que Carlos Luján no podía ver. El frío se filtraba por esos vidrios blancos opacos. Había caído el manto de la noche invernal, y el silencio.
Subió los tres pisos de la casa tomando los escalones de tres en tres. Llegó sudoroso y sin resuello. Aún no había girado la llave cuando la puerta se abrió desde dentro. Laura lo miraba con expresión preocupada.
-Carlos, Carlos… ¡te he oído jadear! ¿Pasa algo?
Carlos Luján trató de sonreír.
-Qué va… llegaba…tarde…y…
-Anda, anda, anda –Laura disfrutaba usando con su marido ese tono, como de adulto que le habla a un niño pequeño-. Que ya no eres un chico. Hala, dame esto y ponte cómodo.
Suavemente, su mujer fue a quitarle las tres carpetas que llevaba. Higinio Longares. Julio Cendoya.
Lucía Odriozola.
-¡No!
Laura se petrificó. Como una estatua, permaneció frente a él, con medio gesto de su mano por hacer, la boca entreabierta, los ojos intensos. Carlos boqueó.
-No toques… no toques esos papeles.
-Carlos, sé que no debo mirar tus cosas.
-No es eso, no es… Pero es que… no los toques, sólo eso.
Lo que Laura pensó se lo guardó. Le franqueó la entrada a su marido, esperó detrás de él, le ayudó a quitarse la gabardina y, tras colgarla, se fue en silencio a la cocina, a calentar la sopa. Carlos avanzó por el pasillo hasta el salón y se quedó en medio, de pie, como si no supiera que hacer.
-¡Cámbiate de ropa! –oyó gritar a su mujer, desde la otra punta de la casa.
Entró en el dormitorio sin salir al pasillo, por la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Abrió el armario y buscó en el tercer cajón un pijama limpio. Era jueves, y él sabía bien que los jueves era día de colada. Su pijama no estaría bajo la almohada.
El cajón de los pijamas era su reino particular. Por alguna razón, el ebanista que había construido el viejo armario para el anciano matrimonio que había vivido en esa casa antes que ellos la comprasen lo había dividido en dos partes asimétricas: una, considerablemente ancha, donde Laura guardaba la ropa de noche de Luján, los pijamas y las batas, cuidadosamente plegadas en el perfecto planchado. Y otra, del ancho apenas de la palma de una mano, un espacio que por su estrechez carecía de utilidad para el ama de casa, por lo que había acabado por ser un pequeño cofre de los tesoros personales de su marido. Allí reposaban, junto a un par de pastillas de naftalina de las muchas que le daban al interior del mueble ese olor tan característico, una pipa con la que Luján empezó a fumar, en sus primeros años de vida adulta, algunos daguerrotipos familiares, una pequeña medalla que le habían concedido durante su periodo de formación, y otras tonterías. Inclinándose para encontrar el pijama, Luján pensó, fugazmente: nadie que no sea yo pone jamás la mano ahí. ¿A quién pueden interesarle mis recuerdos? Pensó eso, y pensó otra cosa. Sintió un pinchazo en el estómago. Se dijo: así se anuncia el peligro. Porque sabía que lo que iba a hacer era peligroso. Y, sin embargo, no vaciló. Sacó el pijama del cajón, lo dejó sobre la cama, allí al lado, dejó también los expedientes, apartó dos de ellos, tomó el de Lucía Odriozola, lo abrió y sacó el pequeño fajo de papeles unidos con una especie de pinza que había dentro. Con cuidado, agarró una pequeña tarjeta, prendida con la pinza al resto de la documentación, y tiró suavemente hasta que la liberó. Luego se volvió, dio tres pasos hacia el secreter del mismo dormitorio, buscó en un cajoncito, sacó un sobre de tarjetas más o menos del mismo tamaño, y metió dentro la que acababa de arrancar. Una vez hecho esto, regresó al armario y dejó la tarjeta en su parte del cajón, junto al resto de sus cosas.
El día de Nochebuena, por la mañana, había poca luz en la Brigada. Además de la Nochebuena, era uno más de los varios días de cielo plomizo que confundían la primera mañana con la última tarde y que habían traído una lluvia gélida que parecía siempre querer colarse por las gabardinas hacia la nuca del paseante. La jornada era medio festiva; los policías hacían turno normal, pero sólo hasta las tres.
Desde el día 13, o sea desde su entrevista con Franco, a Carlos Luján le daba la impresión de que todo el mundo sabía lo que había pasado. En realidad, no había casi cambios en su vida, salvo la actitud del comisario Antúnez, la cual, tal y como Rebollo había imaginado (o tal vez ordenado) era algo más correcta y distante que antaño, pero sin dejar traslucir, sobre todo ante terceros, que sabía lo que evidentemente sabía. Luján, en cambio, pensaba que forzosamente Antúnez había tenido que irse de la lengua. Iglesias, el Gordo Iglesias, ese panzudo policía amigo de las bromas pesadas que le dio su bautismo de fuego el primer día de servicio, había dejado de hacerle bromas. Aunque Luján iba ganando en importancia y la carrera de Iglesias estaba a todas luces estancada, probablemente por su propio deseo, el Gordo nunca había dejado de tratarlo como un recién llegado, y le gustaba pincharle. Pero hacía más de diez días de su entrevista y en todo ese tiempo no le había dirigido la palabra. Luján tenía la sensación de que nunca volverían a hablar. Para cuando el corazón de Iglesias reventó, ya empezados los sesenta, las oportunidades de Luján de trabar conversación con él eran nulas; pero, la verdad, mientras siguieron siendo compañeros no las aprovecharon.
Consciente de estar un poco paranoico tras una vivencia como la que había tenido, Luján resolvió aquellos primeros días arrimándose a Azpíriz. Los primeros tiempos compartidos en el viejo Infierno habían construido entre ambos cierta corriente de solidaridad, una suerte de querencia que había hecho que, no pocas veces y casi por casualidad, ambos policías hubieran terminado por trabajar juntos. Ésas son cosas, en todo caso, que los jefes, quienes elaboran los equipos, saben y perciben; puesto que se llevaban bien, se compenetraban, era lógico que los emparejasen en las investigaciones. Azpíriz era de un pequeño pueblo de Navarra, casi en la raya de Francia, y tenía, él mismo lo decía, cierta mentalidad de pastor. Hablar poco y fijarse mucho, solía decir. En aquellos días fue el compañero ideal para Luján. El inspector no tenía ningunas ganas de contar nada y Azpíriz no hizo el menor ademán de intentar conocer las razones del trato ligeramente adusto de que fue objeto.
La mañana de Nochebuena, el teléfono sonó en la mesa de Carlos Luján.
-Luján.
-Hola, soy Rebollo.
-Ah, hola… -Luján trató de afectar cierta indiferencia.
-Te llamo porque creo que ya ha pasado cierto tiempo, er, para poder estudiar la documentación. Así que podríamos hablar sobre cómo vamos a seguir adelante.
-Estupendo –contestó Luján-. Dime dónde y cuándo.
-Ahora y aquí –contestó Rebollo.
-¿Ahora? ¿Por, quiero decir, por teléfono?
Un breve silencio.
-¿Qué problema le ves?
Luján no supo qué responder. No sabía qué problema le veía. Eso sí, le veía un problema.
-Como quieras –acabó por decir-. En efecto, he estudiado toda la documentación. Todos los papeles.
-Ajá.
-En realidad, he redactado un pequeño informe para cada carpeta. Quizá quieras echarle un vistazo.
-Será útil, sí.
El silencio en la línea le dijo que, en cualquier caso, esos informes no iban a sustituir a la conversación telefónica. Luján suspiró. Muy profundo. Recordó una frase que siempre decía su padre: primero el deber, después el placer. Si hay un momento para asumir riesgos, éste siempre es mejor que el siguiente.
-¿Empezamos por Odriozola?
-Ajá.
En los dos escasos segundos de silencio que tuvo, Carlos Luján desarmó lo que pudo los tonos de ese «Ajá». No encontró nada sospechoso.
-La documentación de la carpeta es bastante inconcluyente.
-¿Inconcluyente?
-Bueno, quiero decir… es ineficiente. No aporta gran cosa a lo que ya sabíamos.
Un silencio algo más largo de lo normal. Y espeso.
-Estoy de acuerdo –terminó por decir Rebollo.
Luján se sintió mucho mejor.
-Quien ha recopilado esta documentación no ha encontrado nada demasiado nuevo. De hecho, casi todo procede de sus declaraciones en el 48. Natural de Valladolid, vale, en Madrid desde la infancia. Los padres, porteros de una finca. Los dos trágicamente muertos en un incendio cuando ella tenía 20 años, en el 38. Mala cosa, sin oficio ni beneficio. Se mete puta. Mala puta, no muy buena. Pero consigue malvivir sin ser detenida. Una vida más sin importancia, de no haber llegado nosotros en el 48 a registrar la casa de su vecino Anselmo.
-¿Y la tarjeta?
La voz de Rebollo sonó como la voz de alguien que pregunta por algo insulso. Sin embargo, a Carlos Luján un ejército de ratas minúsculas le subió por el espinazo.
-¿La… qué?
-La tarjeta –se explicó Rebollo, hablando despacio-. No me digas que no has reparado en ella.
Carlos Luján tragó saliva.
-Joder, sí, la tarjeta… Perdona, Rebollo, pero es que de verdad la había olvidado.
-Marrón, con anotaciones a mano -salmodió Rebollo, al otro lado de la línea-. Está escrito: «La Aromática, Chamartín de las Rosas».
Luján se dijo: me está demostrando que lo recuerda. Me está demostrando que él sí que se ha fijado. Con la mano libre que no sostenía el teléfono, Luján se secó el abundante sudor de la frente.
-Sí… la había olvidado, claro, porque es que… yo…. No es nada, Rebollo.
Silencio. La mañana detenida. La vida detenida.
Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España: «Luján, no me defraude».
-¿Estás seguro?
Hay un punto hasta placentero, se dijo Luján. Se llama punto sin retorno.
-Seguro –respondió, sin vacilación-. En Chamartín de las Rosas hubo, según he comprobado, una floristería que se llamó así.
Dios Todopoderoso, si es que existes: que no me pregunte la dirección.
-Obviamente, en esa tarjeta apuntaría Lucía Odriozola el nombre de la tienda, porque compraría algo en ella. La apuntó por si se presentaba otra ocasión.
-Chamartín no es tan grande como para no ser capaz de recordar dónde está una tienda.
-Pues se la darían como referencia del establecimiento, y la conservó.
-La letra de la tarjeta es la letra de la propia Lucía Odriozola, me parece a mí.
Los músculos del pecho de Carlos Luján se anudaron alrededor de su esternón, con la clara intención de romperlo. Sintió lágrimas embalsándose sobre sus ojeras. ¡Me cago en Dios, estoy tratando de engañar a Rebollo! ¡Le estoy mintiendo a Franco!
Ha fusilado. Y fusilará otra vez, si es preciso.
El resto de su vida, Carlos Luján se lo pasaría preguntándose de dónde sacó fuerzas aquella mañana para reírse.
-¡Joder, Rebollo! ¡No le busques tres pies al gato! Apuntaría el nombre de la tienda para recordárselo a alguien, sólo que luego no le dio la tarjeta.
-Y la guardó.
-… o simplemente la perdió. ¿O es que vas a decirme que todo lo que tienes en los cajones de tu casa son cosas que has querido guardar?
Nuevo silencio. Más largo que ninguno. Luego, una voz casi distante.
-Otro día seguimos. Adiós.
Tras el click de la línea, las preguntas. ¿Es cierto que se quedó sin tiempo? ¿Tuvo Rebollo que cortar la conversación inesperadamente? ¿Quizá sólo quería hablar de Lucía Odriozola, de la tarjeta que él había escondido, días antes, en su propio armario ropero?
Carlos Luján reparó en que uno de sus zapatos se le había desatado. Se agachó, sentado como estaba.
Sus manos temblorosas no le permitieron ni siquiera agarrar los cordones.
Fueran como fueran las cosas, el teléfono estaba colgado y la conversación, evacuada. Carlos Luján, sin haber tomado propiamente una decisión al respecto, había resuelto tomar un camino, y ese camino ya no tenía vuelta atrás. Todo lo que ocurriese, a partir de ese momento, pasaba por negar ante Rebollo, cuantas veces hiciera falta, la importancia de la tarjeta y, por supuesto, el hecho de que Luján la hubiese separado del resto de la documentación y la hubiese guardado en su propio armario, para conseguir con ello que, si otros ojos se posaban alguna vez sobre el caso Anselmo López, no encontrasen ese hilo del que tirar.
Era importante dar la sensación de normalidad. Para ello, Luján pensó que lo más lógico sería seguir las indicaciones que habían quedado claras en la conversación telefónica con Rebollo, esto es, enviarle los pequeños informes que había elaborado sobre la documentación recibida. Así que los dejó esa misma mañana metidos en un sobre en una bandeja que tenía en el extremo izquierdo de su mesa, donde eran recogidos para su distribución. El sobre iba dirigido al comisario, que era quien sabía cómo hacérselo llegar a Rebollo. En realidad, el comisario estaba sólo unas mesas más allá, pero Luján prefirió, para esa gestión, una actitud más distante.
Antes de encerrar los papeles en el sobre, los leyó de nuevo.
El primer informe:
CONFIDENCIAL. Julio Cendoya. Información acopiada. Diciembre de 1956
Julio Cendoya Menchén. Alias El Choto. Según documentación que obra en el legajo, Nacido en La Abubilla, Salamanca, el 13 de febrero de 1913, tal y como reza el correspondiente asiento parroquial aportado con ocasión de su alistamiento. Según declaración jurada que se adjunta, en 1936 se trasladó a Madrid para buscar trabajo, ciudad donde pasó la guerra evitando las levas. En 1940, ingresa en FET de las JONS y en 1941 responde voluntariamente al reclutamiento para la División Azul, sin que se le aprecien actividades dignas de mención en ese ínterin.
Su aceptación en el reclutamiento no estuvo exenta de problemas. El expediente es parcial, probablemente porque la documentación relacionada con el mismo ha desaparecido o está en algún legajo administrativo que los autores de este informe no han llegado a encontrar. Pero lo que sí dice su documentación es que dicho alistamiento se produce tras la lectura de un informe médico, signo éste que nos indica que Cendoya tenía algún tipo de problema de salud que hizo pensar a los cuadros médicos del reclutamiento que era inútil para el servicio. No obstante, dicha dolencia se desconoce, por no obrar en el expediente el certificado médico al que alude la leva.
Según testimonio del cabo Herminio Pozas y del soldado Julio Abrantes, Julio Cendoya murió en el curso de la acción suicida del Lago Ilmen, al sur de Novgorod, mostrando desprecio por la muerte y tras realizar esfuerzos por salvar la vida de sus compañeros, esfuerzos culminados con el máximo sacrificio, la muerte; motivo por el cual fue condecorado por el Ejército alemán…
CONFIDENCIAL: Higinio Longares Corrochano. Información acopiada. Diciembre, 1956
Nacido el 21 de noviembre de 1908 en Seseña, Toledo, según testimonios de terceros que así se lo habían oído referir. El 21 de julio de 1948, apareció de madrugada en la calzada bajo el Viaducto, en lo que según todas las trazas fue un suicidio. Entre sus ropas se encontró un papel con el lema In Bello Amicitia escrito; el mismo lema del anillo que portaba Anselmo López cuando se encontró su cadáver. Asimismo, se le encontraron manchas de vino y varios cristales, de donde se concluyó que, en el momento de lanzarse al vacío, llevaba una botella de vino consigo.
Carlos Luján seguía leyendo su propio informe. Lo que leyó ahora le demostró, al igual que ya lo había hecho cuando lo escribió, que si bien él había dejado el caso López la misma noche que Longares apareció, Rebollo había continuado. Las pesquisas llevaban su sello.
Dicha botella estaba envuelta en papel de periódico, cuyos trozos también aparecieron con el cadáver. Al observar la policía que los papeles se correspondían con una edición, bastante atrasada para la fecha del óbito, de El Pensamiento Navarro, resolvieron realizar algunas averiguaciones sobre esa pista. En las pensiones del centro de Madrid, las más cercanas para un suicida que escogiese el Viaducto, se acabó dando con una, la Pensión Natalia, regentada por el matrimonio formado por Aurelio y Etelvina Barandiain, ambos naturales de Estella, Navarra. Los dos reconocieron a Higinio Longares y condujeron a los testigos que pudieron dar razón de él.
Ambos patronos se sintieron compungidos por la muerte Longares, aunque no extrañados. Según su relato, el fallecido venía comportándose en las últimas semanas de una forma extraña. Ellos pensaban que tenía una depresión o algo parecido. Había descuidado su aspecto, dejando crecer el pelo y la barba, y se había vuelto huraño. Aunque los testigos no pudieron asegurar que bebiese, tampoco lo negaron; quizá les había hecho pensar eso que Longares había mostrado durante toda su estancia notable afición y habilidad para el dibujo, práctica que sin embargo había abandonado en los últimos tiempos. El matrimonio pensaba que Longares tal vez se había quedado sin trabajo, aunque, puesto que pagaba la pensión con relativa puntualidad, no hicieron más averiguaciones. Hasta donde ellos sabían, la profesión de Longares era camarero. Como siempre había sido reservado respecto de su vida, ellos sabían que había estado empleado en varios bares y restaurantes, el último de ellos al parecer bastante grande e importante; nunca, sin embargo, facilitó el nombre.
Las pesquisas policiales en una serie de restaurantes escogidos no dieron resultado alguno.
El inspector Carlos Luján levantó la vista de sus propios informes. Media mañana y, sin embargo, la oficina seguía sumida en esa luz equívoca de las primeras horas. Madrid, Nochebuena del 56; aire triste y bastante frío. Su mirada se cruzó con la de Azpíriz.
-Tienes el aspecto de alguien que tiene problemas –le dijo el navarro, mientras parpadeaba varias veces.
Luján sonrió. Así era Azpíriz. Era su forma de preguntar si podía ayudar en algo.
-¿Qué tal te manejas con la medicina?
Azpíriz se encogió de hombros.
-Como en el mus: con mucho miedo.
Luján rió. Definitivamente, le gustaba Azpíriz. Además de tener esa calidad propia del compañero de viaje, del parroquiano generacional, se daba cuenta de que, una vez que se lograba penetrar la fachada de laconismo norteño del policía aún candidato al ascenso a inspector, se encontraba un sentido del humor muy sutil y, sobre todo, mercancía que en aquellos momentos Carlos Luján valoraba mucho, un elevado sentido del compañerismo.
-Trato de averiguar algo que supongo tendrá que ver con algún tipo de enfermedad.
-Entonces, pregunta por ahí –Azpíriz hizo un gesto de la barbilla que quería abarcar todas las mesas de la oficina-. Aquí, todos somos unos enfermos.
Con el tiempo, Luján había terminado por acostumbrarse al humor de Azpíriz, y ya no le provocaba prevención. El subinspector tenía la curiosa manía de hacer a sus propios compañeros, a la Policía, de blanco de sus chanzas, lo cual era, sobre todo al principio, incómodo. Como todas las personas lacónicas, Azpíriz tenía esa rara habilidad de dejar en su interlocutor la duda de si una frase había sido pronunciada en serio o en broma. Así pues, nunca estaba claro si lo que decía era una crítica real o simulada. Todo aquello formaba parte, pensaba Luján, del complejo montaje que el subinspector había levantado a su alrededor para que nadie supiese, en realidad, lo que pensaba. Pero hacía su trabajo y, además, no sabía decir una palabra de más.
-Necesitaré algo más que eso –le contesté-. ¿Podrías encargarte tú? Ya sabes, preguntar a los médicos.
-¿De qué tipo, el médico?
-Uno concreto. Sólo que no tengo ni puta idea de quién es, ni de dónde encontrarlo.
-Un médico especializado en ni puta idea –Azpíriz tomó notas, con toda seriedad-. Hecho. ¿Me dirás para qué?
Siempre igual. Frases medio en serio, medio en broma. Y esa actitud de no dar hilo sin puntada. Pero Azpíriz era lo mejor que Luján tenía a su alrededor.
-Julio Cendoya –susurró.
Azpiriz miró al techo, unos segundos, antes de hablar.
-Supongo que ahora tengo que hacer como que no me acuerdo de que un tal Cendoya era parte de la investigación que hicimos en el 50 sobre aquel tipo de la División Azul que apareció muerto y sin manos.
-En el 48 –corrigió Luján y, al instante, Azpíriz hizo un rictus sarcástico.
-Joder, Luján. Es la trampa más vieja del mundo.
Luján suspiró, y asintió con la cabeza.
-Ya no te escapas. ¿Para qué coño estás investigando al muerto ése? Y, ¿qué pasa? ¿Enfermó en Rusia? De hecho, ¿es posible ir a Rusia y no enfermar?
-Te he dicho que a quien investigo es al Choto aquél... el tal Cendoya.
Azpíriz entornó los ojos. Joder, se dijo Luján observando ese gesto inquisitivo; este tipo ha nacido para policía.
-Era… otro divisionario ¿no?
-Ajá –Luján no encontró motivos para circunloquios ni falsas pistas-. Un tipo muy radical, ya sabes.
-¿Ya sé? ¿Es que yo soy muy radical?
Yo qué coño sé lo que eres, pensó Luján mientras sonreía ante lo que decidió que era una broma.
-Un tipo muy radical. Falange por encima de todo. Estado sindical. Esas cosas. Franco me vale mientras me vale y, si no, lo aparto.
-Un tipo con futuro –sentenció Azpíriz.
Luján no supo si sonreír o no.
-Ése es el tipo que estaba enfermo de vete a saber tú qué cojones.
-¿Y le dejaron ir a la guerra?
-¡Joder, Azpíriz! ¡Eso es lo que quiero que tú averigües!
Luján tendió, de mesa a mesa, los papeles con el informe que había redactado sobre la documentación recibida de Franco.
-Aquí tienes los datos. Verás que el reclutamiento definitivo cita un informe médico con conclusión de utilidad. Supongo que te basta para tirar del hilo. Pero devuélvemelos, que los tengo que remitir.
Azpíriz agarró los papeles, los repasó en silencio. Luego entornó los ojos de nuevo.
-Y no debo preguntar por qué has reabierto un caso de hace ocho años –dijo.
-Eso es.
-Sólo debo preguntar de qué estaba enfermo este tipo.
-Lo has entendido muy bien.
-Así pues –continuó Azpíriz, muy tranquilo- en el supuesto de que yo tuviese familia en Madrid, y en el supuesto de que dentro de esta familia tuviese, digamos, un tío; y en el supuesto de que ese tío mío fuese de Falange y que yo le hubiese escuchado más de mil veces juntar las palabras Franco y traidor; en el supuesto de que todo esto fuese verdad, tú no necesitas que averigüe, discretamente, si ese tío mío tan radical sabe algo de otro falangista radical llamado Cendoya, que murió en Rusia. Porque tú, todo lo que quieres saber es de qué cojones estaba enfermo el tal Cendoya.
Luján le sostuvo la mirada. Azpíriz tenía los ojos fríos, como la habitación; y equívocos, como la luz. Se limitó a dejar escapar un suspiro y una sonrisa, levantarse y, cogiendo su sombrero, decirle a su compañero.
-Tengo una cita. Suerte con tu gestión. En su lugar, descanse.