miércoles, abril 19, 2023

El otro Napoleón (22: La entrevista de Plombières)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica

Apoyándose en el escándalo de la violencia política contra su persona, Luis Napoleón está preparado para lanzar la violencia estatal contra las calles. Toda una señal de lo que quería hacer fue su gesto de sustituir al frente de la represión a Billaut, un general considerado demasiado blando por la derecha imperial, por Espinasse, uno de los fautores del golpe de Estado imperial. El emperador fijó unas cuotas de detenidos por distrito, hasta un total de 400; las detenciones se centraron en los reprimidos ya en 1848 y 1851; fueron mayoritariamente enviados a Argelia. Un juramento de fidelidad especial le fue exigido a todos los candidatos electorales. El emperador, además, se hizo acompañar desde entonces por un Consejo Privado, formado por el emérito Jerónimo, el príncipe Napoleón y los principales ministros y dignatarios. En las sesiones de este Consejo Privado no faltará la Euge, a quienes todos asumen un papel de regente en el caso de que al Empe le pase algo.

Como también pasaba en tiempos del general Franco, al palacio imperial comienzan a llegar muestras “espontáneas” de solidaridad de los regimientos franceses para con su comandante en jefe. La mayoría eran textos abiertamente ofensivos hacia Inglaterra, a la que se consideraba poco menos que autora intelectual del atentado de Orsini. Todo ha sido orquestado por Morny, que quiere el enfrentamiento. Es tanto así, que esos comunicados insultantes fueron insertados en el Moniteur, lo cual es poco menos que decir que en el BOE: el gobierno los hacía suyos.

Los ingleses, por supuesto, quietos no se quedaron. En Londres se desató una campaña de prensa antifrancesa como pocas veces la ha habido. Palmerston había presentado en los Comunes un proyecto de ley sobre represión de clandestinos residiendo en Inglaterra, que había pasado su primera lectura ya con 200 votos a favor. Cuando llegó la segunda lectura, la campaña de prensa ya había comenzado. El mismo parlamento que había votado el proyecto ahora ni siquiera lo derrotó; simplemente, se negó a considerarlo, añadiendo que el gobierno inglés había “faltado a la necesaria dignidad” en el conflicto con los putos franceses de mierda. El gobierno Palmerston cayó, para ser sustituido por Edward Smith-Stanley, décimo cuarto conde de Derby, con James Howard Harris, tercer donde de Malmesbury, como encargado en el Foreign Office; y un prometedor político llamado Benjamin Disraeli en el Exchequer.

Los franceses, enfermos de grandeur, es decir enfermos de lo de siempre, siguieron con sus mierdas. Persigny, embajador en Londres, tuvo momentos especialmente absurdos y rocapollas, como cuando se presentó en el Foreign Office vestido con sus mejores galas, con la pechera enlosada de medallas, y comenzó a hacer un discurso un tanto surrealista en el que, de vez en cuanto, agarraba con fuerza su espada envainada y musitaba: C'est la guerre, c'est la guerre! La verdad, más imbécil, ya estamos hablando de un nivel perroflauta casi inimaginable.

Los franceses, como digo, bajaban sin frenos por la cuesta de “soy la puta polla”. Su primer magistrado, sin embargo, no las tenía todas consigo. Aunque estaba rodeado de gente de una inteligencia más que cuestionable, como el príncipe Napoleón, que tenía menos neuronas que Joachim von Ribentropp después de una mano de hostias, todavía había gente con la cabeza un poco amueblada, como su churri, la Eufemia, que tenían muy claro que, con su actitud, se estaba aislando en Europa. Así las cosas, finalmente Luis Napoleón tuvo la inteligencia de ordenarle a Walewski que Francia dejase de hacer el imbécil (como por otra parte tiene por costumbre) y tratase de aparecer como una nación adulta. Vino a decir que Francia siempre había tenido intenciones amistosas, que es que no se les había entendido, y que renunciaba a la polémica con los ingleses.

Persigny dimitió, lógicamente; se sentía desmentido pero, claro, el consejo que había recibido había sido de mostrarse duro frente a los ingleses, no de hacer el subnormal. Fue sustituido por el general Pélissier, ya mariscal. Pélissier, ya lo hemos visto, era un tipo amigo de hacer lo que le salía de los cojones y, la verdad, de diplomacia no tenía ni puta idea. Pero era el hombre que había luchado codo con codo con los ingleses en Crimea. El mensaje estaba claro. El emperador invitó a la reina a cruzar el canal y visitar sus viejas posesiones normandas.

El 25 de febrero, en la Cour d'Assises del Sena, comenzó el juicio contra Orsini y su troupe. El tema estaba tan manipulado que la defensa y el fiscal prácticamente habían hecho el mismo escrito preliminar. Orsini, quien tuvo que prometer que no hablaría en el juicio del movimiento carbonario, mantuvo la típica actitud altiva y serena que heredarían los acusados anarquistas décadas después. Dijo bien claro que Napoleón III se había convertido en un obstáculo para la independencia de Italia, y que había decidido cargárselo.

Orsini, sin embargo, tenía un activo: su abogado, o sea Jules Favre. Favre, que habló a instancias del presidente de la sala, Gustave Louis Adolphe Victor Aristide Charles Chaix d'Est-Ange (o sea, GLAVACCEA), en modo alguno quiso evitarle a Orsini la pena de muerte, cosa que sabía que era cierta; pero sí hizo un discurso buscando ennoblecer su acción. Orsini, dijo, era un patriota. La figura presente de la desolada Italia. Finalmente, y tras haber recabado la autorización imperial, el abogado leyó un texto escrito por Orsini dirigido al emperador. En dicho mensaje, Orsini reclamaba de Napoleón que no abandonase a Italia como había hecho en 1849; y recordaba que muchos italianos, “entre ellos mi padre”, le habían sido “completamente fieles a su tío hasta su misma caída”. ;Mientras Italia no sea independiente, terminaba el mensaje, ni Europa ni su majestad imperial tendrán paz. Napoleón III ordenó que esta soflama fuese publicada en el Moniteur.

Orsini, Pieri y Rudio fueron condenados a muerte. Desde La Roquette, Orsini escribió una vez más a Napoleón pidiéndole clemencia, pero no para él sino para sus cómplices. Parece ser que esta petición incluso llevó a Eugenia a recomendar el indulto. Sin embargo las resistencias eran muchas. Al fin y al cabo, los terroristas habían derramado sangre de franceses. El emperador acabará encontrando una solución intermedia. Le conmuta la pena a Rudio, por lo que, el 13 de marzo, Orsini y Pieri se enfrentan con la guillotina. Pieri subió al cadalso cantando el himno de los girondinos. Orsini no dijo nada, salvo cuando ya estuvo al lado del verdugo, cuando lanzó un viva a Italia y otro a Francia.

Orsini terminó en el cadalso pero, de alguna manera, consiguió lo que buscaba, pues tras el atentado el emperador francés ya no se sintió con capacidad de extrañarse del tema italiano; tema que, además, como ya os he dicho era fundamental para su plan asimismo fundamental, que no era otro que reescribir la Historia de Francia desde 1815. Por eso, cuando Della Rocca finalmente se marchó de París camino de casa, lo despidió con un cálido “dígale al señor Cavour que si el Piamonte entra en conflicto con Austria nos tendrá a su lado”.

En otra cosa la muerte de Orsini había tenido un efecto claro: a la hora de multiplicar los ardores independentistas en toda Italia. Los retratos de Orsini se vendían como rosquillas, y la Gaceta de Turín publicó toda su correspondencia completa con Napoleón, publicación para la que contó con la aprobación imperial. Cavour hizo votar por su parlamento una ley anti-complot políticos tan sólo para congraciarse con París. En este punto, de todas formas, Napoleón ya estaba decidido. En los primeros día de mayo, llamó a su lado al general Mac-Mahon, al que le encarga que se vaya de vacaciones. Sí, en unas largas vacaciones, que entonces eran bastante comunes entre la gente con posibles, por las comarcas cisalpinas, de Milán a Pola. Lo que quería Napoleón era que su general le diese pronta cuenta de las fortificaciones existentes. Acto seguido, hizo llamar al doctor Henri Conneau, al que le encarga que le comunique a Cavour la intención del emperador de ir a tomar las aguas y algún tratamiento a Plombières. Cavour entendió el mensaje y respondió que él también viajaría a Suiza.

Efectivamente, el 21 de julio, en la villa suiza, un ciudadano piamontés oficialmente llamado Giuseppe Benso entra en un salón donde le esperaba el emperador de Francia. Napoleón no se anduvo por las ramas y desde el principio le anunció a su interlocutor que Francia estaba dispuesta, bajo determinadas condiciones, a marchar conjuntamente con Piamonte contra Austria.

Esas condiciones eran: en primer lugar, que existiese un motivo plausible de guerra. Esta condición, sin embargo, se reveló como un problema grave, porque, en realidad, no existía tal motivo capaz de convencer a la opinión pública europea de que Francia no iba a donde quería, sino donde no tenía más remedio que ir. Tras ponderar diversas posibilidades, ambos interlocutores quedaron de acuerdo en que se animaría una insurrección popular en Massa-Carrara; una insurrección que provocaría que el duque de Módena pidiese auxilio a Viena, mientras que el pueblo haría una llamada a Piamonte.

Napoleón era de la opinión de que tanto Prusia como Rusia e Inglaterra tenían más incentivos para no meterse en el avispero italiano que para intervenir. Confiaba, por lo tanto, en que la campaña militar iniciada en Carrara sería corta y fácil. La clave era arrancarle Milán y Venecia a los austríacos; a partir de ahí, no se le podría negar un nuevo estatuto político a toda la península.

Pero eso no quiere decir lo que sabemos que pasó. La situación era demasiado complicada, y estaba demasiado atomizada, como para soñar con una independencia peninsular. Lo que se habló en Plombières fue que el chulesco Víctor Manuel sería rey de su Piamonte, de Lombardía, el Véneto, la Emilia y la Romaña. O sea, que sería, mutatis mutandis, el primer líder de la Lega Norte. Toscana y Umbría, las fértiles regiones en la espinilla de la península, le serían ofrecidas a la duquesa de Parma (María Teresa Fernanda Felicitas Caetana Pía de Saboya, brevísima duquesa de Parma por matrimonio hasta la revolución de 1848; era muy amiga de Napoleón a través de Maria Amelia Isabel Carolina de Baden, condesa de Hamilton y tatarabuela de uno de los europeos más trabajadores que existen: el príncipe Alberto de Mónaco).

¿Y el Papa? Napoleón tenía bien claro que al padre santo ni Dios, literalmente, le podría quitar la ciudad de Roma. Pero, más allá, el plan era hacerle presidente simbólico de la Confederación Italiana. Los Campechanos (es decir, los Borbones) deberían permanecer al frente del reino de Nápoles, puesto que tenían muchas agarraderas en San Petesburgo y hacer cualquier otra cosa podía poner a los rusos nerviosos. Eso sí, deberían comprometerse a convertir el reino en una administración moderna y más democrática. Ambos, Napoleón y Cavour, tenían muy claro que sería muy difícil impedir que los napolitanos se alzasen contra unos soberanos que no les eran nada simpáticos; pero digamos que no hicieron demasiados esfuerzos por imaginar qué harían en ese caso. En este punto, en cualquier caso, Cavour le confesaría a su rey que Napoleón le había insinuado que el reino volviese a estar bajo el mando de un Murat. La verdad, nunca segundas partes fueron buenas; y muy particularmente cuando hasta las primeras fueron una mierda.

En todo caso, el gran tema de discusión eran las compensaciones de Francia. Napoleón no era tonto o, cuando menos, no era gilipollas. Por eso sabía que aquellos planes iban a crear un Estado piamontés con capacidad de entrar en el G20 europeo a poco que se lo propusiese. Por eso quería rebajar un poco el suflé, y reclamaba la Saboya y Niza a cambio de su apoyo. A Cavour el tema de Niza se la sudaba más o menos, aunque entonces estaba petada de italianos; pero lo de Saboya se le hacía mucha bola, pues su propia casa noble venía de ahí. Así que tuvieron que dejar el tema para más adelante.

Estuvieron cuatro horas juntos. Una parte no desdeñable del tiempo se consumió en una negociación muy del tiempo para encadenar los acuerdos alcanzados mediante alianzas de frotamiento. Así, el emperador sugirió que su primo Napoleón se casara con la princesa Clotilde, hija de Víctor Manuel. A Cavour esa propuesta le gustó lo mismo que graparse el talón izquierdo al testículo derecho. Puso mil problemas, pero Luis Napoleón dejó claro que para él aquello era (nunca mejor dicho) un casus belli. Así pues, el primer ministro piamontés medio cedió, con la ilusión de que su jefe del rey, y papá de la novia, lo mandase todo a tomar por culo (Ludovica Teresa María Clotilde, en todo caso, acabó casándose con Napoleón José Carlos Pablo Bonaparte. Menudo era el Empe para estas cosas).

Cavour, por lo tanto, hizo como que aceptaba la solución propuesta por Luis Napoleón: Italia sería libre, pero no unida. Pero, en realidad, estaba convencido de que una vez que los piamonteses fuesen dueños del valle del Po, el resto de los italianos se alzarían para unírseles.

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