lunes, junio 05, 2023

El otro Napoleón (39: La filtración)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica



El 29 de julio, el almirante de la armada austríaca Freiherr Wilhelm von Tegetthoff, al mando de una flota de barcos de madera, se llevó por delante a la flota italiana en Lissa. Fue una victoria importante, pero nada suficiente como para poder contrapesar el elevado peso geopolítico que había adquirido Prusia, verdadero árbitro de la situación, sobre todo por incomparecencia de Francia. En consecuencia, el 26 de julio, en Nikolsburg, Bismarck dictó los términos del acuerdo entre los contendientes, teóricamente pactado con los franceses porque la honra y la imagen hay que salvarla siempre. Austria desaparecía definitivamente de los territorios alemanes, que de esta manera quedaban libres para la influencia y el control prusianos.

El acuerdo de Nikolsburg vino a suponer, en todo caso, que Prusia se convertía en un nuevo actor de primer nivel en el centro de Europa. Esto, la verdad, ya se veía venir de tiempo atrás; pero no fue tras conocerse los términos de aquel pacto que, en realidad, era una imposición, que en París la opinión pública comenzó a mosquearse un poco. En verdad, es todo un axioma histórico que cuando los periodistas y la opinión pública de un país comienzan a preocuparse por su seguridad, eso es signo de que dicha seguridad lleva comprometida mucho tiempo.

Louis Blanc, exiliado en Londres, escribe desde allí que toda Europa salvo Francia ha saludado Sadowa como una liberación. Para todo aquél que no quiere ver en París al árbitro de la política europea, la ascensión de Prusia es toda una buena noticia. La opinión pública francesa, poco a poco, acaba dándose cuenta de que toda la intervención francesa en los últimos años, todo eso de la defensa de los intereses de los pueblos y, sobre todo, el hacer borrón y cuenta nueva del orden europeo de 1815, no ha tenido más resultado que encastrar a Francia entre dos potencias: Inglaterra, con la que la amistad se ha malbaratado; y Prusia, una potencia decididamente antifrancesa, y cada vez más potencia. Rouher, el ministro estratega, le recomienda a su jefe que, cuando menos, presione y obtenga las viejas fronteras de 1814, es decir, el alargamiento de Francia hacia el Este; algo, le viene a decir, para que pueda decir que vuelve de las negociaciones con las potencias con algún caramelito, en plan fondos Next Generation, y tal.

El emperador, que físicamente está hecho una pena y apenas puede levantarse solo de la silla donde está sentado, viaja a Vichy para reunirse con Drouyn de Lhuys. El todavía ministro de Exteriores, y escribo “todavía” porque son pocos los que lo notan, dado que no le escucha ni su padre, le propone al emperador que tome la iniciativa y le reclame a Bismarck el abandono de toda la ribera izquierda del Rhin en beneficio de Francia. El emperador acepta la idea; pero eso no sirve para nada más que para demostrarnos que, a esas alturas de la película, la clase gobernante francesa vive notablemente desconectada con la realidad. Cualquier persona con dos dedos de frente podría apostar en ese momento a que Bismarck, visto el papel y la prevalencia que había conseguido en Europa, jamás aceptaría un pacto como aquél.

Aún así, porque los franceses son así y, por lo tanto, la realidad del mundo apenas les afecta, el embajador Benedetti tuvo el cuajo de presentarse delante del canciller Bismarck y transmitirle esta demanda sin descojonarse por el camino. Bismarck, por supuesto, le dijo que no mamase. Es más: le dijo: “Si Francia persiste en esa reivindicación, desplazaremos todas nuestras fuerzas a la frontera del Rhin”.

Pero hizo algo más. Porque a finales de la séptima década del siglo XIX, Luis Napoleón no era el único político de corte moderno que había en el tablero europeo. También estaba Otto von Bismarck, un señor personalmente muy conservador y muy amigo de los grandes tiempos pasados del imperio alemán; pero, al fin y a la postre, muy moderno en lo que a sus gestos políticos se refiere. Una de las cosas que el alemán entendía a la perfección era el papel de la opinión pública europea y de cada país. Y, por eso, cuando Benedetti le transmitió la exigencia francesa, algo que estoy seguro que hizo todavía pensando que lo hacía en los términos de formalidad y caballerosidad propios del Antiguo Régimen, lo que hizo fue filtrar la información. Para ser más exactos, se la contó a un periodista llamado originalmente Lambert Pierre Joseph Corneille Wilborts, pero que firmó como Joseph Vilbort, y que en el momento de producirse estos hechos era, entre otras cosas, algo así como corresponsal diplomático del periódico Le Siècle. Léonor-Joseph Havin, el director del periódico, decidió publicar la confidencia el 11 de agosto.

El 12 de agosto, con el periódico en las manos de la gente y sobre la mesas de los cafetines, la filtración había hecho su efecto. En toda Europa, pero sobre todo en la propia Francia, Luis Napoleón había pasado de ser ese emperador de buen rollito que había llegado al poder para terminar la labor de su tío en pro de los derechos de las naciones emergentes y los pueblos oprimidos de Europa, para convertirse en lo que probablemente había sido siempre: un político pragmático, sin convicciones, un tipo al que le daba igual ocho que ochenta, una persona a la que la lucha de las nacionalidades emergentes le importaba lo mismo que el cambio de la denominación Míster Proper por Don Limpio; y que todo lo que quería era lo que querían todos los reyes ambiciosos: más territorio, más riqueza, más súbditos a los que cobrar impuestos.

Pero no sólo era en Francia. Desde Alemania, los corresponsales de los periódicos franceses enviaron crónicas aquel mismo mes de agosto en las que dejaban claro que, aunque el fautor de la filtración se conoció muy pronto, la publicación de la demanda del francés había producido un surgimiento nacionalista en toda Alemania; por lo que, ahora, en el caso de que Prusia y Francia fuesen al rompimiento y las armas, sería toda Alemania la que se levantaría contra el jodido franchute de los huevos. En las semanas siguientes, Wurtemberg y Baviera firmaron convenciones secretas, preparadas por Bismarck, que las vinculaban estrechamente con Prusia.

En una sola crónica periodística, en efecto, el emperador Napoleón III había dilapidado todo el prestigio internacional que había coleccionado durante años. Rusia, el Imperio que, como sabemos, estaba coqueteando con la idea de acercarse, aliarse incluso, con Francia, puso distancia con rapidez; el zar se dirigió al kaiser Guillermo para asegurarle que Rusia no se aliaría jamás con Francia. Inglaterra, por supuesto, expresó sin ambages su repugnancia por las ambiciones francesas.

Expuesto ante el oprobio internacional y local, el emperador ensayó la estrategia típica del político moderno pillado con las manos en la masa: sacrificar un peón y echarle toda la culpa. Vino a decir Napoleón a todo el que le escuchó que, en realidad, él no quería los territorios en la orilla izquierda del Rhin; que había sido su ministro de Exteriores el que lo quería y que, de alguna manera, le había convencido. Drouyn de Lhuys, entendiendo a la perfección el papel que le tocaba hacer en aquella comedieta, dimitió. Fue reemplazado por Lionel Desiré-Marie-René-François de Moustier, marqués de Moustier, que era embajador de Constantinopla, aunque yo supongo que fue escogido porque durante varios años, en la época de la guerra de Crimea, había ocupado la legación berlinesa.

En realidad, Leonel Deseado Mario Renato Francisco era una pieza de poco peso político. Su nombramiento fue diseñado, básicamente, por Rouher, para garantizarse que, con la partida de Lhuys, él pasaba a ser el único poder mandante en el gobierno de su majestad. El problema de Rouher, en todo caso, es que, cuando menos en una parte, era un Adriano Lastro de la vida. Su comprensión de los fenómenos de política exterior era limitada. Siendo como era un maniobrero rubalcabiano modo Experto, a mí cuando menos, cuando lo estudio, me da la impresión de ser el típico tío que se cree que es lo mismo convencer al sindicato de la Renault de que levante una huelga que convencer a Vladimir Putin de que no invada Ucrania. Así las cosas, a Rouher, ahora que su poder en las Tullerías ya no lo contestaba nadie, no se le ocurrió otra cosa que darle la vuelta completamente a la tortilla, y le propuso al emperador que se le propusiese, asimismo, a Prusia un tratado de alianza ofensiva y defensiva. En el marco de ese tratado, y para salvar la cara (porque en Francia ya todo iba de salvar la cara y de nada más), Francia exigiría Landau, el Sarrelouis y el Sarrebruck; pero, vamos, que si al final no se los daban, tampoco pasaba nada. Territorios todos ellos perdidos en 1814.

Sí. Si lo estáis pensando, es exactamente así. ¿Qué incentivos podía tener Prusia para firmar un pacto de estas características? Ninguno. Vencido y controlado el peligro austríaco, definitivamente alejada Rusia de Francia, con una Inglaterra cada vez menos interesada en los asuntos continentales, ¿para qué iba Prusia a darle oxígeno al único soplapollas que todavía quería hacerle sombra en el continente? A pesar de todo esto, inasequible al desaliento, Rouher diseñó un proyecto de acuerdo en el que, como zanahoria, Francia reconocía todas las adquisiciones territoriales de Prusia (que, por definición,ya tenía), además de reconocer explícitamente la prelación federal prusiana en el marco alemán (algo que ya le habían reconocido los que lo tenían que hacer, es decir, los propios lander). A cambio, Prusia, en aquel caso en el que “el emperador fuese forzado por las circunstancias a hacer entrar sus tropas en Bélgica para conquistarla”, debería prestarle apoyo.

Bismarck le prometió a Benedetti, personaje al que por cierto odiaba personalmente, que estudiaría la oferta con su boss. Pero, vaya, que unos días después respondió con evasivas y algunos más tarde, como el puto francés siguiera con la matraca, ya le dijo que no con todas las letras.

La verdad, si el primer movimiento de Francia, el relativo a las tierras ribereñas del río Timbre, había sido una demostración de avaricia política, este segundo dejó un borrón intachable en la Historia del II Imperio. Digámoslo claro: con esta idea, Napoleón III quedó como Cagancho en Almagro. Bélgica era un país neutral y amigo de Francia. Había sido Bismarck, por dos veces, quien había sugerido que fuese la moneda de cambio de un entendimiento germano-francés. Pero, precisamente por eso, en París tenían que haber entendido que era mala idea, pues nunca en la Historia un alemán le ha dado un francés una idea practicable y justa. Por lo demás, Napoleón III, en otro gesto que viene a demostrar que es el primer político moderno de la Historia de Europa, no tuvo problema en retorcer los argumentos, los hechos, las ideas y la moral para hacerlos compatibles con su nueva idea de merendarse Bélgica, y por eso comenzó a declarar cosas como “no existe tal cosa como la nacionalidad belga”. Claro, los belgas siempre han dudado de los franceses. Como para creer en ellos. Un belga medianamente informado, incluso siendo valón, siempre va a tener la sensación que no puede contar con Francia para nada. Pero, bueno, es que con Francia no se puede contar para nada, las cosas como son.

El 3 de octubre, después de semanas de frialdad sin contactos, Italia, la del ejército siempre vencedor, se avino a negociar con Austria. Como primera providencia, los italianos tuvieron que retirar las tropas que Garibaldi había comenzado a acopiar en el Tirol, tal vez con la intención de aprender a cantar con voz de gilipollas. Víctor Manuel quería recibir a cambio Venecia, y recibirla personalmente de los austríacos. Pero ahí, claro, se encontró con el emperador francés. Venecia, vino a decir Luis Napoleón, era el único pago que había obtenido por sus desvelos italianos. El general Edmond Le Boeuf, que fue enviado por el emperador a Venecia como comisario francés en las conversaciones, apenas sobrevivió a las violencias de los nacionalistas por las calles. A finales de 1866, nada en la actuación de las cancillerías francesa e italiana hacía pensar que alguna vez habían sido amigos y aliados.

Las cosas iban a emputecerse todavía más. Aquel 9 de agosto, en lo peor de la crisis que os acabo de relatar, con un emperador regresado de Vichy cada vez más jodido física y mentalmente, se dejó caer por París la emperatriz mexicana Carlota; sí, ésa que no paró hasta tener una corte en la que hacer esas cosas gilipollas de las cortes. Para su gran sorpresa, pues Carlotita se allegó a París como gran emperadora americana, no la recibió ni dios, y la metieron en un hotel. Pasaban de ella en el peor momento; porque Carlota estaba allí para suplicar a Napoleón que salvase el imperio de Maximiliano.

En efecto: el flamante emperador de México mandaba sobre un territorio, digamos, un tanto complejo. Una oligarquía ciega a otros intereses que no fuesen los propios; un país petado de gente pobre de solemnidad, un clero instalado en el siglo XI, un bandolerismo generalizado, una minoría de gobierno formada por austríacos y belgas que odiaban profundamente aquel país; y un emperador que había nacido archiduque austríaco y estaba acostumbrado a hacer cosas de archiduque austríaco, esto es, ponerse un uniforme de gala diferente para cada comida y agasajar a las damas en el vals, pero poco más.

Hacía falta un golpe de riñones en México. Pero el emperador ya no tenía riñones.

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