martes, agosto 23, 2011
Vicente Aranda, la intelectualidad y la Historia
Dice Aranda, por ejemplo: "los intelectuales en España no están bien vistos ni reconocidos", hecho éste que encuentra su jusficación en que la derecha española "no tiene intelectuales a su favor y por eso los niega".
Es bastante obvio que Aranda, que hace las declaraciones que acabo de copiar en el marco de una entrevista en la que se queja de que se maltrate al cine español, considera a los cineastas, ergo a él mismo, parte de esa intelectualidad mal vista. Por ello, cabría recordarle al director de cine que un intelectual que realmente lo sea jamás se autocalifica de intelectual; porque ser intelectual no es un oficio, sino una condición; y no se la adjudica uno mismo, sino que se la adjudican los demás.
Uno puede decir: soy escritor, soy director de cine, soy sexador de hipopótamas. Eso son oficios y, por lo tanto, todo aquél que ha estudiado para ejercerlos, o los ejerce, puede decir yo soy tal cosa o tal otra. Pero un intelectual no es un oficio. Un intelectual es una persona que, a través de variados caminos, ha llegado a un punto en el cual dispone de una capacidad de análisis, una clarividencia, que está por encima de la media. Es la única razón de que la opinión de un intelectual sobre, digamos, el cambio climático, sea más respetable que la mía. Pero esa clarividencia no es algo que se otorgue uno a sí mismo, o que le otorguen por cooptación sus amiguitos intelectuales. La clarividencia sólo se consigue sudando neuronas y ganándose el respeto del personal.
Utilizo bastante habitualmente la expresión "sedidentes intelectuales" para referirme a los intelectuales españoles, y es precisamente porque, en España, tenemos el problema que está inscrito en las palabras de Aranda. En España, ser intelectual es un oficio; en España se dan certificados de intelectual y de cabestro, y son los propios sedicentes intelectuales los que los otorgan. Claro, al señor Aranda le jode que el personal haya reaccionado pasando de ellos.
¿Qué personal? Aranda dice que la derecha. Pero, sin embargo, no hay encuesta sociológica en España que sea capaz de demostrar que en nuestro país existen tantas personas de derechas como para liderar o mover la opinión. En sus mejores momentos, el PP y otros partidos de derechas apenas consiguen en torno al 45% de los sufragios de la gente que vota; de donde cabe entender que la derecha militante (votante) anda ligeramente por encima de un tercio del país. Si los otros dos tercios respetasen a los intelectuales, ¿acaso no perderían sentido las palabras de Aranda?
El director también acusa a la misma derecha de no ver cine español. Pero este hueso no se lo traga nadie, con perdón. Los datos existentes sobre audiencias del cine en España nos dejan claro que la debacle de la creación fílmica hispana va mucho más allá que el exilio interior que ese tercio del país que, por lo visto, está dispuesta a poner su ideología por encima de sus necesidades de ocio (que, por cierto, ¿por qué fueron a ver Bowling from Columbine?).
En todo caso, nos dice Aranda: "la derecha española se niega a ver cine español". ¿Y? ¿Cuál es la conclusión: que habría que obligarles a verlo? Resulta abracadabrante leer las declaraciones de un director de cine en las que no aparece por lado alguno la simple y pura admisión del principio de que el espectador es soberano y hace lo que le da la gana. Aranda formula el problema de la falta de espectadores como si tuviese que ser resuelta mediante un decreto.
Perla de gran valor en la entrevista es ésta: "el tema histórico más importante del país, la Guerra Civil, no se puede tocar porque la derecha piensa que una cinta sobre este asunto siempre es de izquierdas". Pero... ¿en qué país dice que vive y trabaja Vicente Aranda? ¿Que no se puede tratar la guerra civil en el cine español? Prácticamente, el cine español lleva treinta años dedicado a hacer películas que, ora se refieren al sexual intercourse en diversas acepciones, ora se refieren a la guerra civil. Como digo, no sé de qué país está hablando Vicente Aranda ni de qué guerra civil. Pero la española no puede ser.
La porción más sincera de la entrevista de Aranda viene en el punto en el que dice que, pese a que los creadores del cine español lo intentan continuamente, no han encontrado la fórmula pra que sus obras sean accesibles y atractivas para el público. ¡Pues claro, señor Aranda! Cuando la gente no ve una película, no suele ser porue sea de derechas ni porque quiera arruinar a nadie; suele ser porque le han dicho que es un coñazo. Aunque la entrevista no lo dice así de claramente, es cierto que el problema del cine español, mutatis mutandis, es que no ha encontrado la fórmula para dejar de ser un coñazo. El público, se queja Aranda, prefiere pelis americanas con actores de éxito y que, además, duran más. ¿No se ha parado a pensar que si las películas españolas, además de ser tan malas como son, encima durasen dos horas, habría suicidios en las salas?
Billy Wilder lo pudo decir más alto, pero no más claro: no aburras. Ésta es la primera máxima del cine. El mandamiento que no se puede romper. Con todos los respetos, Ingmar Bergman será un genio; pero sus películas, a día de hoy, venden menos DVD que el episodio Pocoyó estudia la heterocedasticidad de la demanda financiera. ¿Es una obra de arte? No lo pongo en duda. Pero es que Aranda, en su entrevista, no habla de arte, sino de industria. Y hacer industria a base de filmar el episodio XXVI de la saga Contables anarcosindicalistas discuten sobre Schopenhauer durante la batalla de Teruel, es mala estrategia.
Otra cosa que me llama la atención de la entrevista de Aranda es que, a la hora de hablar de la crisis del cine español actual, no haga más que hablar de dinero: la crisis económica ha reducido lo presupuestos, se ha creado un sector de películas baratas, sin subvenciones no hay cine, etc., etc., etc.
Digo que me llama la atención porque se me hace extraño que alguien que está mapeando la situación de una actividad creativa, el cine, no hable jamás de creatividad. Es más: con tanta queja presupuestaria, está formulando una teoría en la que cuando menos este bloguero no cree, y es que la calidad de una creación intelectual no correlaciona con la creatividad, sino con la disponibilidad de recursos.
Falso. Mentira. La historia de la creación intelectual está petada de hombres y mujeres que hicieron obras maestras en absoluta pobreza de condiciones. No tenían medios, pero eran creativos. Asimismo, la historia está petada de proyectos que contaron con todo el dinero del mundo pero que, al haber sido realizados por aficionados, fueron una simple y pura puta mierda.
Las declaraciones de Aranda, en consecuencia, muestran una sorprendente, acromegálica, falta absoluta de autocrítica. No hay nada en las palabras del director pidiendo mejores guiones, mejores historias, mejores producciones, más conocimientos técnicos. La culpa es siempre de otros. Incluso, en un paroxismo liberador de culpas, Aranda llega a echarle la culpa a España entera que, dice, no tiene habitantes suficientes que hagan que las películas puedan ser negocio.
Por lo demás, las películas americanas, que no subvenciona nadie, son la gran competencia de cine español. El cine español, que lleva décadas subvencionado, no encuentra la manera de que la gente lo vea. Pero la solución es profundizar en el modelo: dar más subvenciones.
Y encima insinúa que es un intelectual.
La moviola marxista
La moviola marxista se basa, por lo tanto, en asumir que hay un marxismo bueno y un marxismo malo que, en puridad, es un no-marxismo; al cual son adscritos todos los genocidas alumbrados por el fascismo de izquierdas, tales como Stalin, Mao, Pol Pot, etc. Ninguno de ellos es, por lo tanto, propiamente un marxista. Así, desbastado de sus incómodas rebabas totalitarias, el marxismo pasa, o se supone que pasa, la prueba del algodón que se le viene exigiendo a las buenas filosofías de 50 años para acá: la de la intención y la práctica democráticas.
La moviola marxista suele pararse, según los autores, en dos de los grandes personajes del marxismo. Para los optimistas, la moviola se para en Vladimir Lenin. Es en el alma de la Revolución Rusa, a juicio de algunos teóricos, donde el marxismo encuentra a ese marxista auténtico, en el fondo un demócrata influido por las circunstancias de su tiempo, aborrecedor de las prácticas de terror policial y censura que practicó la Unión Soviética. Muchos biográfos rusos de Stalin, por ejemplo, suelen exhibir esta forma de pensamiento e invierten páginas y páginas en describir algo que, por otra parte, es totalmente cierto, y es que, en vida de Lenin, el Politburó del PCUS vivió unos tiempos de crítica interna y libertad de palabra inusitados en los setenta años que siguieron. Esta visión buenista del leninismo, no obstante, tiene sus problemillas, más que nada porque al camarada Vladimiro le dio tiempo más que suficiente para apiolarse kulaks y burgueses por sí solo, sin necesidad de que Stalin tuviese que hacer nada; y porque el Estado leninista ya era una dictadura de libro antes de que Pepe el Georgiano la heredase. Que los miembros del Politburó pudiesen criticar a Lenin en reuniones a puerta cerrada no quiere decir, ni mucho menos, que el tío Nikolai del Arbat pudiese decir lo que le diese la gana, mucho menos criticar al bolchevismo.
Los pesimistas, que quizá ven estas dificultades, retrasan más la moviola; se olvidan, por lo tanto, de demostrar que Lenin fue alguna vez una santa ONG solidaria con perilla, y giran la moviola hasta llegar al fundador de la movida, es decir el alemán Karl Marx.
Edmund Wilson, aun no siendo, creo, propiamente un marxista, ofrece un ejemplo de esto.
Una de las grandes virtudes que se suele señalar para el ensayo Hacia la estación de Finlandia, que no es sino una historia del nacimiento y crecimiento del marxismo como ideología (ojo al matiz: como ideología. No su praxis), es que, desde mediados de los años cuarenta del siglo pasado que Wilson lo escribió, no ha hecho falta cambiarlo ni actualizarlo. No es del todo verdad. En la edición de RBA publicada en España podemos leer una nueva introducción al libro, escrita por su autor en 1971, en la cual Wilson reconoce sin ambages que su obra resultó ser excesivamente alabatoria y comprensiva con la figura de Marx; y si no introduce modificaciones en el texto de su ensayo es, probablemente, porque la intención alabatoria es tan generalizada que, si quisiera corregirla, tendría que escribir todo el ensayo de nuevo.
A base de enmiendas y matizaciones, en efecto, resultaría imposible repintar un texto cuya intención evidente es demostrar que la obra de Marx es la gran novedad del pensamiento moderno, y sus tesis marcan un antes y un después en la concepción de la Humanidad. Estando, pues, ante un milenarismo de izquierdas de tal calibre, es lógico que no haya enmiendas o matizaciones, puesto que lo que está fallando es, cuando menos a mi modo de ver, la tesis central.
Carlos Marx fue el Francis Fukuyama de su época. Igual que este bienintencionado pensador interpretó la caída del Muro de Berlín como señal de que la Historia, tal y como se había concebido hasta entonces, había muerto; igual que Fukuyama, digo, Karl Marx creyó, en el curso de los 30 o 40 años centrales del siglo XIX, que la Historia estaba a punto de terminar. El capitalismo, en su visión, estaba a punto de llegar al punto en que sería aplastado por el peso de sus propias contradicciones, dando paso al poder del proletariado, que habría de fundar una nueva sociedad sin Estado, sin propiedad, sin relaciones económicas y sin desigualdades. Un nuevo mundo, pues. Cabe recordar, en este punto, que cuando Marx y Engels parieron su famoso Manifiesto Comunista, creían que esta sociedad era puramente nueva; sólo años más tarde se dejaron seducir por la idea de que ya había existido con anterioridad en algunas civilizaciones primitivas (otro elemento bastante común del análisis marxista, así como de algunos teólogos católicos y protestantes: confundir una organización social comunista perfecta con la pobreza extrema)..
Estas convicciones tan distintas a la filosofía de la época son las que hacen a Wilson defender la idea de que el marxismo es un pensamiento único e intensamente renovador. Ve un contínuo, que más que probablemente existe, que comienza con la crisis de la filosofía burguesa clásica (ruptura que él ejemplifica con Michelet, Taine y Anatole France; la selección, a mi modo de ver, es bastante más que discutible), a la que adjudica el, por así decirlo, mérito de ser la primera que se da cuenta de que el protagonismo de la Historia no es de las personas ni las dinastías, sino de las sociedades. Esta ruptura genera en el centro mundial del pensamiento de la época, Alemania, toda una revisión de conceptos que cristaliza en Hegel; pues el marxismo es, básicamente, una reelaboración de Hegel.
Hacia la Estación de Finlandia es, además de un ensayo analítico de la evolución de la filosofía decimonónica hasta Marx (primer error, porque la filosofía decimonónica, lejos de terminar en Marx, en muchos puntos lo supera), una biografía del marxismo y de sus creadores. Con agilísima pluma inmejorablemente traducida por Tomero, Zalén y Gortázar (aunque se echan de menos algunas notas de edición que aclararían algunos puntos), Edmund Wilson pone delante de nuestros ojos la película, pocas veces contada, de la vida, bastante compleja y desgraciada, de Karl Marx, Friedich Engels, Ferdinand Lasalle, Paul Lafargue, y algunos otros popes del marxismo. El libro, a mi modo de ver, es especialmente justo con Engels, un personaje que habitualmente se nos hace bastante antipático a los que tenemos de marxistas lo mismo que de capadores de cabritos, y que se hace casi simpático tras la descripción por parte de Wilson de su vida bipolar, ora empresario de relativo éxito, ora apóstol de la destrucción de la propiedad privada; así como de su condición eterna de sufridor en casa a causa de las constantes presiones de su amigo y mentor Karl que, como bien explica el libro, jamás fue capaz de vivir por sí mismo, lo cual le llevó en ocasiones a explotar a su amigo en formas y maneras que yo calificaría de poco éticas.
En todo caso, el libro está centralmente dedicado a la descripción de las dimensiones, que Wilson reputa máximas, del terremoto intelectual introducido por el marxismo en el mundo del pensamiento, directamente relacionado con esos dos grandes terremotos producidos por el siglo en el terreno de lo real que son las revoluciones de 1848 y, muy notablemente, el episodio de la Comuna de París que siguió a la mano de hostias que Prusia le arreó a la orgullosa Francia (y es que la Historia de Europa en los últimos 150 años consiste, básicamente, en episodios en los que los alemanes le aplastan el cráneo a los franceses y, por medio, publicidad). Karl Marx, de la mano de su extraordinaria capacidad de comprender y procesar informaciones en materia económica, de su experiencia directa sobre las deplorables condiciones de vida del proletariado británico, y de la filosofía de Hegel, acaba por darse cuenta de que la Historia se encuentra ante un tipping point en el que (como habían predicho ya algunos filósofos burgueses; de ahí que el recorrido de Wilson comience en Michelet) el protagonismo se va a desplazar a un hecho que existe de mucho tiempo atrás, pero que permanece de alguna manera larvado: la lucha de clases.
Lo curioso del libro de Wilson es que sea, como él mismo reconoce, excesivamente comprensivo con Marx, a pesar de la lucidez que el propio texto tiene a la hora de juzgar los puntos débiles de la filosofía marxista. La limitación del libro está en otra parte, que citaremos más adelante.
Como digo, el análisis del marxismo por parte de Wilson es acertado y acerado. En efecto, como él mismo dice, hay varios grandes elementos del marxismo en los que Marx patinó, y no logró remediarlo. El primero fue la concepción dialéctica de la Historia. Es muy discutible, en efecto, que los hechos históricos se desarrollen de una forma dialéctica; para que estos números cuadrasen, de hecho, la visión marxiana de los hechos pasados tuvo que conformarse con algunos análisis como poco curiosones, como ocurre con la Europa medieval.
El segundo error de Marx fue creer (pues eso fue lo que hizo: creer en la teoría. En puridad, ni la formuló ni la demostró nunca) en la teoría del valor-trabajo. El marxismo, de hecho, “funciona” si aceptamos la premisa de Marx de que todo el valor que hay en un bien es el trabajo de su productor; esto es, que el empresario, el burgués, no aporta valor alguno (ni el capital). Como digo, y lo recuerda Wilson en su libro, Marx se murió sin demostrar esta premisa, y toda la impresión es de que siempre creyó que Engels se comería ese marrón; cosa que éste, a pesar de completar los tomos de El Capital, no hizo. La existencia de otro valor distinto del trabajo podría en serio peligro la eliminación de la propiedad privada y el propio concepto de dictadura del proletariado. Y lo cierto es que la modernidad, conforme se ha ido desplegando, no ha hecho otra cosa que confirmar esta impresión, pues en el valor de las cosas y los servicios producidos cada vez han estado, y están, más presentes factores y elementos distintos del trabajo.
Con todo, el principal elemento de error en el marxismo es, sin duda, su predicción referida a las contradicciones internas del capitalismo, que habrían de hundirlo. Lejos de lo que Marx y Engels dijeron que ocurriría, el capitalismo no ha seguido, en estos últimos 150 años, una tendencia de empobrecer cada vez más a los proletarios, sino todo lo contrario. El análisis de Marx obvió la posibilidad, en primer lugar, de que el capitalismo pudiese generar sus propios elementos de reequilibrio y control interno. Marx creía, por ejemplo, que la burguesía tendería crecientemente a la concentración oligopolística o monopolística, hecho éste en el que el tiempo le ha dado la razón; pero nunca previó que las propias polìticas económicas podrían general comisiones Anti-trust y mecanismos similares, que impidiesen el desarrollo excesivo de estas tendencias. En segundo lugar, Marx nunca entendió que, para el sector productor/empresario, el beneficio no está tanto en convertir al trabajador en alguien que trabaja por una mera transferencia de supervivencia, como en hacer de él un consumidor. Si el marxismo, pues, es filosóficamente bastante sólido, desde el punto de vista del análisis económico es bastante endeble.
¿Por qué, por lo tanto, un libro que es, ya en los años cuarenta del siglo pasado, tan clarividente al analizar los puntos débiles del marxismo es, sin embargo, excesivamente comprensivo con él? Pues porque apenas realiza un análisis, no ya de sus fundamentos, como de su praxis. Cierto es que cuando Wilson escribió su ensayo hay algunas cositas, como el peor Mao, o Hoh-Chi-Min, o Pol Pot, o la familia Kim, que aún no se habían producido. Pero sí se habían producido algunas otras que dejaban bien a las claras cuál iba a ser la evolución de la ideología a la hora de gobernar.
El gran error del marxismo no fue teórico, sino práctico. Su gran problema es la cantidad de cosas que dejaba en el aire (la más importante de ella, la formulación concreta de un concepto teórico como es la dictadura del proletariado) y que, una vez en manos de cabestros fascistas, se convirtieron en cabestreces. Algo de esto nos cuenta Wilson cuando relata en su libro el gravísimo problema que para Marx supuso la eclosión de Bakunin. Por pura lógica, Marx no quería la revolución proletaria; consideraba que ésta sólo se podría producir cuando las contradicciones del capitalismo fuesen suficientemente evidentes, así pues quería que la clase obrera esperase a la industrialización de los países para alzarse (Lenin lo desmentiría, haciéndose con el poder en un país fundamentalmente agrario).
Frente a esta visión, más filosófica que política, en la segunda mitad del XIX surgió la figura de Bakunin, un auténtico líder de la acción directa que gustaba de invitar a sus amigos a rondas de bofetadas. Evidentemente los obreros decimonónicos, entre morirse de asco esperando que a la dialéctica histórica le saliese de los cojones pasar a la siguiente fase o alzarse mañana por la tarde para cortarle el cuello al cabrón de su patrón, ni se lo pensaban. En realidad, contra lo que Marx pudo pensar nunca, incluso después del choque con Bakunin en la Internacional Obrera, la historia de los últimos 150 años, además de la historia del enfrentamiento entre marxismo y capitalismo, es la historia de la guerra a muerte entre marxismo y anarquismo. Mayo del 37 en Barcelona es un interesante ejemplito de ello.
La presencia de Bakunin, en suma del anarquismo, obligó, no tanto a Marx como a los marxistas, a adoptar una posición más radical y pragmática. Adelantaron el momento de la revolución y, como digo, la intentaron en lugares donde las condiciones, según el manual del maestro, eran insuficientes para la realización de la obra revolucionaria.
Wilson pasa de puntillas, en muy pocas páginas, por las figuras de Trotsky y Lenin. Al primero, que en el momento en que él escribía estaba exiliado y se beneficiaba de su imagen de víctima, le dedica unas flores injustificadas por los propios escritos de Davidovich, donde queda bastante claro que, de haber ganado la partida a Stalin, habría sido igual o peor que él. Sobre Lenin menos aún se cuenta, situando toda la descripción de su obra en el plano teórico (sus escritos) y sin una sola palabra sobre su praxis (economía de guerra, NEP, estado policial, defenestración de los mencheviques, social-revolucionarios, anarquistas...); lo cual es, la verdad, de aurora boreal.
Queda huero el ensayo, pues, de un elemento importantísimo que, como digo, son las esclusas que la formulación del marxismo dejó, y que permitieron a sus devotos justificar el genocidio, la mentira, el golpismo, el asesinato, la dictadura, el terror, los exilios masivos, la tortura...
Habría sido muy interesante que un pensador tan afilado como Wilson hubiese abordado esta labor. Desgraciadamente, nos confiesa el autor en 1971, “no sospeché que la URSS pudiera convertirse en una de las dictaduras más odiosas que jamás existieron”.
Tampoco es para reprochárselo mucho. Al fin y al cabo, eso mismo le ocurrió, y le ocurre, a muchos sedicentes intelectuales.