lunes, julio 03, 2023

El otro Napoleón (51: En guerra)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica

En aquel consejo de ministros, la emperatriz Eugenia fue introducida sin que su marido se molestase en ensayar la más mínima explicación del gesto. La Euge tenía derecho a participar de los actos del gobierno cuando le saliese de ahí, un point,c'est tout. La emperatriz española no sólo estuvo presente, sino que tomó la palabra (más que la pidió) para decir dos cosas: una, que la guerra era inevitable, lo cual no era cierto; y, la otra, que había que ir a la misma para defender el honor de Francia, algo que ser, ser, era cierto, pero que, como española, bien podía la Montijo haber entendido los muchos problemas que le había causado a Francia esta forma de ver las cosas; y a España, por cierto. Los militares presentes hicieron hilo con su emperatriz y los demás, por así decirlo, se dejaron llevar. Así las cosas, la principal idea que había ido a aquel consejo, que era la patada a seguir consistente en patrocinar la convocatoria de un congresito, se abandonó. Se acordó que se haría una declaración a las cámaras declarando la guerra.

Francia mutó a Francia, es decir, enseñó su verdadera personalidad, que nunca le ha abandonado y nunca la abandonará. La Marsellesa, entonces veinte años apartada del gusto del público, regresó como gran himno de los franceses (porque eso hay que reconocérselo a Francia. Francia, al contrario que España, no sólo tiene un himno del país; sino que ese himno, además, es también el de sus ciudadanos). Ollivier y Gramont redactaron el mensaje a las cámaras, que fue leído el día 15 a la una de la tarde. Básicamente, describía los hechos ocurridos desde el 6 de julio, exponiéndolos como algo así como una pendiente por la que no había más huevos que resbalar.

En el Senado la declaración fue acogida con grandes aplausos, como siempre le aplauden a estas cosas las personas que son demasiado viejas como para ir a la guerra y demasiado ricas como para no tener posibles a la hora de librar a sus hijos y nietos de lo mismo. Estos son, siempre, los primeros que aplauden. En el Cuerpo Legislativo hubo, sin embargo, más división. El centro izquierda permaneció en silencio y la izquierda fue abiertamente hostil a la declaración.

Thiers, en un discurso que nos es hoy difícil de imaginar pues se produjo en medio de los gritos de los imperialistas y los aplausos de los republicanos, hizo una intervención vibrante en la que, con toda la razón, le preguntó al gobierno: “Vuestra reclamación ha sido atendida en su fondo con la retirada de la candidatura de Hohenzollern, ¿y vais a ir a la guerra por una susceptibilidad? ¿Verdaderamente vais a derramar torrentes de sangre por una cuestión de forma?” Eso sí, totalmente presionado por las críticas que le lanzaban en medio de su discurso, hubo de añadir que “nadie más que yo desea corregir las consecuencias de Sadowa; pero la ocasión ha sido deficientemente elegida”.

Y ahí le había dado. No se trataba de Hohenzollern, no se trataba de quién sería el gran aliado geopolítico de España. No se trataba de la seguridad de la frontera pirenaica. El problema era Sadowa.

Se creó una comisión parlamentaria para examinar los proyectos de ley relativos a la guerra. Esta comisión organizó una serie de comparecencias de ministros, que fueron sometidos a interrogatorios bastante extensos. A dicha comisión acudieron unos ministros ultra optimistas. Le Boeuf declaró que el Ejército no sólo estaba preparado, sino que tenía una evidente ventaja sobre los prusianos. Gramont, con su rostro de cemento, declaró que las demandas de Francia no habían variado desde el inicio de la crisis, cosa que era una mentira del tamaño de la pirámide del Louvre todavía no construida. A pesar de que Benedetti, presente en París y en la Comisión, aportó una visión más real de los malentendidos producidos, Gramont le acabó arrancando a la misma un informe final lo suficientemente genérico y pastueño como para permitirle hacer más o menos lo que le saliese del ciruelo.

 
El Cuerpo Legislativo estaba dispuesto a aprobar el informe por la vía de urgencia la misma noche del día en que fue emitido. Esta rapidez, sin embargo, la detuvo Gambetta, muy empeñado en continuar la discusión. En uno de esos retruécanos retóricos que son tan comunes entre los políticos modernos, Gambetta vino a decir aquello de que no es la pistola sino la bala. Es decir: dijo no cuestionar la guerra, sino su causa. Este enfoque, como digo, le permitió votar a favor de la guerra, como hicieron otros correligionarios suyos, como Jules Ferry, Ernest Picard o Jules Simon. Otros, como Favre o Grévy, votarían en contra. De hecho, la cámara votó una serie de créditos extraordinarios para la Guardia Móvil sólo con once votos en contra y cinco abstenciones.

El mismo día en que las cámaras francesas estaban votando los créditos belicistas, el káiser Guillermo, llegado de Coblenza a Berlín, decretaba la movilización. Inglaterra, como siempre en estas circunstancias, ofreció sus buenos oficios arbitrales en el conflicto; ambas partes rechazaron educadamente la posibilidad. La guerra fue finalmente declarada por Francia el 19 de julio. Un grave y serio Bismarck, que en realidad lo que tenía era ganas de bailar la lambada en Unter der Linden, lo anunció en el Reichstag. Para entonces, con sólo leer la prensa y los reportes de los prefectos de policía en cada pueblo de Alemania, el canciller sabía que tenía lo que siempre había querido: un sentimiento alemán unitario, creado por el hecho de que Francia había decidido convertirse en el agresor.

El 24 de julio cayó sobre el campo la primera víctima de la guerra franco-prusiana: la Prensa francesa. Un proyecto de ley votado en el Parlamento prohibía a los periódicos discutir las operaciones militares. El siguiente acto fue cerrar las cámaras, no sin antes haber aprobado la regencia de Eugenia de Montijo mientras su marido se ponía al frente de la guerra.

Pero había un problema. El 1 de julio, los doctores Conneau, Nélaton, Ricord, Germain Sée, Fauvel y Corvisart, que no os sonarán de nada pero debéis saber que eran el puto gotha de la clase médica francesa del momento, fueron llamados a Saint-Cloud para reconocer a la persona del emperador. Todos estuvieron de acuerdo en que la cabeza del Estado francés sufría una cistitis purulenta causada por un cálculo en la vesícula. Nélaton, una semana después, le confesó a un militar del círculo imperial que, si había guerra, difícilmente sería con el mando de una persona que “no va a poder ni siquiera subirse a su caballo”.

No hubo acuerdo sobre qué hacer. Luis Napoleón era renuente a someterse a una operación quirúrgica, conocedor por otros precedentes de que las posibilidades que quedar bien no eran totales. Matilde, su sobrina, con esa capacidad que tienen las mujeres de aferrarse a lo obvio, le dijo que el tema era muy simple: que se quedase en la gobernación del país y le dejase la comandancia de los ejércitos a otro. Pero, claro, aquí estaba el problema. El emperador contestó secamente: “Eso no es posible. Me llamo Napoleón”.

Era el orgullo de familia; y el orgullo de Montijo. Hasta hace muy poco en términos históricos, y de hecho no se puede decir que haya dejado de pasar, los matrimonios en la cumbre pueden llegar a tener componentes de amor y pasión; pero son, fundamentalmente, operaciones estratégicas. Personas como Eugenia de Montijo se habían forjado en el ámbito de la alta nobleza española; un terreno, como los pares de Francia o el peerage inglés, en el que lo que importa son los resultados estratégicos mucho más que los resultados personales. Y por resultados estratégicos debemos entender la pervivencia de la dinastía y sus poderes. A Eugenia, en aquel punto procesal, lo que más le importaba era asegurar el trono francés para su hijo. Para eso eran necesarias dos cosas: una, que Francia ganase la guerra; la otra, que Luis Napoleón fuese el comandante de las tropas victoriosas.

Son muy claras las advertencias que recibió Luis Napoleón en las jornadas previas a la declaración de guerra en el sentido de que, si la perdía, llegaría la revolución. El hecho de que la perdiera y que todos sepamos que esa amenaza se cumplió yo creo que nos ciega un poco y nos impide situarnos correctamente en esos tiempos; en momentos en los que el resultado del conflicto podría haber sido la derrota de Francia, pero también su victoria. Conviene que nos preguntemos cuáles habrían sido las consecuencias de una victoria de las armas francesas. Y la respuesta es la que tenía en la cabeza Eugenia: el fin definitivo de los gobiernos constitucionales. La emperatriz sabía que su marido estaba enfermo, pero infravaloró la gravedad de su dolencia y, además, confiaba en el hecho de que su hijo lo acompañaría. El premio era muy goloso: el imperio eterno. Eso que, en el fondo, han buscado siempre todos los gobernantes franceses, y siguen buscando.

En los planeamientos estratégicos, se había previsto la formación de tres ejércitos: uno se reuniría en Alsacia, otro en Lorena, más un tercer ejército de reserva en Châlons. Los tres comandantes de cada ejército habrían de ser Mac-Mahon, Bazaine y Canrobert, con Luis Napoleón en París.

Esta organización, cuyo autor hubiese llevado una nota sobresaliente en cualquier escuela de Estado Mayor, se pareció a lo que finalmente se puso en marcha más bien poco. En realidad, ese ejército tan organizado acabó por ser una especie de masa en maniobra, el llamado Ejército del Rhin, uno de los cuales estaba formado por la Guardia Móvil y estaba comandado personalmente por el emperador. El general y vizconde Charles Pierre Dejean fue nombrado ministro de la Guerra, puesto que Le Boeuf accedió a la categoría de mayor general. Colocar a Le Boeuf en tareas de pelea, por así decirlo, fue una mala idea. Era un artillero bastante elitista que desconocía el trabajo de Estado Mayor, donde se requiere capacidad para combinar conocimientos y medios.

Este mismo Le Boeuf había prometido la movilización de un ejército de entre 300.000 y 350.000 hombres; pero esto tampoco se cumplió. El 27 de julio, el Ejército francés contaba con 215.000 efectivos, que apenas habían crecido hasta 264.000 diez días después. No era tanto la dificultad de acopiar hombres, que también, como la falta de material y pertrechos.

Los alemanes, por su parte, habían hecho los deberes. Disponían de 450.000 hombres dispuestos en 16 cuerpos, más la Landwehr, formada por viejos militares experimentados. Ciertamente, los franceses contaban con los veteranos de Argelia, de México, de Crimea y de Italia. Eran tropas muy experimentadas y, como tales, superiores a los prusianos, por mucho que se haya querido alimentar, a toro pasado, esa imagen de que a Prusia no había quien le pudiese ganar porque si Moltke y tal y tal. Sin embargo, también es cierto que eran tropas muy baqueteadas, muchas de ellas ya recicladas a la vida civil o semicivil, lo que las hacía bastante poco disciplinadas. Por lo demás, muchos de los veteranos no sabían usar el nuevo fusil. Así las cosas, muchas unidades francesas acabaron formadas por combatientes muy jóvenes y sin experiencia mezclados, sin orden ni concierto, con veteranos bravucones. Por no hablar de la Guardia Móvil, formada por tropas casi sin formación bélica. Las deserciones siempre fueron un problema.

Ciertamente, como ya os he dicho, el chassepot le otorgaba a los franceses una superioridad en infantería. Sin embargo, los prusianos disponían de una artillería muy densa y potente. Los cañones prusianos no solamente llegaban más lejos (dos kilómetros y medio, uno más que los franceses), sino que además eran bastante más precisos.

A esto hay que añadir el hecho, que muchos historiadores incluso franceses no esconden, de que Francia llegó a la guerra de 1870 con un Estado Mayor trufado de mediocres. En el propio ejército, los oficiales de bajo rango, tan importantes en el combate, apenas eran veteranos con galones. Sus superiores, en muchos casos, carecían casi por completo de formación táctica. El Estado Mayor no dispuso de mapas precisos hasta el 4 de agosto; hasta entonces, los generales tuvieron que diseñar sus acciones con mapitas hechos a mano. Enfrente, los prusianos, eso es cierto, llevaban décadas tomándose muy en serio la formación militar. Se seguía el catón de Clausevitz, quien no había hecho otra cosa que estudiar, precisamente, a Napoleón Bonaparte. En esencia, el ejército prusiano había hecho evolucionar sus puntos de vista teóricos, su forma de entender la estrategia y la guerra, para alcanzar el punto en el cual se sitúa la guerra moderna: la prioridad ya no es invadir y ocupar el terreno del enemigo; la prioridad es destruir su ejército. Para conseguir esto, lo que hay que hacer, estratégicamente hablando, es concentrar las fuerzas más importantes en los puntos más débiles del enemigo. Una doctrina de guerra que habían probado en el corto conflicto de 1866, y sobre cuya pertinencia, pues, no albergaban duda alguna.

1 comentario:

  1. Anónimo1:34 a.m.

    Le Boeuf, afirmó que aún si la guerra durase 2 años, no faltaría ni un botón de polaina...

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