miércoles, septiembre 27, 2017

Trento (30)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies.


Cualquier persona que haya seguido esta serie tendrá claro a estas alturas, supongo, que toda la Historia del concilio de Trento se define por el ejercicio de un poder asfixiante sobre el mismo por parte del Papa. Siendo esto cierto, en el punto en que nos encontramos podemos decir que dicho entorno de cosas alcanzó su ápex. Aquel año de 1562 (el año que, no se olvide, la cruzada contra los valdenses estaba en todo lo gordo), bajo Pío IV el conflicto inherente al concilio alcanzó los puntos más altos. Casi todos los obispos que habían votado en contra del derecho divino de la residencia de los prelados recibieron jugosas ofertas de Roma que les prometían diversas gabelas y recompensas por ello. A cambio de ello, los sacerdotes sabían que debían desplegarse con la mayor inquina contra sus adversarios y, en consecuencia, los llenaron de improperios y calumnias.

lunes, septiembre 25, 2017

Isabel (2: El asesinato de Guillermo de Orange, y sus consecuencias)

Atenta la compañía con:


Habíamos dejado a Francis Thorckmorton atado al potro de tortura en el momento en que debió decir aquello de I'm confessin'. Y lo que dijo, básicamente, es que el duque de Guisa había concebido el mismo plan que en su día diseñó Ridolfi, esto es: colocar a María Estuardo en el trono tras deponer y asesinar a Isabel. Para llevar a cabo su plan, Thorckmorton había entrado en tratos con quien era desde 1578 el embajador español en Londres, Bernardino de Mendoza, al que había provisto con mapas bastante precisos que marcaban los mejores lugares de la costa meridional de Inglaterra para proceder a desembarcos. Asimismo, también le había dado una lista con los principales nobles y burgueses prósperos de religión católica, a los que consideraba dispuestos a secundar el plan.