El conde arruinado
Comienza el juicio
Otro traidor entre nosotros
Cualquier cosa menos un nuevo juicio
Zola
El principio del fin
Por la República
A los tres días de juicio, el tema estaba capotando, y todos los sabían. Uno de los testigos de la acusación más motivados, el comandante Hubert-Joseph Henry, solicitó declarar de nuevo. Durante su segunda declaración juró por su honor que un militar (Valcarlos) le había avisado de que había un topo en el Estado Mayor; y, teatralmente, se volvió hacia Dreyfus y, señalándolo, tetrisitó: “¡Ese traidor es usted!” Dreyfus y su abogado defensor se levantaron como movidos por un resorte y le exigieron que identificase al militar que había dicho cosa tal (que no la había dicho; Valcarlos advirtió de la existencia de un topo, pero nunca dijo que fuese Dreyfus). Henry se negó a dar la filiación de su fuente, pero juró por su honor que todo lo que había dicho era cierto.
El día 22 se produjeron las conclusiones de fiscal y
defensor. Demange se extendió en la ausencia total de pruebas y, de hecho, se
apoyó en otros argumentos como, por ejemplo, que el hecho de que el memorando
se refiriese al freno hidráulico del cañón de 120 demostraba que quien había
escrito eso no era un oficial de Estado Mayor, pues en el Estado Mayor todos
sabían que la expresión correcta era freno hidroneumático.
Por si todo lo referido no supusiera ya un compendio
bastante burdo de irregularidades procesales, antes de la sentencia se
produciría todavía otra mucho peor. En el momento de salir para deliberar los
jueces, Paty de Clam se dirigió al presidente del tribunal y le entregó un
sobre lacrado procedente del ministro de la Guerra, indicándole que eran
documentos secretos que ni el acusado, ni su defensor, podían conocer. En el
sobre estaba la carta donde decía “ese canalla de D.”, otras notas de
Schwartzkoppen, un comentario escrito de Paty de Clam, y la traducción “libre”
del telegrama de Panizzardi.
Los jueces declararon culpable al acusado. Para que luego digan que no hay lawfare.
Aquella misma noche, todo París fue informado de que el
capitán Dreyfus había sido condenado a deportación perpetua. La Prensa
nacionalista, que es como decir la Prensa francesa a secas, salió en tromba
lamentándose de que no existiese en Francia la condena a muerte para los
delitos políticos.
Hasta ese momento, Dreyfus había asistido a su caída con el
gesto estólido del militar de pura cepa. Incluso cuando le fue leída la
sentencia en el patio de la cárcel permaneció en posición de firmes y con el
rostro pétreo. Una vez condenado, sin embargo, tuvo una crisis seria. Le pidió
al comandante Forzinetti, su alcaide, un revólver para reventarse la cabeza. Al
día siguiente lo visitó Paty de Clam, quien le ofreció algún tipo de
dulcificación de la condena si confesaba la importancia de la información que
le había pasado a los alemanes. Pero para entonces Dreyfus había recuperado su
compostura, y le contestó que no mamase. Aquella mañana le escribió una esquela
al ministro Mercier en el que le rogaba que continuasen las investigaciones del
affaire.
El 5 de enero de 1895, el capitán Alfred Dreyfus fue
degradado en el patio de la Escuela Militar, en el Campo de Marte. La ceremonia
se hizo de cara al público, apenas separado por una reja; el personal, como le
suele pasar normalmente a los borregueros, a los amigos de los escraches, a ese
tipo de gente que suele resolver los traumas relativos a la longitud de su pene
o la orientación de sus mamellas a base de confundirse en la manada rocapollas,
comenzó a gritar que a aquel hombre había que matarlo allí mismo.
En el acto de ser degradado, el capitán Dreyfus todavía
gritó: “¡Viva Francia!” Hay gente, la verdad, que no aprende.
Quince días después, Dreyfus salía hacia el puerto de La
Rochela, donde tomó un barco a la malhadada Isla del Diablo, en la Guyana. En
la ciudad costera, el espectáculo de las turbas de intelectuales tirándole
piedras y salivazos se reprodujo; un oficial del ejército se acercó a él y lo
abofeteó, para regocijo de los tatarabuelos de los actuales usuarios de
Twitter y la mayoría de los asistentes a la gala de los Goya.
Aunque con el tiempo se han hecho famosas las soflamas
contra la manipulación del caso Dreyfus y las gentes de la Prensa, por lo
general, gustan mucho de recordar esto para demostrar lo mucho que molan, la
verdad es que, cuando se produjo la sentencia, una sentencia que era
consecuencia de un juicio que parecía organizado por subnormales, no hubo ni un
solo periódico en Francia que se molestase siquiera en insinuar que lo mismo lo
que había pasado en la sala era una ful. Los periodistas y resto de opinadores
franceses dictaminaron sobre todo aquello sin haber visto ni el memorando ni uno
solo de los documentos o peritajes que se citaron en el juicio. Simple y
llanamente, dieron por buena la sentencia; era una sentencia dictada por
franceses y los franceses, ya se sabe, nunca se equivocan.
Lejos de caminarse hacia la verdad, se caminó hacia la
mentira. Alguien, no sabemos ni sabremos quién, distribuyó por todo París el
rumor de que Dreyfus, cuando estaba esperando para desfilar hacia su
degradación, le había confesado a sus custodios que era el traidor que la
sentencia decía. La cosa es que, efectivamente, Dreyfus había tenido una
conversación con el capitán que lo custodiaba, Charles Gustave Nicolas
Lebrun-Renault. Le contó, básicamente, la entrevista que había tenido en la
cárcel con Paty de Clam, en la que éste le había conminado, sin éxito, a
confesarse culpable, y que incluso le dijo que podía confesar que los
documentos que había pasado a los alemanes eran sólo el principio, porque
aspiraba a conseguir de los alemanes otros más importantes cuando fue
descubierto (es decir, una confesión de agente doble; esto, teóricamente, dulcificaría su sentencia). Lebrun-Renault,
como en la sentencia del crimen de los Urquijo, solo o en compañía de otros,
convirtió esa conversación en otra distinta, en la que Dreyfus le habría
confesado a él precisamente lo que Paty de Clam le había insinuado. A mí
siempre me ha parecido que Lebrun pudo ser él mismo manipulado en esta
anécdota, puesto que en su informe del acto de degradación no cita palabra
alguna de Dreyfus, cosa que estaba obligado a hacer; y en posteriores
entrevistas y declaraciones nunca habló del tema.
El rumor, sin embargo, estaba ahí, y el pueblo, ese ente tan
sabio, había dictado su sentencia. Se puede decir, en realidad, que, en ese
momento, en toda Francia sólo había tres personas que creían en la inocencia
del capitán, aparte de su mujer: su defensor, Demange; Mateo, su hermano; y el
diputado Joseph Reinach. Y situaciones como ésta: una persona prístinamente inocente que es consideraba culpable por un país entero salvo tres personas, deberían enseñarnos (ésta es una de las razones por la que mola estudiarse el caso Dreyfus) la importancia de tener un poder judicial independiente y profesional.
La “confesión” frente a Lebrun-Renault, claramente fabricada para provocar la perdición de Dreyfus, tenía sin embargo una derivada en la que sus inventores, dado que probablemente eran militares franceses, no repararon, pues para ello hace falta tener circunvoluciones cerebrales libres de sectarismo: dejaba en muy mal
lugar a Alemania. En la embajada se cogieron un cabreo de mil demonios, pues ya
se habían preocupado de comprobar que nadie en aquel edificio había tenido
nunca relación con Alfred Dreyfus. Así las cosas, de Berlín le llegó orden al
embajador alemán, Georg Herbert Fürst zu Münster von Derneburg, conde de
Münster-Lendeburg y habitualmente conocido como Münster porque su nombre, la
verdad, es un coñazo, de ponerse en contacto de nuevo con el gobierno francés
para exigirle alguna acción asertiva frente a la Prensa local que, como vendía
mogollón de ejemplares contando esas chorradas, las ampliaba todo lo que podía (a ver si os vais a pensar que lo de escribir para conseguir clickbaits lo habéis inventado vosotros).
Tras entrevistarse Münster y el presidente Perier, la agencia Havas sacó una
nota oficiosa que declaraba que las embajadas no habían intervenido en el caso
Dreyfus. Quince días después, Perier caía tras una votación en la Asamblea
Nacional, siendo sustituido por François Felix Faure. Faure procedió a cesar al
general Mercier, sustituido por el también general Émile Auguste François
Thomas Zurlingen.
Algunas semanas después, el comandante Picquart fue nombrado
jefe de la Oficina de Informes de Estado Mayor. Su jefe, el general Boisdeffre,
le dejó muy claro que heredaba el cargo para continuar la investigación del
caso Dreyfus, obviamente en la misma dirección que hasta el momento. En el Estado Mayor, como siempre que un judío es culpable real o
teórico de algo, estaban convencidos de que el capitán no había actuado solo.
Que aquello había sido una conspiración semita en toda regla y que, en
consecuencia, muchos de los implicados, quizás peces más gordos que el que
navegaba hacia Guyana, estaban libres y no localizados. Picquart, que también
era bastante antisemita, se tomó la labor con la pasión de un fiscal general del Estado.
El comandante, sin embargo, se fue olvidando del tema
Dreyfus con el tiempo. Literalmente, se aburrió de leer subnormalidades.
Encargaba o recibía informes de todo tipo de investigadores de lo más
variopinto, que habían desarmado la vida y milagros de Alfred Dreyfus. Pero
todos aquellos informes no eran más que papelotes que no le interesarían ni a
Tele 5. Para entonces, además, la familia Dreyfus había hecho los
deberes. El capitán, en la noche antes de partir de Francia, le había escrito
una carta a su mujer en la que le pedía que no cejase nunca en la investigación
de todo aquel embrollo; y Mateo, su hermano, acompañado de Reinach, se habían
puesto a ello. Ambos investigadores acabaron por averiguar lo del informe
secreto del Estado Mayor surgido a última hora, en el que figuraba la famosa
carta donde decía “ese canalla de D.” También se dedicaron a buscar apoyos en
las altas esferas, Lo encontraron en Auguste Scheurer-Kestner, presidente del
Senado. Scheurer era de Mulhouse, como Dreyfus. De ideología republicana, era
un furibundo partidario del regreso de Alsacia a la casa común francesa. Por
ahí le entraron Mateo y Joseph, y consiguieron convencerle de que a su paisano
no se le había tratado bien en el juicio.
Scheurer intentó reclutar a políticos pero, sobre todo, a
periodistas que abrazasen la causa de la defensa de Dreyfus y se aviniesen a
escribir sobre todos los puntos oscuros del juicio. El político, sin embargo,
fracasó, pues se encontró a una clase periodística que le venía a decir que
vale, que lo mismo aquello olía mal; pero que querían pruebas más sólidas
(porque los periodistas, ya se sabe, nunca publican nada porque dicen que han
oído que alguien parece haber dicho que escuchó a alguien susurrar). En
realidad, sólo consiguió un acólito: un escritor de ideas anarquistas, Bernard
Lazare. Lazare preparó una obrita que analizaba el memorando y rebatía los
peritajes que habían concluido que la letra era del capitán.
En marzo de 1896, Schwartzkoppen se hartó de Esterhazy.
Ambos habían seguido relacionándose durante todos aquellos meses a pesar del
ruido del escándalo; pero lo cierto es que los papeles que filtraba el militar
francés cada vez eran más mierderos. Aunque, como ya os he contado, los
alemanes pagaban por pieza y según su valía, en el mes de febrero llegaron a la
conclusión de que era tontería seguir pagándole a aquel lerdo por las mierdas
que les traía.
El 20 de febrero, Schwartzkoppen redactó una carta que
textualmente decía:
Señor comandante Esterhazy, calle de Bienfesaince, 37 [La
he espiado en Google Maps y, la verdad, es más que posible que la casa que hay
hoy en día en esa dirección sea la misma en la que vivió Esterhazy].
Espero una explicación más detallada que la que el otro
día me dio sobre la cuestión aplazada. Por lo tanto, le ruego me la de por
escrito, a fin de juzgar si puedo o no continuar mis relaciones con la casa
RCT.
Al parecer, Schwartzkoppen echó la carta en un buzón público
personalmente. La misiva, sin embargo, terminó en el Ministerio de la Guerra
francés. No la pudo coger la señora Bastian ni ningún otro espía de la
embajada. Una opción es que los franceses habían hecho seguir al alemán. Aunque
la que me parece más plausible es que el alemán hiciera un primer borrador, lo
rompiese, y lo tirase dentro de la embajada, en cuyo caso la señora Bastian sí
podría haberlo recogido.
Horas después, un emocionado capitán Jules Maximilien Lauth, subordinado del comandante Picquart, se presentaba ante éste con la carta (en realidad, un telegrama neumático o petit bleu, como se llamaba entonces) de Schwartzkoppen. Desde el primer momento, la reacción en el Estado Mayor se decantó por entender que había otro traidor.
Al Ejército francés, a la Francia toda, se le erizaron los pelos del lomo, como cuando el lobo avista pieza: había que cazar a otro(s) judío(s).