lunes, abril 24, 2023

El otro Napoleón (24: Primero la paz, luego la guerra)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



El folleto inspirado por Luis Napoleón tiene un importante valor histórico, como os he dicho; pero su valor presente fue bastante más matizable. El ministro Walewski calificó el recibimiento de la publicación del panfleto de “detestable”. Persigny fue mucho más allá al dar en el clavo del problema en una carta que le escribió a su jefe: “tanto Europa como Francia os han aceptado porque durante nueve años se han fiado de vuestra promesa de respetar los tratados; si no los respetáis, perderéis su confianza”. En la propia discusión política francesa comenzaba a hacerse con mucha frecuencia la sutil diferenciación entre la existencia de una coalición europea contra Francia, o una coalición contra Luis Napoleón. Y ya se sabe que cuando un político que basa su poder en excitar la grandeur nacionalista de su nación pierde la identificación con esa misma nación, está perdido. Morny fue al Cuerpo Legislativo a pronunciar un discurso en el que dijo que para Francia era crucial mantener su posición pacífica.

A la frialdad de sus propios hombres de gobierno, Luis Napoleón unía otro elemento, de gran importancia sobre todo extramuros de la Isla de Francia: las crecientes desavenencias con el hardcore católico del país. Los domingos en las misas de provincias se bramaba contra la distancia entre el Estado francés y los Pontificios; lo cual, unido a otras medidas de orden interior que ya hemos visto, como la resistencia a imponer los domingos talibanes que hoy en día sólo quiere la ultraizquierda, había acabado por convencer a muchos creyentes de que, contrariamente a lo que ellos habían soñado, aquel Imperio no era el suyo. El partido católico, por lo demás, tenía un aliado de primer nivel, yo diría que más bien un portavoz o incluso un líder, en la española Eugenia de Montijo. La mujer del emperador no era ningún jarrón chino. Sus contactos con los ministros eran frecuentes, y sus entrevistas con los embajadores, libres y comunes. La de Montijo, por lo demás, utilizaba esos momentos para predecir las peores catástrofes si se continuaba la línea propugnada por su marido.

Y luego estaba el problema de que Francia no estaba en condiciones de afrontar una guerra con Austria. Los militares, en este sentido eran bien claros. Crimea se había ganado a pesar de tener muchas cosas en contra; pero, en cualquier caso, esa victoria había dejado al ejército francés fané y descangallao, sin que existiese, de momento, perspectiva racional de recuperación.

Así las cosas, el círculo de apoyo el emperador era tan estrecho como sus fieles Piétri y Conneau, además de su primer ministro, Jean François Constant Mocquard. Desde el punto de vista exterior, pocas veces había estado Francia tan aislada en tiempos de paz. A pesar de que el emperador juraba y perjuraba que había conseguido la connivencia de Rusia, en San Petesburgo no habían comprometido sino una fría, distante y líquida neutralidad. Prusia era totalmente hostil a París, y con ella todos los principados alemanes que, en este tema, eran rabiosamente pro austríacos. Inglaterra ya había dejado clara su opinión.

En puridad, el II Imperio empezaba a ser el mundo al revés porque, ciertamente, el único apoyo cierto que tenía Luis Napoleón a sus proyectos de intervenir en la cuestión italiana en contra del Papa y de Austria era el de aquéllos a los que había combatido internamente, hasta el punto de exiliar a sus dirigentes al culo del mundo: los republicanos.

Este panorama, mal que le pesare, acabó por presionar a Luis Napoleón y arrastrarlo hacia las calmas aguas de la prudencia. Malmesbury aprovechó este momento de dudas para tentar una mediación, a la que Viena se prestó. Los austríacos, en el fondo, estaban en la misma situación que los franceses. Habían acumulado tropas en la frontera con el Piamonte pero, aun así, adolecían de una importante falta de efectivos, sobre todo de artillería. Nadie, pues, quería la guerra. Londres envió a Viena a su embajador en París, Henry Richard Charles Wellesley, primer conde de Cowley (no confundir con los Crawley, que son los de Downton Abbey). Wellesley encontró campo abonado entre los austríacos: se garantizaba la evacuación de los dominios pontificios, la instauración de reformas en los Estados italianos, paz garantizada con el Piamonte, nuevas convenciones y acuerdos con los ducados.

La fuerza de estos posibles acuerdos arrancada por los ingleses al Imperio austríaco hizo que en las Tullerías las opciones belicistas perdiesen momento. Así las cosas, el 5 de marzo el Moniteur publica un suelto en el que se contiene un desmentido cerril y sin ambages de los rumores de guerra. Para ser más concretos, se decía que el emperador le había prometido al rey de Cerdeña que actuaría en su defensa en el caso de ser agredido por Austria. Consecuentemente, se venía a decir, si el Imperio no agredía, no habría reacción del otro Imperio.

Una vez que el tono general de Europa giró alejándose de la posibilidad de un enfrentamiento armado que nadie quería, en el despacho del emperador comienza a hablarse de una posibilidad diplomática: la apertura de una conferencia europea que ponga una solución pactada a los conflictos fronterizos y de soberanía que restan en el continente. Francia le pidió a Rusia que fuese un poco el portavoz de esta idea y, en consecuencia, Gortchakov le mandó una carta al resto de las naciones proponiéndoles el embroque. Inglaterra y Prusia aceptaron casi inmediatamente. Austria acabó por mostrarse también de acuerdo, si bien puso la condición de que el Piamonte debía desarmarse previamente.

Aquí estaba el problema. Ni Cavour ni su chulesco jefe podían aceptar una solución diplomática que, a buen seguro, se situaría en algún justo medio entre las posiciones encontradas, lo cual quiere decir que debería sacrificar la independencia italiana de una manera o de otra. No se trata sólo de las formas de pensar del primer ministro y de Víctor Manuel; se trata de que, probablemente, ya no podían generar tamaña marcha atrás sin poner en peligro sus gañotes. Decididos a bombardear la iniciativa, tenían muy claro que el eslabón más débil de aquella cadena era el emperador francés; así pues, se apresuraron a amenazarle con publicar los acuerdos secretos alcanzados entre Francia y el Piamonte, algo que supondría un escándalo internacional. El rey del Piamonte, además, bramaba que se bastaba para atacar solo a Austria, porque ese ataque provocaría una revolución a gran escala en toda Italia. El 26 de marzo, Cavour llegó a París y fue inmediatamente recibido por Luis Napoleón. La entrevista no fue fácil y estuvo repleta de reproches. De hecho, la discusión fue tan fuerte que obligó a Napoleón a guardar cama dos días inmediatamente después de producida.

En el otro fiel de la balanza estaban la reina Victoria y su marido, adalides de la paz en Europa. Londres, tras haber obtenido de Viena las promesas racionales que ya hemos visto, se apresuró a proponer un desarme general como preludio del Congreso que se quería celebrar. Austria, de nuevo presionada por los diplomáticos británicos, aceptó la propuesta. Lo que siguió fue una persecución en toda regla del ministro Walewski en la persona de Cavour, todavía en París; el ministro piamontés fue presionado por tierra, mar y aire hasta que, el 19 de abril, dio su brazo a torcer. Pero, privadamente, quema los papeles que acaba de firmar y le confía a sus íntimos que está pensando en el suicido.

Sin embargo, surge el milagro, desde el punto de vista del piamontés. A pesar de la aquiescencia inicial, Viena duda. O, más bien, quien duda es Francisco José. Paco Pepe era, en ese momento, un gobernante sin demasiada experiencia en sucesos como el que estaba gestionando. Austria, por otra parte, estaba inmersa en una gravísima crisis presupuestaria, con una falta de recursos abracadabrante. Por un lado, desmovilizar tropas quitaba presión sobre esos problemas; pero, a la larga, podía suponer un agravamiento de los mismos, a causa de las cesiones que, sin duda, el Congreso traería aparejadas. No hay que olvidar que la Italia del norte, zona muy industrial y próspera, era una importante fuente de recursos para el Imperio. De seguro, el emperador escuchó cantos de sirena en su Corte haciéndole ver qué es lo que estaba aceptando a través del desarme, y se giñó. Como consecuencia, el 20 de abril el canciller Buol le hace llegar un ultimátum a Turín: Piamonte es demandada de desarmarse en tres días, o se atendrá a las consecuencias.

Con este movimiento, Francisco José cambió completamente el tono de Europa. En Francia, su chulesca demanda tuvo el efecto de disipar las muchas dudas que tenía el emperador. Pero, lo que es más importante, descorazonó a sus aliados naturales en el Congreso, Inglaterra y Prusia. Y, last but not least, soliviantó a los italianos, además de convertir en un héroe resistente al hombre que, apenas unas jornadas antes, estaba pensando en volarse la tapa de los sesos, consciente de que a su regreso al Piamonte se la iban a volar de todas formas.

Cavour se apresuró a hacer dos cosas: una, rechazar el ultimátum austríaco; otra, hacer un llamamiento a Francia para que, de acuerdo con sus promesas, acudiese en su ayuda, ya que las intenciones bélicas austríacas estaban fuera de toda duda. El 24 de abril, día de la Pascua, varios regimientos de soldados desfilan por París, por el faubourg de San Antonio, camino de la estación de Lyon. El Cuerpo Legislativo vota un préstamo de 500 millones y una ley que abre la posibilidad de una leva de hasta 140.000 hombres. Morny, ante los diputados, pronuncia un vibrante discurso en el que himpla: “Francia no puede colocar su sable en su funda mientras quede un solo alemán allende los Alpes”. El emperador, por otra parte, hace colgar de las esquinas de las ciudades de Francia una declaración que está claramente destinada a apaciguar a los católicos. Dice que todo es consecuencia de la actitud de Austria, y que entre los objetivos del II Imperio no está ni fomentar el desorden en la península italiana ni poner en peligro el poder del Papa sino, todo lo contrario, sustraerlo a las presiones exteriores. El 11 de mayo, dejando a la Euge de regente, Luis Napoleón parte con su ejército, del que se convierte en comandante supremo.

El avance, sin embargo, pronto demostrará los muchos agujeros que tiene esa manta. El ejército francés había quedado muy tocado en sus capacidades tras el esfuerzo crimeo; y, en los meses inmediatamente anteriores a su movilización, no había hecho gran cosa por cambiar esa situación, a causa del temor que había en las Tullerías de lanzar el mensaje de que se estaba preparando para la guerra en un momento en el que de todo lo que se hablaba era del Congreso. Así pues, básicamente lo que se había hecho era reagrupar algunas unidades en el sudeste del país, amén de llamar a tropas situadas en Argelia. Pero la logística era penosa. Faltaban vagones de pertrechos, los equipamientos sanitarios brillaban por su ausencia y, de hecho, las tropas movilizadas precisaban de 10.000 caballos que no tenían.

Soldados y mandos estuvieron cabreados desde antes incluso de saltar al andén de la estación de Lyon. En el ámbito táctico, se tomó la decisión de mantener al mariscal Vaillant en su condición de mayor general del ejército de Italia; un cargo que, en tiempo de guerra, le venía muy grande; tenía 69 años, todo el mundo se cachondeaba de él porque parecía no entender las prácticas modernas de movimientos de tropas y, por no poder, ni siquiera era ya capaz de montar a caballo. El propio emperador habría de admitir, en sus cartas, que se había enviado al ejército sin haber enviado antes o al mismo tiempo sus pertrechos.

Mientras franceses y piamonteses se reunían en Alejandría (o sea, Alessandria), las previsiones de Cavour, bien precisas y basadas en información fiable, comenzaron a producirse. Los belicosos toscanos se alzaron contra su gran duque Leopoldo II, o sea Leopoldo de Habsburgo-Lorena y Borbón-Dos Sicilias. El gran duque acabó marchándose de la ciudad en pleno día, en medio de los que habían sido sus súbditos y que ahora se rieron de él. Al parecer, el duque se despidió con un "hasta luego", a lo que los toscanos respondieron "En el Paraíso"; que es una forma elegante de contestar "hasta luego, mis cojones". Se formó un gobierno provisional que pronto contó con el apoyo de una pequeña fuerza francesa al mando del príncipe Napoleón.

El ejército descendía siguiendo el curso del Po. Napoleón seguía la táctica recomendada por el teórico militar suizo Antoine Henri Jomini. Marchaba hacia el norte para tratar de enfrentar las tropas austríacas por su flanco derecho. Por el camino, los piamonteses tomaron Palestro. Mac-Mahon, por su parte, atravesó el río en Turbigo, y marchó hacia Magenta, mientras Espinasse ocupaba el puente San Martino, aunque su avance fue detenido por la presencia de un gran canal, el conocido como Naviglio Grande.

El 3 de junio, los franceses estaban situados en un triángulo formado por las poblaciones de Turbigo, Trecate y Novara. Pero todavía no saben dónde están exactamente los austríacos.

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