Hace algunos días, las primeras planas de los periódicos del mundo han recogido unas declaraciones de Benedicto XVI, jefe del Estado Vaticano, admitiendo que el uso del preservativo es aceptable desde el punto de vista de la moral católica cuando se dan ciertos supuestos. Automáticamente, como pasa siempre que la Iglesia católica habla, se ha montado una buena; lo cual, por cierto, es una prueba más de que algunas sociedades actuales, la española entre ellas, son mucho menos laicas de lo que pretenden ser. Que en España se practica un laicismo total frente a la religión ortodoxa rusa lo demuestra que cada vez que el Gran Patriarca habla, ni nos enteramos. Que nos enteremos siempre de lo que dice el Papa demuestra que a mucha gente le importan sus palabras mucho más de lo que quiere reconocer.
En mi opinión, esta declaración papal, que con seguridad los teólogos apuntalarán con miles de precedentes, pues la teología es una ciencia que sirve para soportar casi cualquier cosa, es un movimiento estratégico. La Iglesia católica vive hoy en día uno de sus peores momentos, por culpa de sus errores. Probablemente, cuando en el siglo XX las sociedades europeas comenzaron a avanzar hacia la laicidad de hecho (pues un católico que no practica es un laico de hecho), pensó el Vaticano que le estaba pasando lo peor que le puede pasar. Pero no fue así. El escándalo Ambrosiano hizo aparecer al Vaticano como un turbio especulador más de la caterva de compravendedores financieros sin escrúpulos. Fue, por decirlo así, el primer toque. El segundo ha llegado con las denuncias masivas, y crecientes, de casos de pederastia en el seno de la Iglesia; pederastia que supone además un gravísimo abuso de poder, pues se ha producido por parte de sacerdotes que tenían un poder coercitivo real sobre sus víctimas, que eran sus alumnos, sus discípulos, incluso sus seguidores. El Vaticano ha tratado de hacer como que no entendía que el problema no estaba en la pederastia en sí, sino en la fuerte sospecha de que no pocos jerifaltes de la Iglesia han sabido de esos abusos, y han callado. La Vaticano way of life, basada en el secreto y la ocultación, ha mostrado finalmente sus contradicciones. Y porque hay que recuperar imagen frente al mundo, se dicen cosas como la del condón.
La declaración del condón, como decía, ha provocado una inmediata batahola de comentarios en plan ya era hora. Y ha sido comentario habitual el recordarle al Papa la cantidad de muertos de SIDA que se han producido en África, como insinuando, o más bien afirmando, que toda esa gente se habría salvado si Roma no se hubiese empeñado en que hay que jincar a pelo.
Sea la Iglesia todo lo torpe y mentirosa que es, este argumento es, con perdón de quienes crean en él, una gilipollez.
Más o menos a principios de los años sesenta, según se especula, el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquida dio el salto de especie, pasando de los primates al hombre. Teniendo en cuenta sus vías naturales de contagio, esto da para pensar que en algunas zonas de África, la selva es una fiesta. Se han encontrado trazas de seropositividad ya en muestras de sangre extraídas a personas en Kinshasha, Congo, en 1959.
La doctora Anne Bayley, establecida en Lusaka, Tanzania, es la primera facultativa residente en África que reconoce el SIDA como una dolencia específica, después de años en los cuales en el continente se habían producido muertes por la enfermedad, pocas, que no fueron reconocidas como causadas por la misma. En enero de 1983, la doctora Bayley tuvo que rendirse a la evidencia de algo que ya venía observando de tiempo atrás: allí, en Lusaka, se observaba una frecuencia excesivamente elevada del sarcoma de Kaposi, un tipo de cáncer de piel que suele atacar a los enfermos de SIDA. En 1984, un grupo de expertos occidentales que estudiaron los enfermos registrados en Kigali concluyeron que el perfil del seropositivo africano no se correspondía con el que se empezaba a ver en Estados Unidos. Si en San Francisco la mayoría de los enfermos eran hombres homosexuales sexualmente activos y drogadictos intravenosos, los seropositivos de Kigali tendían a ser de ambos sexos, heterosexuales, promiscuos, y no pocos tenían relaciones habituales con prostitutas. Aquellos eran los años en los que las organizaciones gays clamaban en el mundo entero por la estigmatización de la homosexualidad, pues en Occidente SIDA y homosexualidad se consideraban íntimamente correlacionadas. Ya entonces, sin embargo, los epidemiólogos tenían claro que el SIDA en África era debido a la práctica del sexo de toda la vida de Dios.
En 1984, los hechos de guerra, que siempre han sido grandes difusores de enfermedades (recuérdese la gripe española, sin ir más lejos), hizo su trabajo. Las tropas tanzanas, en su avance hacia el norte para luchar contra Idi Amín, se infectaron de la enfermedad. Los camioneros ugandeses, aficionados a hacer paradas en distintos lugares de descanso de la carretera, hicieron el resto. Un estudio realizado en 1986 en Lyantonde, una población importante en el cruce de carreteras de la zona, descubrió que el 67% de las camareras y asalariadas de los locales de alterne eran seropositivas. A partir de ahí, el SIDA se extendió rapidísimamente por el África negra.
Pero lo que habitualmente no se cuenta es que la reacción de las clases dirigentes africanas fue dar la espalda a la enfermedad, y negarla. No pocos gobernantes africanos prefirieron ver en el SIDA una falsa alarma, una invención occidental que formaba parte de una especie de conspiración racista destinada a convencer a los africanos de que no debían follar, reduciendo de esta manera el poderío de crecimiento de la población.
El ministro de salud de Zimbabwe, por ejemplo, ordenó a los médicos del país que no identificasen el SIDA como causa de muerte. Eso es llegar bastante más lejos de lo que jamás ha llegado el Vaticano. A otro país de la zona, Kenia, le ocurrió con esta historia como le ocurría a la pequeña villa costera de Tiburón. Aún sabiendo que se encontraban ante un grave problema de salud pública, prefirieron mirar hacia otro lado para así no erosionar la producción turística del país, su principal fuente de divisas, por miedo a que las noticias sobre la enfermedad acabasen reduciendo la cifra de visitantes blancos. Así pues, el país se aplicó a una estrategia de mordaza en la que los medios de comunicación, y desde luego los discursos públicos, rara vez hablaban de la enfermedad, de su extensión, o de su profilaxis.
Hay que tener en cuenta que, además, el machismo no es, contra lo que pueda parecer al escuchar a algunas feministas, un problema sólo de los países desarrollados. En realidad, en los subdesarrollados es mucho peor. Los mensajes alarmistas sobre el SIDA atacaban el centro de flotación de la autoestima masculina, que es la práctica del sexo. Así pues, en algunos países africanos se puso de moda enfrentarse a la realidad con un tono entre chulesco y temerario, sin que las autoridades públicas intentasen cambiar las cosas. Una frase muy popular en la época en los países de habla swahilli fue: Acha inwe dogedoge siachi, que quiere decir algo así como «que me mate, yo nunca abandonaré a las jovencitas». En los países afrofrancófonos, el SIDA comenzó a ser conocido como Syndrome Imaginaire pour Décourager les Amoreux, o sea enfermedad inventada para acojonar a los amantes.
En los años ochenta, cruciales para impedir la extensión de la enfermedad, sólo dos países africanos, Uganda y Senegal, pusieron en marcha programas anti-SIDA. Desde 1986, el presidente ugandés, Yoweri Museveni, fue el primer líder africano que se atrevió a tomar la bandera de concienciación a su pueblo sobre los devastadores efectos de la enfermedad. Con mayor valentía aún, comenzó a manejar en sus discursos conceptos como la cautela amorosa y la monogamia. Solía utilizar la metáfora del termitero: si alguien va caminando por el campo y ve una pequeña montaña que es un nido de termitas lleno de agujeros, mete el dedo en uno y las hormigas le muerden, ¿de quién es la culpa?
Con todo, el ejemplo más claro de gravísima procrastinación oficial en este asunto lo da Sudáfrica. A principios de los noventa, la enfermedad se extendió con rapidez. El gobierno racista del apartheid puso en marcha campañas de prevención, ante las que encontró una seria resistencia. Los activistas antigubernamentales comenzaron a distribuir el mensaje de que aquellas campañas eran una conspiración tendente a convencer a los negros de que no se reprodujesen y así reducir su supremacía demográfica. Allí llamaban al AIDS Afrikaner Invention to Deprive us of Sex.
Nelson Mandela declaró la lucha contra el SIDA un proyecto presidencial de primera magnitud, pero en la realidad avanzó poco, probablemente abrumado por otros problemas que tenía el país (desempleo, pobreza, vivienda...). En 1998, el ministro sudafricano de Salud, Nokosazana Dlamini-Zuma, anunció que la aziclotimidina, una medicina que se había demostrado efectiva a la hora de prevenir la transferencia del SIDA de madres a hijos, no sería puesta a disposición de los sudafricanos por motivos de coste, a pesar de que éste había sido reducido por el fabricante. Para cuando, en 1999, Mandela dejó su puesto a Thabo Mbeki, el 10% de los sudafricanos eran seropositivos.
Inexplicablemente, Mbeki prestó oídos, cada vez más, a aquellos científicos que cuestionaban incluso la existencia del virus del SIDA o que fuese otra cosa que un virus pasajero. Algunos de estos expertos explicaban el consenso en el mundo occidental en torno a la enfermedad como una conspiración de las grandes farmacéuticas para forrarse a costa de África (tiempo después clamaban contra esas mismas farmacéuticas porque no querían bajar los precios para que los medicamentos se pudieran vender en el continente; es evidente que una de las dos tesis tiene que ser falsa, las dos a la vez no se pueden dar: si quieres forrarte, tendrás que poner un precio pagable, y si pones un precio impagable, entonces no te forras). En un paroxismo de demagogia vírica, esos que podríamos llamar científicos críticos comenzaron a decir que los retrovirales no sólo eran caros, además eran tóxicos, más dañinos que la propia enfermedad.
En el año 2000, Mbeki impulsó la celebración de un panel internacional presidencial sobre el SIDA con el objeto de dejar claros los hechos; forma de plantear las cosas que venía a sugerir que la explicación canónica de la enfermedad no pasaba de ser una teoría. Mbeki trufó el congreso de científicos disidentes y envió una carta a Kofi Annan, secretario general de la ONU; Bill Clinton, presidente de los EEUU; y Tony Blair, sufridor en casa de Our Precious Queen, explicando su creencia de que todas las teorías sobre la materia debían ser respetadas y exploradas. Acto seguido, hizo declaraciones en defensa de esos mismos disidentes, a los que retrató como víctimas de una persecución. «Estamos siendo, dijo, compelidos a hacer hoy lo mismo que la tiranía racista del apartheid hizo, sólo porque hay una visión científica contra la que está prohibido disentir».
En la Casa Blanca investigaron seriamente si la carta era una coña de algún cachondo mental.
El presidente de la Conferencia Mundial sobre el SIDA que se celebró en Sudáfrica en junio del 2000, profesor Hoosen Coovadia, solicitó a Mbeki que permaneciese ajeno a los debates científicos. La respuesta del presidente fue azuzar a sus ministros y portavoces para que la tomasen con Coovadia, cuestionando sus credenciales académicas y apelándolo de «tropa de primera línea de la industria farmacéutica». 5.000 científicos, incluyendo premios Nobel y directores de los más prestigiosos centros de investigación médica del mundo, firmaron con ocasión de la conferencia un manifiesto aseverando que el HIV causaba el SIDA. El ministro sudafricano de Salud, Manto Tshabalala-Msimang, lo recibió considerándolo un «documento elitista»; como si los barrenderos de Soweto supiesen más de microbiología que los catedráticos del MIT. El portavoz de Mbeki, Parks Mankahlana, anunció que si los firmantes le hacían llegar su papel al Presidente, «encontrará para él un lugar confortable entre las papeleras de su oficina».
En la apertura de la conferencia, Mbeki repitió todos sus mantras iconoclastas, sin faltar uno. Desde sus enciclopédicos conocimientos médicos, pontificó: «Un virus no puede causar un síndrome». Su propia oficina hizo pública una nota de prensa acusando a las asociaciones que demandaban la provisión de antirretrovirales en los hospitales de querer envenenar a los negros. En una reunión de cuadros parlamentarios del Congreso Nacional Africano, aseveró que las críticas hacia su política respecto del SIDA era una conspiración de la CIA, en alianza con las farmacéuticas, para desacreditarle como el líder del mundo en desarrollo para lograr un papel más importante en el concierto económico mundial. En una conferencia en la universidad de Fort Hare, afirmó que las críticas a sus ideas sobre el SIDA estaban alimentadas por motivos racistas.
En 1999, el 10% de los sudafricanos era seropositivo. En el 2000, un año después de comenzar las conachadas de Mbeki, el porcentaje se había doblado. En honor a conspicuos miembros del ANC, entre ellos Mandela, cabe decir que se desgañitaron en los periódicos tratando de convencer a la gente de que lo primero era luchar contra la enfermedad.
En agosto del 2001, la Treatment Action Campaign, una organización anti-SIDA, se personó en los tribunales instándoles a forzar al gobierno a facilitar nevirapina a las madres seropositivas y, así, reducir la transmisión fetal. El gobierno se negó, pero perdió; en el Supremo, y en el Constitucional. A pesar de lo humillante de la derrota, el ministro de Salud seguía recomendando remedios contra la enfermedad del tipo de comer ajo o beber aceite de oliva. Para cuando el gobierno dobló la cerviz y puso en marcha un programa anti-SIDA, la enfermedad había causado ya un millón de muertos.
Nada de esto, sin embargo, fue de público y masivo conocimiento en Occidente. Los periódicos no lo consideraron noticia y los habituales centinelas que, desde la intelectualidad, están siempre a la caza de las cosas que se hacen mal en este mundo, tampoco se ocuparon de llamar la atención sobre los gravísimos errores que en África estaban cometiendo los propios africanos contra sí mismos. Probablemente, esto fue así porque realizar estas denuncias hubiera sido antiaxiomático. El pensamiento único siempre funciona mediante axiomas, y uno de los más importantes, en el momento presente, es considerar al Tercer Mundo como un lugar cuyos pobladores nunca son culpables de nada. Las desgracias del Tercer Mundo siempre son causadas por el Primer Mundo. Reconocer que en Sudáfrica había un pollo reaccionando con inexplicable temeridad ante una pandemia horrísona que mataba diaramente a centenares de sus conciudadanos habría supuesto desmentir el mito del buen salvaje. Y hay gente, en realidad mucha gente, para la que los mitos son mucho más importantes que la realidad.
Durante todo ese tiempo, cierto, un tipo polaco vestido de blanco, blanco de tez además, decía en Roma que eso de ponerse gomita está feo. Pero no parece que fuese él quien más influyó en que miles, millones de africanos pasaran entre diez y veinte años exponiéndose continuamente al HIV, cuando ya el mundo entero sabía los riesgos que eso comportaba.