viernes, junio 21, 2013

Un enemigo (más) de la Gran Bretaña

Supongo, o quiero suponer, que alguno de vosotros está esperando que continúe la serie sobre Hitler y Palestina que inicié más o menos al mismo tiempo que el relato sobre Mayo del 68. Si es así, lo primero que quiero decir en este post de hoy es que tengáis paciencia. No es que todo llegue, es que está a punto de llegar. Como aperitivo, y para recuperar el ritmo y entrar en el calor de la zona y de la época, hoy os voy a hablar de un teatro colateral que también tiene su interés, y la figura de un señor de la guerra.

Militarmente hablando, y aunque los años de la larga dominación no están exentos de episodios comprometidos, el principal problema que tuvo Inglaterra en sus posesiones indias fue la frontera noroeste del país; esto es, la raya de Afganistán. En 1894, con ese espíritu sobrado de los conquistadores, los ingleses trazaron una línea completamente arbitraria entre las dos naciones, la llamada línea Durand; con lo que lo que consiguieron fue que los habitantes de la zona, los afganos, también llamados patanes o pashtunes, no reconociesen aquel borde que se les imponía. El problema, como tal, habría de sobrevivir medio siglo. Durante mucho tiempo, los británicos tomaron la costumbre de cerrar la frontera a la puesta del sol, disparando contra todo aquél que la pretendiese traspasar desde entonces.

En el año 1940, tras el estallido de la segunda guerra mundial, los ingleses se dieron cuenta de que tenían un gran problema. Los afganos eran una plétora de tribus y, por lo tanto, estaban fuertemente divididos y muchos de ellos sólo actuaban en sus ámbitos locales. Pero, a pesar de esas limitaciones, un pueblo esencialmente guerrero como el afgano tenía la capacidad de levantar unas tropas (que no un ejército; son cosas distintas) de más de 400.000 hombres, lo que les daba una teórica capacidad de enfrentarse con el ejército británico destacado en la India (y formado, para más inri, básicamente por soldados locales).

La estrategia de los afganos solía ser tratar de bajar al valle del Indo para, una vez allí, soliviantar a la población local contra el Imperio. Sin embargo, como digo, en esta estrategia a menudo se mostraban divididos. La cosa comenzó a cambiar al principio de la guerra con el surgimiento de un líder militar, el fakir de Ipi, Mirza (también conocido como Hadji, el peregrino) Alí Kahn. Había nacido en 1892 y para entonces era el imán de la mezquita de Ipi, a la ribera del río Tochi, uno de los afluentes del Indo; todo ello situado en el Kafiristán, que, si no recuerdo mal, es el famoso país que fue reinado por un británico en el relato de Ruyald Kipling El hombre que pudo reinar, magistralmente llevado al cine por Sean Connery y Michael Caine. Cuando ya había adquirido bastante fama como líder religioso, en su región se montó un pollo relacionado con la conversión forzada al Islam de una niña, que provocó la entrada de las tropas británicas en el área, destruyendo viviendas, entre ellas la del propio Ali Kahn. Aquella represión le dio todavía más prestigio.

Kahn entró en relación con los Camisas Rojas, un grupo agitador conectado con el Partido del Congreso indio de Pandit Nehru y Mahatma Ghandi. En 1937 ya había declarado la yihad contra el inglés, pero, con el estallido de la guerra mundial, un nuevo elemento aparece en el tablero: la connivencia con las potencias del Eje.

En realidad, Kahn no es el único elemento antiinglés que mantienen los alemanes en la zona. También hay que tener en cuenta a Mohamed Saadi al-Keilani, primo de Suriya, la reina casada con el monarca afgano Amalulah, en ese momento exiliado en Roma. Al-Keilani había estudiado en Berlín y tenía contactos con los conspiradores iraquíes que, como hemos visto en la serie sobre Hitler y Palestina, trataron de soliviantar al país contra el poder británico. Fracasada la rebelión iraquí, Keilani huirá a Siria, donde será detenido por fuerzas de la Francia Libre y entregado a los ingleses, los que acabarán comprobando que recibía recursos del ejército alemán.

En esas circunstancias, la mejor baza para el Eje en Afganistán será Alí Kahn. Joachim von Ribentropp decide apostar por el tema y envía a Kabul al jefe de la sección oriental de su ministerio, Werner von Hentig, otro viejo conocido de Al-Husseini y los conspiradores palestinos que ya hemos ido viendo. En los contactos interviene también el representante italiano en la capital afgana, Pietro Quaroni. Es Quaroni, de hecho, quien consigue que, en febrero de 1941, pueda viajar a Kabul Subas Chandra Bose, antiguo presidente del Partido del Congreso. Alemanes e italianos le comen la oreja a Bose con que sólo hacen falta 50.000 hombres bien equipados para, bajando desde Afganistán, tomar el imperio de la India. El fakir tiene que ser el general que necesitan.

En marzo de aquel mismo año, los representantes del Eje firman con Ali Kahn un acuerdo por el cual le entregan 25.000 libras mensuales por levantarse contra los ingleses; el doble si consigue que la revuelta ocupe toda la frontera; el triple si consigue la participación de todas las tribus afganas. El problema, en ese punto, no será conseguir el dinero, que es calderilla para los alemanes. Es conseguir cambiarlo en rupias, sin lo cual no vale nada.

En junio de 1941, el secretario de la legación italiana en Kabul, Enrico Anzilotti, se infiltra en el Beluchistán inglés, donde se entrevista con el fakir, que pide más medios. El tema deja de ser, en ese punto, intermediado por los italianos para pasar a manos de los que realmente tienen medios, que son los alemanes.

La inteligencia alemana diseñará dos operaciones. La operación Feuerfresser (comedor de fuego), y la operación Tigre. Contactan en Roma con el rey Amalulah y, en Suecia, con un explorador y aventurero de fuertes simpatías nazis, Sven Hedin. En Kabul, un tal teniento Witzel, jefe de la inteligencia alemana en la zona, contacta con el fakir. La central de Berlín envía a dos espías: Manfred Oberdörffer y Frederik Brandt. Sin embargo, estos dos serán fruto de una emboscada realizada por tropas británicas y afganos proingleses. Oberdörffer muere en la refriega.

Todos estos sucesos van retrasando la concordia entre alemanes y activistas afganos hasta que, por medio, se produce un gran cambio en el entorno: el ataque alemán sobre la URSS. Obviamente, este hecho abre enormes posibilidades de entendimiento entre Moscú y Londres, que se repartirán zonas de influencia en Irán y se juramentarán para mantener el control sobre Afganistán, para garantizar sus comunicaciones.

El fakir Kahn, para entonces, está empezando a desafectarse de la causa alemana. Para entonces, dice, se ha dado cuenta de que «los alemanes no son más musulmanes que los británicos». Para lubricar la situación, Ribentropp libera un crédito a favor del afgano por valor de 4,5 millones de marcos. Kahn toma el dinero con renuencia pero, finalmente, se decide a actuar. Es el momento. Para los británicos la situación es desesperada. Ha caído Singapur, y Birmania y, consecuentemente, la India está en serio peligro.

Con 500 hombres y una artillería modesta, Kahn ataca el puesto de Datta Khel, en la rivera del Tochi. El plan es poseer a partir de aquí el Kafiristán y, una vez hecho esto, descender sobre el valle del Indo, que esperan encontrar en posición de sublevarse contra el inglés debilitado. Los británicos desvían tropas del frente birmano (tropas, ojo, prácticamente sólo de hombres blancos) y los envían a Datta Khel. Lord Linlithgow, virrey de la India, le escribe a Churchill que la situación es la más seria desde 1857, es decir la llamada rebelión de los cipayos.

Otras tribus guerreras ocupan la línea férrea que une Karachi, Hyderabad y Lahore. La situación es comprometidísima para los británicos, que decretan la ley marcial en la zona. En Berlín, los agitadores musulmanes y Chandra Bose preparan la nueva Constitución de la India libre.

¿Qué falló? Pues, básicamente, lo mismo que falló en Stalingrado: el mariscal Hermann Göring.

El teniente Witzel, que ya hemos dicho coordinaba todas las operaciones de inteligencia sobre el terreno, había informado a Berlín que lo que se había declarado con la acción de Datta Kehl había sido una guerra en toda regla. En las guerras ganan los buenos aprovisionamientos. Las tribus del Kafiristán necesitaban unas 525 toneladas de munición, que debían ser provistas desde el Cáucaso por la Luftwaffe. Pero la fuerza aérea alemana, lo sabemos por Stalingrado, será incapaz de asumir ese nivel de transporte. De hecho, la derrota en la ciudad soviética terminará con todos los planes alemanes de tomar la India.

Los italianos se ofrecen para realizar el aprovisionamiento desde su base aérea en Rodas. Pero el fakir se niega. Para entonces, tiene ya demasiado miedo la fuerza de los británicos. A partir de 1944, la guerra en toda regla se convertirá en guerrilla.

Alí Kahn no terminó sus acciones con la segunda guerra mundial. En 1946, todavía intentó federar a varias tribus afganas para atacar a los ingleses. Y, al año siguiente, tras la independencia y partición de la India, intentó crear un estado en la frontera bajo su presidencia, intención que fue impedida por las tropas pakistaníes.

En 1955, cuando Kruschev visita Kabul, el fakir todavía no ha depuesto sus armas. Finalmente, el líder soviético logrará convencerle de que acepte un acuerdo amistoso.

Mirza Hadji Alí Kahn murió retirado en su villa de Ipi en 1960. La prensa inglesa, en tal ocasión, lo saludó como «un adversario valiente y honorable».


martes, junio 18, 2013

Los señores del poder



Hay varias buenas noticias que contar sobre este libro de José Varela Ortega. La primera y más importante es que es, probablemente, uno de los libros más inspirados y completos que se pueden encontrar hoy en las librerías sobre la Historia de España (y, por extensión, de Europa; sobre todo, de Francia). En medio de un panorama repleto de escritorcetes que con dos fichitas y una ideología construyen la historiografía, o por lo menos lo intentan, este libro de Varela, al fin y al cabo intelectual del círculo de conocimiento de Santos Juliá (con mucho, la mejor historiografía española en la actualidad), sorprende por lo sólido de sus desarrollos, y lo apabullante de sus fuentes.

Es tan así que, en realidad, Los señores del poder es, hoy, la mejor herramienta que el lector puede encontrar para entender la Historia de España. Sin embargo, todo tiene sus contras, o sus problemas, como se mire.

El principal de ellos, que si el lector tiene una serie de presupuestos ideológicos sencillos, lo mejor es que no se lo compre, porque perderá el dinero. Por ejemplo, si consideras que un tirano es siempre una figura política destinada a favorecer a los poderosos, no te lo compres. Si consideras que la Historia política de España entre el final de la guerra de la Independencia y la II República es una especie de mezcolanza aburrida en la que no pasó nada de interés, no te lo compres. O si piensas que la democracia española es, o debe ser, directa heredera de la II República, tampoco te lo compres.

La segunda cosa importante que debes entender es que este libro es un ensayo histórico. Eso quiere decir que no cuenta ni describe la Historia de España, sino que la explica. Así pues, hay que tener un poquito de nivel para leerlo. Ésta es la condenación de la obra; debería ser leída por muchas personas que, sin embargo, no pasarían de la página 30 porque son demasiadas las cosas que se dan por sabidas. Para colmo de colmos, el autor obtiene una buena parte de los ejemplos que necesita para describir los elementos evolutivos de la política del mundo clásico, romano y sobre todo griego. Considerando que el conocimiento de los clásicos es una de esas cosas contra la que se ha practicado la limpieza étnica intelectual, la cosa se hace más difícil todavía. Pero, vaya, si eres ducho en Solón, que sepas que este libro te explica con gran pericia por qué sigue, de alguna manera, presente en tu vida.

El sujeto del libro es España. O, más concretamente, los políticos de España, entendida esta expresión en un sentido amplio, puesto que el sintagma «los políticos de España» ha incluido, hasta hace bien poco, a clases teóricamente externas, como el Ejército. Es un libro sobre los políticos de España, y de cómo han trabajado, en los últimos 200 años, para moldear el poder, moldearse en el poder, e intentar conservarlo. Es un hecho sobradamente formulado pero merece la pena repetirlo cuantas veces sean necesarias: el objetivo del político, en términos generales, no es el bien común, sino la conservación del voto. Evidentemente, por eso el político democrático, hoy en día, trata desesperadamente de convencer al público de que las cosas que dicho público quiere votar son el bien común; pero en modo alguno se erige en esa figura platónica del aristos al frente de la cosa pública, transmitiéndole a la gente lo que él cree que es el bien común.

Arrancando, como decíamos, desde Solón y Clístenes, Varela Ortega nos cuenta cómo las clases gobernantes se han ido encontrando con los conflictos, y los cambios que han ido diseñando en el sistema político para evitarlos. Es importante entender, para que luego las ilusiones no se conviertan en abucheos, que éste no es un libro que historie de corrupción política, el engaño o la falsedad. Lo que se describe puntillosamente, con España en el centro, es la forma en que los políticos han ido diseñándose a  sí mismos y a los sistemas en los que actuaban para superar los problemas y contradicciones surgidos en la etapa anterior.

La figura del político, en tanto que representante de algo más que de sí mismo y sus intereses, nace, como otras tantas cosas, en la Revolución Francesa. Como hijo de la Revolución Francesa es la figura del Ejército nacional, que es una cosa que da mucha fuerza cuando se tiene una nación querida que defender, pero también es un portillo por el que se cuela la idea de que los sables tienen el derecho, y en ocasiones el deber, de actuar «por el bien de la Nación». El nacimiento de la política, daño colateral de la soberanía nacional (popular, se diría desde posiciones más enrabietadas), genera en España la dicotomía entre liberalismo y conservadurismo, que dio para tres guerras civiles hoy bastante olvidadas, entre otras cosas porque ni la cultura ni la enseñanza oficiales se ocupan de recordarlas; dicotomía que generó un tablero de juego, bien descrito en esta obra, por el cual los perdedores no se veían abocados a lo que hoy llamamos oposición, sino a ser perseguidos, exiliados y reprimidos (the winner takes it all, cantarán, siglo y medio después, los muy civilizados suecos); con lo que no les quedaba más que una manera de revertir la situación: echar mano de los espadones.

Todo aquel montaje, notablemente insensato e ineficiente, hizo crisis en La Gloriosa de 1968, que a pesar de ser una revolución ilusionante no logró evitar evolucionar como un proyecto radical y exclusivista y acabó degenerando en un golpe reaccionario. El autor explica en ese punto los porqués de la Restauración, montaje político muy longevo (medio siglo) diseñado por Cánovas para, nos dice, alejar definitivamente al Ejército del poder político (no por casualidad, pues, la señal de que dicha Restauración ha llegado a su punto máximo de empobrecimiento moral es... un golpe militar). Las dos grandes familias del liberalismo pactan un turno pacífico, aderezado por una oposición minoritaria controlada, casi una colección de geranios decorativos, basado en el principio, que hoy nos parece realmente peripatético, de que las elecciones las ganen siempre quienes las convocan, léase quienes las organizan desde los gobiernos civiles.

En una descripción de este tipo, es lógico que aparezca el caciquismo como fenómeno de primer nivel. Sin embargo, Varela nos recuerda, de alguna manera, que la visión moderna del caciquismo como algo superado es un tanto infatuada. Los caciques de hogaño favorecían a sus amigos; era la suya una operación deleznable, pero razonablemente barata. Los políticos de hoy favorecen a sus electores, que son mucho más y, por lo tanto, demandan mucho más dinero.

Los capítulos dedicados a la II República y a la deriva hacia la guerra civil son especialmente brillantes. Ya digo que quien esté acostumbrado a juzgar este periodo de la Historia de España a base de los prólogos de los libros y los guiones de las series de Televisión Española, mejor es que no haga el intento de atacar este libro; empezará aburriéndose, seguirá cabreándose, y acabará entrando en este blog a intentar trollear cualquier post; lo cual es, digámoslo claramente, un puto coñazo.

Muy sucintamente, el juicio analítico de la II República es: hubo democracia, pero no hubo alternancia. Como por otra parte reconocen con bastante claridad muchas memorias, cartas y conferencias elaboradas por los exiliados tras su derrota (en frases que se echan bastante de menos en las triunfalistas memorabilias al uso en el presente), la II República nunca integró dentro de sus objetivos existenciales la aceptación e integración del contrario. El suyo fue un régimen que no es que no hiciese esfuerzo por meter dentro a los que dudaban; es que los prefería fuera. Con el tiempo, se ha consolidado en el imaginario colectivo de muchos departamentos de Historia de las universidades y en las editoriales polémicas el concepto de que fue la deriva de las derechas hacia el fascismo la que justificó los siempre justificables «excesos» de las izquierdas. Este argumento, sin embargo, hace trampas intentando convencernos de que la operación utilizada es conmutativa, cuando no lo es. El orden de los factores altera el producto. La deriva al fascismo provocó los movimientos de las izquierdas... o, tal vez, los movimientos de las izquierdas provocaron o permitieron (se peca de palabra, de obra y de omisión) dicha deriva. No es lo mismo.

La II República era un proyecto todo lo bonito que se quiera, que lo era; pero era de una unidimensionalidad tan acojonante que fue arrancándose plumas hasta quedarse sólo con las de la cola, y aun así se veía a sí misma satisfecha, y satisfecha la siguen viendo sus nietos, que se han olvidado de leer a los Prieto, Azaña, Araquistáin, etc., de durante y después de la guerra. Tal vez por eso el neorrepublicanismo reacciona como reacciona ante la Transición de los setenta; al fin y al cabo, la hicieron aquéllos a los que ellos, entonces, y tal vez ahora también, querían dejar fuera del machito.

Flojea el libro, un poquito, al llegar al franquismo. A este bloguero, que ya ha escrito series sobre el tema y no se recata en confesar que le apasiona el proceso por el cual el general Franco consigue conservar el poder durante cuatro décadas en las que España pasa de ser Pocoyó a Brad Pitt, que se dice pronto; a alguien como yo, digo, le hubiera gustado un análisis algo más profundo sobre cómo el franquismo fue moviéndose y mutando conforme el tiempo pasaba y los ganadores de la guerra, por pura lógica demográfica, comenzaban a ser minoría. Porque creo que es un error ver en el franquismo esa longa noite de pedra, que escribió Celso Emilio Ferreiro, en la que la melodía de España se quebró y no pasó nada.

Con todo, el libro tiene un finale en completo stacatto, que son los materiales dedicados a los actuales procesos de memoria histórica y tendencia a denostar la Transición; que son, en el fondo, el mismo proceso. Son unas últimas decenas de páginas en las que el análisis gana ritmo, se vuelve casi frenético, y yo diría que demoledor. Se quedará en la memoria de los cuatro que lo lean, pero para éstos será una experiencia interesante, incluso aunque no compartan la tesis.

El problema, ya lo he dicho y simplemente lo reitero, es que quienes deberían leer este libro, no lo van a leer. No lo pueden leer, de hecho. Quien cree que las situaciones son el fruto de dinámicas unidimensionales; que vivimos en sociedades unicelulares donde cada cosa que pasa tiene una sola razón de ser; quien cree todo esto, digo, debería leer este libro para apreciar los muchos bordes que tiene el prisma de la Historia de España. Pero en la lectura se perderá, con mucha probabilidad, porque el libro es complejo.

Igual que las cosas que describe.