jueves, noviembre 25, 2010

El Vaticano y el SIDA

Hace algunos días, las primeras planas de los periódicos del mundo han recogido unas declaraciones de Benedicto XVI, jefe del Estado Vaticano, admitiendo que el uso del preservativo es aceptable desde el punto de vista de la moral católica cuando se dan ciertos supuestos. Automáticamente, como pasa siempre que la Iglesia católica habla, se ha montado una buena; lo cual, por cierto, es una prueba más de que algunas sociedades actuales, la española entre ellas, son mucho menos laicas de lo que pretenden ser. Que en España se practica un laicismo total frente a la religión ortodoxa rusa lo demuestra que cada vez que el Gran Patriarca habla, ni nos enteramos. Que nos enteremos siempre de lo que dice el Papa demuestra que a mucha gente le importan sus palabras mucho más de lo que quiere reconocer.

En mi opinión, esta declaración papal, que con seguridad los teólogos apuntalarán con miles de precedentes, pues la teología es una ciencia que sirve para soportar casi cualquier cosa, es un movimiento estratégico. La Iglesia católica vive hoy en día uno de sus peores momentos, por culpa de sus errores. Probablemente, cuando en el siglo XX las sociedades europeas comenzaron a avanzar hacia la laicidad de hecho (pues un católico que no practica es un laico de hecho), pensó el Vaticano que le estaba pasando lo peor que le puede pasar. Pero no fue así. El escándalo Ambrosiano hizo aparecer al Vaticano como un turbio especulador más de la caterva de compravendedores financieros sin escrúpulos. Fue, por decirlo así, el primer toque. El segundo ha llegado con las denuncias masivas, y crecientes, de casos de pederastia en el seno de la Iglesia; pederastia que supone además un gravísimo abuso de poder, pues se ha producido por parte de sacerdotes que tenían un poder coercitivo real sobre sus víctimas, que eran sus alumnos, sus discípulos, incluso sus seguidores. El Vaticano ha tratado de hacer como que no entendía que el problema no estaba en la pederastia en sí, sino en la fuerte sospecha de que no pocos jerifaltes de la Iglesia han sabido de esos abusos, y han callado. La Vaticano way of life, basada en el secreto y la ocultación, ha mostrado finalmente sus contradicciones. Y porque hay que recuperar imagen frente al mundo, se dicen cosas como la del condón.

La declaración del condón, como decía, ha provocado una inmediata batahola de comentarios en plan ya era hora. Y ha sido comentario habitual el recordarle al Papa la cantidad de muertos de SIDA que se han producido en África, como insinuando, o más bien afirmando, que toda esa gente se habría salvado si Roma no se hubiese empeñado en que hay que jincar a pelo.

Sea la Iglesia todo lo torpe y mentirosa que es, este argumento es, con perdón de quienes crean en él, una gilipollez.


Más o menos a principios de los años sesenta, según se especula, el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquida dio el salto de especie, pasando de los primates al hombre. Teniendo en cuenta sus vías naturales de contagio, esto da para pensar que en algunas zonas de África, la selva es una fiesta. Se han encontrado trazas de seropositividad ya en muestras de sangre extraídas a personas en Kinshasha, Congo, en 1959.

La doctora Anne Bayley, establecida en Lusaka, Tanzania, es la primera facultativa residente en África que reconoce el SIDA como una dolencia específica, después de años en los cuales en el continente se habían producido muertes por la enfermedad, pocas, que no fueron reconocidas como causadas por la misma. En enero de 1983, la doctora Bayley tuvo que rendirse a la evidencia de algo que ya venía observando de tiempo atrás: allí, en Lusaka, se observaba una frecuencia excesivamente elevada del sarcoma de Kaposi, un tipo de cáncer de piel que suele atacar a los enfermos de SIDA. En 1984, un grupo de expertos occidentales que estudiaron los enfermos registrados en Kigali concluyeron que el perfil del seropositivo africano no se correspondía con el que se empezaba a ver en Estados Unidos. Si en San Francisco la mayoría de los enfermos eran hombres homosexuales sexualmente activos y drogadictos intravenosos, los seropositivos de Kigali tendían a ser de ambos sexos, heterosexuales, promiscuos, y no pocos tenían relaciones habituales con prostitutas. Aquellos eran los años en los que las organizaciones gays clamaban en el mundo entero por la estigmatización de la homosexualidad, pues en Occidente SIDA y homosexualidad se consideraban íntimamente correlacionadas. Ya entonces, sin embargo, los epidemiólogos tenían claro que el SIDA en África era debido a la práctica del sexo de toda la vida de Dios.

En 1984, los hechos de guerra, que siempre han sido grandes difusores de enfermedades (recuérdese la gripe española, sin ir más lejos), hizo su trabajo. Las tropas tanzanas, en su avance hacia el norte para luchar contra Idi Amín, se infectaron de la enfermedad. Los camioneros ugandeses, aficionados a hacer paradas en distintos lugares de descanso de la carretera, hicieron el resto. Un estudio realizado en 1986 en Lyantonde, una población importante en el cruce de carreteras de la zona, descubrió que el 67% de las camareras y asalariadas de los locales de alterne eran seropositivas. A partir de ahí, el SIDA se extendió rapidísimamente por el África negra.

Pero lo que habitualmente no se cuenta es que la reacción de las clases dirigentes africanas fue dar la espalda a la enfermedad, y negarla. No pocos gobernantes africanos prefirieron ver en el SIDA una falsa alarma, una invención occidental que formaba parte de una especie de conspiración racista destinada a convencer a los africanos de que no debían follar, reduciendo de esta manera el poderío de crecimiento de la población.

El ministro de salud de Zimbabwe, por ejemplo, ordenó a los médicos del país que no identificasen el SIDA como causa de muerte. Eso es llegar bastante más lejos de lo que jamás ha llegado el Vaticano. A otro país de la zona, Kenia, le ocurrió con esta historia como le ocurría a la pequeña villa costera de Tiburón. Aún sabiendo que se encontraban ante un grave problema de salud pública, prefirieron mirar hacia otro lado para así no erosionar la producción turística del país, su principal fuente de divisas, por miedo a que las noticias sobre la enfermedad acabasen reduciendo la cifra de visitantes blancos. Así pues, el país se aplicó a una estrategia de mordaza en la que los medios de comunicación, y desde luego los discursos públicos, rara vez hablaban de la enfermedad, de su extensión, o de su profilaxis.

Hay que tener en cuenta que, además, el machismo no es, contra lo que pueda parecer al escuchar a algunas feministas, un problema sólo de los países desarrollados. En realidad, en los subdesarrollados es mucho peor. Los mensajes alarmistas sobre el SIDA atacaban el centro de flotación de la autoestima masculina, que es la práctica del sexo. Así pues, en algunos países africanos se puso de moda enfrentarse a la realidad con un tono entre chulesco y temerario, sin que las autoridades públicas intentasen cambiar las cosas. Una frase muy popular en la época en los países de habla swahilli fue: Acha inwe dogedoge siachi, que quiere decir algo así como «que me mate, yo nunca abandonaré a las jovencitas». En los países afrofrancófonos, el SIDA comenzó a ser conocido como Syndrome Imaginaire pour Décourager les Amoreux, o sea enfermedad inventada para acojonar a los amantes.

En los años ochenta, cruciales para impedir la extensión de la enfermedad, sólo dos países africanos, Uganda y Senegal, pusieron en marcha programas anti-SIDA. Desde 1986, el presidente ugandés, Yoweri Museveni, fue el primer líder africano que se atrevió a tomar la bandera de concienciación a su pueblo sobre los devastadores efectos de la enfermedad. Con mayor valentía aún, comenzó a manejar en sus discursos conceptos como la cautela amorosa y la monogamia. Solía utilizar la metáfora del termitero: si alguien va caminando por el campo y ve una pequeña montaña que es un nido de termitas lleno de agujeros, mete el dedo en uno y las hormigas le muerden, ¿de quién es la culpa?

Con todo, el ejemplo más claro de gravísima procrastinación oficial en este asunto lo da Sudáfrica. A principios de los noventa, la enfermedad se extendió con rapidez. El gobierno racista del apartheid puso en marcha campañas de prevención, ante las que encontró una seria resistencia. Los activistas antigubernamentales comenzaron a distribuir el mensaje de que aquellas campañas eran una conspiración tendente a convencer a los negros de que no se reprodujesen y así reducir su supremacía demográfica. Allí llamaban al AIDS Afrikaner Invention to Deprive us of Sex.

Nelson Mandela declaró la lucha contra el SIDA un proyecto presidencial de primera magnitud, pero en la realidad avanzó poco, probablemente abrumado por otros problemas que tenía el país (desempleo, pobreza, vivienda...). En 1998, el ministro sudafricano de Salud, Nokosazana Dlamini-Zuma, anunció que la aziclotimidina, una medicina que se había demostrado efectiva a la hora de prevenir la transferencia del SIDA de madres a hijos, no sería puesta a disposición de los sudafricanos por motivos de coste, a pesar de que éste había sido reducido por el fabricante. Para cuando, en 1999, Mandela dejó su puesto a Thabo Mbeki, el 10% de los sudafricanos eran seropositivos.

Inexplicablemente, Mbeki prestó oídos, cada vez más, a aquellos científicos que cuestionaban incluso la existencia del virus del SIDA o que fuese otra cosa que un virus pasajero. Algunos de estos expertos explicaban el consenso en el mundo occidental en torno a la enfermedad como una conspiración de las grandes farmacéuticas para forrarse a costa de África (tiempo después clamaban contra esas mismas farmacéuticas porque no querían bajar los precios para que los medicamentos se pudieran vender en el continente; es evidente que una de las dos tesis tiene que ser falsa, las dos a la vez no se pueden dar: si quieres forrarte, tendrás que poner un precio pagable, y si pones un precio impagable, entonces no te forras). En un paroxismo de demagogia vírica, esos que podríamos llamar científicos críticos comenzaron a decir que los retrovirales no sólo eran caros, además eran tóxicos, más dañinos que la propia enfermedad.

En el año 2000, Mbeki impulsó la celebración de un panel internacional presidencial sobre el SIDA con el objeto de dejar claros los hechos; forma de plantear las cosas que venía a sugerir que la explicación canónica de la enfermedad no pasaba de ser una teoría. Mbeki trufó el congreso de científicos disidentes y envió una carta a Kofi Annan, secretario general de la ONU; Bill Clinton, presidente de los EEUU; y Tony Blair, sufridor en casa de Our Precious Queen, explicando su creencia de que todas las teorías sobre la materia debían ser respetadas y exploradas. Acto seguido, hizo declaraciones en defensa de esos mismos disidentes, a los que retrató como víctimas de una persecución. «Estamos siendo, dijo, compelidos a hacer hoy lo mismo que la tiranía racista del apartheid hizo, sólo porque hay una visión científica contra la que está prohibido disentir».

En la Casa Blanca investigaron seriamente si la carta era una coña de algún cachondo mental.

El presidente de la Conferencia Mundial sobre el SIDA que se celebró en Sudáfrica en junio del 2000, profesor Hoosen Coovadia, solicitó a Mbeki que permaneciese ajeno a los debates científicos. La respuesta del presidente fue azuzar a sus ministros y portavoces para que la tomasen con Coovadia, cuestionando sus credenciales académicas y apelándolo de «tropa de primera línea de la industria farmacéutica». 5.000 científicos, incluyendo premios Nobel y directores de los más prestigiosos centros de investigación médica del mundo, firmaron con ocasión de la conferencia un manifiesto aseverando que el HIV causaba el SIDA. El ministro sudafricano de Salud, Manto Tshabalala-Msimang, lo recibió considerándolo un «documento elitista»; como si los barrenderos de Soweto supiesen más de microbiología que los catedráticos del MIT. El portavoz de Mbeki, Parks Mankahlana, anunció que si los firmantes le hacían llegar su papel al Presidente, «encontrará para él un lugar confortable entre las papeleras de su oficina».

En la apertura de la conferencia, Mbeki repitió todos sus mantras iconoclastas, sin faltar uno. Desde sus enciclopédicos conocimientos médicos, pontificó: «Un virus no puede causar un síndrome». Su propia oficina hizo pública una nota de prensa acusando a las asociaciones que demandaban la provisión de antirretrovirales en los hospitales de querer envenenar a los negros. En una reunión de cuadros parlamentarios del Congreso Nacional Africano, aseveró que las críticas hacia su política respecto del SIDA era una conspiración de la CIA, en alianza con las farmacéuticas, para desacreditarle como el líder del mundo en desarrollo para lograr un papel más importante en el concierto económico mundial. En una conferencia en la universidad de Fort Hare, afirmó que las críticas a sus ideas sobre el SIDA estaban alimentadas por motivos racistas.

En 1999, el 10% de los sudafricanos era seropositivo. En el 2000, un año después de comenzar las conachadas de Mbeki, el porcentaje se había doblado. En honor a conspicuos miembros del ANC, entre ellos Mandela, cabe decir que se desgañitaron en los periódicos tratando de convencer a la gente de que lo primero era luchar contra la enfermedad.

En agosto del 2001, la Treatment Action Campaign, una organización anti-SIDA, se personó en los tribunales instándoles a forzar al gobierno a facilitar nevirapina a las madres seropositivas y, así, reducir la transmisión fetal. El gobierno se negó, pero perdió; en el Supremo, y en el Constitucional. A pesar de lo humillante de la derrota, el ministro de Salud seguía recomendando remedios contra la enfermedad del tipo de comer ajo o beber aceite de oliva. Para cuando el gobierno dobló la cerviz y puso en marcha un programa anti-SIDA, la enfermedad había causado ya un millón de muertos.

Nada de esto, sin embargo, fue de público y masivo conocimiento en Occidente. Los periódicos no lo consideraron noticia y los habituales centinelas que, desde la intelectualidad, están siempre a la caza de las cosas que se hacen mal en este mundo, tampoco se ocuparon de llamar la atención sobre los gravísimos errores que en África estaban cometiendo los propios africanos contra sí mismos. Probablemente, esto fue así porque realizar estas denuncias hubiera sido antiaxiomático. El pensamiento único siempre funciona mediante axiomas, y uno de los más importantes, en el momento presente, es considerar al Tercer Mundo como un lugar cuyos pobladores nunca son culpables de nada. Las desgracias del Tercer Mundo siempre son causadas por el Primer Mundo. Reconocer que en Sudáfrica había un pollo reaccionando con inexplicable temeridad ante una pandemia horrísona que mataba diaramente a centenares de sus conciudadanos habría supuesto desmentir el mito del buen salvaje. Y hay gente, en realidad mucha gente, para la que los mitos son mucho más importantes que la realidad.

Durante todo ese tiempo, cierto, un tipo polaco vestido de blanco, blanco de tez además, decía en Roma que eso de ponerse gomita está feo. Pero no parece que fuese él quien más influyó en que miles, millones de africanos pasaran entre diez y veinte años exponiéndose continuamente al HIV, cuando ya el mundo entero sabía los riesgos que eso comportaba.

miércoles, noviembre 24, 2010

Un toque pesimista

En los tiempos de la Transición, en Barcelona, como en otros muchos lugares de España, circulaban los manifiestos como churros. Se hacían manifiestos por todo y para todo, manifiestos que tenían más éxito cuantos más firmantes tenían pero, sobre todo, cuantos más firmantes de los habituales conseguían. En Cataluña, según tienen contado personajes de la época, era habitual que, cuando un contacto que pasaba un manifiesto a la firma, te dijera: «Ya lo han firmado Llach y Lluch». En efecto, cualquier manifiesto que se preciase debía llevar la firma de Lluis Lach y su interminable estaca, y el hoy llorado Ernest Lluch.

La realidad no ha cambiado. Hoy por hoy, en España, un manifiesto, para serlo, tiene que llevar firmas como la de Pedro Almodóvar o Willy (sic) Toledo. De lo contrario, la prensa casi ni se ocupa del asunto. Hace pocos días, un grupo de 100 economistas publicó un manifiesto sobre la reforma del sistema español de pensiones y otro sobre la reforma laboral. Apenas se ha tenido noticia del asunto. Días atrás, asimismo, otro grupo de empresarios y académicos ha publicado lo que denominan la Declaración TransformaEspaña, en la que tratan de tomar posición ante la encrucijada histórica en la que, según el manifiesto, está el país. El espacio dedicado por los medios a estos folios ha sido menos de la mitad del que le habrían dedicado a un manifiesto firmado por Pedro Almodóvar y Willy (sic) Toledo contra la extinción del somormujo petirrojo de los bosques de las islas Vanuatu o sobre el cambio climático. Porque, por lo visto, y para pasmo de escépticos, el riesgo de que dentro de cien años la temperatura de la Tierra haya subido en no sé cuántos grados es más cierto que el riesgo de que nuestro mercado laboral o de pensiones descarrilen a causa de esa entelequia metafísica llamada crisis económica.

Ambos manifiestos, y sobre todo el último de los citados, tienen, sin embargo, y casi diría que independientemente de su contenido, importancia. Porque es verdad que España está, hoy por hoy, en una encrucijada histórica. Fundamentalmente histórico-económica, pero también con otros matices. En esta hora, a mi modo de ver, el país se divide en dos partes bien delimitadas: los que son capaces de ver esto, y los que no lo ven. Y en el tamaño de estas dos mitades es mucho lo que nos estamos jugando.

No hablaré de los manifiestos, que cualquiera puede leerlos y sacar sus consecuencias. Creo que lo que compete a este blog, que lo es de Historia aunque de vez en cuando se marque algún off topic, es señalar algunos aspectos que, a mi modo de ver, se observan en el devenir histórico de España como proyecto, y que deben tenerse en cuenta a la hora de analizar la hora presente, que es hora comprometida.

Empezando por el principio, el primer problema de España es que su historia muestra y demuestra nuestra escasa capacidad para el consenso. La otra gran crisis económica mundial se produjo en los años treinta. La reacción en países con hondas tradiciones democráticas, y estoy pensando en Reino Unido, fueron los gobiernos de concentración nacional en los que, bajo el liderazgo del partido más votado, existían amplios niveles de colaboración, todo lo crítica que se quiera, en los aspectos nucleares de la crisis. La Historia de España, sin embargo, se caracteriza por el enfrentamiento entre posiciones. Tuvo que llegar una situación tan especial e irrepetible (esperemos) como el final de la larguísima dictadura militar para que España fuese capaz de quebrar esta tendencia en los Pactos de la Moncloa.

Una crisis como la que vivimos demanda soluciones muy dolorosas. Demanda, fundamentalmente, que cosas que hoy el Estado está dando deje de darlas, o deje de darlas en las condiciones de coste objetivo que hoy tienen. Seamos claros. Lo que el futuro ofrece son cosas como el copago por la sanidad, tasas de sustitución de las pensiones más bajas, tipos impositivos al alza, menos subvenciones, menos ayudas. Al contrario de lo que se pensó en un primer momento de la crisis, cuando se iba a refundar el capitalismo y todas aquellas declaraciones tan rimbombantes, el Estado, de esta crisis, no saldrá más gordo, sino todo lo contrario. Y la cosa tiene su lógica, porque lo que nos ha enseñado la crisis es que hay que evitar los riesgos sistémicos; hay que evitar que alguien (un banco, por ejemplo), por ser muy grande, pueda, al caer, arrastrar en su caída a otros muchos. Pero, si hay que evitar los riesgos sistémicos, ¿por qué pensaremos que los Estados no pueden serlo? O sea, ¿qué haría más daño a la economía mundial: el colapso del Banco Santander, o el colapso del Estado chino?

Ningún partido político, en democracia, suele tener el apoyo de más del 45% de la población, y de ese porcentaje no menos de 15 puntos son volátiles, es decir están formados por personas que pueden perfectamente votar a otro. En estas circunstancias, ningún partido político en su sano juicio electoral abordará la implantación de esas soluciones dolorosas; le va su supervivencia en ello.

España es un país escasamente reformista por esta razón. La Historia nos demuestra que las reformas avanzan a tirones, con frenos y marchas atrás constantes, al albur del momento político-electoral. Esto es así porque cada vez que un partido en el gobierno se ha planteado realizar una reforma profunda ni se le ha pasado por la cabeza acordarla con la oposición; ni a la oposición se le ocurre, siquiera por un minuto, tener otra actitud que esperar su momento en el machito para cargársela. La Constitución de la II República es un muy buen ejemplo de este efecto.

Otra consecuencia de esta desunión calculada es que el país muestra cierta torpeza a la hora de enfrentar las verdaderas crisis, normalmente porque las enfrenta con enormes dosis de populismo. A mi modo de ver, la única crisis económica de gran calado que España supo enfrentar bien, aparte aquélla para la cual los Pactos de la Moncloa fueron la purga, fue la derivada de la pérdida de las últimas colonias; y es por esa habilidad que Raimundo Fernández Villaverde tiene su nombre inscrito en una de las principales vías de Madrid. Sin embargo, la crisis del 29 se afrontó de forma desunida y populachera, fiándolo todo a que las importantes reservas de oro del país daban margen para hacer unas cuantas, que se dice en mi tierra, conachadas, lo que generó un paro obrero de la pitri mitri, especialmente en el campo, fenómeno que no es en absoluto ajeno a lo que luego pasó. La crisis del Yon Kippur, asimismo, se enfrentó con altísimas dosis de populismo. Hagan lo que crean conveniente, les decía Franco a sus ministros en el Consejo, pero no suban el precio de la gasolina. Los españoles pagamos carísimo el hecho de que el viejo general no fuese capaz de entender que cuando los costes de algo suben, su precio ha de hacerlo en consecuencia, o la economía se sangra. El petróleo no es como un recluta, no obedece órdenes de mando.

El segundo problema es que nuestro modelo de competitividad está en crisis. Cada país es un modelo de negocio en sí mismo. No estoy hablando de eso de la vocación sectorial, que si la construcción o las energías renovables. Estoy hablando del modelo ecosocial que permite a un país situarse en el entorno internacional como destino atractivo para la inversión. El modelo tradicional español, que duró siglos, era el de una economía fundamentalmente exportadora que basaba buena parte de su riqueza en los réditos obtenidos en sus riquísimas colonias. En el siglo XIX, los proteccionistas catalanes se desgañitaron escribiendo páginas y páginas clamando por la escasa industrialización del país y anunciando que, yendo como iba el mundo, esa falta de industria nacional sería la debacle. Y no se equivocaron.

España tuvo que reinventarse económicamente hablando después de 1898, en un parto lento y dificultoso. Tras la segunda guerra mundial, con el desarrollo económico de Europa, escogió un modelo económico basado en una mano de obra barata que, tras la llegada de los primeros años del PSOE y de la mano del ministro Boyer, se combinó con una radical liberalización de las condiciones para la inversión extranjera. Ese modelo ha aportado notables dividendos desde que en 1986 entramos en la Comunidad Económica Europea, pero se ha acabado. Hoy por hoy, la hora/hombre hispana empalidece en sus costes frente a la hora/hombre letona, y eso sin entrar en el pequeño detalle de que el letón tiende a trabajar más horas. Si vemos las cosas desde un punto de vista global y metemos a China en el bombo, ya podemos ir suicidándonos.

Teóricamente, todo modelo de mano de obra barata se acaba reconvirtiendo, conforme el país se autofinancia con las ganancias, en un modelo distinto basado en la excelencia. Dicho coloquialmente: un productor alemán de teléfonos empieza por instalarse en España porque los trabajadores cobran poco comparativamente con el alemán, pero termina quedándose porque los ingenieros españoles son capaces de diseñar procesos que fabrican teléfonos mucho mejores en mucho menos tiempo.

Y aquí es donde España, en el entorno del último cuarto de siglo, ha fallado. Los últimos 25 años del siglo XX tenían que haber sido los del despegue del sistema educativo español, pero han sido los de su derrumbe. España no ha solucionado ninguna de las deudas históricas de su educación (la más visible de ellas, el dominio de la koiné internacional, hace décadas el francés, hoy el inglés, como segundo idioma) y ha generado otras nuevas. La apuesta educativa española no sólo ha reducido dramáticamente el nivel de exigencia, sino que ha fallado como modelo porque su output son profesionales focalizados (personas que, básicamente, sólo saben de ciencias, o sólo saben de letras, etc.), cuando para cualquier observador avezado le es palmario, desde hace muchos años, que al profesional de éxito se le exige, cada vez más, que sea multidisciplinar. Como ejemplo claro, en el mundo de la empresa de hoy hay cienes de cienes de cienes de cienes de ejecutivos que tienen que estar adecuadamente versados, a la vez, de temas técnicos (por ejemplo, ingenieriles) y jurídicos.

A mi modo de ver, un buen sistema educativo se asemeja a la pieza de un automóvil. El fabricante de un cigüeñal utiliza la competición deportiva, donde esa pieza es sometida a un estrés muy superior al normal de la carretera, para afinar su diseño. Parte de la base, cierta, de que un cigüeñal que es capaz de soportar 10.000 kilómetros en condiciones extremas será capaz de soportar tranquilamente 500.000 kilómetros en condiciones normales. Puesto que los educandos no hacen otra cosa que estudiar (wishful thinking), la escuela se concibe como esa competición donde el cigüeñal es sometido a un estrés específico, que sirve como garantía de que en el mundo laboral seguirá respondiendo.

Éste es, más o menos, el modelo Moyano, que imperó en España durante mucho tiempo, aunque con una prevalencia de las Humanidades que hoy tiene menos justificación, más una serie de medidas relativas al maestro, basadas en principios tan sencillos como que aquél que va a examinar es lógico que se examine antes para demostrar que puede. El actual modelo educativo, en cambio, ha dado la vuelta a la tortilla. Hoy, la escuela es la tranquila vida muelle del coche que se limita a ir y volver del trabajo todos los días; y el mundo laboral es la competición rabiosa. Como consecuencia, lo normal es que, a la segunda o tercera carrera, el cigüeñal se parta en dos.

España tiene que modificar su sistema educativo con absoluta urgencia si quiere poder presentar dentro de diez años un entorno de oferta de capital humano distinto al que ofrece hoy. La crisis es un lago muy profundo. El actual sistema educativo ya no nos puede ayudar a salir del agua, pero el futuro sistema educativo sí nos puede ayudar a secarnos pronto cuando hayamos salido. Si otros se secan antes que nosotros, permaneceremos mojados y cogeremos una (otra) pulmonía.

La reforma educativa no es, además, un asunto sólo de conocimientos. Debería ser, en realidad, la espadaña de otra discusión histórica en la que parecemos no querer entrar a fondo, y es la discusión en torno a los valores que queremos defender. Hace décadas, la cuestión religiosa estaba el centro de este debate; hoy yo creo que no, pero eso no quiere decir que no haya debate.

Cabe preguntarse, por ejemplo, por qué, en España, es delito ser rico. A mi modo de ver, éste es un fenómeno que tiene mucho que ver con la aproximación esencialmente ácrata que ha tenido siempre el pensamiento social de izquierdas en nuestro país, y que nos distingue de casi todos nuestros vecinos, excepción hecha de Italia. El éxito económico, en España, no sólo es algo atacable, sino que es inmoral; y éste es un precepto que sonará bien extraño a cualquier británico, holandés o alemán a quien se lo contemos.

Pero en la reforma educativa encontramos otro problema. ¿Reformar el sistema educativo? Tenga usted en cuenta, señor escribidor, que eso es cosa de las autonomías. Lo cual nos lleva al temita del modelo de Estado.

Otro mal histórico de España, de la España contemporánea, ha sido su excesiva dependencia de las reivindicaciones regionales. Ya Felipe IV se encontró en Barcelona con unas instituciones aragonesas abiertamente hostiles a participar en la financiación de sus acromegálicos gastos bélicos. En el siglo XIX, como es bien sabido, crecieron los particularismos nacionalistas, que acabaron convirtiéndose en el lobby de mayor poder en el país. Terminada la primera guerra mundial, en un momento dulce económicamente hablando pero que paradójicamente colocaba al país a las puertas de una crisis económica tan previsible como grave, un ministro con razonables conocimientos hacendísticos, Santiago Alba, diseñó el que pudo ser el primer sistema fiscal a la empresa realmente moderno. Hasta entonces, el gravamen sobre la actividad económica era fundamentalmente indirecto (el odiado impuesto decimonónico sobre consumos), pero en 1919 ya era bastante evidente que la fiscalidad de la actividad también había de ir hacia el generador del valor añadido, es decir la empresa. Vascos y catalanes, que obviamente estaban llamados a ser los principales paganos de la reforma, le pusieron la proa y la enviaron a dormir el sueño de los justos.

Cuando un grupo de españoles se reunió en 1930 en San Sebastián con la intención, no tanto de diseñar la transición a la República, como de discutir la modernización de España, la mayor parte de su tertulia se consumió en una sola cosa: dar suficientes garantías para las reivindicaciones de los nacionalistas catalanes, allí presentes. Y qué decir de la Transición política, proceso en el cual dos grandes elementos como son el sistema electoral y la propia organización del Estado son el resultado de la tensión con los nacionalismos.

Hay que repensar la relación entre Estado central y autonomías. Desde las Bases de Manresa y la Ley Paccionada hasta aquí, hemos ensayado un montón de modelos, y casi ninguno ha funcionado (probablemente, el más exitoso es el Fuero navarro; pero tiene el problema de que no es exportable, y ahí está el conflicto con los vascos, conflicto económico me refiero, para demostrarlo). Tampoco ha funcionado el centralismo: nosotros, los españoles, que le dimos una buena patada en su rojo culo al francés, no somos jacobinos. Somos güelfos, y poco más.

Pero es urgente que definamos quién define en España la política económica y, sobre todo, hasta dónde llegan sus prerrogativas derivadas de ello. Porque de nada sirve decir que es el gobierno central el que debe marcar la estrategia, si luego la ejecución por parte de quienes gastan y actúan en la economía es libre. Un ejemplo muy sencillo: si mañana el gobierno español decide que los tiempos no están como para gastar en un Ministerio de Cultura, ¿tiene o no tiene potestad para cerrar las consejerías de Cultura de las comunidades autónomas? Y qué decir de la urgentísima reforma del sistema educativo...

Yo sí creo, en definitiva, que estamos en una encrucijada histórica. Pero, al contrario que los participantes en TransformaEspaña, la verdad es que no soy optimista. Todo lo contrario. España es un país muy creativo y trabajador. Pero tiene también otra característica, y es que tiene una elevadísima propensión a persistir en sus errores. Para que el repensamiento que es necesario se pudiese llevar a cabo, necesitaríamos ser mil veces más autocríticos de lo que somos.

Un ejemplo de lo que digo. La mayoría de nosotros, los españoles, nos descojonamos de la risa con series como The Simpsons, Family Guy o American Dad; las tres son series enormemente críticas con los Estados Unidos, con su sociedad, con su Historia, con su forma de ser; series que no dejan títere con cabeza y en las que aparece hasta el mismísimo Presidente de los Estados Unidos, motejado comúnmente de tonto del culo o cosa parecida. E, insisto, nos parecen cojonudas.

Pero de lo que no nos damos cuenta es de que en España sería imposible realizar una serie así. Imagine el lector lo que pasaría al día siguiente de que en un episodio apareciese Montilla robando carteras en el Metro de Madrid; o Núñez Feijóo dando discursos públicos en gallego y luego viendo en casa películas de Xan das Bolas haciendo de pailán de pueblo y riéndose de él; o Cándido Méndez aprovechando que un mendigo parado está dormido para robarle un jersey. Puede argumentarse que ese tipo de humor ácido existe en España, y se suele poner en ejemplo de Vaya Semanita. Pero no olvidemos que en ese programa los vascos se ríen de los vascos. Los mismos vascos que se descojonan viéndolo pondrían la el grito en el cielo si esos mismos sketch los elaborase, un suponer, la televisión andaluza.

Las personas que no repiten sus errores son aquéllas que tienen capacidad de ser autocríticas y de poner en solfa sus propios presupuestos mentales. Lo que, a mi modo de ver, demuestra la Historia, es que no es, desgraciadamente, nuestro caso.

lunes, noviembre 22, 2010

Camarada Felipe

Felipe II, el Rey Prudente, es, probablemente, uno de los personajes más controvertidos de la Historia de España. Como todo lo que es controvertido en nuestra Historia, el resultado de esa controversia es que el personaje resulte ser pasto de una interpretación histórica radicalmente alternativa. Unos consideran a Felipe II el rey de la gran y mejor España de la Historia, mientras que otros lo consideran el gran responsable de la decadencia del país. Como ocurre casi siempre que las interpretaciones son radicales, y cuando menos en mi opinión, ambas opiniones tienen parte de razón, y un mucho de sinrazón.

Felipe II, como la guerra civil del 36, como la relación de España con la religión católica, como el problema catalán, como algunas otras cosas, no es algo que pueda juzgarse con dos de pipas. Ni algo que pueda aspirar a ser algún día fruto de un juicio con aspiraciones de consenso.

No es mi idea de hoy desarrollar en algo tan humilde como el post de un aficionado a leer Historia el asunto que acabo de desplegar. Sólo quiero dejar aquí algunos apuntes destinados a contar algunas cosas de este rey, curioso a la par que insoportable, comprensivo a la vez que excesivamente rígido; un rey oxímoron, al fin y a la postre. Apuntes que pretenden, de alguna manera, sorprender al lector porque, tal vez, no los esperaría en tamaño personaje.

A mi modo de ver, lo primero que hay que colocar en su sitio, no sólo en lo ateniente a Felipe II sino a todo el Imperio español en su conjunto, es el asunto de la relación con los indios americanos. Falta a la realidad cualquier teoría que espere de los europeos renacentistas otro trato al indígena que no se base en la convicción de que se trata de un ser inferior, iletrado, inculto y falto de creencias. Hasta bien entrado el siglo XX, los indígenas de los pueblos colonizados, por europeos primero y norteamericanos después, eran conocidos, en español, inglés, francés y alemán, como «salvajes»; lo cual creo da la medida del tratamiento, en modo alguno igualitario, otorgado a estos pueblos, que fueron por lo tanto invadidos y conquistados. No obstante España, por diversas razones que sería complejo analizar aquí, ha sido objeto de una especie de propaganda histórica tendente a convencer al mundo de que su trato con los indios americanos fue especialmente cruel.

Sin embargo, hay elementos para pensar que el trato dado por los españoles a los indios en el siglo XVI, y del cual el principal ejecutor fue Felipe II, no tiene parangón con el dado, por ejemplo, a los indios de Norteamérica, además y para más inri, 200 o 300 años después. De hecho, la administración de Felipe II desarrolló la llamada legislación de Indias, que cualquiera puede consultar, y de la que no hay paralelo alguno para los soiux, navajos, apaches o dakotas. Ciertamente, la relación de los españoles con los indios fue, como decía, una relación desde la superioridad y la imposición. Cuando la legislación establece el principio de conseguir que los indios «sean enseñados y vivan en paz y noticia», es evidente que se refiere a cierto tipo de enseñanzas. Cabe considerar, en todo caso, que dichas enseñanzas ni siquiera se intentaron para con sus vecinos del norte.

La legislación de Indias eximió de todo impuesto indirecto a los impresos o manuscritos llevados a las Indias, con el objeto de favorecer así la extensión de la cultura (o, mejor, de cierta cultura; pero es que ninguna potencia colonizadora fue liberal en este terreno) en aquellas tierras. De modo y forma que ya en 1575 se imprimían libros en México, por cierto, hasta en doce lenguas indígenas; y resulta una pregunta interesante cuántos libros, de cualquier tipo, se imprimieron en Nueva York, en Boston o en Chicago, en las lenguas indias.

Una cédula real sobre las Indias dice: «Para servir a Dios Nuestro Señor y al bien público de nuestros reinos, conviene que nuestros vasallos, súbditos y naturales tengan en ellos Universidades y estudios generales, donde sean instruidos y graduados en todas ciencias y Facultades y por el mucho amor y voluntad que tenemos de favorecer a dichos súbditos y desterrar de ellos las tinieblas de la ignorancia, creamos y fundamos estudios generales en las ciudades de Lima y Méjico». Este párrafo, con seguridad debido a la propia pluma del rey Felipe, que era autor directo de muchas de sus cédulas, revela un evidente paternalismo superior. Pero cabe preguntarse si ingleses, franceses o estadounidenses se ocuparon alguna vez de que indios, habitantes de la Conchinchina o de Argelia, o indios, nuevamente, fuesen instruidos y graduados en nada y abandonasen las tinieblas de la ignorancia. En la América española se fundaron 24 universidades mayores y menores; 25, contando la de Manila. En las reservas indias se han fundado casinos.

Hay elementos en la legislación de Indias que tienen un tufo moderno. Por ejemplo, los virreyes estaban obligados a presentar un inventario de todos sus bienes al abandonar el cargo; es obvio que esta norma se cumplió así, así; pero si la existencia actual de políticos corruptos no mella la voluntad de pedirles cuentas, el hecho de que existiesen virreyes venales no le resta intención a esta medida, que hay que recordar que tiene casi 500 años.

La legislación de Indias establece otros principios, como la obligación de corregidores y justicias de instruir a los indios en técnicas agrícolas. Asimismo, prohibía el trabajo de los indios de menos de 18 años de edad.

Esta última idea nos lleva a otro curioso elemento de la política de Felipe II: sus normas en materia laboral. En un edicto regulador del trabajo en las minas del Franco Condado, se establece: «Todos los obreros de las fortificaciones y de las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde. Las horas serán distribuidas por los ingenieros según el tiempo más conveniente para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes». La jornada de ocho horas para el conjunto de los trabajadores es un logro del siglo XX. El edicto, asimismo, establecía la instauración de un economato para los obreros, así como la obligación pagar los jornales también por los días de fiesta (esto de no trabajar y aún así cobrar es algo de antesdeayer por la tarde).

Asimismo, en una cédula de 19 de octubre de 1573, que trata sobre las obras del monasterio de El Escorial, se dispone que a los aparejadores de carpintería y albañilería se les dispusiera de un permiso de diez días con percepción íntegra del salario disfrutado en nómina. Obvio es decir que las vacaciones pagadas aún tardarían cuatro siglos en llegar. En el caso de sufrir un accidente el obrero, se le debía abonar la mitad del jornal durante su recuperación.

Aún así, Felipe II no pudo evitar sufrir la que bien puede ser la primera huelga, o una de las primeras, de la Historia de España. Ocurrió en 1577 y su motivo fue la detención por el alcalde de El Escorial de unos canteros vizcaínos, a causa de alguna falta menor. La rabia del resto de los canteros, que entendían injusta la detención, se extendió a todos los obreros del monasterio, que dejaron de trabajar. La huelga terminó con eso que hoy se llama la cesión de la patronal. El rey, informado del acontecimiento, pasó palabra.

Otras cosas debidas a aquel reinado, cuando menos de forma embrionaria, son la inspección de enseñanza, creada por cédula de 15 de enero de 1573, que ordena a los justicias visitar periódicamente las escuelas, comprobando que los maestros realizan su labor, son aptos para ella, así como si se reza la doctrina cristiana. En algún sitio he leído que, incluso, el rey llegó a establecer beneficios para estudiantes pensionados en el extranjero, lo que podría ser tomado como un precedente del Erasmus.

El último apunte de este extraño olorcillo a modernidad que se aprecia en algunas legislaciones de rey tan envarado tiene que ver con eso que hoy llamamos ecologismo. Felipe II formó en Aranjuez, en 1555, el que algunos tienen por primer jardín botánico de Europa. Por lo demás, aquí copio el literal de una instrucción que en 1571 le envía a Diego de Covarrubias: «Una cosa deseo ver acabada de tratar, y es lo que toca a la conservación de los montes y aumento dellos; temo que los que vieneren después de nosotros y han de tener mucha queja de que se los dejamos consumidos, y plegue a Dios que no lo veamos en nuestros días». Si esto lo llega a decir el presunto jefe Seattle, con la frase se habrían decorado miles de habitaciones de colegio mayor.

Lo hermoso de las cosas es lo complicadas que son.