viernes, noviembre 18, 2011

La muerte del gobernador Pérez Dasmariñas

De nuevo vuelve hoy a este blog, como artista invitado, Tiburcio Samsa. Este post se publica hoy en el blog de Tiburcio y en éste. Dentro de poco, cuando yo termine una cosita que estoy haciendo, seré yo quien pase un rato en casa del elefante.



La muerte del Gobernador Pérez Dasmariñas. By Tiburcio Samsa.

El Tratado de Tordesillas dividió el mundo en dos hemisferios, uno para Portugal y otro para Castilla, de forma que en lugar de darse capones el uno al otro se los dieran a los desgraciados indígenas que cayeran en sus respectivos dominios. El Tratado funcionó razonablemente bien, si quitamos algunas pataditas que se daban a la espinilla por debajo de la mesa. Aun así, hubo un contencioso que el Tratado no consiguió resolver satisfactoriamente: a quien pertenecían las Islas Molucas.

Los portugueses conquistaron el importante emporio comercial de Malaca en 1511. Inmediatamente tras la conquista comenzaron a explorar las rutas que iban hacia el sur, hacia las islas de las especias, y para 1513 ya habían llegado a las islas Molucas. Uno de los portugueses que en aquellos años visitó las Molucas fue Magallanes.

Magallanes más tarde se enemistó con la Corona portuguesa porque consideró que no había recompensado adecuadamente sus servicios y se pasó al Emperador Carlos V. Magallanes, armado con los mapas de sus viajes, convenció al Emperador de que las islas Molucas caían dentro de su hemisferio y de que era posible alcanzarlas yendo todo el rato hacia Poniente. En aquel tiempo los geógrafos estaban convencidos de que debía existir un paso que comunicase el Atlántico con el Mar del Sur descubierto pocos años antes por Núñez de Balboa. Magallanes se proponía encontrar ese paso.

Magallanes partió de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de 1519. Mandaba una escuadra de cinco navíos y 234 hombres. Magallanes encontró el paso que buscaba en noviembre de 1520 y pasó al Pacífico. El 6 de marzo de 1521, en la isla filipina de Mactán, encontró algo que no había ido buscando, la muerte. Juan Sebastián Elcano le sustituyó al mando de la expedición y fue él quien llegó a las Molucas y de allí continuó hasta España.

Puede que a Carlos V le fascinase saber que uno de sus navegantes había circunnavegado el globo y había demostrado que efectivamente era redondo. De lo que estoy seguro es de que le fascinó todavía más saber que efectivamente era posible alcanzar las Molucas por poniente, sin tener que atravesar la parte del globo atribuida a los portugueses.

En 1525 Carlos V envió una importante expedición rumbo a las Molucas, a la cual el adjetivo exitosa no se le puede aplicar demasiado. En 1529 se firmó con Portugal el Tratado de Zaragoza, en virtud del cual Carlos V vendió sus derechos sobre las islas. Los motivos fueron tres: 1) Habiéndose casado tres años antes con Isabel de Portugal, su política buscaba el acercamiento a Lisboa; 2) Quería centrarse en el escenario centroeuropeo y para ello prefería tener paz con Portugal; 3) No se había descubierto todavía el tornaviaje, que permite cruzar el Pacífico en dirección este, con lo que no había manera de llevar las especias de las Molucas a Europa sin atravesar el hemisferio portugués.

La situación cambiaría radicalmente con el reinado de Felipe II. Los españoles descubrieron el tornaviaje. Desde finales de la década de los 60 del siglo XVI tuvieron una base en Filipinas que podía servir de plataforma para llegar a las Molucas. Y, finalmente, en 1580 Felipe II unió las coronas de España y fue su política ordenar que los gobernadores de Filipinas socorriesen en lo posible a los portugueses en las Molucas. Y es aquí donde entra el gobernador Gómez Pérez Dasmariñas.

Gómez Pérez Dasmariñas era natural de Galicia. Había sido gobernador de León y corregidor de Murcia, Lorca y Cartagena. En esos cargos Dasmariñas se reveló como un administrador eficiente y concienzudo. Como recompensa, Felipe II le nombró gobernador de Filipinas en 1589.

Dasmariñas llegó a Filipinas en mayo de 1590. Cuando llegó se encontró con que Manila no tenía fortificaciones y que le habían dejado las arcas vacías. Puso en orden los asuntos hacendísticos y en poco tiempo fue capaz de dotar a Manila de una muralla y de establecer una fundición para producir cañones.

Tan pronto hubo consolidado la situación en Manila, Dasmariñas empezó a verse tentado por las islas Molucas. Varios de sus consejeros, como los jesuitas Antonio Marta y Gaspar Gómez y Jerónimo de Acevedo, se pusieron a pincharle para que acometiese la empresa. Una carta del padre Marta resume los argumentos para emprender la campaña: 1) El señuelo de la gloria que alcanzaría, algo importantísimo para un general de aquellos tiempos; hoy habría hablado de dineros; 2) Las riquezas que las islas aportarían a la Monarquía; 3) Ganar al Cristianisno las más de doscientas mil almas que se estimaba que habitaban en aquellas islas. El padre Marta traza también una coyuntura estratégica complicada: los musulmanes del archipiélago están unidos al rey de Ternate y andan crecidos a causa de la captura el año anterior de una galeota que procedía de Goa. El rey de Tidore, aliado teórico de los españoles, se mostraba timorato y prefería nadar entre dos aguas y sus contribuciones eran siempre menores de las prometidas.

Aunque la situación estratégica se presentase complicada, los argumentos eran de peso: gloria y riquezas en la tierra y méritos en el cielo. Por mucho menos que eso los caballeros de aquel tiempo se tiraban a la piscina sin comprobar si tenía agua. Dasmariñas comenzó a preparar cuatro galeras para la empresa.

Uno de los principales problemas con los que se encontró Dasmariñas fue la falta de remeros. Compró a los esclavos que los jefes locales tenían a su servicio, pero no fueron suficientes para dotar a todas las naves. Pidió entonces a la numerosa colonia china que le proporcionasen 250 hombres para dotar a la nave capitana. Para dorarles la píldora, les dijo que recibirían dos pesos mensuales de paga, que no irían encadenados, que se les permitiría tener armas para que sirvieran luego como soldados y que sólo remarían en momentos críticos en los que no hubiera más remedio. ¡Era todo un ofertón! Realmente los chinos debían de tener muy buenos sindicatos.

A pesar del ofertón, a los chinos lo de ir de remeros no les apetecía ni poco ni mucho. El Gobernador apretó al gobernador de la comunidad china y éste viendo que peligraba su posición les dijo a sus compatriotas que, se pusieran como se pusieran, había que encontrar 250 remeros. Al final los chinos hicieron una colecta y recaudaron 20.000 pesos para repartir entre los 250 que se ofrecieran voluntarios. Los ochenta pesos de sueldo, unida a la paga de dos pesos mensuales, ya eran palabras mayores y hubo más voluntarios de los que se necesitaban.

La armada zarpó de Manila el 17 de octubre de 1593. Dasmariñas iba en la nave capitana. Con él iban ochenta españoles y los 250 remeros chinos. El 19 de octubre salieron de Cavite, un puerto al sur de Manila. El 25 de octubre la nave capitana se distanció de las otras naves que navegaban a vista de tierra y ese día uno no sabe que fue más Dasmariñas, si imprudente o confiado.

Ese día la nave se encontró con vientos contrarios y hubo que bogar fuerte. A los chinos, que más o menos les habían vendido que aquello sería un viaje de placer, la cosa les empezó a mosquear. Dasmariñas no mejoró mucho las cosas, cuando los apostrofó, les dijo que remaban como mariconas y que como no pusiesen más empeño les iba a cargar de cadenas y les iba a cortar las coletas. Esto último era la afrenta peor para un chino. En fin, cuando estás en un barco en alta mar con gente que te supera a razón de tres a uno y a la que has dejado que conserven sus armas, o bien les tratas con guante de seda o bien los desarmas y los encadenas. Dasmariñas optó por el suicidio: no hizo ni lo uno ni lo otro.

Los chinos acordaron que los españoles se iban a enterar, empezando por Dasmariñas. Al llegar la hora de dormir, cada uno se acostó al lado de un español. Para no dejar nada al albur, acordaron que a una señal cada uno se pondría una túnica blanca para distinguirse en el fragor del combate y a continuación degollarían al español que tuvieran al lado. Todo ocurrió con tanto sigilo y velocidad, que muy pocos lograron escapar a la escabechina saltando por la borda y de éstos la mayor parte murieron ahogados, porque, aunque la playa estaba cerca, la corriente era muy fuerte.

El Gobernador, que estaba durmiendo en su recámara, acabó despertándose con el ruido. Los chinos le dijeron que saliese a aplacar una pendencia que había surgido entre ellos y los españoles. Dasmariñas, confiado, salió en camisón de dormir y ya no volvió a entrar.

Lo que sucedió después en la nave capitana lo sabemos porque de la escabechina se salvaron el fraile Francisco Montilla y el secretario del Gobernador, Juan de Cuéllar. Aquella noche los chinos no repararon en ellos y cuando más tarde repararon, ya se les habían pasado las ganas de matar, pero sólo un poquito.

Los chinos determinaron volver a China con la nave que habían capturado. Se les había ocurrido que tal vez no fueran muy bien recibidos en Manila después de lo que habían hecho. Asustados al ver que los vientos y las corrientes les eran contrarias, empezaron a hacer sacrificios a sus dioses y hubo casos de posesión, en los que los posesos indicaban lo que se debía hacer.

Pararon en Ilocos a hacer agua y allí los locales, que ya sabían lo que habían hecho con el Gobernador, les tendieron una emboscada cuando bajaron a tierra en la que mataron a 20 de ellos. Finalmente, tras muchos avatares, lograron costear la isla y llegar al reino de Tonquín, cuyo rey se apoderó de todo lo que llevaba la galera y, según unos, los metió en prisión, y según otros, los dejó a su suerte, sin más bienes que las ropas que llevaban puestas.

martes, noviembre 15, 2011

El pobre Nerón


Quo Vadis es un madrugador ejemplo del fenómeno best seller, especialmente después de que Hollywood se fijase en la novela para adaptarla al cine. En esta epopeya sobre los primeros cristianos de la capital del mundo, rabiosamente antihistórica, se cuentan muchos cuentos sobre aquella época. Pero, sobre todo, se cuenta uno, alimentado durante mucho tiempo por la propia Iglesia: el mito del emperador Nerón llevado por su egolatría y su crueldad, provocando el incendio de Roma porque tenía deseos de reconstruirla, y culpando a los cristianos de ello para provocar una masacre entre los fieles a Cristo, cada vez más numerosos.

En verdad, pocos lugares comunes del pretendido conocimiento histórico pueden ser más falsos. Nerón no quemó Roma; de hecho, a poco que se conozcan los hechos, o lo que se puede saber de ellos, que no lo hizo es más que evidente. La Historia, no obstante, pertenece no a quienes la hacen, sino a quienes están en condiciones de manipularla.

El incendio de Roma ocurrió un 18 de julio, concretamente del año 64; 32 años después de la teórica muerte de Cristo. Hizo un día tórrido aquel julio, con viento del sur que traía el aliento del Sáhara y batía una ciudad semidesierta, abandonada por los ciudadanos acomodados. El primero de ellos, el emperador, Nerón, que llevaba ya días en Ancio, navegando (hay costumbres reales que no cambiarán nunca).



Encima de estas palabras os he reproducido un mapa de la Roma de aquel día, tal y como lo trazó hace algunas décadas el historiador francés Georges Roux. Más o menos en el centro encontraréis una cruz. Allí, al Este de la colina palatina, comenzó el fuego. Concretamente, había allí una serie de tiendas callejeras abigarradas que rodeaban el Circo Máximo para venderle de todo a los asistentes a los espectáculos. El correlato actual con Madrid, por lo tanto, sería que el fuego se iniciase entre los puestos de banderas y bufandas que rodean el Bernabéu el día de partido.

El incendio tomó fuerza y comenzó a rodar por zonas cada vez más grandes, todo ello con rapidez. En lo cual no hay nada extraño. La Roma clásica jamás resolvió adecuadamente su problema con el fuego; nunca dispuso de métodos de extinción adecuados ni eficientes, razón por la cual las casas de varios pisos, que los romanos sabían levantar, sólo proliferaban en los barrios más modestos; vivir en un quinto piso en Roma era una sutil forma de suicidio.

Como no podía ser de otra manera habiendo viento del sur, la primera víctima del fuego fue la colina Palatina, el Puerto Banús romano, donde estaban los mega-pijos, entre ellos los emperadores que, Nerón incluido, habían levantado allí sus palacios.

Un mensajero fue enviado inmediatamente a Ancio para avisar al emperador. Éste, al saberlo, partió a uña de caballo hacia Roma; pero las condiciones del viaje vendrían a suponer, según los historiadores, que no tardase menos de cuatro horas en llegar. Así pues, Nerón no pudo llegar a Roma hasta el final de la mañana siguiente a la declaración del incendio.

Durante la segunda jornada del incendio, éste prosigue con gran violencia, aunque al caer la tarde presenta signos de abatimiento. Sin embargo, siempre según los testimonios disponibles, en la madrugada de la tercera mañana, inesperadamente se reavivó, presentando, además, focos diferentes. No pudo considerarse plenamente controlado hasta el séptimo día.

Las columna Palatina, el Quirinal, el Viminal, el Esquilino, toda la gran Roma central se vio afectada por el incendio. De las siete colinas de Roma, cinco fueron arrasadas. De sus 14 distritos, sólo cuatro se libraron. El viejo Foro está carbonizado. Pasto de las llamas han sido edificios, sobre todo religiosos, que se consideraban ligados a la fundación de la ciudad. La Domus Augusta, la casa del emperador Octavio que se reproduce bastante fielmente en la serie televisiva I, Claudius, ha desaparecido. Los grandes almacenes de grano de donde, especialmente desde la Lex Frumentaria, hace ya muchos siglos, se abastecen los romanos a precio político, han perecido bajo las llamas. Desde el tercer o cuarto día, el pillaje y el hambre hacen su aparición.

¿Fue Nerón? ¿Contempló Nerón el espectáculo desde el balcón de su palacio, tocando su lira? Difícilmente. En primer lugar, porque, ya lo hemos dicho, no estaba presente. En segundo lugar, porque su palacio palatino fue uno de los edificios prontamente amenazado por las llamas, así pues, en lugar de tocar la lira, mejor habría hecho Nerón buscando un extintor (o tratando de salvar los muebles, como de hecho hizo). Y, en tercer lugar porque las crónicas lo que nos dibujan es la conducta irreprochable del emperador como gobernante.

Los testimonios, en este sentido, nos dibujan a un emperador empeñado desde el primer momento en salvar de su palacio las principales de las muchas obras de arte acumuladas (en lugar de estar en el balcón cantando a Bisbal) y coordinando las labores para vencer el fuego. Su actitud debió de ser tan intensa y desinteresada que los contemporáneos se asombran de haberlo visto en los barrios ardientes sin escolta; de modo y forma que hay quien dice que los enemigos del emperador, que entonces ya los tenía y ya pensaban en cargárselo, podrían haber llegado a pensar a llevar a cabo sus planes en ese momento.

Los jardines del palacio imperial, habitualmente de uso privativo del emperador, son abiertos para refugiar allí a los centenares de romanos que se han quedado sin hogar. Allí se les reparten víveres y vestidos, algunos de ellos pagados, no por el Tesoro, sino del peculio personal de Nerón. El emperador decreta la incautación de todos los alimentos almacenados en aquel momento en el puerto de Ostia, y los distribuye entre los ciudadanos romanos. Asimismo, decreta que todos los navíos que remonten el Tíber con cualquier tipo de carga regresen en el camino de vuelta cargados de escombros, para así poder limpiar rápidamente la ciudad. Asimismo, impone una tasa sobre el maíz (o sea, trigo), para evitar la especulación basada en la compra a bajo precio para acaparar y luego vender a precios prohibitivos.

No parece la actuación de un tipo al que los romanos le importan un culo. Además, en la versión de que Nerón quemó Roma hay cosas que no cuadran. Por ejemplo: ¿por qué se salvaron los barrios más humildes, que era por donde se quería expandir la ciudad, ergo el teatro de las pretendidas reformas que querría hacer Nerón? ¿Por qué iniciar el incendio en el centro, donde estaban los monumentos milenarios y admirados?

Si Nerón se preocupó por los romanos, por lógica no pudo sentirse, como pretende la famosa novela, presionado por una opinión pública que le hacía responsable del incendio. La búsqueda de ese responsable fue, probablemente, un fenómeno normal, muy humano, por el cual toda catástrofe tiene que ser culpa de alguien. Pero ese alguien no es Nerón. De hecho, para desgracia de sus enemigos, la popularidad del emperador subió como la espuma en aquellos días, y a nadie se le ocurrió insinuar que pudiera ser el culpable de lo ocurrido.

Y aquí es donde entra la tesis central hollywoodiense: Nerón buscó culpar a los cristianos para así matar dos pájaros de un tiro: uno, librarse de las responsabilidades; otro, cercenar el desarrollo de una secta que le empezaba a ser incómoda.

Ninguno de los dos pájaros, sin embargo, existió en realidad. Sobre el primero, ya hemos dicho que Nerón, en las jornadas inmediatamente posteriores al incendio, se vio reforzado en su popularidad. Y, respecto de la segunda, es una tontería y una chorrada de bastante calibre. Historiadores bastante más serios que los guionistas de Hollywood o los imaginativos inventores medievales de mártires cristianos han estimado que, en aquel entonces, podía haber en Roma, como mucho muchorum, 2.000 cristianos; por aquel entonces, incluso Pablo de Tarso reconoce que Roma ofrece más posibilidades que realidades.

Los cristianos, por lo tanto, no tenían nada de secta peligrosa; mucho menos de lobby sociopolítico en condiciones de disputarle el poder temporal a la religión oficial y, consecuentemente, al emperador. Cualquier estudio serio del primer cristianismo nos demostrará que el principal atractivo de la nueva creencia, o si se prefiere la gran innovación que sobre la inicial creencia judaica mesiánica introduce Pablo de Tarso (el verdadero inventor del cristianismo), es la voluntad de abarcar a los gentiles, primero; y a los humildes, después. Ese bellísimo pasaje del Evangelio cuando Jesucristo dice aquello de tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber (cito de memoria, pero diría que es Mateo, 25), no tiene prácticamente parangón en las creencias de la época.

El cristianismo paulista se sacude la mugre elitista de las creencias hebraicas (pueblo elegido y bla) y apuesta por una creencia universal; opción estratégica que habrá que esperar a Mahoma para volver a encontrar con la misma fuerza. Así las cosas, el cristianismo, en las décadas inmediatamente posteriores a la teórica muerte y resurrección del Hijo, podría atraer, fundamentalmente, a dos tipos de personas: en primer lugar, personas con un fuerte backround judío, porque los crestianos o cristianos eran vistos como una secta judía; y, en segundo lugar, personas de extracción humilde o de escaso/nulo peso social. Mujeres y esclavos son citados habitualmente como primeros integrantes de la grey del Pastor.

Poco hay en las fuentes disponibles que nos diga que el cristianismo estuviese en otra fase distinta que esta cigótica expansión entre los humildes. El mito de patricios muchimillonarios profesando la Fe en secreto es eso, un mito. No se entiende qué atractivo podía tener para la clase dirigente romana abrazar la fe que profesaba su repostera samaritana, o el ciemero que pasaba por la calle recogiendo detritus. Y, sin embargo, al parecer Nerón les temía.

Cualquiera que sepa dos palabras de la civilización romana aprenderá pronto que la tolerancia religiosa era su timbre. Tenía que ser así porque casi en cualquier momento de la Historia de Roma entre Julio y Adriano, un porcentaje generoso de dos dígitos de la población efectiva de la ciudad, muy especialmente las zonas donde vivían los del census capiti, estaba formado por desplazados, esclavos de cualquier parte del mundo, y prisioneros de guerra. En Roma, pues, confluían los creyentes en Attis, en Adonis, en Cibeles, en Mitra, en Osiris, en Tutatis, en Thor, en Yahvé y en Jesucristo. Es apuesta personal mía, pero sé que no falto a la verdad si estimo que en la Roma neroniana había en la ciudad un cristiano por cada diez, o veinte, mitraístas. ¿Por qué se iba a sentir Nerón especialmente amenazado por esa panda de pringaos?

Además, hay otra cosa importante que decir. Quo Vadis distingue con prístina facilidad los cristianos del resto del mundo, pero, en aquellos tiempos, ¿existía esa distinción? Y la respuesta es no. 32 años después de la muerte de Jesucristo, los cristianos no eran vistos como cristianos: eran vistos como una secta judía. Que es lo que eran propiamente hablando, al menos hasta el decreto de Jerusalén y, sobre todo, la destrucción de la ciudad santa por Tito, que marca el inicio del desplazamiento masivo de cristianos a Roma y la verdadera diferenciación estratégica entre ambas creencias.

Es un hecho, en todo caso, que los cristianos, o por lo menos algunos cristianos, fueron culpados y castigados por el incendio. Pero eso no les pasó por cristianos. Les pasó por judíos.

22 años antes del incendio, en el año 42, el emperador Clau Clau Clau Claudio, el cojo tartamudo que siguió cenando como si tal cosa el día que le comunicaron que la cabeza de su mujer Mesalina había sido separada del cuerpo, el amigo de Herodes Antipas, había decretado la expulsión de los judíos de Roma. Vaya hombre, Isabel la Católica no fue la primera (ni siquiera en España; los godos también los echaron). Los romanos eran tolerantes en materia de religión, pero rabiosamente antisemitas, a causa del poder económico acumulado por los judíos, que hacía que habitualmente tuvieran agarrados por los cojoncillos a los emperadores tiraduros. Como Claudio. O como Nerón. Nerón gastaba a manos llenas en obras de arte y cosas más terrenales, y se endeudaba para ello. Su mujer, la malhadada Popea, no le venía a la zaga; y por eso la emperatriz estaba siempre acompañada de una especie de corte de judíos, entre los cuales se encontraba el archifamoso Flavio Josefo.

Los romanos odiaban a los judíos. Y los judíos odiaban a los cristianos, con esa puta manía que tenían de no hacer demasiado caso de los signos fundamentales del judaísmo, como la circuncisión, e ir diciendo por ahí que te puedes sentar sin problema en una silla en la que se haya sentado antes una mujer que está pasando la regla, o que a su club se podía apuntar todo pichi; incluso, como hemos dicho, los esclavos y las tías. Eran los judíos, no tanto Nerón, quienes podían sentirse amenazados por esa secta que consideraban herética, como la Historia nos demuestra se sienten amenazadas siempre las creencias mayoritarias cuando surge una heterodoxia en su seno (arrianos, albigenses, luteranos, cátaros, Falun Dong, lefevrianos...) Es por ello que no pocos historiadores creen que pudieron ser los judíos del entourage imperial los que acusaron a los cristianos de haber provocado el incendio, y provocaron su represión.

¿Represión? Ya lo siento por los cinéfilos, pero Nerón jamás, repito, jamás contempló, en circo o anfiteatro alguno, a los cristianos cantando salmos mientras les soltaban tigres y leones para que se los comiesen. Es absolutamente falso, repetimos, absolutamente falso que los jardines imperiales neronianos se iluminasen por la noche con crucificados cristianos impregnados de brea y encendidos como teas. Falso. Todo esto se dio por cierto durante siglos porque Tácito lo cuenta en su crónica del incendio. Pero incluso décadas antes de que se escribiese Quo Vadis, los filólogos e historiadores habían descubierto que el lenguaje latino en que está escrito ese pasaje es sospechosamente moderno, nada clásico; y que las cosas que se dicen en ese párrafo no casan con el resto de los hechos contados por Tácito. Si añadimos que el texto de Tácito usado como fuente primaria es una copia realizada en un monasterio cristiano en el siglo XI, parece que es racional que pensemos que se trata de una interpolación; esto es, una piadosa invención introducida por el copista.

Para mejor entendernos: es como si mañana aparece una copia del Cantar del Mío Cid, copiada, oh casualidad, en un monasterio del PP, que dice

Con sus ojos muy grandemente llorando
tornaba la cabeza y estábalos mirando:
vio las puertas abiertas, los postigos sin candado,
y gritó: «el puto Zapatero me ha engañado»

Las decenas, centenares quizá, de cristianos que murieron durante la represión neroniana, morirían como estipulaba la ley: decapitados los ciudadanos, crucificados el resto.

La costumbre de hacer un espectáculo de bestias del zoo comiéndose humanos no se practicó en Roma hasta finales del siglo II; Nerón, pues, no pudo aplicarla. Así fue muerto, por ejemplo, San Blandín, famoso mártir francés. Se lo apiolaron los leones en, vaya coña, el circo de Lyon, en el año 177. Y, por cierto, ¿quién presidía la ceremonia? Pues no era el cabroncete de Nerón, tiempo ya muerto; sino otro emperador, Marco Aurelio, que es tenido por mucha intelectualidad por emperador filósofo y humanista. Caray con el filósofo.

En todo caso, que en el castigo o represión posterior al incendio murieran cristianos tampoco quiere decir que murieran necesariamente porque eran cristianos. Además, según las estimaciones realizadas a partir de la huella que dejaron estas ejecuciones en las crónicas contemporáneas, se estima que pudieron ser 200 o 300. Tiene coña, por lo tanto, que por 300 ejecutados, suponiendo que todos fuesen cristianos, Nerón haya pasado a la Historia como un sanguinario devorador de creyentes, cuando esta cifra empalidece al lado de las persecuciones que realizarían Diocleciano, o Cómodo, o ese demócrata-de-toda-la-vida que se llamaba Marco Aurelio.

Ni Pedro, ni Pablo, ni el tercer Papa, Clemente, nos han dejado una sola acusación contra Nerón.

El incendio de Roma del año 64 fue un accidente. Un accidente del que alguien, quizá, se acabó aprovechando, pues muy sospechosos son los indicios del inesperado rebrote del fuego el tercer día, con varios focos además. Pero Nerón no tenía ninguna razón para liderar ese incendio provocado; para entonces, estaba desbordado por los muchos romanos que petaban sus jardines, sin nada que comer ni vestidos ni posesiones, y trataba desesperadamente de luchar contra las llamas. Nerón no quemó Roma, ni desató una furia anticristiana en la ciudad.

Al César, lo que es del César.

domingo, noviembre 13, 2011

Sin pecado concebida

Cualquier cristiano que se precie de serlo sabe que el acto fundacional de la Iglesia como institución es el momento en que Jesucristo le encomienda a Pedro levantarla, y le dice aquello de que lo que él ate en la Tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desate en la Tierra quedará desatado en el Cielo. De alguna manera, la totalidad de los muchos poderes eclesiales tienen esta frase por único sustento.

La Iglesia, en este caso católica, respondió a esta labor encomendada mediante una compleja red de conceptos y obligaciones, entre los cuales quizá los más importantes (y diferenciales respecto de otras escuelas cristianas) tienen que ver con el hecho de que los católicos no son libres de interpretar la Biblia a su gusto (por eso tienen un catecismo, entre otras cosas); concepto éste que asimismo sustenta otros importantes, como el de la infalibilidad del Papa.

Asimismo, la religión católica, o más concretamente la Iglesia que la articula, se expresa y organiza a través de unos sacramentos, entre los cuales se encuentra el de la confesión. Los católicos deben confesar a un sacerdote, al menos una vez al año, sus pecados de mayor o menor cuantía. La confesión debe ir acompañada de arrepentimiento por las faltas cometidas, dolor de corazón por ser un mal cristiano, y aceptación de la penitencia que el sacerdote, que en ese momento es un directo mensajero de Dios, quiera imponer.

La confesión es un elemento fundamental del entramado de la Iglesia católica y por eso, tal vez, sorprenda descubrir que, a día de hoy, más o menos faltan unos 400 años para que el catolicismo alcance el punto en el que ha vivido el mismo tiempo con y sin confesión. La confesión, tal y como la conocemos, no es algo que se pueda decir date de ayer por la tarde; pero, con las mismas, tampoco se puede decir que forme parte de las características fundacionales de la Iglesia.

En puridad, como decíamos, no hay nada en los Evangelios que diga, así, a las claras, que un seguidor de Jesucristo debe rendir sus pecados ante un sacerdote ni ante nadie que no sea Dios mismo. Desde luego, hay pasajes como el de Mateo en el que se describe a mogollón de personas llegando a Jesucristo de todas partes, muchos de ellos después de haber escuchado las prédicas de Juan; y se nos dice que fueron bautizados «después de haber confesado sus pecados». Se trata, sin embargo, de una confesión pública, no privada, y limitada a las grandes faltas realizadas por quienes ahora querían ser purificados. Este concepto de confesión, exomologesin en las primeras versiones griegas de Mateo, así se entiende: como una pública confesión de que hasta el momento se ha sido un grave pecador. Aun trescientos años después, Cipriano de Lapsis lo sigue entendiendo así: «Ante expiata delicta, ante exomologesin factam criminis (…)». La intervención, no del sacerdote, sino del obispo (o sea, el elegido como superior) se limitaba, en simbólica imitación del gesto bautismal del Cristo, a la ceremonia de imposición de manos, por la cual el pecador entraba, o re-entraba, a formar parte de la Iglesia.

La primera Iglesia no tiene confesión porque el esquema del que ella parte, que no es otro que la religión judía, también carecía de ella. Me refiero a la confesión como nosotros la entendemos. La confesión judía era pública y se refería a aquellas personas que habían cometido faltas gravísimas que habían provocado su apartamiento de la sinagoga, y que antes de ser readmitidas debían confiar y expiar sus pecados ante la ecclesia (asamblea) y, en el caso cristiano, con la intervención final, venturosa, del jefe de dicha iglesia, es decir el obispo. Los famosos esenios, por ejemplo, aparte de tener un largo cursus honorum de años hasta poder integrarse totalmente en la comunidad, tenían también esos procesos de apartamiento y exigencia de contricción para el regreso, reservados a los que no se portaban comme il faut.

Santiago, en su epístola, describe esta ceremonia en la que una persona se enfrenta a la enfermedad mediante la oración con los más ancianos de la Iglesia y mediante la confesión de sus pecados. Algunos exégetas dicen que la expresión utilizada en la carta, «confiesa tus pecados uno tras de otro», es el único rastro que hay en toda la Biblia de una confesión realizada a humanos; el resto de las confesiones de las escrituras sagradas cristianas tienen a Dios por único interlocutor.

La primera literatura de la Iglesia no hace sino confirmar estas ideas. Clemente, en su epístola a los corintios, que se dice escrita apenas sesenta años después de la teórica ejecución de Jesucristo, describe la confesión con estas palabras: «Estando lleno de buenos designios, con gran claridad de mente y confianza religiosa, tiende tu mano a Dios, rogándole para que sea piadoso contigo, si en algo has pecado contra Él en el pasado». El acto de la confesión es, pues, un acto privado entre el pecador y su Dios.

Orígenes, una de las principales fuentes de los primeros tiempos de la Iglesia cristiana, establece que la confesión no sólo es un acto privado, sino plenamente voluntario. Y lo hace utilizando un símil escatológico: «Así aquéllos torturados por la indigestión y que tienen algo dentro de ellos que permanece crudo en sus estómagos, no se sienten liberados sino mediante una adecuada evacuación; así los pecadores, que mantienen sus actos dentro de sus pechos sintiendo una angustia interna (…) mediante la confesión y la auto-acusación, se descargan de su peso».

¿Cuándo comenzó a cambiar esto? Bueno, como bien reza el catecismo creo que del padre Ripalda (yo soy más de Astete), otros padres tiene la Iglesia que sabrán contestar a esta cuestión; pero mi opinión personal es que es más o menos a mediados del siglo III cuando la Iglesia, ya razonablemente estructurada, empieza a mover ficha para comenzar a dar más importancia a la confesión, y alcanzar algún mayor nivel de control sobre la misma. La razón, muy probablemente, no es estratégica, sino movida por la necesidad. La necesidad nacida de que las asambleas de creyentes sean cada vez más masivas y, por lo tanto, la gestión asamblearia inherente a la confesión pública sea cada vez más complicada. Así, las denominadas Constituciones Apostólicas establecen por aquella época que, en el caso de que un cristiano hubiese cometido una falta que fuese contraria a las normas de la Iglesia, sería reconvenido, primero por el obispo; después, si aún persistiere, frente a tres o cuatro testigos de confianza; y, en tercer escalón, sólo si aún seguía sin doblar la cerviz, frente a la asamblea de los creyentes. Pero, como vemos, la confesión tal y como nosotros la entendemos, es decir la confesión de que tengo malos pensamientos del hijoputa de mi primo o deseo a la mujer de Fulano, no parece por ninguna parte. Sigue estando reservada para aquéllos que perpetran burradas suficientes como para colocarse fuera de la legalidad cristiana.

Sin embargo, a pesar de este cambio estratégico, es un cambio fallido a causa de un mal muy habitual de la Historia de la Iglesia: la corrupción. A partir del momento en que, en el seno del cristianismo, se admite la idea de que un pecador puede ser privadamente perdonado, surge el problema de las gentes venales o directamente delincuentes que reclaman su derecho a pertenecer a la Iglesia porque alguien (normalmente ayudado mediante el oportuno peculio o favor de otra naturaleza) dice haberlos perdonado. Es por esta razón que el citado Cipriano de Lapsis brama: «Homo Deo esse not potest major; nec remitere aut donare indulgentia sua servus protest, quod in Dominum delictum graviore, comissum est». Traducción libre, no muy literal: El hombre no puede ser superior a Dios ni, puesto que es su servidor, otorgar indulgencia a aquél que ha cometido una falta contra Él». Nadie, sentencia don Cipri, puede perdonar los pecados cometidos contra Dios, salvo Dios mismo.

No obstante la claridad con la que se expresaba Cipriano de Lapsis (y no será el único prelado de la Historia de la Iglesia católica que se preguntará quién se ha creído que es el hombre para hacer de Dios perdonando pecados) , como decía, la propia evolución de la Iglesia, su masificación, hace necesario acudir a ciertas soluciones. Sabemos, por ejemplo, que allá por el año 370 de nuestra era, siendo Basilio obispo de Cesarea, se nombraba un prelado en cada diócesis que operaba como los médicos clasificadores de las urgencias hospitalarias: escuchaba las confesiones del personal y decidía, él, cuáles debían «pasar» a la asamblea. No obstante, como digo estas reformas son fundamentalmente organizativas. Los padres de la Iglesia (así, Hilario de Poitiers, por esa misma época) siguen aseverando que el perdón de los pecados precisa únicamente de la confesión personal a Dios. El concilio de Laodicea (372) establece que deberá ser readmitido en la Iglesia el pecador que se entregue a «la oración para confesión», a la penitencia, y que se aparte del mal camino.

Agustín, obispo de Hipona, nos dice algunos años después, ya en el siglo V: «Illi enim quos videtis agere paenitentiam, scelera commiserunt aut adulteria aut aliqua facta immania; inde agunt paenitentiam. Nam si levia peccata ipsorum essent, ad haec quotidiana oratio delenda sufficeret». O sea: aquél a quien veáis haciendo penitencia ha cometido adulterio o algún otro pecado mayor; pues para los pecados veniales, la oración diaria basta para lavarlos. Vemos, por lo tanto, que cuatro siglos después de haber nacido la Iglesia cristiana, todavía la confesión, que no es del todo privada sino más bien fundamentalmente pública (sobre todo lo que es público es la penitencia; Agustín nos da la pista de que es perfectamente posible discernir al penitente), además, se refiere únicamente a los pecados de gran gravedad.

Unos pocos años después de su muerte, sin embargo, la tendencia hacia el establecimiento de un sacramento organizado de arriba abajo, que había comenzado allá por el 250 al menos según mi visión, toma cuerpo con el Papa León el Magno. Este vicario de Cristo establece una interpretación sacramental que es de gran importancia para la evolución de la confesión: aquélla por la cual tan efectivo para el perdón de los pecados son los rezos del pecador como los rezos del sacerdote. Hasta ese momento, en la creencia cristiana cada uno rezaba por sus faltas. Pero la reforma leonina introduce el «rezaré por ti»; introducción que, al menos en mi opinión, es de importancia fundamental para comenzar a construir el papel protagonista del sacerdote en el perdón de los pecados.

El Papa León hizo lo que hizo no exactamente por ambición de poder o control sino, una vez más como en otras mil y pico de la Historia eclesial, para evitar el escándalo y la corrupción. Como ya hemos visto, de tiempo atrás se había establecido la existencia del sacerdote que escuchaba los pecados de los feligreses y decidía sobre su publicación. Inmediatamente, surgió el problema de los obispos y prelados que, por razones varias entre las cuales no pocas veces se encontraban la envidia, el odio y todos esos sentimientos tan humanos que los curas alimentan como cualquiera, se dedicaban a publicar esos pecados incluso en ocasiones que no debían, exponiendo a los feligreses a escarnios innecesarios. No pocos obispos repugnaban de esta práctica y León la combatió.

Luchando contra esta práctica corrupta es como León hubo de sostener el principio de que la confesión ante el sacerdote ha de servir para expiar los pecados; esto es, decretó, por mucho que la medida tardase en imponerse, la muerte del principal elemento de la confesión en los primeros tiempos cristianos, cual es el conocimiento por el resto de la asamblea, y la penitencia pública. Decreta el padre santo: «Sufficit enim illa confessio quae primum Deo offertur, tunc etiam sacerdoti». O sea: ha de bastar la confesión que se ofrece primero a Dios y luego al sacerdote.

Sin embargo, los síntomas son de que los fieles no hicieron demasiado caso de esta recomendación. El Papa Simplicio, a finales del siglo V, tuvo que instituir una semana del año en cada una de las tres grandes iglesias de Roma (San Pedro, San Pablo y San Laurencio) para que durante dichos días los sacerdotes estuviesen dispuestos a recibir confesiones. En realidad, esta previsión papal es el primer testimonio que tenemos de confesiones celebradas dentro de las iglesias. Entrado el siglo VI, en la regla de San Benito, la confesión no figura entre las imposiciones a los monjes.

No es hasta finales de este siglo, en torno al 580, que se comienzan a redactar penitenciales, una especie de libros de instrucciones dedicados a la confesión y, sobre todo, al tiempo de penitencia de acuerdo con el pecado cometido. Gracias a los penitenciales que nos han llegado sabemos que, cuando menos en Grecia, en aquel entonces la confesión no se practicaba de rodillas, mucho menos mediando una celosía o cualquier otra división entre confesor y confesante, sino ambos protagonistas del acto sentados uno al lado del otro o frente al otro.

Por lo que respecta a España, existen indicios claros de que la confesión no era en modo alguno práctica común en el siglo VII. Isidoro de Sevilla, en aquella época, describe en sus escritos con gran meticulosidad las obligaciones y tareas de los obispos; y no menciona entre ellas el escuchar en confesión a los fieles. Se refiere a la penitencia de los pecadores, pero los describe manchándose el rostro y la cabeza de ceniza, así pues no es muy probable que se esté refiriendo a otra cosa que pecados de gran cuantía.

A pesar de ello, la Iglesia, como tal, avanza, muy despacio, pero avanza, hacia la protocolización de la confesión. El concilio de Chalons, en el año 650, redacta un octavo canon en el que afirma que la confesión frente a un sacerdote es una prueba de penitencia. Un canon que, claramente, trata de atraer a los fieles hacia el confesionario con la obvia contraprestación de evitarles la penitencia pública.

Sin embargo, la batalla del pequeño pecado no se ha ganado. Beda, en sus comentarios al evangelio lucano, también por esa época, considera que los únicos pecados que han de ponerse en conocimiento de la Iglesia son la herejía, el judaísmo, la infidelidad y el cisma. Los otros pecados existen, pero son lavados mediante la gracia divina buscada mediante la oración. De hecho, en fecha tan tardía aun encontramos casos de cristianos que prefieren confesar sus pecados a no profesionales. Así, los centenares de británicos que, durante la vida del eremita Guthlac, peregrinaron hacia su chabola para confesarle sus pecados; y que, a su muerte, erigieron en su memoria el monasterio de Crowland.

El segundo concilio de Chalons, 813, todavía se ve obligado a reconocer que la confesión no es un hecho obligatorio. El canon 33 nos dice: «Quidam Deo solummodo confitere debere dicunt peccata, quídam vero sacerdotibus confitenda esse percensent; quod utrumque non sine magnu fructu intra sanctam fit Ecclesiam». Más o menos: hay gente que dice que los pecados se confiesan con Dios; otros que dicen que hay que visitar al sacerdote; y ambas cosas se hacen en el seno de la Iglesia. Por lo tanto, el sacerdote era visto más como un consejero que como un juez, y su principal obligación era rezar por el pecador para auparlo hacia el Paraíso.

Sin embargo, la Iglesia quiere, claramente, imponer la confesión obligatoria, y pronto encontrará un elemento fundamental: las peregrinaciones. Heito de Basilea estatuye en el 820 que los penitentes que visiten la ciudad apostólica deben confesar en su lugar de origen sus pecados, «porque han de ser atados o desatados [de la Iglesia] por su obispo o sacerdote y no por un extraño». No es, en realidad, motivo de este post; pero algún día habría que hablar de las muchas querellas que provocó esta pregunta de, en peregrinando, quién es el pichi que tiene el derecho de lavar el alma del peregrino. Lo importante a efectos de los que aquí contamos es que las peregrinaciones, sobre todo cuando, cuatro o cinco siglos después, se hagan masivas, serán una vía importante para generalizar la confesión.

El aldabonazo final, sin embargo, llega con el año 1.000. Primero, por el enorme cambio que en la sicología colectiva del cristianismo provoca el milenarismo y la sensación, o más bien convicción, de que el mundo se acaba. Y, segundo, porque nada más comenzar a extinguirse los ecos de dicho milenarismo, llegarán la cruzadas, que serán el último gran elemento que necesitaba la Iglesia para dictaminar la obligación de confesarse.

En el 1095, durante el proceso de márquetin de la cruzada, el Papa Urbano II, propone, primero el perdón para todos aquellos que asuman la cruz, y luego la confesión como medio ideal para morir limpio, si es que uno ha de morir en los combates. Y no se quedó ahí. Estableció la posibilidad de redimir mediante la cruzada cualquier tipo de pecado, lo cual es enormemente discutible. Al menos, a mí me parece que tomar la espada para defender una Jerusalén cristiana no es razón suficiente, ni aquí ni creo que en el Cielo, para perdonar a, un suponer, un asesino en serie de niños de pecho. Sin embargo, Urbano no sólo puso una autopista hacia el Cielo para los miles de puteros, cabrones, ladrones, violadores y estafadores que se fueron a las cruzadas, sino que incluso estatuyó el perdón colectivo, perdón por compañías o batallones podríamos decir, que es algo, en mi modesta, teológicamente insostenible y humanamente una gilipollez.

Urbano, en todo caso, clavó los últimos clavos que hacían falta para fijar bien la confesión obligatoria. El sínodo de Gran, 1099, establece la confesión en tres momentos del año (Semana Santa, Pentecostés y Navidad) y, finalmente, el cuarto concilio Laterano, 1215, establece la obligación de confesar al menos una vez al año (así como la de comulgar al menos una vez, en Semana Santa). Lo sentencia su canon vigésimo primero: «Omnis utriusque sexus fidelis, postquam ad annos discretionis pervenerit, omnia sua solus peccata confiteatur fideliter (saltem semel in anno) proprio sacerdoti, et injunctam sibi poenitentiam studeat pro viribus adimplere». Todo cristiano, incluso si es mujer, una vez alcanzada la edad del uso de razón, deberá confesar al menos una vez al año con su sacerdote local, y arrostrar la penitencia.

En 1.200 años, por lo tanto, la confesión pasó por muchas etapas, que, de todas formas, se conforman claramente con las características de: voluntariedad, ausencia de la intermediación sacerdotal, y limitación del conocimiento por terceros, además del propio pecador y Dios, para los pecados de especial gravedad.

Con el IV Laterano, sin embargo, la Iglesia católica comenzó una etapa completamente nueva desde este punto de vista (entre otros; el IV Laterano también es el concilio que establece el dogma de la transubstanciación del cuerpo de Cristo en la hostia). A partir de entonces, su conocimiento sobre sus fieles será mucho mayor, y mucho más preciso.

Para bien, y para mal.